No era la primera vez que había estado solo en la gran iglesia poblada de sombras, como tampoco era la primera de sus entregas, siempre que la situación lo permitía, al benéfico afecto que aquello tenía sobre sus nervios. Había ido a Notre Dame con Waymarsh, había estado allí con la señorita Gostrey, había estado allí con Chad Newsome y había encontrado en el lugar, incluso en compañía, un refugio de tal índole ante la obsesión de su problema que, nuevamente obligado y con mayor fuerza por lo mismo, no había recurrido anormalmente a un expediente que parecía, por el momento, salir al paso de las circunstancias[12]. Sabía bien que era sólo por el momento, pero los buenos momentos —si buenos podía llamárseles— todavía tenían su valor para un hombre que, por entonces, casi casi por desgracia, tenía que vivir al día. Tras haber aprendido tan bien el medio, últimamente había hecho solo el peregrinaje más de una vez, escabulléndose las más de las veces, aprovechando una ocasión inadvertida y sabiendo que no necesitaba hablar de su aventura cuando volviese a reunirse con sus amigos.
Su gran amiga, por cierto, aún estaba fuera y seguía guardando un notable silencio; habían pasado tres semanas y la señorita Gostrey no había vuelto. La mujer le había escrito desde Mentone, admitiendo que el hombre tenía todo el derecho para juzgarla groseramente inconsecuente, y quizá, dada la ocasión, odiosamente desleal; pero pidiéndole paciencia, pidiéndole la postposición de la sentencia y confiando, en pocas palabras, en la generosidad masculina. También para ella, podía asegurárselo, era complicada la vida: más complicada de lo que el hombre habría supuesto; además, le había asegurado, antes de partir, que no se olvidaría totalmente de él cuando volviese. Si, por otro lado, no abrumaba al hombre con cartas, era, sinceramente, porque tenía conciencia del otro gran intercambio a que él tenía que hacer frente. Por su parte, al cabo de una quincena había escrito dos veces para dar a entender que se podía confiar en su generosidad; pero se acordó en ambos casos de los modales epistolarios de la señora Newsome en los momentos en que la señora Newsome eludía el terreno delicado. Había echado tierra a su problema, había hablado de Waymarsh y de la señorita Barrace, del pequeño Bilham y del grupo del otro lado del río, con quienes había vuelto a tomar el té, y había sido sincero, por conveniencia, a propósito de Chad, de Mme. de Vionnet y de Jeanne. Había admitido que seguía viéndoles, que era, decididamente, un impenitente albacea de las premisas de Chad y que la intimidad del joven con ellas era indiscutiblemente grande; pero había tenido sus razones para no describir a la señorita Gostrey sus impresiones de los últimos días. Habría sido decirle demasiado de sí mismo: y era, precisamente, de sí mismo de lo que quería escapar.
Este pequeño forcejeo había surgido, en medida no pequeña, de la misma voluntad que le conducía a Notre Dame; la voluntad de dejar que las cosas fueran por sí solas, de darles tiempo para justificarse a sí propias, o, por lo menos, de que sucedieran. Sabía que no tenía más misión en aquel sitio que el deseo de no estar, en aquellos momentos, en otros lugares precisos; una sensación de seguridad, de simplificación, cuya necesidad, cada vez que la sentía, se le antojaba divertido una concesión privada a la cobardía. La gran iglesia carecía de altar donde él pudiera rendir culto, carecía de palabras para su alma; pero resultaba tranquilizadora incluso a la santidad; pues allí podía sentir, cosa que no le ocurría en ninguna otra parte, que era un hombre sencillo y cansado que se tomaba la fiesta que había ganado. Estaba cansado, pero no era un hombre sencillo: esto era lo digno de compasión y lo problemático del asunto; sin embargo, era capaz de dejar sus problemas en la puerta como si se tratase de la moneda que habría arrojado a la caja del mendigo ciego del umbral. Recorría la nave central, larga y sombría, se sentaba en el magnífico coro, se detenía ante las apelotonadas capillas del este y el soberbio monumento le hacía presa de su hechizo. Habría podido ser del mismo modo un estudiante seducido por el encanto de un museo, cosa que era exactamente lo que, en una ciudad extranjera y en el otoño de la vida, le habría gustado ser con entera libertad. Esta forma de sacrificio, de todos modos, servía, para el caso, tan bien como cualquier otra; le hacía comprender con claridad que, dentro del recinto, para un auténtico refugiado, las cosas del mundo podían perder su sentido, Aquí radicaba la cobardía, sin duda: en eludir dichas cosas, en escamotear la cuestión, en no abordarla a la peligrosa luz exterior; pero sus olvidos eran demasiado breves, demasiado vanos para herir a otro que a sí mismo y sentía una vaga y fantasiosa generosidad hacia las personas que veía, con su misterio y su ansiedad, y a quienes, con entretenida observación, calificaba de perseguidos a causa de la justicia. La justicia estaba fuera, en la luz peligrosa, y también la injusticia; pero la una estaba tan ausente como la otra en el ambiente de las largas naves laterales y la riqueza de los altares sin número.
