Narradores alemanes
(1915)

La época de la guerra nos obliga de nuevo a tomar conciencia clara de nuestra propia esencia. No para extirpar con el cuchillo cualquier vestigio de influencia extraña, sino para ver sobre qué bases descansan en realidad nuestras pretensiones de colaborar en la determinación de la historia universal. De paso, podemos hacer también un experimento y comprobar en qué medida nosotros, los alemanes, podríamos subsistir en el terreno espiritual en el caso de tenernos que limitar a nuestra propia producción.

En el campo de la música no resultaría difícil, aunque no quedaría tampoco mucho de la autonomía de la música alemana si se ignorase la prehistoria, los maestros italianos. Siempre fue, de todos modos, un ideal alemán acoger solícitamente las corrientes extrañas y apropiarse de ellas, no sólo externamente sino también asimilarlas internamente. La virtud o debilidad alemanas de sumergirse por completo en estas corrientes siempre me ha parecido la señal de superioridad y tolerancia mental, es un rechazo muy orgulloso de los límites aduaneros y raciales en el terreno puramente espiritual.

¡Cuánto de Italia hay en Mozart, y qué alemán es, sin embargo! Lo mismo sucede con Durero y Goethe. Pero seguramente la música es el único arte en el que un alemán exigente podría subsistir sin tener que recurrir a otras naciones, y desde luego, no vamos a renunciar a las exigencias. En la literatura resultaría imposible; el espíritu alemán fue siempre demasiado cosmopolita, tuvo demasiado respeto a la mejor tradición, a Homero y a Roma. No obstante la literatura alemana es lo suficientemente rica. No tiene ningún Ariosto, ningún Swift, ningún Dostoievski; pero no daría a Goethe a cambio de ninguno de ellos, ni tampoco por los tres juntos. Queda Shakespeare, el espíritu afín, que Alemania ha hecho suyo más profundamente que la propia patria del poeta.

Hagamos una prueba e imaginemos que durante algún tiempo dependemos en nuestra lectura cotidiana exclusivamente de nuestra literatura, es decir, de los narradores alemanes, pues las novelas y los cuentos son al fin y al cabo, las que dominan, por su volumen, nuestra lectura. Dejemos aparte la producción moderna, ya que aún no puede enjuiciarse definitivamente, y tomemos únicamente los autores y las obras que tengan un valor intemporal independiente de cualquier moda. También tenemos que prescindir aquí desgraciadamente de la literatura más antigua, en la medida en que su lengua ya no es la nuestra y no es directamente comprensible para el hombre culto actual. Queda entonces más o menos el período comprendido entre la Guerra de los Treinta Años y la guerra de 1870.

Me imagino esta selección de obras como una biblioteca particular y después trataré de caracterizar brevemente esta biblioteca ideal que naturalmente no pretende ser completa. Hablaré de algunos libros famosos como si nadie los conociese y trataré de olvidar la vergüenza que es que realmente casi nadie los conozca. Y me divierto imaginándome a un cultivado lector a la moda, encerrado en esta biblioteca y obligado a orientarse asombrado en el edificio de la literatura alemana del que hasta ese momento sólo conocía prácticamente el último piso.

Narrar no tiene en un principio otra finalidad que describir lo mejor posible un hecho vivido, oído o soñado. De cuando en cuando el arte muy desarrollado y refinado vuelve, aunque sea raramente, a este tipo completamente objetivo de narración, y entonces en la supresión consciente de todo subjetivismo, de toda parcialidad, reside una voluntad artística altamente depurada y elaborada. Sin embargo, la narración artística suele surgir precisamente cuando prevalece lo subjetivo, para empezar en la elección de los temas. Ese subjetivismo crece tanto, sobre todo en la literatura alemana, que para el lector no ingenuo, la intriga se convierte en algo secundario, en un nuevo recurso del autor para expresar su actitud personal frente al mundo, su sentimiento de la vida y su temperamento. De aquí parten miles de caminos distintos y originales y se pone de manifiesto que la forma que va a adquirir la intriga depende por completo de la personalidad del escritor, de su espíritu, de su talento, de su alma. Ahora comprendemos también que no existe «elección de temas» completamente libre, que el narrador adopta frente a los objetos, en gran medida una actitud pasiva. Es imposible que Kleist hubiese «elegido» nunca el tema de una narración de Stifter. Es impensable que Mörike hubiese escrito la historia de «Michael Kohlhaas».

¿Cómo valoramos entonces una obra? ¿Según qué medida, ley o sentimiento encontramos que una novela o un cuento son más valiosos que otros?

Inmediatamente nos encontramos con las dos únicas valoraciones posibles: la ingenua-humana y la estético-formal. Podemos amar una historia y atribuirle un valor porque nos entusiasma el talento del autor, porque desde un punto de vista puramente artístico constituye un conjunto armónico reconfortante. O la amamos porque el escritor nos atrae e impone como persona, porque su concepto del hacer y del acontecer nos parece grande, bueno, inteligente y claro y nos promete ayuda en nuestra manera de ver la vida. Entre personas medianamente sanas que no conocen la duda, el apasionado amará en el escritor el apasionamiento, el inteligente la inteligencia, el bondadoso la bondad; entre lectores peor equilibrados, se producirá a menudo lo contrario: el intelectual buscará la sensualidad ingenua, el impulsivo el frío dominio. Y también en los escritores vemos que sus personajes son o su reflejo y su confirmación, o tipos opuestos de sus deseos. Pero por encima de estos puntos de vista individuales se encuentra en cada uno, de manera inconsciente, lo supraindividual, desde el carácter racial y familiar, al humanismo internacional.

Para nosotros ocuparán siempre el lugar más alto aquellas obras que nos fortalecen humanamente y nos satisfacen estéticamente. El autor ideal sería aquel que tuviese un máximo de talento y de carácter. Pero a nadie le es dada la capacidad de potenciar esencialmente su naturaleza. El único camino que conduce a esa potenciación es para el artista la lucha por la mayor aproximación del talento y el carácter. El «autor brillante» del que creemos que podría haber hecho de todas sus obras también lo contrario, nos resulta sospechoso y pronto nos repele. Y al final el juicio humano triunfa siempre sobre el estético. Nos resulta difícil perdonar al talento que se echa a perder, pero estamos dispuestos a perdonar en la obra humanamente valiosa, ciertos errores formales notorios. No juzgamos con dureza el fracaso formal de una obra planeada con grandeza (aquí debemos incluir muchas grandes obras inconclusas), ni el gesto torpe de un sentimiento sincero, en cambio al «autor brillante» nunca le perdonamos que trate de dar en el terreno espiritual e intelectual más de lo que tiene.

