En la segunda página de Los embajadores hay una frase que posee, en apariencia, un aura de sencillez poco habitual. Lambert Strether, que ha llegado a Chester tras desembarcar en Liverpool y al que le preocupa saber cuál será para él la «nota» de Europa, admite que esa nota ya incluye «un sentimiento de libertad personal como no lo había experimentado durante años». A partir de ahí, la novela intentará explorar lo que esa libertad puede significar para Strether y para quienes lo rodean, poniendo de manifiesto sus límites y su alcance, al tiempo que plasma su complejidad e ironía. Los embajadores operará mediante detalladas notas de sensualidad el delicado palpitar de una conciencia refinada, pero también empleará tonos que resultan cómicos y subversivos. Se servirá de París para representar la libertad frente a la restricción que simboliza un lugar llamado Woollett, en Massachusetts. Sin embargo, James se asegurará de que esta relación, que en la superficie parece ser simplemente entre opuestos, gane en matices y se cargue con la densidad de las acuciantes necesidades humanas y de extrañas traiciones, lealtades e incertidumbres.

Strether, en palabras de R. P. Blackmur, es «un hombre de mundo sin mundo». La novela tratará de hacerle vislumbrar el viejo mundo que podría llegar a poseer; el libro le tentará con él, pero su narrativa continuará siendo, pese al «sentimiento de libertad» de Strether, extrañamente insegura respecto al valor absoluto de este mundo que ve y degusta; siempre precaria, receptiva y curiosa respecto a la posibilidad de que alguien tan inteligente e introspectivo como Strether logre resistirse a su destino. Girará principalmente en torno a la poética y la política del deber; situando la inocencia de la búsqueda tardía de realización personal de Strether frente a la futilidad de dicha búsqueda y sus consecuencias. Sugerirá, de hecho, que esa búsqueda puede no suponer más que la destrucción, o el crepúsculo, de la misma imaginación que sintió en un principio la necesidad de emprenderla. A menudo se verá, o se dejará entrever, que esa necesidad es pura ilusión; el talento de James radica en lograr que esa imaginación que sintió en un principio la necesidad de emprenderla. A menudo se verá, o se dejará entrever, que esa necesidad es pura ilusión; el talento de James radica en lograr que esa ilusión sea gloriosa, absorbente, plena de sustancia, más cercana a veces a la realidad que el conjunto de hechos inapelables o de sordas exigencias que se ciernen sobre el libro.

En el primer capítulo del libro segundo, James permite que Strether exponga su historia, su papel y su función como embajador que representa los intereses de Woollett. Strether mantiene un diálogo con María Gostrey, cuyo rol en el libro es casi idéntico al de Ralph Touchett en Retrato de una dama o al de Fanny Assingham en La copa dorada. Es una especie de «novelista dentro de la novela», que aparecerá y desaparecerá, y experimentará el mismo interés que un lector ideal por el desenlace de la historia y el destino del protagonista. En su conversación con Gostrey, Strether evita ser abiertamente desleal con su lugar de origen o con quienes lo han enviado en su misión, en particular la señora Newsome, la madre de Chad, el heredero del negocio familiar que ha permanecido en París en contra de los deseos de su madre, y que se encuentra en las garras de una mujer que no parece ser demasiado virtuosa.

Pese a su falta de deslealtad, Strether utiliza en ocasiones un tono tan solemne al referirse a la señora Newsome y a quienes la rodean que es blanco fácil de burlas, entre otros de María Gostrey, pero también, por ende, del propio Strether.

Al darle al pueblo de Massachusetts donde vive la señora Newsome el casi cómico nombre de Woollett, al llamar Jim Pocock a su yerno y Mamie Pocock a la hermana de este, que pretende casarse con Chad, al negarse a revelar el nombre del artículo que los Newsome producen en su fábrica, lo que nos hace suponer que se trata de algo cómico y vulgar, Henry James permite que Strether se sitúe a cierta distancia del Woollett que él mismo representa.

