I

Ocupó junto a este apreciado joven, tres jornadas después de su charla con Mamie Pocock, el mismo diván hondo de que habían disfrutado la primera vez que nuestro amigo viera a Mme. de Vionnet y su hija en el piso del Boulevard Malesherbes, donde su postura se manifestó tendente otra vez al liberal intercambio de impresiones. La presente velada tenía un sello diferente; como la compañía era mucho más abundante, así, de manera inevitable, eran los temas puestos en movimiento. Era por otro lado muy digno de nota que los conversadores formaban, respecto de tales temas, un círculo interno y protector. Sabían ellos, en cualquier caso, lo que aquella noche les interesaba y Strether había empezado por mantener cerca a su compañero. Sólo unos cuantos invitados de Chad habían cenado, es decir, unos quince o veinte, muy pocos en comparación con la nutrida concurrencia que se divisaba a las once en punto; pero el número y el conjunto, la cantidad y la cualidad, la luz, la fragancia, el sonido, el flujo de hospitalidad que acogía la marea de las réplicas, habían, desde el principio, pesado sobre la conciencia de Strether y se sabía en cierto modo parte importante de la escena más festiva, si tal podía decirse, en que se había visto metido en toda su vida. Es posible que, los Cuatro de Julio y las queridas y locales Licenciaturas, hubieran visto más gente reunida, pero jamás había visto tanta en relación con el espacio disponible o, en todo caso, jamás había visto tanto revoltillo heterogéneo. Cuantiosa como era la compañía, se había invitado sin embargo mediante selección y lo que más raro parecía a Strether era que, sin proponérselo, estaba en el secreto del principio rector. No había preguntado, había apartado la cabeza, pero Chad le había hecho un par de preguntas que por sí solas allanaban el terreno. No había respondido, había replicado que afectaban a asuntos personales del joven y entonces había comprendido que la decisión de éste ya estaba tomada.

Chad había buscado consejo sólo para dar a entender que sabía lo que le convenía; y, a decir verdad, nunca lo había sabido mejor que al presentarle en aquel momento a su hermana todo el círculo de sus amistades. Todo ello se contenía en la sensibilidad y el espíritu de la nota que le afectó en el momento de llegar la dama aludida; había tomado en la misma estación una línea de conducta que le condujera sin interrupciones y que le permitiera conducir a los Pocock —aunque un tanto desconcertados, sin duda, desalentados, sin duda, y fatigados— al mismísimo final del paseo por ellos aceptado forzosamente por su condición placentera. Lo había vuelto para ellos violentamente grato y despiadadamente intenso; resultado de lo cual era, según la visión de Strether, que habían estado todo el trayecto sin caer en la cuenta de que no había paseo alguno. Más bien se trataba de un callejón sin salida, por donde era imposible pasar y en que, a menos que lo advirtieran a tiempo, se verían obligados —lo que siempre era muy molesto— a retroceder. Aquella noche, sin duda, se acercaban al final; la escena entera representaba el muro de fondo del cul-de-sac. Tal podía suceder cuando había una mano que los mantenía en la armonía requerida, una mano que tiraba del alambre con una habilidad ante la que el mayor de los hombres no hacía sino maravillarse. El mayor de los hombres se sentía responsable, pero también triunfante, pues lo que había ocurrido no era sino el producto de su propio argumento, seis semanas antes, relativo a que todos ellos deberían esperar a ver, honradamente, lo que sus hermanos tuvieran realmente que decir. Había convencido a Chad de que esperase, lo había convencido de que comprendiese; por consiguiente, no tenía nada que objetar por el tiempo sacrificado al negocio. Más que nunca, por tanto, ahora que había transcurrido una quincena, la situación creada para Sarah y contra la que ella no había levantado ninguna protesta era la de su adaptación a la aventura como a una fiesta de placer caracterizada quizá incluso, en cierto modo, en exceso, por el bullicio y por el «ritmo». Si su hermano hubiera estado, en algún punto, por lo menos mínimamente abierto a la crítica, habría sido sobre la base de su exagerada condimentación de las dosis y su tendencia a saturar la copa. Al enfocar la presencia de sus parientes como una ocasión para los placeres, no dejaba sino escaso margen a lo restante. Sugería, inventaba, ardía, y sin embargo, siempre con el freno suelto y lejos de la mano. Strether, en el curso de sus propias semanas, había llegado a tener la sensación de conocer París; pero lo veía remozado, con una emoción nueva, bajo la forma del conocimiento, nuevamente el panem et circenses, ofrecido a su compañera de misión.

