«Zarathustras Wiederkehr»
El regreso de Zarathustra»)
«Klingsors letzter Sommer»
El último verano de Klingsor»)

Estoy leyendo «Klingsors letzter Sommer» de H. Hesse. Esta novela corta es muy bonita, tiene algo de Edschmid, pero es mucho mejor. Hay un personaje que al final sólo bebe vino y se arruina y que contempla las estaciones del año y deja que salga la luna, ¡ésa es su ocupación!

Bertolt Brecht

«Klingsors letzter Sommer», obra que considero conscientemente una de las más importantes de la nueva prosa.

Stefan Zweig

De un diario
(1920)

El pasado año 1920 ha sido seguramente el más productivo de mi vida, y el más triste, aunque no el de las conmociones más graves. Ahora, en este año de 1921 que comienza todo sigue más o menos igual.

Hace casi dos años tuve mi último momento de auge. El año 1919, hasta el final del otoño, fue el más pleno, abundante, industrioso y ardiente de mi vida. En enero terminé de escribir, aún en Berna, «Kinderseele» («Alma infantil») y en el mismo mes, en tres días y tres noches, «Zarathustras Wiederkehr», inmediatamente después «Heimkehr» («Vuelta a casa»), y eso a pesar de que mi vida estaba muy agitada, llena de desgracia y acosada por la penuria. En abril se produjo mi separación de la familia, la partida de Berna; por todas partes se presentaban preocupaciones y dificultades, interiores y exteriores, pero en cuanto tuve una habitación y una mesa, comencé «Klein und Wagner» y apenas terminada, escribí «Klingsor». Al mismo tiempo pintaba día a día cientos de láminas, dibujaba y mantenía relaciones activas con muchas personas, tenía aventuras amorosas, pasaba más de una noche en el «Grotto» bebiendo vino, —mi vela ardía por todos los extremos. Y ahora, desde hace casi año y medio, vivo como un caracol, despacio, económicamente, con la llama reducida al mínimo. A excepción de la primera parte de «Siddhartha» y el comienzo de la segunda parte interrumpida, no he producido nada, en cambio he pintado y leído mucho, he meditado, me he aproximado interiormente más a la India de los dioses y del culto a los ídolos, y haciendo un rodeo a través de Bachofen, he estudiado también mucho el mundo matriarcal antiguo— y a pesar del estancamiento y la paralización, siento crecer dentro de mí una raíz oculta que se llama fe: fe en «Siddhartha» sobre todo, al que durante algunos meses había considerado perdido, pero también fe en mí y en la vida. A menudo parece enfermiza y absurda tanta meditación, esa interminable espera, ese afán de educarse y estar dispuesto, ese cúmulo de imágenes que uno no puede pintar. Pero sí tiene sentido. He pasado por cosas más graves y estúpidas que esto, y en general los períodos graves y estúpidos me han sentado mejor que los sensatos y aparentemente fecundos. Tengo que tener paciencia, no sensatez. Tengo que profundizar las raíces, no sacudir las ramas.

Sobre «Zarathustras Wiederkehr»
(1919)

En los últimos días de enero escribí, bajo la presión de los acontecimientos mundiales, en dos días y dos noches el breve escrito «Zarathustras Wiederkehr» que poco después se publicó anónimo y fue enviado a mis amigos.

Entre las dudas que suscitó entre muchos lectores este testimonio de un apolítico, se repitieron una y otra vez las dos siguientes. Casi todos los que habían adivinado al autor (lo que no era difícil) le hacían estas dos preguntas: ¿Por qué no dices tu nombre?, y ¿para qué la máscara de Zarathustra, las reminiscencias de Nietzsche, la imitación del estilo?