Ésa armonía entre talento y carácter se puede calificar sencillamente como lealtad al propio ser. Donde la encontramos tenemos confianza. Nos disgusta que un narrador convencional trate de ser gracioso sin necesidad. Pero amamos y admiramos en un escritor fuerte su capacidad del humor y nos resulta simpático y valioso el autor más débil, desbordado intelectualmente, cuando le vemos alcanzar la salida de emergencia de la ironía. Nuestra confianza se afianza sobre todo cuando encontramos en un escritor rasgos que reconocemos como patrimonio del pueblo o de la raza.

Nuestro instinto, que no se deja engañar desea siempre en la literatura una concordancia secreta con la voluntad de vivir. Esto no se debe limitar de una manera partidista como hacen los admiradores subjetivos del arte popular, del sabor al terruño y de la salud. La vida tiene en todas partes razón, y la naturaleza no acepta menos al vástago, refinado y cansado de una estirpe antigua que al muchachote rebosante de energías, ni tampoco está menos cerca de él. Si no, cualquier historia de muchachos campesinos sería más valiosa que el «Hyperion» y cualquier musiquilla airosa estaría por encima de Chopin. Si rechazamos estos malentendidos elementales, nos quedamos con la idea de que todo el arte que niega la vida es discorde en sí y profundamente sospechoso. No hay ningún acontecimiento que no sea narrable. Kleist y otros han contado cosas terribles de tal manera que les estamos agradecidos. Pero el hecho espantoso, cruelmente casual, que no está iluminado por el amor y la comprensión del poeta, resulta frío y devastador. Un ejemplo clásico es la historia más espantosa que conozco de nuestra literatura premoderna, la novela corta «Die Kuh» («La Vaca»), artísticamente construida por Hebbel. No sería necesario embellecer, atenuar, falsificar ni una línea, pero sí habría que percibir el sentimiento del autor, aunque éste no se comunicase expresamente, sino de manera latente e indirecta. Este sentimiento falta, y la obra que podría ser triste y grandiosamente terrible, resulta solamente espantosa.

Por lo demás, cuando un escritor joven lleno de vitalidad elogia la vida de una manera entusiasta, y un melancólico vulnerable le extrae suaves matices y observa con amor temeroso lazos que ya se disuelven, hacen ambos bien, hacen lo que la naturaleza les pide. Cuando un amante ingenuo abraza, el árbol y la roca y un hombre de voluntad vital declinante sonríe con delicado respeto ante los bellos juegos de la vieja Maya, hacen ambos lo que les corresponde; ambos son capaces de ser artistas, ambos son fieles a su esencia. Y hasta en el grito del desesperado que no quisiera haber nacido nunca, triunfa la vida, gime el oscuro placer del ser.

Todo escritor nos da más cuanto mejor expresa su tipo. El melancólico no despierta más optimismo por reprimir sus lágrimas y el que posee un sentimiento de la vida crepuscular y nostálgico es tanto más afirmativo cuanto más profundamente presiente en cada placer la espina y sobre toda belleza la sombra angustiosa. El escritor de optimismo falso no es mejor, y sí más peligroso (por ser más frecuente) que el diletante que sin necesidad tañe la lira de la tristeza. Ambos son necios y nada más. Cualquier sentimiento articulado de la vida, cualquier «pathos», cualquier risa, cualquier melancolía tienen sin embargo sentido y valor y un efecto consolador. Claro que, el valor y la importancia de todo escritor crecen con la dimensión de su alma; el que además de Werther puede ser también Wilhelm Meister es más que sólo uno de los dos. Pero el que escribe algo a la manera de Wilhelm Meister y podría escribir del mismo modo algo parecido a un «Werther» es a lo sumo un talento.

Que un escritor cause impacto no depende nunca de una facultad aislada, de la técnica, la inteligencia y del gusto, sino, a fin de cuentas, de su casta, de la perfección y la fuerza con las que expresa su tipo. Una clara actitud frente a la vida, un sentimiento profundo para lo que es necesario, una armonía con la voluntad vital de la naturaleza, intuida y no premeditada, eso es lo decisivo.

En el período histórico que aquí nos ocupa, la prosa alemana ha hecho una evolución fructífera, mucho más fructífera que por ejemplo el verso cuya cultura fue hace siglos más alta que hoy. Sin haberse muerto la lengua de los siglos XVI y XVII, ni resultarnos extraña, nuestra prosa ha alcanzado una flexibilidad y una riqueza de matices que en la aplicación oficial de nuestra lengua han conducido desde hace tiempo a una extraña inseguridad y confusión, pero que permite al talento una infinita individualización expresiva. Esta diferenciación del idioma escrito le ha servido de poco a la técnica de la pura narración que en Italia, España y Francia ya estaba altamente desarrollada. En cambio a los escritores les ha permitido una ductilidad, una consonancia y una musicalidad del idioma sin las que nuestras obras más refinadas, aún permaneciendo iguales las otras premisas, perderían sus encantos más profundos. Aquí se abrió un camino para afirmar lo más personal en el idioma, que fue a menudo una desviación, y a menudo llevó a errores, pero muchas veces también a nuevas formas de belleza. Así como la religiosidad poética huyó de la literatura eclesiástica a la literatura mundana, la poesía más tímida se refugió en la prosa. Al final de este camino se encuentra lo que podría llamarse la novela puramente musical, un producto que nunca podrá ser norma, en el que muchos han fracasado tristemente, pero de cuyo valor y belleza excepcionales nadie que haya leído verdaderamente el «Hyperion» y los «Hymnen an die Nacht» («Himnos a la noche») puede dudar. Y aún más allá surge de ahí la prosa poética ensimismada y exuberante de «Zarathustra». Ya antes de Goethe vemos en Gessner y otros, luego sobre todo en los románticos, cómo la lírica penetra en la narrativa, cómo la forma sólida de la narración es destruida una y otra vez por exaltados, y como una y otra vez es reformada con mano segura por puritanos aislados. La novela, como el género más joven del arte poético, estaba lejos de evolucionar hacia una forma firmemente delimitada y así, las puertas quedaban abiertas a todo aquel que recelaba de las exigencias de una forma determinada. En otras partes, por ejemplo en Inglaterra, se creó en la novela, junto con una moral burguesa y una norma política, una forma clara, que aún impera hoy y que favorece como entonces al talento dócil pero no tolera al genio indómito. Entre nosotros Goethe en su intento, proyectado con tan maravillosa amplitud, de expresar todo el mundo en un libro, rompió los límites del drama con «Fausto» y los de la novela con «Wilhelm Meister». Si a pesar de todo no hemos perdido del todo la cultura de la novela, y si los escritores nuevos, más modestos en su ambición, han sabido cultivarla de nuevo, como forma artística, ha sido gracias a la novelística del extranjero. Las grandes novelas alemanas anteriores a la época moderna, hasta «Grüner Heinrich», no son modelos, sino casi siempre variaciones de esta forma narrativa. ¡Pero qué variaciones! ¡«Wilhelm Meister», «Hyperion», «Flegeljahre», «Heinrich von Ofterdingen», «Maler Nolten»!

