De ningún modo iba a confesar al amigo aquella noche que apenas si sabía nada de ella, deficiencia que Waymarsh, a pesar de los recuerdos espoleados por el contacto, por las insinuaciones, preguntas y alusiones preclaras de la mujer, por la cena compartida a trío en el comedor del hotel y por otro paseo, al que tampoco faltó ella, por la ciudad para admirar la catedral a la luz de la luna; deficiencia, digo, o vacío que el ciudadano de Milrose, no obstante admitir que conocía a los Munster, se sintió incapaz de llenar. No recordaba absolutamente nada a la señorita Gostrey y dos o tres preguntas que ella le formuló acerca de determinados miembros de su círculo tuvieron, según observó Strether, el mismo efecto que él ya experimentara de manera más directa: el de parecer, en primera instancia, que todo conocimiento se ubicaba a la vera de aquella mujer tan original. A él le interesaba, es verdad, determinar los límites de la relación concebible que existía entre su amigo y ella, y lo que particularmente le sorprendió fue que dichos límites se juntaban en el lugar de procedencia de Waymarsh. Añadido esto a su sensación de haber ido un poco lejos con ella, concibió una imagen precoz de un itinerario más reducido. Se había apoderado de él una especie de certidumbre: la convicción de que Waymarsh fracasaría de plano, fuera cual fuese el nivel de intimidad alcanzado, en el intento de sacar partido de ella.
Habían entablado, tras los primeros plácemes cruzados entre los tres, una conversación de unos cinco minutos en el vestíbulo y luego, mientras la señorita Gostrey se alejaba, los dos hombres se habían trasladado al jardín. A su debido momento, Strether acompañó a su amigo a la habitación que le había encargado y que, antes de salir, había revisado con escrupulosidad; lugar donde, al cabo de otra media hora, hubo de dejarlo no menos discretamente. Al dejar su compañía fue derecho a su cuarto, pero con la particularidad, casi inmediata, de intuir que el ámbito de aquel aposento se resentía de su situación. Allí mismo tenía, ante sus propias narices, el primer resultado de sus relaciones. Un lugar que antes le había parecido generosamente grande ahora se le figuraba demasiado pequeño. Lo había esperado con algo que se habría entristecido, casi avergonzado, de no reconocer como emotividad, y no obstante con la suposición tácita, al propio tiempo, de que dicha emoción encontraría remedio en el acontecimiento mismo. Lo verdaderamente extraño era que su sentimiento había crecido; y fue este desasosiego —al que sin duda habría definido al instante con dificultad— el que lo condujo una vez más escaleras abajo para pasear sin rumbo durante unos minutos. Volvió a visitar el jardín; miró en el comedor, vio a la señorita Gostrey escribiendo unas cartas, salió, vagó de aquí para allá, se puso nervioso y se ocupó en matar el tiempo; pero antes de que acabara la noche iba a tener el más íntimo encuentro con su amigo.
Era ya tarde —no lo fue hasta que Strether hubo pasado una hora arriba con él— cuando el hilo discursivo de aquel asunto le permitió arribar a un dudoso descanso. La cena y el subsiguiente paseo a la luz de la luna —un sueño, por lo que a Strether respectaba, de efectos románticos más bien prosaicamente trocado en vulgar extravío de levitas— habían contribuido perceptiblemente y aquella conferencia de medianoche era el resultado de que Waymarsh hubiera encontrado-cuando estuvieron libres, según dijo, de la elegante amiga, el salón de fumadores no del todo de su gusto, pese a desear la cama todavía menos. Su expresión más frecuente era que se conocía a sí mismo y en la presente ocasión la aplicó a la certeza de no conciliar el sueño. Se conocía lo bastante bien para saber que se regalaría con una noche animada a menos que llegase, a modo de preámbulo, a sentirse tan cansado como quería. Si el esfuerzo encaminado a este fin implicaba, hasta una hora avanzada, la compañía de Strether —es decir, si consistía en la disposición de éste a una buena charla—, el caso es que flotaba una sensación de disciplina menor, por lo que respectaba a nuestro amigo, en la imagen que le ofrecía Waymarsh mientras permanecía sentado, en camisa y pantalón, en el borde de la cama. Con las largas piernas estiradas y las anchas espaldas excesivamente combadas, manoseándose alternativamente y durante un espacio de tiempo ya increíblemente duradero, los codos y la barba. Hacía que el visitante se sintiera tan extremada como casi deliberadamente incómodo; sin embargo, ¿qué había sido esto para Strether, desde que vislumbrara al desconcertado amigo en la entrada del hotel, sino la tónica dominante? Se trataba de una incomodidad en cierto modo contagiosa, así como, igualmente en cierto modo, inconsecuente y carente de fundamento; el visitante intuía que si no se hacía a ello —o él o Waymarsh—, representaría una amenaza para su preparada y ya confirmada conciencia de lo agradable. Cuando subieron juntos la primera vez a la habitación que Strether había elegido para Waymarsh, éste la había revisado en silencio con un suspiro que significaba para el amigo, si no el hábito de la desaprobación, sí al menos la desesperación de la frase oportuna; aquella mirada había sido para Strether como la clave de gran parte de lo que había observado desde entonces. «Europa», se había puesto a conjeturar a partir de tales cosas; había, pues, como si dijéramos fracasado en la entrega de sus mensajes; no había sintonizado el otro con éstos y, al cabo de tres meses, casi había renunciado ya a toda esperanza.