Mil pensamientos mudos le susurraban en el aire de estas observaciones: no era el menos frecuente que Sarah podía muy bien no haberse dado cuenta cabal de que iba a la deriva. No estaba en situación de no esperar que Chad la tratase con amabilidad; sin embargo a nuestro amigo le daba la sensación de que la mujer se endurecía en privado un poco cada vez que perdía la ocasión de dar la nuance importante. La nuance importante era, en resumen, que, desde luego, su hermano debía tratarla con amabilidad: como si fuera a gustarle lo contrario; pero este tratarla con amabilidad no lo era todo, sin embargo: tratarla con amabilidad no implicaba darle coba; y que, en definitiva, había momentos en que sentía los ojos de su admirable y ausente madre clavados en su espalda. Strether, al observar, según su costumbre, y calificar con el pensamiento, tenía francos momentos en que se sentía apenado por ella: ocasiones en que la mujer se le antojaba una persona sentada en un vehículo sin frenos y desbocado, y que daba' de lado la cuestión de un posible salto. ¿Saltaría la mujer? ¿Podría hacerlo? ¿Sería aquel un lugar seguro? Estas preguntas, en aquellos momentos, le recordaron las caídas femeninas en la palidez, la tirantez de sus labios, la perspicacia de sus ojos. Lo que llevaba a lo más importante del tema: ¿acabaría ella, a fin de cuentas, por conformarse? Strether creía que, en términos generales, la mujer saltaría; no obstante, sus variaciones sobre aquel tema eran el alimento de su inquietud. Una cosa tenía bien clara —una seguridad que, en efecto, iba a ganar fuerza de las impresiones de aquella noche—: si la mujer se recogía la falda, cerraba los ojos y saltaba del vehículo todavía en movimiento, él se enteraría en seguida. Se apearía de su precipitada carrera para caer más o menos directamente sobre él; a él le caería en suerte, de manera incuestionable, recibir todo su peso. Señales y portentos de la experiencia así reservada para él se habían multiplicado incluso en los resplandores de la fiesta de Chad. Era en parte con la nerviosa conciencia de tal perspectiva con lo que, abandonando a casi todos en las otras dos salas, abandonando a los invitados que ya conocía, así como a un tropel de brillantes extraños de ambos sexos y de notable variedad de idiomas, había deseado cinco tranquilos minutos con el pequeño Bilham, al que siempre encontraba bondadoso e incluso, un poco, inspirado, y al que tenía, además, algo concreto e importante que decir.

Hacía mucho que se había sentido —pues parecía haber pasado mucho tiempo— más bien humillado al saber que podía aprender, charlando con un personaje a quien tantos años llevaba, la lección de cierta comodidad moral; pero ya se había acostumbrado a esto, lo hubiera hecho diferente o no la mezcla del hecho con otras humillaciones, directa o indirectamente del ejemplo del pequeño Bilham, el ejemplo de contentarse con ser el oscuro y agudo pequeño Bilham que era. Le daba resultado, según entendía Strether; y nuestro amigo, en los momentos de retiro, esbozaba una triste sonrisa ante el hecho de que él, después de muchos años más, estuviera buscando todavía algo que diera resultado. Sin embargo, como hemos dicho, les sirvió en aquel brete a ambos por igual para encontrar un rincón un tanto apartado. Lo que particularmente lo volvía apartado era la circunstancia de que la música del salón era admirable, y contaba con dos o tres virtuosos del canto que era un gozo oír en privado. Su presencia daba distinción a la fiesta de Chad y el interés de calcular su efecto en Sarah era en realidad tan peliagudo que podía resultar doloroso. Indudablemente, con su sola persona, la mujer, motivo de la reunión, vestida de fulgores bermejos que a Strether se le antojaron los resplandores del rayo, estaría en aquel momento en la vanguardia del círculo auditor y con la mirada absorta. Una mirada que no se había cruzado con la suya durante la maravillosa cena; pues había convenido directamente con Chad —quizá con cierta pusilanimidad— que se sentaría en el mismo lado de la mesa. Pero no tenía sentido, habiendo llegado ya con el pequeño Bilham a un punto insospechado de intimidad, a menos que pudiera coger la sartén por el mango.

—Usted que estaba donde podía verla, ¿qué piensa ella de todo esto? Es decir, ¿en qué sentido se lo toma?

—Oh, se lo toma, me parece a mí, como una prueba de que la petición de su familia está más justificada que nunca.

—¿No está pues complacida con lo que él le enseña?

—Al contrario; está complacida con ello y con su capacidad para hacer este tipo de cosas: más de lo que se haya sentido complacida en mucho tiempo. Pero ella quiere que él se lo enseñe allí. Él no tiene derecho a desperdiciarlo con gentes como nosotros.

—¿Quiere que lo traslade todo? —preguntó Strether.

Todo… con una excepción importante. Todo lo que ha «adquirido»… y ya sabrá él cómo. Para ello no hay ningún problema en esto. Ella dirigiría la empresa y hará la graciosa concesión de que Woollett sería, en términos generales y en ciertos aspectos, lo mejor para ella. No es que no haya de ser, además, en ciertos aspectos, lo mejor para Woollett. La gente de allí es igual de válida.

—¿Tan válida como usted y los demás? Ah, es posible. Pero en una ocasión como ésta —dijo Strether—, tanto en un caso como en otro, lo que cuenta no es las personas. Sino lo que ha posibilitado a éstas.

—Bueno —replicó su amigo—, ésa es su opinión. Yo le dije ya lo que pensaba respecto de lo que vale la pena. La señora Pocock ha comprendido; y esta noche está bajo el influjo de su entendimiento. Si pudiera echarle un vistazo a su cara entendería usted lo que digo. Ha puesto en orden sus ideas… a instancias de la música cara.