Así las cosas, ocurrió que una mañana, unos doce días después de la cena en el Boulevard Malesherbes en que Mme. de Vionnet había estado presente con su hija, se sintió movido a participar en un encuentro que excitó su imaginación profundamente. Tenía la costumbre, en aquellas contemplaciones, de observar a otros visitantes a respetable distancia y tomar nota circunstancial de las conductas, las penitencias, la postración y el estado de los absueltos y consolados; era ésta la manera en que se abría paso su abstracta ternura, el grado de manifestación a que ésta, naturalmente, se había limitado. A decir verdad, no había sentido tanto su responsabilidad como cuando, en la presente ocasión, hubo de ponerse el hombre a calcular el sugestivo efecto de una dama cuya absoluta inmovilidad en la oscuridad de una capilla vino a advertir un par de veces mientras seguía y repetía su lento itinerario. No estaba arrodillada, ni siquiera ligeramente inclinada, pero sí extrañamente inmóvil, y su prolongada inmovilidad parecía dar cuenta, cuando el hombre llegó y se detuvo, de la entrega absoluta a la necesidad, fuera cual fuese, que la había llevado allí. Estaba sentada y con la mirada fija en el frente, como él mismo solía hacer; pero se había situado, cosa que él nunca había hecho, directamente ante el altar y se encontraba en un estado de abstracción, según advirtió el hombre sin esfuerzo, que para sí hubiera querido. No era una extranjera de paso, que escondiera más de lo que enseñaba, sino uno de los conocidos, los íntimos, los afortunados, para quienes aquellas transacciones tenían un método y un sentido. Recordaba a nuestro amigo —puesto que era la forma en que el noventa por cien de sus impresiones normales le servía de señuelo de cosas imaginadas— a una elegante, decidida y absorta heroína de una historia antigua, algo de lo que había oído hablar, que había leído, algo que, de haber tenido habilidad para el teatro, habría podido escribir, redoblando su valentía y limpidez, en espléndida meditación recogida. La mujer le daba la espalda, pero la impresión masculina exigía que fuera una mujer joven e interesante y que, además, mantuviera la cabeza, incluso en aquella sagrada penumbra, con identificable fe en sí misma, en un sesgo de convicción suficiente, de seguridad e impunidad. Aunque, ¿a qué había ido allí una mujer como aquella, si no había ido a rezar? La lectura que Strether hacía de los elementos presentes era, admitámoslo, confusa; pero se preguntaba si la actitud femenina sería lógico resultado de la absolución, de la «indulgencia». No sabía muy bien lo que la indulgencia, en un lugar como aquél, podía significar; pero tenía, en virtud de una vaga percepción, cierta idea de lo que podía contribuir al entusiasmo de los ritos prácticos. Mucho era para haberse advertido en una figura imprecisa que no significaba nada para él; pero, último detalle antes de abandonar la iglesia, recibiría la sorpresa de una precipitación más intensa todavía.