En realidad daba la sensación de insistir en ello con sólo permanecer allí apoltronado con la luz de gas en los ojos. Esto por sí solo conducía la futilidad de la simple rectificación a un fracaso multiforme. Por sí solo y sin saber cómo. Tenía una cabeza grande y hermosa y un semblante ancho, cetrino y arrugado: un conjunto fisonómico chocante, significativo, cuya parte superior, la frente despejada y elegante, el cabello espeso y suelto, los ojos oscuros y fuliginosos, llegaba a recordar una generación cuyo corte se había apartado enormemente de la impresionante imagen, conocida gracias a grabados y bustos, de ciertos eminentes héroes nacionales de la primera mitad del siglo XX. Pertenecía al tipo de personalidad —y esto formaba parte de la energía y esperanzas que Strether había encontrado en él en los viejos tiempos— de los políticos norteamericanos, esos políticos propios de las «salas de Congreso» de antaño. En los últimos tiempos había corrido la especie de que, como la parte inferior de su rostro, que era endeble y un tanto torcida, afeaba la homogeneidad, se había dejado crecer la barba para ocultarla, tal vez afeando más las cosas para los que estaban en el secreto. Gustaba de sacudir la melena; hipnotizaba, con sus ojos admirables, al que le escuchaba u observaba; no usaba gafas y tenía una forma, en parte magnífica, sin embargo también en parte irritante, como de representante a elector, muy intensa de mirar a cuantos se le aproximaban. Saludaba como si el otro hubiera llamado a la puerta y él dispusiera de todos los movimientos. Strether, que no lo había visto durante una temporada, lo apreciaba en aquel momento con cierta virginidad de tacto, y es posible que no le hubiera hecho tanta justicia ideal como en aquella ocasión. La cabeza era mayor, los ojos más nobles de lo preciso en su profesión; aunque aquello, a fin de cuentas, sólo venía a significar que la profesión era expresiva por sí misma. Y lo que expresaba en aquel dormitorio con luz de gas de Chester, a medianoche, era que su objetivo, al cabo de los años, apenas había escapado, mediante una fuga oportuna, al derrumbe general. No obstante, tamaña prueba evidente de su vida intensa, según se entendía en Milrose la vida intensa, habría configurado, en la imaginación de Strether, una especie de elemento en que Waymarsh, con sólo proponérselo, habría flotado con facilidad. Pero, ahí, nada recordaba menos la flotación que la rigidez con que, en el borde de la cama, afirmaba su postura de prolongado deseo de permanencia. Sugería a su camarada algo que siempre, cuando lo afrontaba, llegaba a irritarle: la imagen de una persona acomodada en un vagón de tren e inclinada hacia delante. Representaba la óptica desde la que el pobre Waymarsh iba a sufrir la ordalia de Europa.