Strether lo tomó por el lado moderado.

—Ah, en tal caso pronto tendré noticias suyas.

—Yo no quiero asustarle, pero supongo que es probable. Sin embargo —prosiguió el pequeño Bilham—, si puedo serle mínimamente de algún estímulo…

—¡En modo alguno mínimamente! —y Strether le tendió una mano de simpatía al decir esto—. Nadie lo es mínimamente. —Con lo que, para demostrar con cuánto desenfado podía tomar aquello, dio unos golpecitos en la rodilla del compañero—. Debo afrontar solo mi destino y lo haré… ¡oh, ya lo verá! No obstante —añadió un momento después— usted puede ayudarme. Una vez me dijo —continuó— que Chad debía casarse. No entendí entonces como entiendo ahora que se refería usted a que debía casarse con la señorita Pocock. ¿Sigue pensando igual? Porque si es así… —concluyó—, quiero que cambie de idea inmediatamente. Puede usted ayudarme de esta forma.

—¿Puedo ayudarle con pensar que no debería casarse?

—Que no debería casarse, bajo ningún concepto, con Mamie.

—¿Con quién, entonces?

—Ah —replicó Strether—, eso no estoy obligado a decírselo. Pero con Mme. de Vionnet en cuanto pueda. Es una sugerencia.

—¡Oh! —exclamó el pequeño Bilham concierta brusquedad.

—¡Oh, precisamente! Pero él no tiene ninguna necesidad de casarse… En cualquier caso, no estoy yo obligado a mirar por ello. Mientras que en el caso de usted, me parece que sí.

El pequeño Bilham se sentía divertido.

—¿Se siente obligado a mirar por mi matrimonio?

—Sí… después de todo lo que he hecho por usted.

El joven sopesó aquello.

—¿Y ha llegado al extremo de hacer eso?

—Bueno —dijo Strether, ante aquel planteamiento—, desde luego, debo recordar lo que usted ha hecho, a su vez, por . Tal vez tengamos que hablar de empate. Pero, de todos modos —prosiguió—, desearía que usted se casara con Mamie Pocock.

El pequeño Bilham rompió a reír.

—Bueno, pero si usted mismo, la otra noche, en este mismo lugar, me proponía un enlace totalmente distinto.

—¿Con Mlle. de Vionnet? —Bien, Strether no tenía reparo en admitirlo—. Eso, lo reconozco, fue una vana ilusión. Lo de ahora es política práctica. Quiero hacer algo de provecho por usted y por ella… y quisiera que usted hiciera lo mismo por nosotros. No le será difícil comprender que me ahorraría muchas molestias despachándole a usted en el acto. Usted le gusta. Usted la consuela. Y ella es espléndida.

El pequeño Bilham parecía mirar con delicado apetito una fuente repleta de manjares.

—¿De qué la consuelo?

Aquello hizo que su amigo se mostrara impaciente.

—Oh, vamos, ¡lo sabe usted muy bien!

—¿Y qué pruebas tiene usted de que le gusto?

—Bueno, el hecho de encontrarla, hace tres días, sola en su casa, con una tarde magnífica, esperándole a usted, y pendiente desde el balcón de que usted llegara. No sé qué más quiere.

El pequeño Bilham, al cabo de un instante, dio con ello.

—Saber solamente qué pruebas tiene usted de que ella me gusta a mí.

—Oh, si lo que le he contado no es suficiente, es que es usted un desalmado inconmovible. Además —Strether acicateó el vuelo de su fantasía—, dejó entrever usted su inclinación por el hecho de hacerla esperar adrede para ver si se preocupaba lo suficiente por usted.

Su compañero recompensó su habilidad con la deferencia de una pausa.

—No la hice esperar. Llegué a la hora convenida. No la habría hecho esperar por nada en el mundo —afirmó con honradez el joven.

—Mejor me lo pone… ¡es su oportunidad! —Strether, embriagado, procuraba convencerle—. Aun cuando usted no la tratase con justicia, por otro lado —continuó—, yo insistiría en que no se andase usted con rodeos. Ardo en deseos de que esto termine. Quiero —y nuestro amigo hablaba ahora con una solicitud que era en realidad avidez— haber hecho esto por lo menos.

—¿Que yo me case… sin un céntimo?

—Bueno, yo no voy a vivir eternamente; y le doy mi palabra de que le dejaré a usted hasta el último céntimo de que dispongo. No tengo mucho dinero, por desgracia, pero lo tendrá usted todo. La señorita Pocock, me parece, dispone de algo. Quiero —continuó Strether— ser, por lo menos hasta ese punto, constructivo… incluso expiatorio. Me he sacrificado tanto a los dioses ajenos que me parece que quiero dar constancia, como sea, de mi lealtad, en el fondo siempre la misma, a los nuestros. Me siento como si tuviera las manos manchadas con la sangre de monstruosos altares extranjeros, de una fe distinta. Esta es la cuestión… y está decidido. —A lo que añadió a modo de explicación—: Es algo que se me ocurrió porque la idea de apartarla de Chad me ayuda a aclarar mi propia situación.