El primer reproche, y el más feo, que se me hizo por el anonimato, el de la cobardía, ha quedado invalidado, espero, al responsabilizarme públicamente del escrito. Que surgiese repetidamente me parece característico de la mentalidad del tiempo de guerra. Incluso a personas de carácter les ha parecido perfectamente posible y probable que su autor tratase de eludir posibles consecuencias incómodas silenciando su nombre. Y en efecto, desde 1914 todo alemán que ha luchado en público por la idea de una humanidad supranacional ha sido castigado de una manera tan brutal y ha quedado tan desamparado que hacía falta un cierto valor para persistir en tales actitudes. Yo personalmente estoy orgulloso de todas las ofensas que he sufrido desde el verano de 1914 en nuestra prensa chauvinista y no deseo recuperar la amistad de esos señores y de esos periódicos, que ahora, desde noviembre de 1918, aprueban con tanta vehemencia esas mismas ideas, por las que nos han apedreado hasta este momento.

Pero ¿por qué publiqué entonces mi escrito de manera anónima, sino fue por miedo? Me sorprende que nadie haya descubierto el motivo. Quien haya leído siquiera un sólo testimonio de la actual juventud intelectual —es decir, de los expresionistas— conoce la aversión, que llega hasta el desprecio y el odio extremos, que nuestros jóvenes sienten hacia todo lo que conocen como «pasado», «anticuado», «impresionista»; que yo pertenezca a ese mundo me pareció fuera de duda, y que un escrito firmado con mi nombre no sería leído por el sector más vivo de la juventud, me pareció seguro. Ésa fue la razón para quedar en el anonimato.

Y ahora la segunda pregunta: ¿por qué me apoyé en Nietzsche, por qué imité el tono de «Zarathustra»?

Creo que mi escrito recordará el «Zarathustra» a un lector con un sentido del idioma sutil, pero pienso que éste descubrirá también inmediatamente que no pretende en absoluto una imitación del estilo. Mi escrito recuerda, evoca, pero no imita. Un imitador del «Zarathustra» habría utilizado una serie de rasgos estilísticos que yo omití por completo.

Además tengo que reconocer que hace casi diez años que no he tenido el «Zarathustra» de Nietzsche en las manos.

No; el título y el estilo de mi pequeño escrito no surgieron por la necesidad de una máscara o por el deseo de hacer un experimento estilístico. Por otro lado el que rechace el espíritu de este escrito, debe intuir —eso creo— la gran presión bajo la que fue escrito. Fui percibiendo las reminiscencias de Nietzsche y la evocación del espíritu de su «Zarathustra» en el mismo acto de escribir, casi inconsciente y completamente explosivo. Pero desde hacía ya meses, incluso desde hacía ya años, se había formado en mí otra opinión sobre Nietzsche. No sobre su pensamiento, sobre su obra. Pero sí sobre Nietzsche, la persona, el hombre. Desde el penoso fracaso de nuestra intelectualidad alemana durante la guerra, me parecía más y más el último representante solitario de un espíritu alemán, de una valentía, de una virilidad alemanas que parecían haberse extinguido precisamente entre los intelectuales de nuestro pueblo. ¿Acaso no le había enseñado su aislamiento entre colegas llenos de irresponsable ambición, la seriedad de su «misión»? ¿Acaso su indignación ante el espantoso declive cultural de Alemania durante la época guillermina no le había convertido finalmente en un antialemán? ¿Y acaso no fue Nietzsche el enconado despreciador del delirio imperial alemán, el último sacerdote ferviente de un espíritu alemán aparentemente moribundo? ¿No fue él, el inoportuno y aislado, el que habló a la juventud alemana con más fuerza que nadie?

Aunque no le comprendiesen y le interpretasen mal. ¿No sentían todos que su amor hacia Nietzsche, su primer entusiasmo por el autor del «Zarathustra» era lo más valioso y sagrado que podía experimentar su juventud? ¿Dónde está el poeta alemán, el sabio alemán, el dirigente intelectual alemán que desde 1870 haya contado con la confianza de la juventud como Nietzsche, que haya exhortado a lo más sagrado y espiritual? No existe ninguno.

A este espíritu, cuyo último profeta me parece ser Nietzsche, quería y tenía yo que apelar. Si existía aún una Alemania espiritual, podía agruparse bajo este signo. Y desde las entusiastas, sagradas noches de lectura de mi época de adolescente, me llegaba la voz, mientras escribía mi llamada a la juventud. No surgió de la reflexión, ni del experimento. Surgió sola sin que yo la llamase.