Sin embargo, Strether ha de mantener la compostura ostensiblemente mientras le explica las cosas a Gostrey. Ella se siente con derecho a preguntar: «¿Quién narices es Jim Pocock?» sabiendo que el mero hecho de hacerlo implica que Jim, visto no desde Woollett sino desde París, es un don nadie, o menos aún. Por otra parte, cuando Strether dice que Chad Newsome, a quien ha venido a rescatar, «ha ensombrecido la admirable vida» de su madre y «la tiene medio muerta de dolor», habla con «seriedad». Y cuando María Gostrey pregunta si la vida de la señora Newsome es «muy admirable», Strether simplemente responde: «Extraordinariamente». El lector tiene derecho a sentir aquí que Strether dice lo que piensa de veras, que esta libertad recién alcanzada de pronto le ha decepcionado, y que la seriedad de su tono y la naturaleza de su respeto hacia la señora Newsome se verán desde este momento sometidas a una enorme presión.

Si el «sentimiento de libertad personal» es algo que Strether no ha experimentado en años, entonces el lector puede sentir que el obstáculo para esta libertad ha sido la propia y muy admirable señora Newsome que, como se deduce de esta conversación, no solo ha enviado a Strether en una misión de rescate de Chad, su hijo errante, sino que lo está manteniendo mientras él edita un diario intelectual, «su homenaje al ideal», en Woollett. Además, si su misión en París concluye con éxito, la admirable matrona le hará el favor de casarse con él.

La idea que contiene Los embajadores de otorgar cierta nobleza a Inglaterra y Francia, de tratarlas como lugares de belleza y poder, capaces de transformar un alma sensible, complacía a James. Como también era para James fuente no solo de placer sino también de satisfacción conseguir que Estados Unidos resultase disparatadamente rico, con tan solo elegir nombres ridículos para estadounidenses de postín como Jim y Mamie Pocock, o al hacer que la austera admiración por la señora Newsome fuese tan solemne que acabase pareciendo ridícula.

Pero James, como artista, desconfiaba mucho de lo que le proporcionaba placer, e incluso satisfacción. En su propia compleja sensibilidad tenía cabida una ambigüedad hacia la mayoría de las cosas, que se reflejaba en la sutileza con la que se acercaba a los personajes y sus acciones y escenarios, y lo llevaba a incluir muchas subcláusulas con matices al escribir una frase. Nada era para él simple.

Según algunos de quienes lo conocieron, pareció disfrutar mucho de su vida en Inglaterra, y en su libro The American Scene, publicado en 1907, cuatro años después de Los embajadores, escribió con cierta intensidad sobre las cosas que no le gustaban de Estados Unidos. Pero mientras escribía The American Scene le confesó al novelista estadounidense Hamlin Garland: «Si volviese a nacer, sería americano. Me impregnaría de América, no pisaría otra tierra. Estudiaría su cara hermosa. La mezcla de Europa y América que llevo dentro ha resultado ser desastrosa. Me ha convertido en un hombre que no es ni americano ni europeo. He perdido el contacto con mi propia gente y vivo aquí solo. Mis vecinos son agradables, pero no tienen mi misma sangre más que remotamente».

Pese a ello, estudió en profundidad Inglaterra y Francia y las disfrutó enormemente. En 1872, antes de llegar a la treintena, escribió un ensayo sobre Chester, donde tres décadas más tarde situaría el inicio de Los embajadores. «Rebosa de ese delicioso elemento de lo sinuoso, lo accidental, lo imprevisto, que para unos ojos americanos, acostumbrados a nuestras eternas líneas y ángulos rectos, es la característica más llamativa del paisaje metropolitano europeo. Un americano que pasea por las calles de Chester se encuentra frente a una completa celebración de la sinuosidad.» Casi habría parecido natural que James trasladase a su protagonista desde allí a un lugar aún más gloriosamente sinuoso: París. El primer recuerdo de James, según decía, era de más de un año, y también pasó un tiempo allí durante sus viajes en 1872.