Había tomado asiento en mitad de la nave y, otra vez con la sensación de quien visita un museo, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos fijos en las alturas, intentaba reconstruir un pasado, por decirlo en apropiados términos de Victor Hugo, a quien, hacía pocos días, entregando las riendas por una vez a la alegría de la vida, había comprado en setenta volúmenes encuadernados, una auténtica ganga, por el precio, según le había asegurado el librero, de uno solamente. Sin duda parecía, mientras enfocaba con sus eternos quevedos las tinieblas góticas, totalmente anegado en el respeto; pero contra lo que su pensamiento había acabado por chocar era contra la cuestión de dónde, en medio de tanta acumulación, encajaría cuña tan multiforme. ¿Serían los sesenta volúmenes en rojo y oro lo que, a modo de resumen, le quedaría para enseñar en Woollett como resultado de su misión? En esta posibilidad estuvo pensando un minuto, es decir, estuvo pensando en ella hasta que le pareció advertir que alguien, inadvertidamente, se había acercado a él y se había detenido. Se dio la vuelta y vio que a su espalda había una dama que parecía querer saludarle y se puso en pie de un salto cuando se dio cuenta de que se trataba de Mme. de Vionnet, que al parecer le había reconocido al pasar junto a él, camino de la puerta. Comprobó la mujer en el hombre, con rapidez y alegría, cierta confusión, corrió a atajarla y la despejó con gran habilidad; la confusión consistía en que el hombre había descubierto que ella era la dama que había estado observando hacía un rato. Ella era la indefinida figura de la capilla en sombras; había ocupado el tiempo masculino más de lo que suponía la mujer; pero se le ocurrió de pronto, afortunadamente, que no tenía ninguna necesidad de contárselo y que, a fin de cuentas, no había cometido ninguna falta. A decir verdad, la mujer dio a entender que aquel encuentro era el más feliz de los sucesos que tuvo para él un «¿También usted viene aquí?» que despojó a la sorpresa de toda singularidad.
—Yo lo hago a menudo —dijo ella—; me encanta este lugar; pero por regla general soy implacable con las iglesias. Las ancianas que viven en ellas, me conocen todas; en realidad soy una de esas ancianas. Preveo que terminaré así. —Tras buscar una silla con la mirada, lo que motivó que el hombre le acercase una, la mujer tomó asiento al tiempo que lo hacía el hombre, esta vez alegando—: Oh, me alegra tanto que a usted le guste también…
Confesó el hombre el alcance de su sentimiento, aunque la mujer dejó el tema en cierta vaguedad; le chocó la discreción, el tacto de dicha vaguedad, que no hizo sino corroborarle el instinto por las cosas hermosas. Sabía él cuánto estaba afectada esta sensación por un no sé qué de templado y prudente en la forma en que se había acicalado para su misión particular y su paseo matutino, pues creía el hombre que la mujer había ido a pie; la forma en que se había colocado el velo, ligeramente grueso: apenas un detalle, pero muy significativo; la compuesta severidad del vestido, en que, donde por todas partes el tono burdeos parecía destellar por entre el negro; la encantadora discreción de la cabeza, pequeña y firme; la calma nota, mientras permanecía sentada, de sus manos unidas y calzadas con guantes grises. Era, al sentir de Strether, como si la mujer estuviera en su propia casa, cuyos brillantes honores le estuviera rindiendo ella, ante una puerta abierta, con toda desenvoltura, mientras toda la vastedad y el misterio de la propiedad quedaran detrás. Cuando las personas se sentían tan seguras llegaban a ser extraordinariamente educadas; y nuestro amigo, tuvo, ciertamente, en aquel momento, una especie de revelación del patrimonio femenino. Según el hombre, el romanticismo de la mujer superaba todo cuanto ésta hubiera podido conjeturar y nuevamente encontró un pequeño consuelo en la convicción de que, por sutil que ella fuera, la impresión masculina seguiría siendo un secreto para ella. Lo que, una vez más, le hizo sentirse inquieto respecto de los secretos en general era la particular paciencia que la mujer podía tener con el deseo masculino de color; aunque la intranquilidad no pudo por menos de desaparecer luego en diez minutos totalmente faltos de color y llenos de solicitud.
El momento, por cierto, ya había extraído su tinte más profundo del especial interés que le había provocado la identidad de su compañera con la persona cuya actitud ante el glorioso altar tanto le había impresionado. Dicha actitud casaba admirablemente con la imagen que se había forjado de su relación con Chad la última vez que los viera juntos. Aquélla le ayudó a permanecer en el punto ya alcanzado; era allí, había resuelto, donde permanecería, pero en modo alguno transigiendo con las facilidades. Irrebatiblemente inocente tenía que ser una relación que tan llevadera se volvía para una de las partes afectadas. Si no era inocente, ¿por qué frecuentaba las iglesias? La mujer que él creía comprender nunca habría entrado en ninguna para jactarse de una culpabilidad insolente. Las frecuentaba en busca continua de ayuda, de fortaleza, de paz: sublime apoyo que, tal podía decirse, encontraba todos los días. Hablaron, en tono intrascendente y con prolongadas miradas, del gran monumento, de su historia y su belleza, cosas todas, afirmaba Mme. de Vionnet, en que meditaba mejor desde fuera.