Ante los ataques sufridos no considero necesaria una justificación de mi escrito, ni una polémica con interpretaciones erróneas. Sobre mi escrito de «Zarathustra» figuran como lema unas palabras de Nietzsche. Si mi escrito consigue que, en el caos actual de Alemania, mil o cien jóvenes hagan suyas con toda su alma estas palabras de Nietzsche, he conseguido todo lo que jamás podría esperar de él.

Usted mismo ha notado que también como literato he cambiado y mudado de piel en los últimos años. No sé todavía hasta qué extremo me inclinaré hacia el lado de los expresionistas, pero en todo caso, he cambiado de rumbo desde la guerra, aproximadamente desde 1915. Escribí de manera anónima el «Zarathustra» para no espantar a la juventud con el nombre conocido de un viejo pariente. He escrito el «Demian» (en 1917) con seudónimo, pero sobre esto deberá guardar todavía secreto absoluto. Uno y otro, así como mis últimos cuentos, han sido tentativas de una liberación que ya considero próxima.

(Carta, 1919)

Recuerdo del verano de Klingsor
(1938)

«Klingsors letzter Sommer» y la narración «Klein und Wagner» publicadas entonces en el mismo volumen, fueron escritas en el mismo verano, un verano insólito y único para el mundo y para mí. Fue en el año 1919. La guerra de cuatro años había concluido, el mundo estaba hecho añicos, millones de soldados, de prisioneros de guerra, de ciudadanos, volvían de años de obediencia rígida, uniformada, a una libertad tan deseada como temida. La guerra, el gran soberano universal, había muerto y estaba enterrada; a los esclavos liberados nos esperaba vacío un mundo transformado y en ruinas. Todos habían añorado ardientemente ese mundo y la posibilidad de moverse libremente y todos tenían miedo a la desmovilización y la libertad, a terrenos olvidados de la propia vida privada, ante la responsabilidad que significa toda libertad, ante los impulsos, posibilidades y sueños del propio corazón, tanto tiempo reprimidos y casi convertidos en enemigos. Para muchos la nueva atmósfera actuó como una droga. En el momento de la liberación muchos tenían sólo deseos de destrozar aquello por lo que habían luchado y sufrido durante esos años. Todos tenían la sensación de haber perdido y dejado escapar algo, un trozo de la vida, un trozo de su yo, un trozo de su evolución, de su integración y del arte de vivir. Había hombres jóvenes que vivían aún en el mundo de la infancia, cuando se les llevó a la guerra, y que ahora encontraban el mundo y la realidad a los que volvían, completamente extraños e incomprensibles. Y muchos opinaban que a nosotros se nos habían arrebatado precisamente los años más importantes, más decisivos y que ahora era demasiado tarde para volver a empezar y competir con los más jóvenes, que tampoco eran de envidiar, pero que al menos, tenían la ventaja de haber despertado a la vida en un mundo duro y realista, ni sentimental ni idealista, mientras que nosotros, los viejos, proveníamos de épocas y conocíamos imágenes del mundo, que habían sido para nosotros los máximos valores y que ahora eran curiosidades del pasado, un poco ridículas. Los períodos de tiempo se habían vuelto extraordinariamente cortos; los más jóvenes ya no contaban por generaciones o siquiera lustros, sino por quintas, y los de 1903 se sentían separados de los de 1904 por un gran abismo. Ahora todo era cuestionable y eso resultaba inquietante y a menudo angustioso. Pero en un mundo tan problemático parecía, en los buenos momentos, que todo era posible y eso abría horizontes amplios. A mí, por ejemplo, al escritor degradado y ultrajado, que volvía ahora a la vida privada, me parecía a ratos, que las cosas más inverosímiles eran posibles, como por ejemplo que el mundo regresase a la razón y a la fraternidad, que se produjese un redescubrimiento del alma, una nueva aceptación de la belleza, una nueva llamada de los dioses, en los que habíamos creído hasta el derrumbamiento de nuestro mundo pasado. En todo caso, yo no veía otro camino, que volver a la literatura, la necesitase o no el mundo. Si pude levantarme una vez más y dar un sentido a mi existencia después de las conmociones y pérdidas de los años de guerra, que habían arruinado casi por completo mi vida, sólo fue posible gracias a una toma de conciencia y a un giro radicales, gracias a la despedida del pasado y al intento de enfrentarme al Ángel.