El joven, al oír aquello, se volvió con rapidez, de modo que quedaron frente por frente con hilaridad manifiesta.

—¿Quiere usted que yo me case porque conviene a Chad?

—No —rebatió Strether—; a él no le importa que usted se case o no. Es, sencillamente, porque conviene al plan que yo he tramado para él.

—¡Sencillamente! —y la coincidencia del pequeño Bilham fue en sí misma un significativo comentario—. Gracias. Pero yo pensaba —prosiguió— que usted no tenía ningún plan «para» él.

—Bueno, en tal caso digamos que es un plan para mí mismo, lo que puede traducirse, como dice usted, por no tener ninguno. La situación de nuestro joven se reduce a los hechos escuetos que hay que identificar. Mamie no le quiere y él no quiere a Mamie: esto, por lo menos, han puesto de manifiesto los últimos días. Es un hilo que puede conducirnos al ovillo.

Pero el pequeño Bilham siguió preguntando.

—Podrá usted… ya que parece desearlo tanto. Pero ¿y yo?

El bueno de Strether meditó aquello con detenimiento, pero se vio obligado, desde luego, a admitir que sus esfuerzos, al parecer, habían caído en saco roto.

—Hablando con propiedad, no hay ningún motivo. Es cosa mía y he de afrontarla solo. Es sólo mi fantástica necesidad de no transigir con la dulzura de mis dosis.

—¿Qué son sus dosis? —preguntó el pequeño Bilham.

—Bueno, lo que tengo que tragar. No quiero endulzar mi situación.

Había hablado en el tono habitual de las conversaciones, pues en una estaba, pero con una oscura verdad acechando en los recodos de lo accesorio; circunstancia que, en aquel momento, no dejó de producir su efecto en su joven amigo. Los ojos del pequeño Bilham se posaron en él con cierta intensidad; luego, de pronto, como si todo se hubiera aclarado, lanzó una alegre carcajada. Parecía dar a entender que si fingiendo, o incluso intentando, y hasta esperando tener la posibilidad de ocuparse de Mamie iba a ser útil, entonces estaba totalmente a su disposición.

—¡Haría cualquier cosa por usted!

—Bueno —dijo Strether sonriendo—, cualquier cosa es lo que me hace falta. Creo que lo que más me gustó de ella —prosiguió— fue la forma en que, tras verla allí sola, cogiéndola desprevenida y alegrándome por saberla tan al margen de todo, vino a derribar mi castillo de naipes con su espontánea y complacida alusión al joven que estaba al llegar. Fue en cierto modo el detalle que yo necesitaba: ella en casa, esperando recibirle.

—Fue Chad, desde luego —dijo el pequeño Bilham— quien pidió al joven que estaba al llegar, ¡me gusta el nombre que me ha puesto!, que acudiera.

—Bueno, supongo que tiene que ser así, y gracias sean dadas a Dios por todo ello, en nuestras inocentes y naturales costumbres. Pero ¿sabe usted —preguntó Strether— si Chad está al tanto…? —Y entonces, como su interlocutor pareciera no comprender—. Bueno, si sabe qué piensa ella.

El pequeño Bilham, al oír aquello, adoptó una expresión de inteligencia; era como si la alusión le hubiera calado hondo, más que ninguna otra cosa hasta el momento.

—¿Lo sabe usted?

Strether negó con la cabeza ligeramente.

—Ahí no llego. Oh, por extraño que le parezca, hay cosas que no sé. Sólo alcanzaba a intuir que había en ella algo muy intenso, muy profundo también, que se guardaba para sí. Creía que se lo guardaba para sí y partía de este supuesto; pero al estar cara a cara con ella no tardé en descubrir que existía una persona con quien ella querría compartir el secreto. Yo había pensado que tal vez se trataba de mí… pero comprendí en seguida que su confianza conmigo era sólo a medias. Ella estaba en el balcón y yo había entrado sin que ella lo advirtiera; cuando se volvió para saludarme, manifestó a las claras que le esperaba a usted y en consecuencia dio muestras de desilusión; fue entonces cuando pesqué el primer cabo de la verdad. Media hora más tarde estaba en posesión de lo restante. Ya sabe lo ocurrido. —Miró a su joven amigo con fijeza… y entonces se sintió seguro—. A pesar de lo que diga usted, ella está por sus huesos. De modo que la tiene usted al alcance de la mano.

El pequeño Bilham, transcurridos unos instantes, se repuso a medias.

—Le aseguro a usted que ella no me ha dicho nada.

—Naturalmente que no. ¿Acaso le estoy sugiriendo que se va a arrojar en sus brazos sin más? Pero usted ha estado con ella todos los días, la ha visto a sus anchas, le ha gustado a usted mucho, y en eso me baso: y nada ha sido en vano. Usted sabe lo que ella piensa como sabe que ha cenado aquí esta noche: cosa que, por cierto, la habrá puesto mucho más a tono.

El joven soportó la descarga; tras lo cual procuró reponerse en lo que le faltaba.

—Yo no he dicho en ningún momento que no me sea simpática. Pero es altiva.

—Y con mucha elegancia. Pero no en exceso.