—Cuando salgamos —dijo ella—, podemos ver el exterior, si no tiene usted inconveniente. No tengo prisa y me encantaría verlo otra vez con usted.
El hombre vino a hablarle del gran novelista y de la gran novela, y de lo que, según suponía, habían hecho por el conjunto, mencionándose además la enormidad de su compra, los setenta asombrosos volúmenes totalmente desproporcionados.
—¿Respecto de qué?
—Bueno, respecto de cualquier otra resolución. —No obstante, intuía, mientras hablaba incluso, hasta qué punto estaba, en aquel preciso instante, tomando una resolución. Había puesto orden en su cabeza y estaba impaciente por salir; pues su objeto tenía que hacerse público fuera y tenía miedo de que, en virtud de cualquier retraso, pudiera escapársele. La mujer, sin embargo, se tomaba su tiempo; no tenía prisa por terminar la tranquila charla, como si deseara aprovechar al máximo aquel encuentro, y esto, a decir verdad, confirmaba la versión de sus modales, de su misterio. Cuando abordó, como habría dicho el hombre, la cuestión de Victor Hugo, su voz misma, el ligero y suave temblor de su diferencia hacia la solemnidad que les rodeaba, pareció dotar a sus palabras de un sentido que no estaba manifiesto. Ayuda, fortaleza, paz, apoyo sublime: no había encontrado tantos que la cantidad no fuera sensiblemente mayor en lo tocante a la fe masculina en la mujer que ella pudiera advertir. Muchos detalles juntos tenían su importancia y si él despertaba el interés femenino por casualidad, como si se tratase de un objeto sólido que ella pudiese aferrar, él no se desligaría voluntariamente del asimiento. Cuando se está en dificultades se sujeta uno a lo que tiene más cerca y era posible que, a fin de cuentas, no estuviese él más allá de los medios más abstractos del consuelo. En este sentido había puesto en orden su cabeza; la había puesto en orden, naturalmente, para dar una señal a la mujer. La señal seria-aunque se trataba de un asunto de ella— que él comprendía; la señal sería que —aunque seguía siendo un asunto de ella— tenía entera libertad para proceder al asimiento. Puesto que ella le tomaba por un objeto sólido —por más que a veces creyese ser movedizo—, haría lo posible por serlo.
Conclusión de esto fue que, media hora después, estaban sentados, para tomar una comida temprana, en una maravillosa y deliciosa casa de recreo de la orilla izquierda: un lugar de peregrinaje para el avispado, como bien sabían ambos, para el avispado que acudía, a causa del gran renombre del sitio, homenaje de los días inquietos, de la otra punta de la ciudad. Strether había estado allí otras veces, la primera con la señorita Gostrey, después con Chad y luego otra vez con Chad, Waymarsh y el pequeño Bilham, a todos los cuales había entretenido él con gran sagacidad; el placer que le embargaba en la presente circunstancia era mayor, pues sabía que Mme. de Vionnet aún no había sido iniciada. Cuando le había dicho, mientras rodeaban la iglesia, junto al río, poniendo en práctica la resolución que había tomado dentro, «¿Le importaría, si tiene tiempo, venir a déjeuner conmigo a cualquier parte? Por ejemplo, a un sitio que tal vez conozca, está a un paso, al otro lado del río…» y acto seguido había mencionado el nombre; cuando él hubo hecho esto, la mujer se había detenido en seco, como con repentina necesidad y sin embargo profunda dificultad para responder. La mujer había aceptado la propuesta casi casi como si fuera demasiado encantadora para ser cierta; y es posible que su compañero no hubiera sentido un momento de orgullo tan inesperado —tan extraño y delicado era el caso como aquel en que se vio capaz de ofrecer a una persona de tan universal predicamento un nuevo y raro solaz—. Había oído hablar ella de tan afortunado lugar, pero, en respuesta a una pesquisa ulterior, había preguntado al hombre cómo podía pensar que ella hubiera estado allí. Había supuesto el hombre que había imaginado que Chad la habría llevado, cosa en cuya cuenta cayó la mujer en seguida, para no pequeño disgusto del hombre.