En noviembre de 1875 volvió a la ciudad para vivir en el número 29 de la rué de Luxembourg. Como ha escrito Peter Brooks en Henry James goes to París: «Hablaba y escribía en francés perfectamente y había leído a autores franceses desde pequeño […] Fue probablemente el París de Balzac, mucho más que cualquier otra cosa, lo que arrastró a James al extranjero. Era como uno de esos jóvenes ambiciosos de Balzac que llegan a París desde provincias para abrirse camino hasta el poder por medio de su pluma». Desde su nueva dirección, James escribió a su padre: «Creo que dirías que me va bien: un pequeño y acogedor troisième orientado hacia el este, dos dormitorios, un salón, una antecámara y una cocina. Muebles limpios y bonitos, una casa irreprochable y una joya de portier, que me atiende». Durante su estancia, que duró un año, James conoció a Flaubert, Turguénev, Maupassant y Zola; también al pintor ruso Paul Zhukovski. Aunque uno de los biógrafos de James afirma que Zhukovski fue su amante, Peter Brooks está en lo cierto cuando dice que las pruebas «son realmente inexistentes».

Sin embargo, lo importante, especialmente para los lectores de Los embajadores, es la manera en que James describió a Zhukovski a su familia en Boston. A su hermano William le contó cómo lo conoció en casa de madame de Nikolái Turguénev, un lugar que describió como «de virtud más que bostoniana, literalmente. Son un oasis de pureza y bondad en mitad de esta Babilonia parisina». En su carta escribió que el padre de Zhukovski había sido tutor del zar y añadió «para que veas que no amo por debajo de mi posición». A su hermana Alice escribió a propósito de Zhukovski: «por quien siento un gran cariño, es muy de mi agrado y nos hemos jurado amistad eterna». Más adelante, cuando pasó unos días en Nápoles con Zhukovski, que por aquel entonces mantenía relación con Wagner y su séquito (Zhukovski pintó los decorados para la producción original de Parsifal), James escribió sobre los modales y las costumbres de sus compañías a Grace Norton en Boston: «Son lo más opuesto que pueda existir a los de Cambridge, pero para describirlos tendría que extenderme demasiado».

«Que James estuvo “enamorado” de Zhukovski en París en 1876», ha escrito Peter Brooks, «parece bastante claro». Lo que también está claro es que escribió a su familia en Boston con el suficiente afecto y franqueza sobre su amigo como para suponer que no tenía nada que ocultarles. Por otra parte, su tono permitió a la familia James leer entre líneas y dar cuenta de que, fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, Henry James estaba disfrutando de esa «Babilonia parisina» mucho más de lo que cabría esperar de un ciudadano de Cambridge, Massachusetts. Durante la estancia de su familia en París en 1956, cuando James tenía trece años, su madre empezó a sentir una gran antipatía por la ciudad que su hijo terminaría amando. Las cartas que le escribió cuando comenzaron sus viajes siendo un joven adulto dejan claro que era el favorito de sus cinco hijos y que no tenía intención de separarse de él. Anhelaba, escribió, «cubrirte con el manto del cariño familiar y acogerte entre mis brazos con ternura. Me parece, querido Harry, que tu vida necesita este elemento suculento y nutritivo más de lo que tú mismo crees». Como la señora Newsome, sabía lo que le convenía a su hijo: «Solo conozco una cosa que resolvería el problema y armonizaría los elementos discordantes en tu vida. En mi opinión, querido Harry, podrías ser el marido más cariñoso, adorable y feliz. Desearía sentir en ti una predisposición favorable hacia la divina institución del matrimonio».

A medida que James se hizo mayor y perdió contacto con Estados Unidos y renunció a la divina institución del matrimonio, Boston llegaba a él por medio de su hermano William, quien, tras leer La copa dorada, la tercera de las novelas que publicó a principios del siglo XX, le escribió quejándose del «método de narración mediante la elaboración interminable de sugerentes referencias» y trató de que su hermano volviese a casa, es decir, que escribiese en un estilo más sencillo: «¿No podrías, para darle gusto a tu hermano, sentarte y escribir otro libro con una trama sin ocasos ni estancamientos, con una mayor energía y decisión en la acción, sin esgrima dialéctica ni comentarios psicológicos y con un estilo completamente directo?».

Por lo que se ve, William quería que su hermano escribiese el tipo de novela que sería bien recibida en Woollett, una novela de la que Jim Pocock pudiese disfrutar, en caso de que la leyese, o que Waymarsh, el amigo americano de Strether, franco y simpático, recomendaría. Henrv contestó a William de manera fulminante: «Parece que das por supuesto que la vida y los elementos que conforman su esencia se alejan de la felicidad si carecen de una analogía imposible con la vida de Cambridge».