Gracias a las tensiones laborales, los compromisos de la profesión, la absorción y las preocupaciones de ambos, ni siquiera habían gozado de un día libre para hablar con intimidad durante los cinco años aproximadamente que habían transcurrido antes de la repentina ruptura de relaciones que casi podía considerarse desconcertante intervalo de comparativo sosiego; hecho que, en cierta medida, explicaba el hincapié con que Strether realzaba casi todas las facciones de su amigo. Las que había perdido de vista desde el primer momento las había recuperado; aquellas otras que no había podido olvidar le chocaban ahora como si conformaran, recompuestas y expectantes, una especie de altanero retrato de familia en la puerta de su casa. La habitación era estrecha a pesar de su longitud y el amigo de Strether tenía tan estirados los pies con calcetines que casi se veía obligado a sortearlos en los constantes movimientos nerviosos que hacía sin despegarse de la silla. Había denotaciones compartidas a propósito de temas de los que hablar y temas de los que no, y uno del segundo grupo, en particular, resaltaba como trazo de tiza en una pizarra. Casado a los treinta años, Waymarsh no vivía con su mujer desde hacía quince y, al resplandor de la luz de gas que mediaba entre ambos, estaba claro como el agua que Strether no iba a preguntar por ella. Sabía que seguían separados y que ella vivía en hoteles, viajaba por Europa, se maquillaba y escribía al marido insultantes epístolas, de ninguna de las cuales, por cierto, privábase la víctima de una atenta lectura; no obstante, respetaba sin dificultades el frío crepúsculo que se había cernido sobre aquella faceta de la vida de su compañero. Era una provincia existencial en donde imperaba el misterio y respecto de la cual Waymarsh aún no había enunciado la menor palabra informativa. Strether, que deseaba para su amigo cumplida justicia doquiera que pudiese, admirábale sobremanera a causa de la dignidad de su reserva y hasta calificaba ésta como una de las bases —bases comprobadas y numeradas todas— para catalogarlo, en el escalafón de la amistad, como un triunfador. Waymarsh era un triunfador a pesar del exceso de trabajo, del abatimiento, del apocamiento manifiesto, de las cartas de su mujer y de su nula afición por Europa. Strether habría estimado menos inútil su propio trabajo si hubiera podido convertirlo en algo tan hermoso como un silencio de tamaña elegancia. Separarse de la señora Waymarsh, era, qué cabe duda, empresa fácil; y, ciertamente, valía la pena pagar con la propia intimidad el estipendio del ideal para ocultar, con semejante actitud, la mofa de haber sido abandonado por ella. El marido había contenido la lengua y obtenido sobrado beneficio; felices resultados por los que Strether le envidiaba en particular. También nuestro amigo había vivido una circunstancia que callar y que valoraba en mucho; pero se trataba de un asunto de estofa distinta y la cifra del beneficio que había alcanzado no había sido suficientemente elevada para mirar a nadie a la cara.
—Por lo que se me alcanza, no sé para qué lo necesitas. No pareces morirte de ganas por hablar de ello. —Era de Europa de lo que Waymarsh se había decidido a hablar por fin.
—Bueno —dijo Strether, procurando llevar la delantera al máximo—. Me parece que no me muero de ganas ahora que he empezado. Pero tuve que soltar bastante el freno antes de comenzar.
Waymarsh le dedicó una de sus miradas tristes.
—¿No has recuperado aún la normalidad habitual?
Aquello no fue expresamente escéptico, pero en cierto modo era como una súplica que pedía la veracidad más absoluta y que, en proporción, se le antojó a nuestro amigo, con la mismísima voz de Milrose. Hacía tiempo que había establecido una distinción imaginaria —aunque nunca, a decir verdad, hablase atrevido a revelarla— entre la voz de Milrose y la voz de Woollett. Era la primera, según creía, la que estaba más en la verdadera tradición. Había habido ocasiones en su vida en que el sonido de dicha voz lo había sumido en momentánea confusión y, sin saber cómo, por lo que fuese, las presentes circunstancias adoptaron esas mismas características. Y no era cuestión, ni mucho menos, de que aquella precisa confusión le obligase otra vez a buscar evasivas.
—Esas palabras hacen poca justicia a un hombre que tanto se ha beneficiado de verte.
Waymarsh clavó en el trípode y la jofaina la muda e indiferente mirada con que una Milrose personificada, por así decir, habría acusado lo inesperado de un cumplido de Woollett; y Strether, por su lado, se sintió una vez más como un Woollett personificado.