—Ah, permítame explicarle —dijo ella sonriendo—, que yo no me dejo ver con él en público; no dispongo de tales oportunidades, ni de ninguna otra especie, y es precisamente la clase de cosas que, tranquila criatura que vive en su madriguera, adoro.
Había sido muy amable el hombre al haber pensado en ello, aunque, francamente, si él le hubiera preguntado si ella tenía tiempo, ella le habría dicho que ni un solo minuto. Cosa que, sin embargo, carecía ya de importancia, pues ella iba a dar la espalda a todo. En su casa le esperaba toda clase de deberes: el doméstico, el materno, el social; pero se trataba de un caso de primera necesidad. Sus asuntos se vendrían abajo; pero ¿acaso no se tenía derecho a su pizca de escándalo cuando se estaba dispuesto a pagarlo? Fue sobre esa agradable base de caro desorden, por consiguiente, como acabaron sentados a una pequeña mesa, junto a una ventana que daba al agitado muelle y el resplandeciente Sena, lleno de barcazas; donde, en materia de darse rienda suelta, de sumergirse hasta el fondo, Strether había de sentir que había tocado fondo. Había de experimentar muchas cosas en la presente ocasión, y una de las primeras fue que había corrido mucho desde cierta noche, en Londres, delante del teatro, cuando la cena compartida con María Gostrey, entre las bujías de rosados resplandores, le había parecido necesitada de tantas explicaciones. Las había encontrado, las explicaciones, en aquella ocasión, y las había atesorado; pero en la situación presente era como si las hubiera superado o hubiera quedado por debajo de ellas: no habría sabido decirlo; sin saber por qué, no alcanzaba a pensar en ninguna que no pareciera volverle más halagüeños la inminencia del derrumbe y el cinismo que la lucidez. ¿Cómo podía desear que quedara claro para los demás, para cualquiera, que él, en aquel momento, consideraba motivo suficiente la alegre, limpia y ordenada vida de la orilla que entraba por la ventana abierta o la sencilla forma con que Mme. de Vionnet, del otro lado del mantel impecablemente blanco, de sus sendas omelettes aux tomates, la botella de Chablis de color pajizo, le daba las gracias casi por todo con una sonrisa infantil, mientras sus ojos grises se movían al ritmo de sus palabras, se prendaban del cálido aire primaveral, en que ya despuntaba el primer verano, y volvían a continuación a posarse en los ojos masculinos y en sus temas humanos?
Los temas humanos se multiplicaron y ramificaron más de lo que la libérrima fantasía de nuestro amigo hubiera previsto. La sensación que le había dominado antes, la sensación que había tenido con insistencia, la sensación de que la situación le arrastraba no había sido nunca tan intensa; tanto más cuanto que, con conocimiento de causa, podía poner el dedo en la llaga. El accidente no había tenido más remedio que acaecer, la otra noche, tras la cena de Chad; había acaecido, como bien sabía, en el momento de interponerse entre la dama con que estaba y su hija, en el momento en que había accedido de tal modo a discutir con ella un asunto estrechamente relacionado con todos ellos que la sutileza femenina, con su significativo «¡Gracias!» había inclinado la balanza al instante en favor de la mujer. Él se había distanciado durante diez días, pero la situación se había desarrollado sola a pesar de ello; ya que el hecho acuciante era precisamente por qué se había distanciado. Lo que se le había ocurrido al reconocerla en la nave central de la iglesia era que la distancia no podía por menos de equivaler a una derrota desde el momento en que la mujer no se servía sólo de su sutileza, sino también de la misma mano del destino. Si todos los accidentes habían de ponerse de parte de ella —y amenazaban con seguir haciéndolo con generosidad— la única salida del hombre era rendirse. No otra cosa había hecho al decidirse a proponerle que comiera con él. ¿Qué había sido el feliz término de su propuesta sino el choque en que suelen dar por lo general las escapadas? El choque había sido el paseo y era la comida, la tortilla, el Chablis, el lugar, el paisaje, la conversación y el placer de la conversación: por no hablar, maravilla de maravillas, de la mujer. En este sentido y en ningún otro, por tanto, fue beneficiosa la rendición. Iluminaba con suficiencia, cuando menos, la insensatez del distanciamiento. Antiguos proverbios se reproducían, si mal no recordaba, en el tono de sus palabras, en el tintineo de los vasos, en el rumor de la ciudad y los chapoteos del río. Saltaba a la vista que era mejor sufrir como oveja que como cordero. Igual se moría por la espada que por hambre.