Cuando por fin, en la primavera de 1919, el servicio de asistencia para prisioneros de guerra, donde yo estaba destinado, me licenció, la libertad me encontró solo en una casa vacía y abandonada, sin luz y calefacción desde hacia un año. De mi antigua existencia quedaba muy poco, así que la di por concluida, recogí mis libros, mi ropa y mi mesa de escribir, cerré la casa desolada y busqué un lugar donde comenzar de nuevo, solo y en completo silencio. El lugar que encontré, y en el que todavía sigo viviendo desde hace muchos años, se llamaba Montagnola, un pueblo en el Tesino.

Tres circunstancias coincidieron para convertir aquel verano en una experiencia extraordinaria y única: la fecha 1919, mi vuelta de la guerra a la vida, del yugo a la libertad —fue lo más importante[4]—; pero además la atmósfera, el clima y el idioma meridionales, y como regalo del cielo, un verano, como he vivido muy pocos, de una fuerza y un calor, de una fascinación y un fulgor, que me exaltaba y penetraba como vino fuerte.

Ése fue el verano de Klingsor. En los días calurosos recorría los pueblos y los bosques de castaños; sentado en una silla plegable trataba de retener con acuarelas algo de la magia fluctuante; en las noches cálidas, me quedaba hasta altas horas en el palacete de Klingsor con las puertas y las ventanas abiertas y algo más experto y prudente que con el pincel, trataba de cantar con palabras la canción de aquel verano insólito. Así surgió la historia del pintor Klingsor.

Cuando se pase el jaleo pasajero se considerará «Klingsor» junto a «Demian» mi mejor libro.

(Tarjeta postal, 1920)

De una reseña[5]
(1921)

En varias ocasiones he sentido deseos de escribir la vida de Vincent van Gogh; esa vida tan fantástica como ejemplar de un ser apasionado, el más grande idealista y el mártir más conmovedor del arte moderno; extraño vagabundo, ser paciente que se volvió solitario por amar demasiado a las personas, que se volvió loco por exceso de cordura, creyente devoto que terminó en el manicomio y el suicidio.

Sabemos mucho sobre la vida de van Gogh, muchísimo, más que sobre cualquier otro artista de las últimas décadas, porque los que le rodeaban, descubrieron pronto la singularidad de este ser asombroso y de su vida increíble y coleccionaron y publicaron sus cartas y se empeñaron en conocer la leyenda de esa vida…

Al hojear este volumen ilustrado, destaca en seguida sensiblemente el espíritu apasionado de Vincent, su amor fanático a Dios, a los hombres, a la verdad, y al mismo tiempo su determinación a la lucha más dura y al sufrimiento más grande. La caligrafía de cada cuadro, el ritmo de claro y oscuro, el trazo del pincel, dan testimonio en voz alta, a gritos casi, de los éxtasis y del sufrimiento de este extraordinario ser. No se trata aquí solamente de arte y pintura, al contrario, se trata para el autor, no tanto de una vida de pintor y sus resultados, como de un destino ejemplar, de la vida de un gran sufriente, de un incondicional, que incapaz de ninguna concesión es destruido por la mecánica de nuestro mundo y nuestra vida. «Ecce homo», podría escribirse sobre esta vida, como sobre el testimonio de Nietzsche, su polo opuesto. Lo que sentimos en algunas narraciones de Tolstoi y más todavía en Dostoievski, esa vitalidad e incondicionalidad salvaje y jugosa de los seres humanos que creemos conocer y entender con el corazón y con las que no nos encontramos nunca en la realidad, ésa es la vida de van Gogh, en plena Europa occidental civilizada, hecha realidad y terrible martirio. La historia de su vida es uno de los pocos legados de nuestro tiempo que sobrevivirán en el futuro.