Así pues, Los embajadores trataba temas —como la separación entre Nueva Inglaterra y su hijo errante— muy queridos para Henry James, que le interesaban profundamente. Sus Cuadernos de notas dejan claro que una de las semillas del libro fue el comentario que hizo al llegar a París William Dean Howells, que había vivido en Boston casi toda su vida, sobre que uno debería «vivir lo máximo posible», dando a entender que él no lo había hecho y se arrepentía. Pero el suelo en el que la semilla germinó no se menciona en los Cuadernos, no había necesidad de reflejarlo allí puesto que era algo que acompañó a James durante toda su vida.

De joven en París, en 1875, era, para su familia, una versión de Chad. Era el hijo que no quería volver a casa, que parecía estar viviendo una vida de una disposición moral bien distinta de la de los ciudadanos de Cambridge. Algunas de sus cartas debieron de resultar como mínimo alarmantes para su abnegada madre, quizá también para el resto de la familia, que se movía en un círculo compacto de bostonianos viejos de lo más serios y respetables. El entorno de Zhukovski, como ha escrito León Edel, «abrió ventanas a Henry […] de forma que moviéndose entre ellos y entre sus compatriotas, y teniendo cierto trato con los franceses, el visitante transatlántico se encontró a sí mismo dejando atrás algunas de las rigideces de Cambridge, tomándose la vida con algo más de relajo, entregándose a los sencillos placeres de la vida festiva».

Mientras escribía el libro, en la vida real James estaba viviendo en su paraíso. No había vuelto a su propia versión de Woollett, a su propia versión de la señora Newsome. Se había mantenido a distancia. Estaba solo en Lamb House con sus sirvientes y con ocasionales visitas. En tres años escribió Los embajadores, Las alas de la paloma, La copa dorada, así como una antología de historias y una monografía en dos volúmenes sobre el pintor William Wetmore Story. El consejo que Strether le da al pequeño Bilham en un jardín en París («Viva al máximo; es un error no hacerlo») debió de haber tenido una resonancia especial para James, un punto de remordimiento personal, pero también de satisfacción por haber llegado a ser capaz de representarse a sí mismo y su difícil situación con esa implacable objetividad.

La riqueza y la fuerza dinámica de Los embajadores provienen del control que James ejerce sobre la estructura, el tono y la forma, al que llegó por tener que enfrentarse a algo que era incapaz de controlar, algo en su propia conciencia que le producía un profundo desasosiego en relación a su exilio y su acceso a la mediana edad, y sobre la idea de una vida de voluptuosidad frente a la vivida según las antiguas reglas.

A pesar de hacer uso de material que le resultaba cercano y que le interesaba profundamente, Chad y Strether en Los embajadores no eran simple autobiografía. James les impuso tanto a uno como a otro límites que él mismo, por sus propios motivos, no reconocía para sí. Los convirtió en versiones disimuladas de un yo imaginado o recordado. Muchos años después de su estancia en París, les relató a Hugh Walpole y Edmund Gosse un hecho acaecido tres décadas antes. Gosse escribió: «Recordaba estar de pie sobre el pavimento de una ciudad, al atardecer, y mirar hacia arriba a través de una calle envuelta en niebla, buscando y buscando el resplandor de una lámpara en el tercer piso. La lámpara se apagó y las lágrimas apenas le dejaban ver lo que había tras ella, el rostro inalcanzable. Permaneció allí durante horas, calado por la lluvia, sintiendo cómo figuras fantasmales lo rozaban al pasar, y en ningún momento llegó a ver el rostro tras la lámpara».