—¿Sigue fuera María? —fue lo primero que ella le había preguntado; y cuando el hombre hubo reunido la franqueza para ser desenfadado al respecto, a pesar del sentido que él sabía atribuía ella a la ausencia de la señorita Gostrey, la mujer prosiguió con la pregunta de si el hombre no la echaba muchísimo de menos. Había razones para dudarlo, pero él, pese a todo respondió que «muchísimo»; cosa que se tomó ella como si hubiera sido lo que había querido demostrar. Y acto seguido—: Un hombre preocupado lo está siempre, como fuere, a causa de una mujer —dijo—; si ella no aparece por un lado, aparece por el otro.
—¿Por qué dice usted que estoy preocupado?
—Ah, porque es la impresión que me da. —Hablaba ella con tanta dulzura, mientras participaba de la liberalidad masculina, que se habría dicho que temía hacerle daño—. ¿Acaso no está preocupado?
Advirtió él que se ruborizaba ante la pregunta y entonces sintió odio por aquello: sintió odio por pasar por algo tan estúpido como vulnerable. Vulnerable ante la dama de Chad, respecto de la que al principio había sentido tanta indiferencia… ¿había llegado ya a aquel extremo? De manera perversa, mientras tanto, la pausa masculina, empero, dio un extraño aire de verosimilidad a la hipótesis de la mujer; pues ¿cómo se encontraba el hombre, sino desconcertado por haberle causado una impresión que ni remotamente había pensado causar?
—No estoy preocupado todavía —dijo por fin, con una sonrisa—. No estoy preocupado ahora.
—Bueno, yo lo estoy siempre. Pero eso ya lo sabe usted de sobra. —Era una mujer que, entre plato y plato, podía resultar graciosa con los codos en la mesa. Era una postura desconocida para la señora Newsome, pero de lo más llevadero para una femme du monde—. Y, sí… yo estoy preocupada «ahora».
—Usted me hizo una pregunta —replicó el hombre— la noche de la cena de Chad. Yo no respondí entonces y ha sido muy delicado de su parte no haber buscado las ocasiones para forzarme al respecto.
La mujer no había perdido el sentido de la perspicacia.
—Sé, desde luego, a qué se refiere. Yo le pregunté qué pretendía al decirme, cuando vino a verme, poco antes de marcharse, que usted me salvaría. Y usted dijo luego, en casa de nuestro amigo, que tendría que esperar para ver por sí mismo lo que pretendía.
—En efecto, yo le pedí tiempo —dijo Strether—. Y, tal como usted lo plantea, parece más bien una ridiculez.
—Oh —murmuró… llena de atenuantes. Entonces se le ocurrió algo más—. Si le parece ridículo, ¿por qué niega usted su preocupación?
—Ah, si la tuviera —replicó el hombre—, el problema no sería el miedo al ridículo. No lo temo.
—¿Qué teme usted?
—Nada… por ahora. —Y se arrellanó en la silla.
—Me encanta su «por ahora» —dijo ella, riéndose de él.
—Bueno, se me ocurre precisamente en este momento que la he protegido a usted durante bastante tiempo. Sé ya, en cualquier caso, lo que quise decir con mis palabras; y, a decir verdad, lo sabía la noche de la cena de Chad.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijo?
—Porque era difícil en aquel momento. Yo ya le había prestado un servicio entonces, en el sentido de lo que le había dicho cuando fui a verla; pero no estaba seguro de la importancia que pudiera tener.
La mujer estaba muy impaciente.
—¿Y ahora sí está seguro?
—Sí; y entiendo que, prácticamente, he hecho por usted, es decir, que había hecho por usted cuando me hizo la pregunta, todo cuanto está en mi mano. Y sé ahora —prosiguió— que la cuestión puede ir más allá de lo que pensaba. Lo que hice después de visitarla —explicó— fue escribir en seguida a la señora Newsome acerca de usted; espero que su respuesta me llegue uno de estos días. Es esta respuesta lo que me aclarará, según creo, el sentido de las consecuencias.
Hermoso y paciente fue el interés femenino.
—Entiendo… las consecuencias de haber intercedido por mí. —Y esperó, como si no le estuviera acicateando.
El hombre lo admitió continuando en seguida.
—La cuestión era cómo la salvaría yo. Bueno, lo intenté diciéndole a ella que la considero a usted digna de ser salvada.
