Cuando Cynthia despertó, la casa estaba tan silenciosa que pensó que debía de ser sábado.
Ojalá hubiera sido así.
Si alguna vez había necesitado que fuera sábado, que fuera cualquier día menos un día de escuela, era ése precisamente. Tenía el estómago revuelto y la cabeza le pesaba como un bloque de cemento: le costaba un gran esfuerzo mantenerla sobre los hombros.
Por todos los santos, ¿qué demonios había en la papelera al lado de la cama? Ni siquiera recordaba haber vomitado la noche anterior, pero si hacía falta alguna evidencia, allí estaba.
Tenía que solucionar eso en primer lugar, antes de que sus padres entraran en la habitación. Cynthia se puso en pie, se tambaleó un poco, cogió la papelera de plástico con una mano y entreabrió la puerta con la otra. No había nadie en el pasillo, así que pasó por delante de las puertas abiertas de la habitación de su hermano y de sus padres, y se deslizó en el baño, cerrando el pestillo tras ella.
Vació la papelera en el lavabo, la limpió en la bañera y se miró con cara de sueño en el espejo. «Así que ése era el aspecto que tenía una chica de catorce años cuando se emborrachaba», pensó.
No era una visión muy agradable. Apenas recordaba lo que le había hecho beber Vince el día antes, algo que había cogido de su casa: un par de latas de cerveza, vodka, ginebra y una botella abierta de vino. Ella había prometido llevar ron de su padre, pero al final no se había atrevido.
Algo la inquietaba. Algo relacionado con las habitaciones.
Cynthia se lavó la cara con agua fría y se secó con una toalla. Después respiró hondo e intentó recobrar la compostura por si su madre la estaba esperando al otro lado de la puerta.
Pero no estaba allí.
Cynthia volvió a su dormitorio, cuyas paredes estaban cubiertas de pósteres de Kiss y otros grupos satánicos que ponían de los nervios a sus padres, mientras sentía la moqueta bajo los dedos de sus pies. Mientras caminaba, echó un vistazo a la habitación de su hermano y luego a la de sus padres. Las camas estaban hechas. Su madre no solía subir a hacerlas hasta media mañana (Todd nunca se hacía la suya, y su madre no le obligaba), pero ahí estaban, como si nadie hubiera dormido en ellas.
Cynthia sintió una oleada de pánico. ¿Se había levantado demasiado tarde para llegar a la escuela? ¿Qué hora era?
Desde donde ella se encontraba podía ver el despertador de Todd en su mesita de noche. Sólo eran las ocho menos diez; disponía de media hora antes de tener que salir de casa para llegar a la escuela a primera hora.
La casa estaba en calma.
Normalmente, a esa hora solía oír a sus padres abajo en la cocina. Incluso aunque no hablaran entre ellos, lo que sucedía a menudo, se escuchaban los ruidos sordos de la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse, la espátula rascando el fondo de la sartén, el agua cayendo sobre los platos en la pila, alguien, normalmente su padre, pasando las páginas del periódico de la mañana, gruñendo por alguna noticia que le irritaba.
Qué extraño.
Entró en su habitación y cerró la puerta. Se dijo a sí misma que debía arreglarse; bajar a desayunar como si nada hubiera sucedido; como si no hubiera habido un intercambio de gritos la noche anterior, como si su padre no la hubiera sacado del coche de su novio, bastante mayor que ella, y la hubiese arrastrado a casa.
Observó el libro de texto de matemáticas de noveno curso que se hallaba sobre la libreta, encima de su escritorio. Sólo había logrado resolver la mitad de los ejercicios antes de salir la noche anterior, cuando se engañó diciéndose a sí misma que si se levantaba pronto podría acabarlos por la mañana.
A aquella hora de la mañana Todd solía estar haciendo ruido. Entraba y salía del baño, ponía Led Zeppelin en la cadena de música, gritaba por las escaleras preguntándole a su madre dónde estaban sus pantalones o eructaba ante la puerta de Cynthia.
No recordaba que él hubiera dicho nada acerca de ir al colegio más pronto, pero ¿por qué iba a contárselo precisamente a ella? No iban juntos muy a menudo. Para él, su hermana era una pringada de noveno curso, aunque ella estaba dando lo mejor de sí para meterse en tantos líos como él. Ya vería cuando le contara que se había emborrachado de verdad por primera vez. O mejor no: seguramente él se chivaría cuando cayera en desgracia y necesitara marcarse un punto.
Muy bien; así que quizá Todd se había ido más pronto a la escuela, pero ¿dónde estaban sus padres?
Tal vez su padre se había marchado en uno de sus viajes de negocios antes de que saliera el sol. Siempre estaba de viaje; era imposible seguirle la pista. ¡Qué lástima que no hubiera estado fuera la noche anterior!
Y su madre… puede que hubiera llevado a Todd a la escuela o algo así.