Las grandes obras alemanas en este terreno tienen formalmente muy poco en común, a menudo las unas no parecen haber aprendido de las otras más que los errores. Pero tienen en común lo principal: la lealtad del poeta a sí mismo, la amplitud de su ambición y la voluntad, a menudo llevada hasta un extremo trágico, de crear un mundo según su imagen, según su ritmo.

No debemos olvidar que junto a los escritores trabaja también un gremio de artesanos y fabricantes. Sus libros han sucumbido. A excepción de Jean Paul, ninguno de los grandes prosistas alemanes fue muy popular en su tiempo, ni siquiera Goethe, que nunca volvió a alcanzar un éxito tan rápido y grande como el del «Werther», «Hyperion», «Nolten» y «Grüner Heinrich» encontraron sus lectores décadas más tarde.

¿Debemos deducir de todo esto que nuestros mejores autores no son en realidad narradores? ¿Que nuestras mejores novelas son lírica oculta, filosofía disfrazada, orgías del idioma que disfruta consigo mismo? La cosa no es tan grave. Entre las orgías las hay de tipo sagrado, entre los monstruos formales hay verdaderos prodigios, y además existen también algunos maestros que no perdieron nunca la objetividad de la narración pura y con los que haríamos un buen papel, ante los franceses e ingleses, aunque todo el mundo se riese de los exaltados. Claro que no quiero decir que en el extranjero se rían de Goethe o de Novalis, aunque les consideran soñadores. Allí se descubren respetuosamente ante ellos y reconocen que se trata de algo que nunca llega a entender el que no es alemán, pero que debe admirarse profundamente. De nuestros románticos, que para el lector no siempre resultan fáciles, Hoffmann tuvo la forma narrativa más extrema y fue francamente popular en Francia. Eso puede bastarnos. De algunos de los mejores franceses e ingleses, de Gerard de Nerval, de Carlyle y otros, podemos aprender a respetar más las obras sagradas de nuestra literatura. En ningún terreno conquistará Alemania permanentemente el mundo con baratijas de serie, sino sólo con actos y obras como «Grüner Heinrich», «Hesperus» o «Wilhelm Meister». En el extranjero nos consienten y aceptan estas obras hoy con menos tolerancia que antes cuando Alemania no era un rival. Una razón más para imponernos. Tenemos que admitir que nuestra literatura narrativa no es un vivero de plantas con orden sólido y desarrollo sistemático, sino un jardín silvestre lleno de casualidad y vegetación voluntariosa. Anarquía y autodestrucción, rebeldía e idolatría fanática, existen también entre nosotros, y no tenemos ninguna disculpa, como no la tenemos para el tamaño de nuestras narices. Hemos heredado esta literatura de generaciones de escritores para los que el público solía ser completamente secundario. Tampoco existía una Academia sino que cada uno hacía lo que podía y si alguno recibía una condecoración de la Corte, los otros le llamaban ambicioso. Nuestra nueva literatura no ha tenido una buena educación. Pero no es esta carencia la que parece querer vengarse en los últimos tiempos.

Basta ya de prólogo. Sobre todo esto se puede pensar de distinta manera. También podemos ver en nuestra literatura de los últimos dos o tres siglos una evolución completamente lineal, deseada evidentemente por Dios, si es preciso. Pero no lo es, y poco importa la interpretación que demos. Las filosofías han vuelto a perder valor desde la guerra. Nada importan las líneas que vemos o construimos en la historia de nuestra literatura. Pero sí importa mucho si estamos dispuestos a cuidar y mantener lustroso el tesoro heredado con el agradecido respeto que debemos a las proezas de los antepasados o si, como unos «parvenus», vamos a dar unas palmaditas condescendientes en el hombro a estos viejos señores escritores. La literatura no es un cultivo de setas, como piensan los lectores de lo eternamente nuevo, aquí la respiración de un pueblo es larga, el latido de su corazón lento. El que supera su recelo y respira un rato el desacostumbrado aroma del pasado, verá que la literatura de dos siglos no es sólo más respetable sino también mucho más interesante que la de una década. Y comprobará que algunos, incluso muchos libros de los años ochenta, de los años noventa, son ya vetustos y huelen a putrefacción, mientras que el viejo Grimmelshausen, el viejo Goethe, y otras figuras gigantescas se han conservado intactos y sanos y fabulosamente vivos debajo de una ligera capa de musgo y verdín.

El arte narrativo alemán moderno comienza con obras de esa perfección ingenua que sólo producen épocas primitivas: con los maravillosos «Volksbücher» («libros populares») anónimos. En ellos se cuenta en buena prosa popular casi todo lo que se había transmitido antes en los grandes poemas épicos y en los libros de historias en latín. «Magelone» y «Genoveva», y los «Heymonskinder» y «Fortunatus», siguen siendo historias familiares para el pueblo alemán y han sido difundidas a través de adaptaciones siempre nuevas. Entre las más recientes —algunas de ellas bastante mediocres— las de Richard Benz, son sin duda las más sólidas. Como los cuentos populares, casi todas estas historias contienen temas típicos viejísimos, que responden a los impulsos primitivos y a los sueños ideales del ser humano y ya por esa razón tienen asegurada una cierta eternidad. Algunas están contadas y presentadas además de forma admirable, tienen —¡para nosotros, un perfume tan nostálgico!—, la atmósfera medieval de recogimiento religioso que se extiende también tranquilizadora sobre cualquier cuento árabe, extraña y querida como un paraíso que hemos abandonado voluntariamente sin olvidar por ello del todo la capacidad de soñarlo.

A los libros populares sigue sin embargo en nuestra historia apenas empezada un gran vacío. Desde el final del siglo XVI hasta el principio del XVIII, deben haber proliferado en Alemania gruesos novelones que luego han desaparecido con sorprendente radicalidad, títulos no faltan, y suenan bastante divertidos, un pesado Barroco de confitería domina esta marea de libros, todos ellos mediocres imitaciones de modelos españoles y de otros modelos extranjeros. Para algunos valientes el «Philander von Sittewald» de Moscherosch es aún potable: la única de todas aquellas novelas de las que hubo miles. Se llamaban por ejemplo «Der christlichen königlichen Fürsten Herculiscus und Herculadisla, auch ihrer hochfürstlichen Gesellschaft anmutige Wundergeschichte» («Historia maravillosa y gentil de los monarcas cristianos Herculiscus y Herculadisla y de su serenísima Corte») o «Asiatische Banise oder das blutig doch mutige Pegu, alles in historischer und mit dem Mantel einer annehmlichen Helden-und Liebesgeschichte bedeckten Wahrheit beruhend» («Banise asiática o el Pegu sangriento aunque valeroso, basado en la verdad histórica cubierta por el manto de una leyenda de héroes y de amor»). Este acicalado mundo de caballeros y Seladones, de astutos ayudantes de cámara y audaces viajeros a las Indias orientales, es bastante encantador si sólo se leen los títulos rimbombantes y se contemplan los grabados correspondientes que a menudo son muy sugestivos. Pero leer estos libracos de varios tomos es algo a lo que hasta los historiadores de literatura se resisten.