—Comprendo… comprendo. —Y añadió con ansiedad—: ¿Cómo podría agradecérselo? —Como él no pudo decírselo, la mujer añadió—: ¿De veras piensa usted así?
La única respuesta del hombre fue, al principio, servirle de la bandeja que acababan de poner ante ellos.
—Le he escrito otra carta desde entonces… le despejé todas las dudas respecto de lo que yo pensaba. Se lo conté todo sobre usted.
—Gracias… no era para tanto. «Todo sobre» mí —añadió—, sí.
—Todo lo que a mi parecer —dijo Strether— ha hecho usted por él.
—Ah, pudo usted haber añadido todo lo que hay según mi parecer. —La mujer volvió a reír, mientras tomaba el cuchillo y el tenedor, como si le regocijasen aquellas puntualizaciones—. Pero usted no está seguro de cómo se lo tomará.
—No. Y no fingiré que lo estoy.
—Voilà. —Y dejó transcurrir unos momentos—. Me gustaría que me hablase de ella.
—Oh —dijo Strether con sonrisa ligeramente tirante—, lo único que necesita saber usted es que es una persona extraordinaria.
Mme. de Vionnet pareció tener algo que objetar.
—¿Es eso todo lo que necesito saber de ella?
Pero Strether hizo caso omiso de la pregunta.
—¿No ha hablado Chad con usted?
—¿De su madre? Sí, mucho… muchísimo. Pero no desde el punto de vista de usted.
—No puede —replicó nuestro amigo— haber dicho nada malo de ella.
—En absoluto. Me ha asegurado, como usted, que es verdaderamente extraordinaria. Pero que sea verdaderamente extraordinaria no parece que sea lo más apropiado para simplificar nuestro caso. Nada más lejos de mí —continuó— que buscar la posibilidad de decir nada contra ella; pero entiendo lo poco que tiene que gustarle que le digan que me debe nada. A ninguna mujer le gusta contraer obligaciones para con otra.
Era aquella una afirmación que Strether no podía contradecir.
—¿De qué otro modo, sin embargo, podía haberle manifestado lo que siento? Es lo primero que había que decir a propósito de usted.
—¿Quiere usted decir que me verá con buenos ojos?
—Es lo que espero para saber. Pero no me cabe la menor duda de que sería así —añadió— si pudiera verla a usted con tranquilidad.
Aquello pareció a la mujer una idea afortunada y fructífera.
—Oh, en tal caso, ¿no podría arreglarse? ¿Vendría ella? ¿Vendría si se lo pidiera usted? ¿Hay alguna posibilidad de que vaya usted? —dijo con ligero estremecimiento.
—Oh, no —respondió el hombre al instante—. Eso no. Sería como justificar su conducta de usted, puesto que es absurdo que sea usted quien haga la visita, que fuera yo primero.
Aquello hizo que la mujer adoptara un aire más preocupado.
—¿Lo cree usted?
—Oh, desde el principio, naturalmente.
—¡Quédese… quédese con nosotros! —exclamó ella entonces—. Es su única forma de estar seguro.
—¿Seguro de qué?
—Bueno, de que él no se desmorone. No vino usted a hacerle eso.
—¿No depende ello —replicó Strether al cabo de unos instantes— de lo que usted entienda por desmoronarse?
El silencio masculino, nuevamente, durante breves instantes, pareció señalar que el hombre comprendía.
—Da usted por supuestas cosas muy notables.
—Sí, las doy… en la medida en que no doy por supuestas las vulgares. Es usted totalmente capaz de comprender que usted no vino a hacer en modo alguno lo que tendría que hacer ahora.
—Ah, es tan sencillo —dijo Strether de buen humor—. Yo no tengo que hacer más que una cosa: plantearle nuestro caso a él. Planteárselo de la única forma en que puede hacerse: aquí, en su propio caldo, convenciéndole. Mi querida señora —prosiguió con claridad—, mi trabajo, como usted puede entender, ya ha terminado y mis razones para quedarme aquí siquiera un día más no son de las mejores. Chad conoce nuestro caso y afirma hacerle plena justicia. Lo que queda es asunto suyo. Yo ya he tenido mi descanso, mi diversión y mi entretenimiento; he pasado, como decimos en Woollett, una temporada encantadora. Y nada me ha parecido más encantador que esta afortunada velada con usted… en esta maravillosa situación que usted ha permitido tan deliciosamente. He saboreado un final feliz. Es lo que quería. Este visto bueno mío es lo que Chad esperaba y presumo que no le afecta en nada que esté dispuesto a irme.