—Y es su altivez la que conduce sus actos. Chad —prosiguió con lealtad el pequeño Bilham— ha sido con ella de lo más amable. Y es terrible para un hombre cuando una chica está enamorada de él.

—Ah, pero ya no lo está.

El pequeño Bilham se le quedó mirando; entonces se puso en pie, como si la observación de su amigo, reiterativa e insistente, le hubiera puesto, en definitiva, muy nervioso.

—No, no lo está ya. Pero no ha sido —continuó— por culpa de Chad. Él es intachable. Quiero decir que es posible que lo deseara. Pero ella salió con sus ocurrencias. Las había concebido ya en casa. Habían sido su motivo y su sostén al unirse a su hermano y su cuñada. Quería salvar a nuestro amigo.

—Ah, ¿como yo, desdichado de mí? —Strether se puso en pie asimismo.

—Ni más ni menos: tuvo un mal momento. No tardó en comprender, para su tranquilidad y sosiego, que, ay, que él estaba, que él está ya salvado. De modo que ya no tiene nada que hacer.

—¿Ni siquiera amarle?

—Le habría amado mejor si hubiera creído en él al principio.

Strether meditaba.

—Por supuesto, uno se pregunta qué idea se forjará una jovencita, respecto de un joven, de una historia y una situación así.

—Bueno, nuestra jovencita las consideraba, sin duda, oscuras, pero también, prácticamente, falsas. Lo falso, para ella, era lo oscuro. Chad resulta al cabo que es honrado, bueno y desconcertante, mientras que ella únicamente estaba preparada, y resuelta y decidida, para tratar con un hombre a quien creía todo lo contrario.

—No obstante, ¿no era su objetivo final —tanteó Strether— que el joven tenía que ser, podía ser, mejorado y redimido?

El pequeño Bilham caviló un momento, y entonces, con un leve cabeceo que prodigaba cierta ternura:

—Ha llegado demasiado tarde. Demasiado tarde para el milagro.

—Sí —su compañero lo comprendía bien—. Pero ¿y si el peor defecto de la situación de nuestro joven es que puede dar lugar a que ella se aproveche de la misma?

—Oh, ella no quiere «aprovecharse» de esa forma tan grosera. Ella no quiere aprovecharse de la obra de otra mujer: ella quiere el milagro que tendría que haber sido suyo. Para eso es para lo que ha llegado demasiado tarde.

—Strether advirtió plenamente que todo encajaba; sin embargo, parecía haber una pieza suelta.

—He de decir, compréndame, que la muchacha da la sensación, en este sentido, de ser fastidiosa: lo que aquí llamarían difficile.

El pequeño Bilham alzó bruscamente el mentón.

—¡Claro que es difficile… en cualquier sentido! ¿Qué otra cosa son nuestras Mamies, las mejores, las verdaderas, las auténticas?

—Entiendo, entiendo —repitió nuestro amigo, encantado con la solícita sabiduría que había terminado por provocar—. Mamie es una de las mejores, las verdaderas y las auténticas.

—Ni más ni menos.

—De lo que se deduce, en tal caso —prosiguió Strether— es que el pobrecito de Chad es, sencillamente, demasiado bueno para ella.

—Ah, demasiado bueno era lo que, a fin de cuentas, tenía que ser; pero era ella, ella y nadie más, quien tenía que haberle hecho así.

Todo encajaba de maravilla, salvo un último cabo suelto.

—¿Y, por ella, en el caso de que pudiera, no rompería él…?

—¿Con lo que ahora le domina? —Oh, el pequeño Bilham tenía para aquella pregunta el más incisivo de sus regímenes—. ¿Cómo va a romper, fueran cuales fuesen los términos, si está escandalosamente destrozado?

Strether sólo pudo afrontar la última pregunta con su atenta y pasiva complacencia.

—Bueno, gracias a Dios, no lo está usted. Usted está a salvo para ella, y con esto vuelvo, con tan hermosa y amplia manifestación, a mi argumento de hace un segundo: usted da claras muestras de que ella ha comenzado ya.