Esta imagen de una figura en la calle, mirando hacia arriba a un balcón del tercer piso pasó en Los embajadores del atardecer a la luz del día. Aunque en la novela era una escena con mucha carga, le faltaba el intenso drama romántico de la escena real que James relató. Aun así, se trataba de un momento fundamental de la novela, con una fuerza extraña, casi erótica, pero la escena también daba a entender lo abierto y curioso que se había vuelto Strether una vez lejos de Woollett. Durante largo rato miró a la figura masculina que permanecía en el balcón. Después cruzó la calle, habló con el portero y ascendió las escaleras. Lo que allí encontró —el apartamento de Chad y al pequeño Bilham, amigo íntimo de este— lo fascinó y lo lanzó a una peripecia hasta convertirse en embajador de algo más grande y más abierto que Woollett, con sus burdas imposiciones y su limitado horizonte.

El método de James en estas novelas tardías pasaba por encontrar una historia aparentemente simple y crear después, dentro de sus confines, una densidad y complejidad ficcionales, de forma que la fuerza de la novela surgiese a partir de insinuaciones, alusiones y ambigüedades. Aunque su hermano pensase que la acción en estas novelas carecía de firmeza, estaban estructuradas con gran habilidad dramática. Transcurrían a ratos velozmente, y conseguían una y otra vez defraudar o jugar con las expectativas del lector. James utilizaba los escenarios, los encuentros entre personajes o los momentos de mayor lucidez con la fuerza de un maestro dramaturgo.

Al construir el libro a partir del esbozo inicial, quizá le habría resultado fácil crear a un Strether siempre distraído e incompetente, una especie de Hamlet de mediana edad y de Woollett; que Chad fuese testarudo o fácilmente corrupto; que madame de Vionnet fuese una cazafortunas o una francesa de moral relajada, y que la gente de Woollett llegase a resultar cómica por sus exigencias y su estrechez de mente.

James estuvo cerca de ceder en este último punto, y sus motivos tenía. No podía aplicar a Jim y Sarah Pocock el mismo grado de sutileza y exquisita ambivalencia que al resto de los personajes. Al crear a Chad, tal y como lo ve Strether, y también Maria Gostrey, actuó con delicada picardía y fina sobriedad. Así, en el primer encuentro, cuando Chad llega al palco en el teatro y permite que Strether, Gostrey y el lector lo estudien en silencio en la penumbra, es una figura que se desenvuelve con soltura en este mundo, un joven americano que ha sufrido una gran transformación, que aquí se revela como espiritual y formal a partes casi iguales. Strether, al reconocer el cambio y valorar la conexión entre el espíritu y el estilo, se distancia de las certezas de Woollett hacia un territorio distinto, pero no permanecerá siempre en él; a lo largo del libro seguirá abierto a mutaciones y cambios.

De esta forma, tanto Chad como él, con su falta de solidez y su apertura, estiraron la idea misma del personaje de ficción. «A un hombre se le trataba como lo que era», pensó Strether cuando conoció a Chad en París, «no se le podía tratar como si fuera otro». Pero tratar con ambos fue la tarea a la que James se enfrentó.

La propia idea de fluidez, de inasibilidad, inspiraba tanto a Strether como a James, pero a la vez lo desasosegaba. James quiso construir a Strether como una rara combinación: a veces hace preguntas vulgares, cuyo tono proviene directamente de Woollett, y otras se torna susceptible a las extrañas duplicidades que tienen lugar a su alrededor.

Esa primera noche, después de conocer a Chad y de notar el cambio que se había producido en él, Strether no vaciló, como habría podido hacer en manos de un novelista menos capaz. Se recompuso. «He venido, bien lo sabes, para que rompas con todo», le dijo en cuanto estuvieron a solas, «ni más ni menos, y vuelvas derecho a casa; de modo que harás bien en considerarlo inmediata y favorablemente». El tono es aquí formal, directo, como sucede en otras ocasiones en que Strether siente que debe dejar claro lo que piensa. Pero James tenía otros planes en cuanto al tono, de la misma forma en que un pintor delinea con gran realismo el centro del lienzo, dibujando cada cosa con precisión matemática, para después trazar un espléndido cielo o un exquisito paisaje alrededor.