La mujer negó con la cabeza y con delicada y profunda sabiduría.
—Usted no está dispuesto. Si lo está, ¿por qué escribió a la señora Newsome en el sentido que me ha dicho?
Strether pensó en aquello.
—No me iré sin tener noticias suyas. Le tiene usted demasiado miedo —añadió.
Motivó aquello un prolongado cruce de miradas que no arredró a ninguno de los dos.
—No me parece que hable usted en serio… creo que no tengo motivo alguno para temerla.
—Es una mujer de gran generosidad —afirmó Strether entonces.
—Bueno, en tal caso, deje que confíe un poco en mí. Es lo único que pido. Que se dé cuenta, a pesar de todo, de lo que he hecho.
—Ah, recuerde —replicó nuestro amigo— que no podrá darse cuenta sin haberlo visto. Deje que sea Chad quien vaya y le muestre su obra, y permítale suplicar por dicha obra y, en cierto modo, también por usted.
La mujer calculó la profundidad de la sugerencia.
—¿Me da usted su palabra de honor de que cuando lo tenga consigo no procurará casarlo por todos los medios?
Aquella pregunta hizo que su compañero volviese a pasear la mirada por el paisaje durante un rato; tras el cual, dijo sin brusquedad:
—Cuando vea por sí misma cómo es él…
Pero ella vino a interrumpirle.
—¿No querrá casarlo sin dilación en cuanto vea por sí misma cómo es él?
La actitud de Strether, la de manifestar una obligada deferencia por lo que ella decía, le permitió dedicarse unos momentos a la comida.
—Dudo que resulte con bien. No será fácil.
—Será fácil si él se queda aquí… y se quedará por el dinero. El dinero parece ser, a título de probabilidad, nauseabundamente cuantioso.
—Bueno —concluyó Strether entonces—, lo único que puede molestar a usted es que él se case.
La mujer lanzó una extraña carcajada cristalina.
—Dejemos a un lado lo que puede molestarle a él.
Pero su amigo la miró como si también hubiera pensado en aquello.
—Naturalmente, surgirá el problema del futuro que usted le ofrece.
La mujer se había echado hacia atrás, pero le miraba fijamente.
—Bueno, ¡pues que surja!
—La cuestión es que a Chad le conviene encarar el asunto. Su hostilidad al matrimonio pondrá de manifiesto el parecer de ella.
—Sí, si es hostil —dijo ella, aceptando la suposición—. Pero, por lo que a mí respecta —añadió—, lo interesante es lo que usted opina.
—Ah, yo no opino nada. No es asunto mío.
—Le pido mil perdones. Ocurre que, puesto que usted lo ha aceptado y se ha comprometido con él, se vuelve enormemente suyo. Usted no me salva, intuyo, por su interés en mí, sino por su interés en su amigo. Lo uno, que yo sepa, depende totalmente de lo otro. No puede usted no comprenderme —concluyó— porque, francamente, no puede usted dejar de comprenderle a él.
Extraña y hermosa era para él la tranquila y suave agudeza de la mujer. Lo que más le conmovía era que, en realidad, ella fuera tan profundamente seria. No tenía ninguna de sus formas portentosas, pero de todos modos el hombre nunca había estado en contacto, tal le pareció, con un espíritu cuyas más leves palpitaciones fueran tan pletóricas. La señora Newsome, Dios lo sabía, era seria; pero en sentido diferente. Y bien que lo comprendía.
—No —murmuró—, no puedo, honradamente, no comprenderle a él.
El rostro femenino se le antojó dotado de una exquisita luminosidad.
—¿Lo hará entonces?
—Lo haré.
En esto, la mujer echó la silla atrás y se puso en pie.
—¡Gracias! —dijo con la mano extendida hacia el otro lado, de la mesa y con no menos significado en las palabras que en los labios tras la cena de Chad. El alfiler de oro que la mujer había incrustado se hundió otro centímetro largo. Sin embargo, consideraba el hombre que no había hecho sino lo que se había propuesto en la misma ocasión. Mientras la esencia del asunto entraba en movimiento, él se había limitado a mantenerse firme en el lugar en que estaba.