Lo más que podía decirse a sí propio, a modo de complemento —mientras su joven amigo se alejaba— era que la acusación no había tropezado por el momento con ninguna reiterada negativa. El pequeño Bilham, mientras se encaminaba donde la música, se limitó a girar las agradables orejas un instante, a la manera de un terrier al que echan agua; mientras Strether reincidía en la sensación —que le proporcionaba en aquellos días el máximo consuelo— de que era libre de creer en cualquier cosa que, a lo largo de los mojones de las horas, le mantuviera en movimiento. Había, sin duda, deslices y conmociones de este jaez horario, ocasionales concesiones a la ironía y a la fantasía, frecuentes arrebatos instintivos de observación acumulativa, cada vez más violentos en cuanto a olores y colores y en que podía hundir la nariz hasta lo caprichoso. Este último recurso se le presentó, si a ello vamos, bajo la forma misma de su siguiente percepción, nada oscura: la imagen de un rápido y breve encuentro, en la entrada de la sala, entre el pequeño Bilham y la perspicaz señorita Barrace, que entraba mientras Bilham se alejaba. Al parecer le había hecho ella una pregunta, a la que él había replicado con un giro que vino a señalar a su reciente interlocutor; hacia el cual, tras un interrogante añadido por un recurso al aparejo óptico que parecía, como los demás ornatos femeninos, curioso y arcaico, aquella dama genial, sugiriendo más que nunca a los ojos del hombre los antiguos grabados franceses, los retratos históricos, se dirigió con una intención que Strether adivinó. Sabía él ya cuál sería la primera tecla que la dama pulsaría y comprendió, mientras ella se acercaba, toda la necesidad femenina de pulsarla. Nada, empero, había sido tan «maravilloso» entre ellos como la ocasión presente; y era la especial intuición femenina de dicha cualidad respecto de las ocasiones que ella estaba allí, como en casi todas partes, para proveer. La intuición estaba tan bien provista por la situación tocante a ellos que había dejado la otra sala, olvidado la música, rechazado la pieza, abandonado, en una palabra, el escenario mismo, que podía estar un minuto entre bastidores con Strether y así aparecer acaso como uno de los célebres augures, respondiendo, tras el oráculo, al guiño del otro. Sentada en aquel momento a su lado, donde el pequeño Bilham había estado, respondía ella, a decir verdad, a muchas cosas; comenzando en cuanto el hombre le hubo dicho —lo que esperaba le saliera sin fatuidad—:

—Las damas son extraordinariamente amables conmigo.

La mujer movió el largo mango, que desvió su objetivo visual; comprendió la mujer en el acto todas las ausencias, todas las atenciones desviadas, que les permitían la presente libertad.

—¿Qué remedio nos queda? Aunque, ¿no es eso precisamente lo que le inquieta? «Las damas»… oh, somos encantadoras y usted tiene que tener muchas a su disposición. Entiéndame, como tal, no creo estar chiflada por nosotras. Pero la señorita Gostrey, por lo menos esta noche, le ha dejado solo, ¿no? —con lo que volvió a mirar a su alrededor como si María pudiera andar al acecho.

—Oh, sí —dijo Strether—, me espera en casa. —Y como esto despertara en su compañera su alegre «¡Oh, oh, oh!», explicó que la espera afectaba a la incertidumbre y las súplicas—. Pensamos que lo mejor era que no viniese; de una forma o de otra, desde luego, le causa una gran preocupación. —Insistió el hombre en el sentido de su apelación a las mujeres y en que éstas podían afrontar la actitud masculina con humildad o con soberbia—. Sin embargo, ella se inclina a creer que yo lo contaré todo.

—Oh, yo también me inclino a creerlo —la señorita Barrace, con su risa, no iba a ser menos—. Sólo que la cuestión es dónde, ¿verdad? Sin embargo —prosiguió con entusiasmo—, si es en alguna parte, tiene que ser muy lejos, ¿no cree? Para hacemos justicia, me parece, entiéndame —dijo riendo—, todas queremos que llegue usted muy lejos. Sí, sí —repitió con su rápida y graciosa manera—; quremos que llegue usted muy, muy lejos. —Tras lo que quiso saber por qué había creído conveniente que María no acudiera.

—Oh —replicó él—, en realidad fue idea suya. A mí me habría gustado. Pero teme las responsabilidades.

—¿Y no es eso una novedad?

—¿El temor? Sin duda… sin duda. Pero los nervios la tienen destrozada.

La señorita Barrace observó al hombre durante unos momentos.

—Tiene mucho en juego. —A continuación, con menor seriedad—: El mío, por fortuna, no es tan decisivo.

—Por fortuna también para mí —replicó Strether—. El mío no es tan seguro, mi deseo de responsabilidades no es tan acuciante que no sepa que la consigna de esta ocasión es estar «más que contento». Si estamos tan contentos es porque Chad ha comprendido.

—Ha comprendido de manera asombrosa —dijo la señorita Barrace.

—¡Es maravilloso! —se le anticipó Strether.

—¡Es maravilloso! —exageró ella, para responderle; de modo que, frente por frente ante aquello, se limitaron a reír sin consideración alguna. Pero entonces añadió la mujer—: Oh, entiendo la consigna. Si uno no la tuviera se sentiría perdido. Pero una vez que se asimila…

—Es tan sencillo como sumar dos y dos. Desde el momento en que él tenía que hacer algo…

—¿Y este gentío —le atajó ella— es lo único que se le ocurrió? Mejor todavía, un auténtico jaleo —dijo riendo— o nada. La señora Pocock está empotrada, o enganchada, como quiera llamarlo; está tan maniatada que no puede ni moverse. Se encuentra en un maravilloso aislamiento —añadió de su cosecha la señorita Barrace.

Strether comprendió, sólo escrupuloso de la justicia.

—Sin embargo, le han presentado a todos los que están aquí.

—Es asombroso, pero es precisamente eso lo que la ata. Está emparedada, enterrada en vida.

—Strether pareció pensar en ello durante un momento; pero acabó por provocarle un suspiro.

—Oh, pero no está muerta. Necesita mucho más para morirse.

Su compañera hizo una pausa, que podía deberse a la compasión.