Mucho, quizás la mayor parte, desapareció en la guerra de los Treinta Años. En aquella época se perdieron cosas mejores. Pero donde la necesidad es mayor, Dios está más cerca, y así de aquella enorme desgracia para Alemania surgió uno de nuestros mejores libros e indiscutiblemente la mejor de todas las novelas alemanas antiguas, el «Simplizissimus» de Grimmelshausen. Hay que echarse encima de esta obra, pasarán cien años antes de que se escriba algo semejante. Soldadesca y miseria campesina, cantineros y penalidades del pueblo, despreocupados y brutales guerreros y el gemido secreto de la tierra pisoteada, todo eso se puede encontrar en el «Simplizissimus» y mucho más, y también un vendaval de lengua alemana, triunfalmente renovada.

En seguida llegaron los imitadores y del cadáver del héroe salieron los gusanos. Y así surge lo cómico: el siguiente libro extraordinario después de «Simplizissimus» es una parodia de éste, en realidad un ataque alegre contra las «simplezas», el divertido «Schelmuffski» de Reuter. En él se exorciza al diablo con Belcebú y se le despieza y sirve tan jugoso sobre la mesa con «por mi honor» y «que me lleve el diablo» que todo el mundo tiene que reírse. Detrás del bufón hay sin embargo un tipo inteligente de claros ojos azules con el corazón en su sitio.

Por lo demás del siglo XVII sólo habría que citar las descripciones exóticas de viajes a América, África y la India. He disfrutado leyendo algunas; hay descripciones modernas que son más aburridas. También se pueden añadir los viajes fantásticos y las robinsonadas de los que el aficionado al pasado puede leer aún con gusto «Insel Felsenburg» de Schnabel.

Las novelas que entonces se publicaban a menudo en el más solemne formato de cuarto real, han sucumbido todas; el lector encontrará aún en bibliotecas más antiguas «Lohenstein» y las novelas de condesas de Gellert, las hojeará, hallará algunas frases acertadas y luego las dejará y olvidará. Mientras Voltaire escribía su exquisito «Candide», Diderot el ingenioso «Jacques» y Rousseau «Heloïse», mientras en Inglaterra se publicaba una serie de novelas valiosas llenas del espíritu innovador sicológico, en Alemania se escriben versitos galantes o epopeyas bíblicas didácticas. Federico el Grande lee en francés. Pero Lessing, valiente sucesor de Lutero, afila combativamente un nuevo, tenaz, acerado alemán del que vivimos aún hoy.

Por su jugosa prosa popular y por su humanidad leal y honrada, no hay que olvidar a Matthias Claudius. No escribió verdaderas narraciones sino como escritor popular de calendario, una mezcla de ensayos pedagógicos, sermones, anécdotas y folletón, en realidad una mezcla bárbara, pero que gracias a su alemán genuino, es encantador y está lleno de pequeñas bellezas y aciertos. (Existe una pequeña selección bastante buena de Félix Gross).

Del amigo de infancia de Goethe, Heinrich Jung (Jung-Stilling) tenemos la historia de la infancia y adolescencia más hermosa que se ha escrito en Alemania entre Grimmelshausen y Goethe. Los libros posteriores de «Jung-Stilling Lebensgeschichte» («La historia de Jung-Stilling») también son dignos de ser leídos, pero el pequeño volumen inicial es seguramente la obra más sugestiva de la prosa anterior a Goethe. Un aroma de entrañable sencillez doméstica envuelve cada palabra y describe un trozo de la pequeña vida cotidiana alemana, cuya inocencia y sólida pureza no encontraremos expresada tan perfectamente hasta Jean Paul y, más tarde, Stifter. Como un documento de la vida alemana primitiva, como una joya del idioma alemán sano e ingenuo, esta sencilla narración perdurará aunque el resto de la obra del autor llegue a olvidarse un día, de una manera aún más total que hoy. Y sin embargo aquella vida era activa e importante, riquísima en efectos, relaciones, éxitos, pero el arte es implacablemente leal a sí mismo: en él perdura un mínimo de «contenido», que ha encontrado una vez expresión total, y desaparece todo lo que sólo es contenido y vida, articulada parcialmente.

Ahora tenemos tierra firme bajo los pies. El siguiente libro alemán en prosa se llama «Leiden des Jungen Werther» («Penas del joven Werther»). Como la expresión más fuerte de un sentimiento juvenil apasionado, como primer fruto perfecto del idioma juvenil de Goethe, el que fue libro de moda, sigue siendo hoy un favorito de la juventud. Goethe hizo cosas más grandes, pero nunca algo pequeño tan perfecto, nunca volvió a escribir un libro en prosa tan de un solo impulso ardiente, ni volvió a llenar sus frases, hasta en sus errores, con ese torrente arrollador de inspiración totalizadora. Nunca he tenido que defender a «Werther» contra juicios desdeñosos. Pero a menudo me he encontrado con un rechazo duro, casi despectivo de «Wilhelm Meister» y de «Wahlverwandschaften», sobre cuya frialdad humana e «insufrible tono pedante» los jóvenes de talento opinan a menudo demoledoramente. Estos juicios son completamente inexactos en lo que se refiere a la primera parte del «Wilhelm Meister», que comienza con una vehemencia muy parecida a la del «Werther» y que rebosa de detalles de viva sensualidad. Los libros posteriores pierden ese entusiasmo y esa cautivadora naturalidad, se vuelven fríos y espesos, les gusta detenerse en abstracciones y dejan que sus personajes aparezcan aquí y allá casi como alegorías. A menudo se percibe claramente la mano que envejece y que con desgana y adusta severidad toma de nuevo las riendas, después de fatigosas ocupaciones secundarias. Entonces un capítulo puede empezar por ejemplo así: «Para halagar la costumbre del querido público…» o «Con el fin de no juzgarle equivocadamente, hemos de dirigir nuestra atención al origen, al devenir de esta honorable persona, ya entrada en años». No cabe duda, estas frases podrían ser más vivas, respiran un cierto cansancio, incluso anquilosamiento. Pero intentemos aproximarnos a la gran obra, leyendo con parsimonia los «Lehrjahre» («Años de aprendizaje»), hasta donde conservan toda su frescura juvenil sensual para luego detenernos y esperar a que surja espontáneamente la curiosidad, el interés secreto por la trama restante que tiene que resultar de tantos hilos enhebrados. El lector descubrirá entonces, con emoción creciente, que disuelve toda hostilidad, la fidelidad perseverante que vuelve una y otra vez a la empresa gigantesca, de plasmar el proceso formativo del hombre, iniciada en la exuberancia juvenil y que ha ido creciendo con los años y las décadas. Criticar el detalle, censurar partes del andamio que han quedado en pie, se convierte en una injusticia contra la idea de la gigantesca torre. Pero con los años, encuentro en la lealtad consecuente de la obra inacabable algo que está por encima de toda habilidad y talento: uno de los más grandes esfuerzos del espíritu por domar la vida y ordenar el caos. De todos modos no pretendo convencer a nadie de que lea el «Meister»: se necesitan años para que éste dé frutos. En cambio no puedo perdonar a una persona culta que rehuya las «Wahlverwandschaften». Pues no sólo son de Goethe y están llenas de su profundo saber, de su elevada ética y de su robusta voluntad. Son además una novela ejemplar, una obra perfectamente modelada, y por lo que se refiere a la «frialdad» tan a menudo aducida, ésta nunca es fría, exangüe o senil, sino sólo la atmósfera cristalina, pura y rigurosa de una concentración y un dominio enormes. ¡El libro rebosa calor secreto! Cómo podría ser de otro modo estando tan lleno de amor. No ya amor de adolescente, no ya entusiasmo amable y bello, sino el amor más profundo, sufrido, adquirido con esfuerzo, del sabio que comprende y acepta. Es destino y necesidad profunda que las generaciones siguientes de escritores tomasen como máximo ejemplo el «Wilhelm Meister» y no las «Wahlverwandschaften». Como novelistas habrían podido aprender más de éstas. Pero no quisieron aprender a construir novelas, sino recorrer amplios caminos y medirse con lo inconmensurable. El ejemplo de las «Wahlverwandschaften», el libro en prosa más perfecto de nuestra época clásica, aparece aislado y extraño entre creaciones problemáticas. El único narrador vivo, cuyo nombre quisiera citar con agradecimiento en estas páginas, recuerda a veces en sus mejores obras aquel ejemplo solitario, como lo pequeño recuerda lo grande: Emil Strauss.