—Quiero decir —prosiguió entonces su amigo— que tu aspecto no es tan malo como otras veces; puede compararse ventajosamente con lo que era la última vez que lo aprecié.
Los ojos de Waymarsh, sin embargo, se negaban a enfocar el aspecto mencionado; era como si obedecieran a un instinto de apropiación; por ello, se produjo un efecto más sensible cuando, sin abandonar la contemplación de la palangana y el jarro, añadió:
—Has engordado un poco desde entonces.
—Me temo que sí —dijo Strether riendo—; se engorda con todo lo que se ingiere y yo he ingerido, me atrevería a decir, más de lo que permite mi capacidad natural. Estaba agotado cuando embarqué.
Aquello sonó con rara nota de buen humor.
—Yo quedé agotado —replicó el compañero— al llegar; ha sido esta persecución del descanso lo que me ha dejado sin fuerzas. La cuestión, Strether, y es un alivio tenerte aquí para que lo oigas, aunque no sé, a fin de cuentas, qué es lo que realmente esperaba, tal y como dije a cuantos me encontraba en el viaje… la cuestión, digo, es que un país como éste no es en modo alguno mi estilo de país. No hay un solo país de cuantos he visto hasta el momento que encaje en mi estilo. Bueno, no niego que no haya muchos lugares preciosos y con notables antigüedades; pero el problema radica en que yo no parezco estar a tono con ninguno. Esta es una de las razones, digo yo, por las que he sacado tan poco provecho. No he sentido el menor rastro de la exaltación que era propenso a esperar. —Con aquellas palabras no hizo sino aumentar la seriedad—. ¿Sabes? Tengo ganas de marcharme.
Sus ojos estaban ya totalmente fijos en los de Strether, pues se trataba de uno de esos hombres que miran cara a cara a los demás cuando hablan de sí mismos. Aquel detalle facultó al amigo para mirarle con intensidad y aparecer inmediatamente ante sí mismo, al hacer aquello, en una posición eminentemente ventajosa.
—Un comentario muy ocurrente para espetarlo a un paisano que se ha desplazado con el fin de reunirse contigo.
Nada más elegante en aquel momento que el aire sombrío de Waymarsh.
—¿Has venido adrede?
—En buena medida sí.
—Por tu forma de decírmelo por carta, pensaba que había algo más.
Strether vaciló.
—¿Algo más que mi deseo de reunirme contigo?
—Algo más que tu abatimiento.
Strether, con sonrisa amortiguada por cierto reconocimiento, cabeceó.
—Hay mil motivos para ello.
—¿Ninguno en especial que haya sido tu principal motor?
Nuestro amigo pudo responder por fin concienzudamente.
—Sí. Uno. Hay un asunto que tiene mucho que ver con mi venida.
Waymarsh esperó un poco.
—¿Es demasiado íntimo para revelarlo?
—No, no es demasiado íntimo… para ti. Sólo que es bastante complicado.
—Pues muy bien —dijo Waymarsh, que había estado aguardando nuevamente—. Es posible que este lugar me haga perder los estribos, pero no sé que me haya ocurrido todavía.
—Oh, acabaré contándotelo todo. Pero no esta noche.
Waymarsh pareció ponerse más rígido y hundir más los codos.
—¿Por qué no… ya que no puedo dormir?
—Mi querido amigo, porque yo sí puedo.
—¿Dónde está tu abatimiento, entonces?
—Precisamente en eso: en que puedo interponer ocho horas —a lo que añadió que si Waymarsh no se lo «ganaba» era porque no se iba a la cama; resultado de lo cual fue, según el orden de las cosas, que, para no resultar injusto, el segundo dejó que su amigo insistiera en que debía meterse en el lecho. Strether, con un poco de mano coercitiva, le ayudó en la consumación de los procedimientos y volvió a encontrar el papel que le correspondía en aquella relación, propiciamente prolongado por las intrascendentes minucias de reducir el gas de la lámpara y comprobar el suministro de mantas. En cierto sentido le proporcionó la satisfacción de que Waymarsh, que parecía anormalmente grande y negro en la cama, se sintiera tan cuidado como el paciente de un hospital y, con las frazadas hasta la barbilla, igual de simplificado por ello. Se quedó un rato por vaga caridad, en resumidas cuentas, mientras el amigo le provocaba desde el lecho.