—No, yo no digo que esté acabada… o que haya de continuar así después de esta noche. —Seguía pensativa, como con remordimientos—. Simplemente, anda de capa caída. —Entonces, para enfocar el lado gracioso—: Aún respira.

—¡Aún respira! —repitió el hombre con el mismo humor—. ¿Y sabe usted —añadió— lo que de veras me ocurre a mí esta noche… gracias a la belleza de la música, la alegría de las voces, el alboroto, en suma, de nuestra diversión y la oportunidad de su ingenio de usted? Que el ruido que la señora Pocock produce al respirar me impide, se lo aseguro a usted, oír nada más. Es, materialmente, lo único que oigo.

La mujer le miró fijamente con tintinear de cadenitas.

—Bueno… —exclamó con su eterna amabilidad.

—Bueno, ¿qué?

—Que la capa caída no le cubre la nariz —dijo bromeando la mujer—; y que eso le basta.

—¡Y a mí también! —exclamó Strether riendo—. ¿En serio la ha traído Waymarsh —preguntó entonces— para que la vea a usted?

—Sí… pero ésa es la peor parte. No pude ayudarle a usted en nada. Y eso que lo he intentado.

—¿Y cómo lo intentó? —preguntó Strether.

—Bueno, pues no hablando de usted.

—Entiendo. Eso estuvo mejor.

—¿Qué habría sido peor entonces? Tanto hablando como guardando silencio —se quejó la mujer—;'de algún modo me «comprometo». Y nunca ha habido nadie salvo usted.

—Lo que demuestra —el hombre se mostraba magnánimo— que se trata de algo que no está en usted, sino en mí. La culpa es mía.

La mujer guardó silencio durante un momento.

—No, es del señor Waymarsh. Culpa de haberla traído.

—Ah, entonces —dijo Strether de buen humor—, ¿por qué la ha traído?

—No podía evitarlo.

—Oh, ¿que usted fuera un trofeo… uno de los despojos de la conquista? Pero, bueno, en tal caso, puesto que usted se «compromete»…

—¿No lo comprometo a él también? Sí, a él también lo comprometo. —La señorita Barrace sonrió—. Lo comprometo tanto como puedo. Pero para el señor Waymarsh no es mortal. Es, por lo que afecta a su maravillosa relación con la señora Pocock, favorable. —Entonces, como el hombre pareciera estar todavía un poco en Babia—: El hombre que me conquistó, ¿no comprende? Para ella, obtenerlo de mí no fue sino un incentivo adicional.

Strether comprendía, pero como si su andadura estuviese preñada de sorpresas.

—¿Es «de» usted, entonces, de donde lo ha conseguido ella?

La mujer se divirtió con la momentánea confusión del hombre.

—¡Imagínese mi lucha! Ella cree en su triunfo. Creo que ha sido parte de su alegría.

—¡Oh, su alegría! —murmuró Strether con escepticismo.

—Bueno, ella piensa que ha tenido su oportunidad. ¿Y qué es esta noche para ella sino una especie de apoteosis? Su vestido está muy bien.

—¿Lo bastante bien para entrar en el cielo? Porque después de una auténtica apoteosis —prosiguió Strether—, no queda sino el cielo. Para Sarah no existe sino el mañana.

—¿Y quiere decir usted que no encontrará el mañana celestial?

—Bueno, quiero decir que esta noche me parece, respecto de ella, demasiado buena para ser cierta. Ya ha tenido su ración; es decir, tiene en este momento y está a punto de comerse la ración mayor y más sabrosa. Y no habrá ninguna otra. Ciertamente, yo no tengo ninguna. Como mucho, no puede ser sino Chad. —Strether siguió descifrando la situación como si se diera para común regalo—. El puede tener una y tan grande que podría ahogarle; sin embargo, se me ocurre que si la tuviera…

—¿No debería —comprendió la mujer— haber traído todo este embrollo? Es posible que no y, si se me permite ser franca, deseo ardientemente que no tenga ninguna. Desde luego, no haré ahora —añadió— como que no sé de qué se trata.

—Oh, me parece que ya lo sabe todo el mundo —admitió el bueno de Strether pensativamente— y sería extraño y divertido creer a todos los presentes sabiendo, observando y esperando.

—Sí… ¿verdad que sería divertido? —dijo la señorita Barrace—. Así somos en París. —A la mujer le complacía siempre añadir algo más a aquella rareza—. ¡Es maravilloso! Pero, entiéndame —afirmó—, todo depende de usted. No quiero ensañarme con usted, pero eso es prácticamente lo que ha dado a entender al alegar que estábamos encima de usted. Sabemos que es usted el protagonista del drama y nos hemos reunido para ver qué hará.

Strether la observó un momento con un entendimiento quizá un tanto anublado.

—Creo que por eso se ha refugiado el protagonista en este rincón. El héroe se asusta de su heroísmo… no está a la altura de su papel.

—Ah, pero todos creemos que seguirá interpretando. Por eso —prosiguió la señorita Barrace con amabilidad— nos tomamos tanto interés en usted. Sabemos que estará usted a la altura de las circunstancias. —Y entonces, como pareciera que el hombre no acababa de entusiasmarse del todo—: No lo consienta.