Como sabemos, también Schiller escribió una novela, «Geisterseher» («Visionario»). Es hermosa, o mejor dicho, está escrita brillantemente y su primera parte despierta algo del entusiasmo que sentimos ante un libro ameno muy bueno y emocionante. Pero quedó sin terminar y el alma de Schiller no está del todo en ella.

Podemos prescindir también del refinado Wieland como prosista, aunque ocupa un lugar en la historia de la novela. Es un placer leer sus buenos pasajes áticos, una diversión seguir su ingenio. Pero no irradia una naturaleza esencial, a fin de cuentas fue un «virtuoso» y lo mejor que escribió se encuentra en el «Oberon» y en otros versos.

Lo mismo puede decirse de Musäus, un narrador de gusto exquisito, que estiliza con seguridad, pero su suavidad no sugiere sólo el roce hábilmente evitado, sino a menudo también un impulso vital débil. Una excepción la constituyen sus cuentos, donde la fuerza de los temas arranca a su estilo de su comodidad, aunque sin llegar a desbordar su habilidad. Así crea algo que tiene mucho encanto, más auténtico que el resto de sus escritos, pero a pesar de todo nada ingenuo; los temas están vertidos en una forma fija, aunque no adecuada a ellos y resultan extrañamente nítidos como una mosca en una gota de ámbar.

Bueno es «Antón Reiser» de Moritz, la «primera novela sicológica». Una autenticidad hasta entonces inaudita en la descripción detallada de las experiencias hace valioso este libro que es uno de los más fieles apuntes sobre los primeros recuerdos de la vida.

Aún siendo muy rica la literatura alemana de entonces, la prosa narrativa de nuestro siglo XVIII es reducida. Podríamos citar a Hermes y Thümmel, y durante unos instantes retengo en mis manos con cariño los «Lebensläufe» de Hippel. Un libro destinado quizás también al olvido, pero un libro amable, serio y sólido.

Casi olvido una obra que debe figurar aquí, una alegre broma, un fruto tardío de la familia Schelmuffski: «Münchhausens wunderbare Reisen und Abenteuer» («Los fantásticos viajes y aventuras de Münchausen»). Nunca se supo quién fue el padre de este bastardo tan vital y parece plausible, incluso como leyenda que esperamos sea perdurable, que el libro fuera urdido alrededor de 1785 en Gotinga por el escritor Bürger y el profesor Lichtenberg como un capricho de estos célebres vividores. Sin embargo la atribución no parece ser del todo exacta, como expuso Paul Holzhausen hace poco en el epílogo de una bonita edición de Münchausen. Bürger no inventó estas fanfarronadas, aunque la versión alemana sí es suya. Y así este pobre hombre, cuyas obras, a pesar de toda su genialidad, siempre se estancaron en la lucha y que sólo hablan al que penetra en ellas profunda y pacientemente, así pues este desdichado Bürger dio forma a una obrita que pronto pasó del dudoso salón de honor de la literatura al cuarto de estar familiar del pueblo, convirtiéndose en un libro popular anónimo, como el «Eulenspiegel» y los «Schildbürger».

Nace un nuevo espíritu, alimentado por Goethe; el famoso romanticismo. Podemos enamorarnos de él hasta la locura y el hastío, podemos distanciarnos de nuevo y superar la borrachera. Pero despacharle simplemente como una enfermedad tonta, sería como si alguien considerase la existencia de sus abuelos un error lamentable. Además le debemos a la enorme fecundidad de aquellas décadas una maravillosa serie de obras excelentes.

Según la historia, ahora vendría Hölderlin. Pero su «Hyperion» no es uno de esos libros que se recomiendan ¡Dichoso aquel que no siente en el alma la tentación de este supremo canto nostálgico! Los demás volvemos una y otra vez a su divina melancolía y conservamos el pathos de su inaudita música para siempre en el corazón.

Con tanta mayor alegría se recomienda a Jean Paul, para placer de los poéticos, estímulo inagotable de los pensativos y extraordinaria cataplasma para los pedantes. Jean Paul es el único poeta alemán al que no faltan ningún encanto, ningún talento, ninguna actitud del romanticismo y que sin embargo se yergue bajo el enorme y frío firmamento del humanismo alemán clásico. Alemán en todas las virtudes, en todos los vicios, ideales supremos, pésimos modales, niño que juega y hombre feroz, ¿quién sino Jean Paul, nuestro más grande diletante y maestro, podría justificar toda la historia casi perversa de la novela alemana, que no es tal, y glorificarla con la luz del sol y de la luna? A una novela de cuatro tomos con casi cien personajes añade, en broma, un «epílogo cómico» de dos tomos, que al menos es tan bonito como superfluo. Y cuando nos hemos hecho amigos de este magnífico tipo y nos reímos de su gracia inagotable, este ser inquietante se levanta de repente semejante a Dios Todopoderoso o al menos a Juan Sebastián Bach, y nos lanza desde sus grandes ojos una mirada llena de majestuosa humanidad. En cien páginas no se le describe mejor que en veinte líneas. ¿Para qué además? Cuando la razón se inclina ante aquello que es superior a toda la razón. Conocer bien un libro suyo supone un gran enriquecimiento, nunca se termina de conocerlo del todo. En primer lugar los «Flegeljahre» («Adolescencia»), «Quintus Fixlein», «Siebenkäs», «Wuz».