—¿De veras está loca por ti? ¿Es eso lo que hay detrás?
Strether sintió un dejo de desasosiego en el sentido tomado de la imaginación del compañero, pero optó por jugar un tanto al desconcierto.
—¿Detrás de mi venida?
—Detrás de tu abatimiento o lo que sea. Ya sabes que es un secreto a voces que va detrás de ti.
El candor de Strether nunca había tenido largo alcance.
—Oh, no me digas que se te ha ocurrido pensar que huyo materialmente de la señora Newsome.
—Bueno, yo sólo parto de lo que eres. Y eres un hombre muy atractivo, Strether. Ya has visto por ti mismo —dijo Waymarsh— el impacto que has causado a la señora de ahí abajo. A menos, claro está-se detuvo como para producir un efecto entre lo irónico y lo nervioso que seas tú el que anda tras ella. ¿Está aquí la señora Newsome? —Hablaba de ella con una especie de pavor cómico.
Aquello, aunque más bien brevemente, hizo sonreír a su amigo.
—No, muchacho; está a salvo, gracias a Dios, y esto lo siento cada vez con mayor sinceridad, en su casa. Pensaba venir, pero se echó atrás. En cierto modo, yo he venido en su lugar; y vine, ya que tocamos este asunto, pues no anda desencaminada tu inferencia, por negocios de ella. De modo que, como puedes ver, hay muchos puntos de contacto.
Waymarsh prosiguió para averiguar todo lo que hubiera.
—¿Incluidos los que atañen a la conexión especial a que me he referido?
Strether dio otro paseo por la habitación, dio un toque a la manta de su compañero y acabó por llegarse a la puerta. Sus emociones eran las de la enfermera que se ha ganado un descanso tras haberlo hecho todo ordenadamente.
—Incluidas más cosas de las que puedo pensar en este momento tan poco sólido. Pero no temas: te daré cumplida cuenta de ellas; seguramente te encontrarás con más de las que puedes admitir. Si seguimos viéndonos, te agradeceré infinitamente la opinión que me des respecto de unas cuantas.
La apercepción de Waymarsh del tributo ofrecido fue notoriamente indirecta:
—¿Quieres decir que no crees que vayamos a seguir viéndonos?
—Me limito a no descuidar el peligro —dijo Strether con paternalismo—, porque cuando oí las ganas que tenías de volver me pareció verte abierto a tal posibilidad de locura.
Waymarsh encajó aquello —mudo durante unos instantes— como un niño crecido al que se desaira.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
Era la misma pregunta que Strether había formulado a la señorita Gostrey y se preguntó si habría producido la misma impresión en ella. Pero él, por lo menos, podía ser más concreto.
—Voy a llevarte a Londres.
—Vamos, si ya he estado en Londres —se quejó Waymarsh con dulzura—. Strether, allí no hago ninguna falta.
—Bueno —dijo Strether de buen humor—, me parece que puedes hacerme falta a mí.
—O sea que tengo que ir.
—Oh, aún tendrás que ir a más sitios.
—Bueno —suspiró Waymarsh—, haz lo que te plazca. Aunque ¿te importaría decirme antes de llevarme donde sea…?
Nuestro amigo había vuelto a quedar abstraído, tanto por diversión como por arrepentimiento, en la pesquisa de si se habría conducido de aquella manera en su sesión vespertina de atrevimiento; hasta tal punto que por un instante hubo de perder el hilo de la conversación.
—¿Decirte…?
—Vaya, pues lo que te traes entre manos. Strether vaciló.
—Bueno, se trata de un asunto tal que, por más que yo quisiera, no podría ocultarte.
Waymarsh lo escrutó sombríamente.
—¿Y qué significa eso, pues, sino que tu viaje es a causa de ella?
—¿A causa de la señora Newsome? Oh, ya te he dicho que sí. En gran medida.
—Entonces, ¿por qué dices además que es a causa mía? Strether, lleno de impaciencia, trasteó bruscamente la cerradura.
—Es muy sencillo. Es a causa de ambos.
Waymarsh se volvió al cabo con un quejido.
—Bueno, no seré yo quien te case.
—Ni yo a ti tampoco, llegado el caso.
Pero Strether ya se había alejado con una carcajada.