—¿Que Chad se vaya?

—Exacto: reténgalo. Con todo esto —y señaló al multitudinario tributo— ya ha hecho suficiente. Le queremos: es encantador.

—Es muy hermosa —dijo Strether— la forma que tienen ustedes de simplificar las cosas cuando quieren.

Pero ella sabía cómo replicarle.

—No es nada en comparación con la forma en que usted convence cuando debe hacerlo.

El hombre parpadeó ante aquello como ante la misma voz de una profecía y quedó un momento callado. Retuvo a la mujer, sin embargo, cuando pareció ir a dejarle solo en la pausa más bien fría que se había hecho en la conversación.

—Francamente, esta noche no hay ni rastro de ningún héroe; el héroe escurre el bulto, falta a su deber, el héroe está avergonzado. En consecuencia, me parece, de quien deben ocuparse todos ustedes es de la heroína.

La señorita Barrace tardó un minuto en contestar.

—¿La heroína?

—La heroína. A quien —dijo Strether— nunca he tratado como a tal. Oh —dijo suspirando—, ¡qué mal lo hago!

Ella quiso tranquilizarle.

—Lo hace lo mejor que puede. —Y luego, tras otra vacilación—: Creo que está satisfecha.

Pero el hombre seguía compungido.

—Ni siquiera me he acercado a ella. Ni siquiera la he mirado.

—Ah, entonces no sabe usted lo que se ha perdido.

El hombre dio a entender que no lo ignoraba.

—¿Está más maravillosa que nunca?

—Más que nunca. Con el señor Pocock.

—Mme. de Vionnet… ¿con Jim? —preguntó Strether, sorprendido.

—Mme. de Vionnet… con «Jim». —La señorita Barrace era realista.

—¿Y qué hace con él?

—Ah, es a él a quien debe usted preguntar.

La cara de Strether se iluminó otra vez ante aquella idea.

—Será divertido. —Sin embargo seguía asombrado—. Pero ella tiene que saber algo.

—Desde luego: sabe un sinfín de cosas. La primera —dijo la señorita Barrace, balanceando los impertinentes— que interpreta un papel. Y su papel consiste en ayudarle a usted.

Parecía que nada hubiera ocurrido; los eslabones se soltaban, las conexiones se eludían, pero era como si, de repente, estuvieran tocando el meollo mismo del asunto.

—Sí; muchísimo más —reflexionó Strether con gravedad— que yo a ella. —Todo se le vino encima como con la inminente presencia de la belleza, la gracia, el intenso, simulado estado de ánimo con que él había sido, según él mismo decía, puesto fuera de contacto—. Ella es valiente.

—¡Ah, ella es valiente! —la señorita Barrace estaba muy de acuerdo; y fue como si, durante un momento, vislumbraran la magnitud en el rostro del otro.

Pero, a decir verdad, lo importante estaba presente.

—¡Cuánto más debe ella preocuparse!

—¡Ah, hélo ahí! Ella se preocupa. Pero ¿no es como si —añadió la señorita Barrace con consideración— usted hubiera tenido sus dudas al respecto?

Strether, de súbito, quiso creer que realmente no las había tenido nunca.

—Bueno, por supuesto es la clave del asunto.

Voilà! —exclamó la señorita Barrace sonriendo.

—Es la razón por la que uno se confiesa —prosiguió Strether—. Y es el motivo por el que uno se ha quedado tanto tiempo. Y es también —insistió— la razón de que uno se vaya a casa. Es la razón… la razón…

—¡Es la razón de todo! —convino ella—. Es la razón por la que ella puede tener esta noche, a pesar de lo que parezca y haga, y a pesar de cuanto haga su amigo «Jim», unos veinte años. Es otra de las cosas que sabe; quiere ser, para él, y quiere ser tan desenvuelta y encantadora como le sea posible, tan joven como una muchacha.

Strether contribuía a distancia.

—¿Para «él»? ¿Para Chad…?

—Para Chad, en cierto modo, siempre, claro. Pero en particular, esta noche, para el señor Pocock. —Y entonces, como su amigo siguiera absorto—: Sí, ¡es muy valiente! Pero tiene también otra cosa: un elevado sentido del deber. —La cosa estaba más que suficientemente ante ellos—. Cuando el señor Newsome tiene las manos tan ocupadas con su hermana…

—Lo mínimo que puede hacerse —continuó Strether— es… ¿que ella se ocupe del marido de la hermana? Sí, es lo mínimo. Así que se ha ocupado de él.

—Se ha ocupado de él. —Era todo lo que la señorita Barrace había querido decir.

Sin embargo, fue suficiente.

—Tiene que ser divertido.

—Oh. Es divertido. —Esto, naturalmente, encajaba en esencia.

Pero les hizo retroceder.

—¡Cuánto, en efecto, se preocupa! —En respuesta a lo cual, la interlocutora de Strether dejó caer un comprensivo «¡Ah!», que acaso manifestara cierta impaciencia ante el tiempo que se tomaba el hombre para hacerse con ello. La mujer se había acostumbrado hacía un buen rato.