Después de su abundancia, Novalis resulta casi pobre. Sin embargo fue él quien comprendió más profundamente el «Wilhelm Meister» y quien luchó con más valor, casi hasta odiarle, con este peligroso modelo. Es indispensable el gran fragmento de este adolescente tuberculoso que fue tan valiente, de este místico tan discreto: «Heinrich von Ofterdingen». Comienza como el Wilhelm Meister al mismo tiempo cálido y deliciosamente narrativo, luego crece como aquél, más y más, y desaparece sin contornos en las nubes: la obra más mágica y piadosa del verdadero romanticismo. Si fuera tan conocido como Maeterlinck seríamos quizás dignos de él.

No pienso nunca en la obra narrativa extrañamente ambivalente de Ludwig Tieck sin recordar inmediatamente el «Blonde Eckbert» («El rubio Eckbert»). A pesar de haber escrito cosas tan bonitas, tan reflexionadas y bien dispuestas, este cuento de Tieck es su mejor narración. En pocas obras narrativas, incluso dentro del círculo romántico, se expresa tan profundamente y con tanta fuerza involuntaria el fundamento secreto de nuestra vida interior, ese abismo de instintos, herencias síquicas y recuerdos tempranos a los que llamamos el inconsciente. El cuento posee más fuerza vital que ninguna de las otras obras, más comprensibles y realistas, de este narrador infatigable que ha dejado veinte tomos de prosa épica. Además del «Eckbert» deben figurar en nuestra biblioteca otras obras de Tieck, aunque prescindamos de sus dos novelas más grandes, el problemático «Lowell» y el más atractivo «Sternbald». Absolutamente indispensable es su «Aufruhr in den Cevennen» («Rebelión en las Cevennen»), desgraciadamente inconclusa, y también incluiremos la deliciosa novela corta «Vitoria Accorombona». El marco con que rodeó en «Phantasus» la colección de su obra juvenil, es muy amable e ingenioso: una serie de conversaciones, cuya afable agilidad y gracia son quizás únicas en nuestra literatura. Tieck, al que debemos también algunas poesías incomprensiblemente olvidadas, ha sido aún más que Jean Paul, la víctima de una enorme fama temporal. Hoy no es casi más que un nombre y posiblemente fue en realidad más instrumento que fuerza, más talento que personalidad. No quisiera pronunciarme sobre ello. Escritores que sólo son habilidosos (y él lo fue también, entre otras cosas) no escriben libros como «Eckbert».

Brentano, ese genio trágicamente descarrilado, no escribió apenas nada donde no brillase aquí o allá de manera encantadora el ingenio y la profundidad de pensamiento. Quien se atenga sin embargo a la obra, no a la personalidad del escritor, verá desvanecerse el brillo en un desconcertante chisporroteo. Quien ame una vez a Brentano se enriquecerá, incluso con su célebre «Godwi», pero sobre todo con sus cuentos. Al lector que se acerca a ellos como un desconocido le cansan y decepcionan rápidamente. Para nosotros quedan como obritas válidas sólo la «Geschichte vom braven Kasperl» («Historia del valiente Kasperl»), «Die mehreren Wehmüller» («Los varios Wehmüller») y quizás el fragmento «Chronika eines fahrenden Schülers» («Crónica de un escolar vagante»).

También es complejo el caso de Arnim. En sus obras voluminosas y cada vez más difíciles de encontrar, se ocultan cosas deliciosas. Fue una suerte que (como estuvo a punto de suceder), Grimm no les cediese en su día a él y a Brentano el material para los cuentos. Lo mejor de Arnim es también un fragmento: «Kronenwächter». Al que le guste leerá también «Isabella» y «Dolores», y seguirá buscando en las novelas cortas. El estilo de sus libros es una extraña abundancia, un barroco espléndido y recargado; primero interesan y luego empachan. Saboreadas despacio estas bebidas pesadas y dulces resultan gratas a los aficionados secretos.

Chamisso, al que recientemente un ingenioso comentador interpretó de manera casi convincente como gran superador de la confusión romántica, pervive no obstante en nuestro afecto, sobre todo por una obra de juventud completamente romántica, su deliciosa novela «Peter Schlemihl». Lo sorprendente es que Chamisso era francés de nacimiento, que Alemania, al principio su patria forzosa, se convirtió más tarde, con los años, en su auténtica patria adoptiva y que «Peter Schlemihl» a pesar de ello, no sólo tiene el espíritu romántico alemán, sino que está escrito en un alemán sensible, personal y vivo. La extraña historia de la sombra perdida ha sido interpretada reiteradamente, su simbolismo se acerca curiosamente al de los cuentos populares, aunque en éstos esté más enraizado. Últimamente Thomas Mann ha dicho cosas tan convincentes y hermosas sobre este autor que puedo ahorrarme la paráfrasis.

En muchas narraciones alemanas han figurado poemas, baste recordar «Mignon», el «Harfenspieler» («Arpista») y «Philine». Pero que novelas y cuentos culminasen en los momentos álgidos de manera completamente orgánica en versos hermosos, era algo nuevo cuando Eichendorff lo hizo con toda naturalidad ya en su primer libro. Probablemente era incorrecto pero resulta maravilloso. Quizás el mundo de Eichendorff es pequeño e infantil, pero es radiante, perfecto y refleja a Dios como el brillo mágico del ala de una mariposa, decididamente hermoso, sin preguntas, sin problemas. El «Taugenichts» («Inútil») es famoso. Muchos ignoran que existen otras joyas parecidas como sobre todo «Schloss Dürande» («El castillo Dürande»). No quiero inducir expresamente a nadie a que lea también las dos novelas de Eichendorff. El que lo haga recorrerá caminos infantiles, tranquilos, sin responsabilidades, por jardines y bosques, y no averiguará otra cosa sino que el mundo es conmovedoramente hermoso y la vida maravillosa, sin comentarios. Y de vez en cuando el lector nota con emoción que no camina de la mano de un niño, sino que le conduce un hombre seguro y, en caso de necesidad, inexorable.

Pero ¿dónde se queda la «escuela de poetas suavos» de la que nos hablaron cuando éramos estudiantes y cuya muerte a manos de Heine aprobamos tan sinceramente a los diecisiete años? ¿Acaso no escribieron todos aquellos poetas ninguna narración? Hago memoria, pero hay poca cosa, muy poca. Una joya (no narrativa, pero sí poética): los «Reiseschatten» («Sombras de viajes») de Kerner. Muy refinado y bello también su «Bilderbuch aus de Knabenzeit» («Libro de la infancia»). Y luego Gustav Schwab, por lo demás completamente olvidado, se ha construido una inmortalidad silenciosa sobre la base más segura; el amor de la juventud. Sus libros populares y especialmente sus «Sagen des Klassischen Altertums» («Leyendas de la antigüedad clásica») son todavía frescas y jóvenes.