En el primer capítulo del libro quinto, James vuelve a un mundo muy importante en su memoria. Se trata del París de su juventud, cargado de recuerdos. Ya en Londres, en 1876, disfrutó de una rica vida social, pero no se rodeó de artistas o bohemios. En su Londres no estaba Paul Zhukovski ni nadie que se le pareciese. Por eso, al describir el jardín del artista Gloriani, está tratando con una parte de su pasado que le era muy querida porque la había perdido. Gloriani también aparecía en su novela Roderick Hudson, ambientada en Roma y publicada casi treinta años antes. El jardín de Gloriani en París era claramente el jardín del pintor Whistler que James había visitado en 1875. Ahora podía situar en él tanto a Chad como a Strether, y a María Gostrey y madame de Vionnet. Strether podía intuir «nombres en el aire, fantasmas en las ventanas, señales e indicios, toda una gama de expresiones a su alrededor, demasiado densa para distinguirlas en seguida». Con toda seguridad James era consciente de que uno de esos fantasmas en las ventanas era él mismo de joven.

Cuando Strether conoce allí a madame de Vionnet, a James le habría resultado fácil hacer que ella fuera exótica, extraordinaria; sin embargo, dentro de su plan ningún personaje en la ficción evolucionaría según un designio, sino de acuerdo a una dinámica. Strether siente, por encima de cualquier otra cosa, la «común humanidad» de madame de Vionnet, su naturalidad. Esto significa que ahora tendrá que tomarla seriamente en consideración y también que correrá más riesgo que nunca de malinterpretarla, tanto a ella como, en realidad, todo lo que la rodea.

«A las claras se estaba introduciendo en una atmósfera extraña y pisando un terreno que no era de los más firmes», escribió James. Lo que buscaba Strether era experiencia, era el jugoso sabor de la vida. Al no buscar sabiduría, encontró en su lugar conocimiento, y no supo qué hacer con él. Estaba preparado para darse cuenta de las cosas, y quería darse cuenta de más. A medida que se fue alejando lentamente de las rigideces de su pasado, descubrió, como Isabel Archer en Retrato de una dama, que su única arma era la inocencia, una inocencia que se fue volviendo más refinada con el transcurso de la novela, una inocencia que no le servía de nada en este viejo mundo en el que se había aventurado.

James representó esta idea de la inocencia y su contrario plasmando el conflicto entre ellos en una de las mejores escenas de toda su obra.

Desde el principio de su carrera, supo apreciar la fuerza de la escena de toma de conciencia, el momento en que un tercero ve a dos personas juntas y algo en sus actitudes, en sus miradas, en el aura que transmiten, le hace darse cuenta de que existe algún tipo de duplicidad en su comportamiento. El conocimiento va emergiendo de forma gradual, sutil y discreta, en silencio, y, una vez que se alcanza, es más completo que si todo se hubiese explicado explícitamente o si el autor lo hubiese expresado claramente en un párrafo. Ya antes en Los embajadores había utilizado este truco, pero invirtiéndolo, al permitir que Strether y Gostrey observasen a Chad en silencio y lo supiesen así todo sobre él. Cerca del final de la novela, James lo vuelve a utilizar con un efecto devastador cuando Strether, que sigue en busca de sensaciones, toma un tren al azar desde París con la intención de conocer la campiña francesa.

En ocho páginas, James logra hacer que la escena surja con todo lujo de detalles conmovedores y que Strether reaccione a ella con elegancia y refinamiento. Pero en James cosas así siempre son premonitorias del drama presente en las relaciones humanas, y lo que Strether ve en ese lugar apartado —las dos personas que aparecen en el agua frente a él y la inequívoca relación que existe entre ellas— tiene la misma fuerza que la escena, cerca del final de Retrato de una dama, en la que Isabel entra en la habitación y se encuentra a madame Merle de pie junto al fuego y a Osmond, el marido de Isabel, sentado. «La postura de ambos, sus mutuas y absortas miradas, le resultaron a Isabel un tanto clandestinas.» De la misma forma, en la escena de Los embajadores, el hecho de que Strether sepa darse cuenta de cuál es la situación acaba por empañar su inocencia. Su esfuerzo, escribe James, había sido inútil. Pero, como de costumbre, las consecuencias de la pérdida en las novelas tardías de James no son evidentes. No debería sorprendernos que el pasaje no termine con la derrota de Strether sino con un nuevo resquicio para su imaginación: «Pues había acabado por figurarse maravillas sin cuento».