E. T. A. Hoffmann, el último auténtico narrador del romanticismo, el mago demoníaco, el escritor ardientemente amado de apasionadas noches de lectura juvenil. Inútil sorprenderle a menudo en pequeños truquitos técnicos, en vano destronarle por sus ambigüedades sicológicas. El lector que lo considere por ejemplo equivalente a Poe, y lo sustituya incluso por escritores modernos de fantasías de terror, no ha entrado nunca en su santuario más íntimo. La fuerza de su personalidad sumamente original, ha creado un idioma particular, inimitable, musicalmente sensible, casi siempre ligeramente apremiante en su ritmo: «Enloquecido salí corriendo a la noche oscura y tempestuosa, olvidando sombrero y abrigo». La única gran novela, «Elixire des Teufels» («Elixires del diablo»), no es su mejor obra, pero debe figurar en nuestra selección. Tampoco deben faltar «Der goldene Topf» («El puchero de oro»), «Fräulein von Scuderi» («Señorita von Scuderi»), «Nussknacker» («Cascanueces»), «Prinzessin Brambilla» («Princesa Brambilla»), «Der Sandmann» («El hombrecillo del sueño»), «Rat Krespel», «Ritter Gluck» («El caballero Gluck»), «Meister Martin» («Maestro Martin»). Y en muchas narraciones y en muchos fragmentos a los que falta la última modelación, que están escritos casi directamente sobre el papel, en muchos de estos trozos pequeños, resplandece el alma de Hoffmann maravillosamente pura y poderosa. No es ambigua, no puede ser de una manera y también de otra, como sucede con muchos románticos, tiene por el contrario una actitud clara e inequívoca: desprecio y odio al pequeño burgués pedante, al ricacho, al utilitarismo y amor ardiente para el arte, la belleza, cualquier ideal. El hecho de que Hoffmann lleve dentro de sí hasta la enfermedad y la distorsión, una veta de la mejor sensibilidad alemana como bien innato, ha contribuido mucho a que su arte, tan expuesto, haya sobrevivido victorioso varios cambios profundos del gusto. Algunos de los caprichos de su técnica y su sintaxis empiezan a resultarnos algo anticuados, pero apenas notamos en ellos algo más que la distancia del tiempo. Lo esencial de Hoffmann, por mucho que sus manifestaciones tuviesen antes el color provocante de un tiempo y una «clique», perdura, lleno de vida. Un periódico alemán publicó hace pocos años una narración de Hoffmann, después otra de un buen autor moderno; luego preguntaron a los lectores qué historia era mejor. Los lectores eligieron con tal unanimidad al moderno que ya esto demuestra las cualidades de Hoffmann.

Entre los años 1808 y 1819 el director de liceo y prelado Johann Peter Hebel de Baden publicó en su calendario popular «Rheinländischer Hausfreund» una serie de artículos y narraciones breves que desde hace cien años constituyen para el lector atento unas obras de arte increíblemente perfectas, mientras que el pueblo y la juventud las disfrutan hoy como ayer ingenua y alegremente. Su libro de cuentos, el famoso «Schatzkästlein» («El joyerito»), que cualquier campesino de la Selva Negra lee con placer, es de hecho el mejor y más perfecto regalo que haya hecho jamás un escritor popular a su patria, es una cumbre y una joya del arte narrativo alemán. Hebel sería, sin reservas, nuestro mejor narrador, si su personalidad, su humanidad estuviesen a la altura de su arte. Pero no es el caso. Hebel es una persona amable y encantadora, además inteligente, pero no es grande, y los nobles recipientes de sus obras de arte nunca están llenos de la materia rebosante y extraordinaria que rompe las formas. Es un maestro menor, pero de primer orden, único e inigualado en la literatura alemana. No le influyeron Jean Paul ni el romanticismo; solitario y alejado de las grandes corrientes de su tiempo, este escritor bucólico escribió para los habitantes de las pequeñas ciudades y los campesinos sus narraciones clásicas, que tornean, labran y engarzan infaliblemente su tema como una joya que ningún maestro del mundo sabría hacer mejor. Para el alemán del sudoeste sus historias respiran el auténtico aire de la patria, sólo en Gottfried Keller hallará éste una expresión tan feliz de sus propiedades raciales. En las obras de Keller imperan el ingenio, el desparpajo y el capricho, a los que hay que añadir una íntima relación con la naturaleza de la patria, nacida de un antiguo espíritu campesino, y un interés bondadoso por lo humano, un sentido de la comprensión compasiva, compensada, cuando hace falta, por una astuta malicia. En todas partes domina el narrador, el artista soberano, el escritor hábil, nunca se abandona a la compasión o la ira, en todas partes conserva la distancia segura y la historia más expresiva de las guerras napoleónicas está rodeada del tono concluyente, distanciador y acreditado del narrador, el tono del escritor de calendario, que disfruta describiendo junto a su estufa caliente las aventuras de heladas noches de invierno.

Que las facultades del dramaturgo no tienen por qué inhibir al narrador, que le pueden potenciar sustancialmente, lo demuestra el gran ejemplo de Kleist. Su estilo narrativo refleja la orientación del dramaturgo, separa y caracteriza todos los personajes de la manera más pulcra, busca siempre situaciones claras, eficaces y no se aparta nunca del conjunto; cada parte tiende en línea recta hacia el centro. No podemos olvidar ninguna de sus narraciones, muchas de ellas próximas de los antiguos novelistas italianos y que a veces recuerdan por su objetividad no sentimental a Stendhal. La obra maestra de este máximo dramaturgo entre nuestros narradores, es «Michael Kohlhaas». Desde la primera página, el lector se encuentra de golpe en medio de la trama, y tendrá que seguirla en su vertiginosa evolución hasta el final. Las largas frases, hermosas y ricamente construidas, sentidas con la mayor pureza gramática, resultan extrañamente cortas, su ritmo es un allegro fuerte, subrayado por la abundante y escrupulosa puntuación. La historia cuenta cómo en tiempos de Lutero, el tratante de caballos Kohlhaas, busca en vano hacer valer sus derechos pisoteados por un señor feudal que le arrebató dos caballos negros, y al no poder satisfacer su sentido de la justicia, se convierte en agitador e incendiario. Todo, desde el alto del guarda en la barrera y la incautación de los caballos, hasta la muerte de Kohlhaas en el patíbulo, está contado con todos los detalles del complicado proceso, de manera sucinta y objetiva, creciendo desde el pequeño caso jurídico hasta el asunto de Estado, con la sicología escuetamente lineal. Y sin embargo el relato carece de dureza, es suave, justo, humano y profundamente conmovedor. Porque detrás de la objetividad late el gran corazón del narrador, que siente con su pobre héroe y que no olvida ningún rasgo que sirva para explicarle y justificarle… Y ¡qué imágenes, qué situaciones! Nunca se olvidará cómo Michael al entrar en la sala del señor feudal es recibido por las risotadas de los allí reunidos. Y en ese momento el presentimiento del desastre nos atenaza cruelmente el corazón. Y cuando entierra a su mujer. Por todas partes hay, a pesar de la concisión, sitio para un detalle que florece sensualmente y que se graba profundamente: el peine de plomo que el desollador se pasa por el pelo —la fruta con que el príncipe obsequia a los hijos de Kohlhaas— y la historia mágica de la carta de la adivina. O cuando Kohlhaas arruinado y preso —«la muerte en el semblante»— ofrece al soldado que le vigila el resto de su buena comida. Todo es auténtico, vigoroso, está captado con mano firme y sentido con delicadeza. Leer una novela moderna después de la lectura del «Kohlhaas» es imposible durante una temporada.

Wilhelm Hauff es un escritor contra el que habría que objetar muchas cosas y sin embargo es leído desde hace años afanosamente. Literariamente no irreprochable, con una fuerte tendencia periodística, este personaje vital, síquicamente sano, ha expresado el sentimiento de su naturaleza joven y alegre con tanta fuerza que sus obras se conservan indestructibles. Sus amables «cuentos» son suficientemente conocidos.

Bastante solitaria se halla una gran novela cómica, el «Münchhausen» de Immermann. «Oberhof» se ha salvado como un fragmento separado arbitrariamente del conjunto; le hace honor pero no nos da una imagen de la novela. Aparte de Jean Paul tenemos tan pocos narradores humorísticos importantes (la ironía de los románticos no es humor) que no deberíamos dejar que desapareciese semejante curiosidad. El «Münchhausen», un sobrino del viejo barón de las mentiras, no es sólo gracioso, es realmente cómico y despliega un cuadro tan variopinto del mundo que merece, a pesar de ser un poco largo y fatigoso, unas cuantas noches de lectura.

Friedrich Hebbel no debe faltar aquí, aunque no es un narrador. Para el género épico le falta lo principal, el sentirse a gusto, el saber demorarse, el tener tiempo. El mismo dice en una ocasión que termina siempre en seguida y que en realidad todo le resulta poco importante. No obstante este ser inquieto creó también cosas buenas como narrador. Pero sus mejores novelas cortas no son en el fondo narrativas, sino cuadros de carácter, descripciones del alma humana singular, captada cruelmente en su limitación y pintadas con los más finos pinceles.

Todas estas creaciones son curiosas y dignas de ser leídas, pero para nuestra biblioteca salvo únicamente «Schnock». Es la descripción del cobarde compuesta por centenares de rasgos individuales como un mosaico, una pequeña obra cómica con espíritu y plasticidad, pero sin verdadero humor, impregnada del frío rigor del analítico; sin embargo espléndida como ejemplo de máxima disciplina artística.

Hemos descubierto que en lo que se refiere al género puramente narrativo, los escritores populares ingenuos son a menudo superiores a los grandes escritores artísticos. Una pequeña historia de pillastres de Hebel está contada mejor, enfocada con más sabiduría, combinada más económicamente que la «Novelle» de Goethe o cualquier cosa de Brentano o Novalis. Keller alteró más tarde esta situación y por lo menos para dos generaciones hizo plenamente popular la más noble prosa artística. Antes surgió una vez más un narrador ingenuo de primer orden que sobrepasó toda la literatura artística con su verdad y claridad implacables: Jeremías Gotthelf. Cuando le llamo ingenuo me refiero sólo a su gran talento literario, que permanece casi en el subconsciente, mientras que como predicador, educador y político actúa de manera plenamente consciente, tanto que a menudo malogra durante capítulos enteros toda su veta poética. Pero sea como fuere no podemos prescindir de Gotthelf, sin privarnos de algo grande. ¡Ahí tenemos verdadero «arte popular», y «olor a tierra»! Y un lenguaje alemán de Berna que suena como alemán medieval, tan rico y con tanta fuerza original. Si no fuese por una cierta limitación local del idioma (no podemos hablar aquí de dialecto, pero Gotthelf saturó su alemán con palabras y formas del lenguaje de su patria) hubiera sido para el pueblo campesino de su siglo, al menos tan clásico como lo fue en su tiempo Grimmelshausen.

En el último estante de nuestra biblioteca coloco a mano, para utilizarlas a menudo, las obras de tres autores. No hay un broche más hermoso para esta colección variopinta que Stifter, Mörike y Keller. De ellos sólo Stifter necesita quizás un comentario cordial, pues creo que se le cita más que se le lee. Todo aquel que quiera hablar del espíritu y la prosa alemanes debe conocer bien sus «Studien» («Estudios»). En ellos se manifiestan de nuevo el espíritu del dibujante, temerosamente fiel de Durero y la piadosa vinculación con la naturaleza de Eichendorff, la honestidad de la observación y la honestidad extrema del trabajo, nada excitante, nada «interesante», pero más que eso.

No siento la necesidad de hablar de Mörike y no hace falta. Por fin es conocido y nosotros los suabios nos alegramos, aunque no podemos evitar sentir ciertos celos de nuestro favorito. Su «Nolten» es como un puente construido en una búsqueda profunda desde el romanticismo al mundo luminoso y satisfecho, cuyo guardián es Keller.

Hay quien se imagina todavía a Keller como una especie de pequeño burgués limitado y satisfecho, igual que algunas personas superficiales imaginan a Mörike como un alegre cura de aldea. O como algunos colegiales se imaginan a Mozart: feliz y eternamente sonriente. Errores, nada más que errores. Ningún arte nace de la felicidad. Pero poco importa. Las obras perduran. Y la hermosa Lau y la hermosa Judith ignoran sobre qué abismos de deseos solitarios ha surgido su dulce evidencia.

Con respeto debemos citar aún algunas obras aisladas que han demostrado su vigencia a lo largo de las décadas. En primer lugar el conmovedor y exquisito «Arme Spielmann» («El pobre músico») de Grillparzer y la «Judenbuche» de Droste, luego «Heitheretei» de Ludwig. Hago memoria. ¿He olvidado algo importante? Me suenan algunos nombres. ¿Simrock? ¿Sallet? Pero no. He prescindido incluso de Heine porque su narración más bonita quedó interrumpida al principio y las otras me parece que están demasiado cerca del periodismo, aunque del periodismo bueno. Pero Hermann Kurz de Teutlingen no debe faltar.

Y más importante que todo, los cuentos de Grimm. La noble fidelidad con que están escritos debe figurar en el libro de honor de los alemanes. Se podrían deducir del contenido de los cuentos propiedades populares específicamente alemanas, pero no es posible. Precisamente la literatura de los cuentos y las leyendas nos remite poderosamente con coincidencias a menudo sorprendentes a una supradimensionalidad, al concepto de la humanidad, a la que en última instancia debe servir también cualquier corriente nacional importante.