Cynthia se vistió; se puso unos tejanos y un jersey, y se maquilló lo suficiente para no tener un aspecto desastroso, pero con cuidado de no excederse.
Al llegar a la cocina, se quedó allí de pie.
No había cajas de galletas encima de la mesa, ni zumo, ni café en la cafetera. No había platos, ni pan en la tostadora ni tazas. Ni un bol con restos de leche y cereales deshechos en el fondo. La cocina tenía exactamente el mismo aspecto que la noche antes, cuando su madre la limpió después de cenar.
Cynthia miró a su alrededor en busca de una nota. Su madre siempre dejaba una cuando tenía que salir, incluso cuando estaba enfadada. Una nota siempre larga para decir: «El día es todo tuyo» o «Hazte unos huevos; tengo que llevar a Todd», o simplemente «Volveré después». Si estaba muy enfadada, en lugar de firmar: «Con cariño, mamá», escribía: «C. Mamá».
Pero no había ninguna nota.
Cynthia se armó de valor y gritó:
—¿Mamá?
Su propia voz le sonó de pronto extraña, quizá porque había algo en ella que no quería reconocer.
Al no recibir respuesta, volvió a gritar:
—¿Papá?
De nuevo, nada.
Supuso que aquello era su castigo. Había hecho enfadar a sus padres, los había decepcionado, y ahora ellos iban a actuar como si ella no existiera. La táctica del silencio, a escala nuclear.
Muy bien, podría soportarlo. Así evitaba un enfrentamiento a primera hora de la mañana.
Cynthia no creía que pudiera meterse nada en el estómago para desayunar, así que cogió los libros de la escuela y salió por la puerta.
El Journal Courier, enrollado con una goma de plástico, estaba en el escalón de la entrada.
Cynthia lo apartó de una patada, sin siquiera pensar en ello, y enfiló hacia el camino de entrada, que estaba vacío (no pudo ver ni el Dodge de su padre ni el Ford Escort de su madre), en dirección al instituto Milford South. Quizá si lograba encontrar a su hermano podría descubrir qué estaba ocurriendo, y saber exactamente en qué lío se había metido.
Uno muy gordo, imaginó.
Se había saltado el toque de queda, que estipulaba que debía estar en casa a las ocho. Era una noche entre semana, para empezar, y además aquella tarde la señorita Asphodel había llamado para decir que si no se esforzaba con sus tareas de inglés, no iba a aprobar. Cynthia les dijo a sus padres que se iba a casa de Pam a hacer los deberes y que ésta la iba a ayudar a ponerse al día con el inglés, aunque fuera una estúpida y total pérdida de tiempo.
—Muy bien; pero aun así tienes que estar en casa a las ocho.
—¡Vamos! —dijo ella—. No tendré tiempo ni de hacer un ejercicio. ¿Es que quieres que suspenda? ¿Es eso lo que quieres?
—A las ocho —replicó su padre—. Ni un minuto más.
«Bueno, eso ya lo veremos», pensó ella. Llegaría a casa cuando llegara.
A las ocho y cuarto aún no había regresado; su madre llamó a casa de Pam.
—Hola, soy Patricia Bigge, la madre de Cynthia. ¿Podría hablar con ella, por favor?
—¿Cómo dices? —fue la respuesta de la madre de Pam.
No sólo Cynthia no estaba allí, sino que ni siquiera Pam estaba en casa.
Fue entonces cuando el padre de Cynthia cogió su desvencijado sombrero Fedora que llevaba a todas partes, se subió al Dodge y empezó a conducir por todo el vecindario, buscándola. Sospechaba que debía de estar con aquel Vince Fleming, el chico de diecisiete años de undécimo curso que tenía carné de conducir y llevaba un Mustang de 1970 rojo y oxidado. A Clayton y Patricia Bigge no les gustaba demasiado: chico duro, familia con problemas… sin duda una mala influencia. En una ocasión Cynthia había oído cómo sus padres hablaban del padre de Vince y decían que era un tipo peligroso o algo así, pero pensó que no eran más que habladurías.
Fue un golpe de suerte que su padre viera el coche en el punto más alejado del aparcamiento del centro comercial Connecticut, en Post Road, no muy lejos de los teatros. El Mustang estaba aparcado en batería, con las ruedas traseras tocando el bordillo, y su padre aparcó frente a él, bloqueando la salida. Cynthia supo que era su padre en el mismo instante en que vio el Fedora.
—¡Mierda! —exclamó.
Por suerte no había aparecido dos minutos antes, cuando se estaban enrollando después de que Vincent le enseñara su nueva navaja de muelle. Sólo había que presionar un pequeño botón y… ¡zas! Aparecían quince centímetros de acero. Vincent la había sujetado sobre su regazo, moviéndola de un lado a otro y con una sonrisa de oreja a oreja, como si se tratara de otra cosa y no de una navaja. Cynthia la agarró, rasgó el aire frente a ella y soltó una risita tonta.
—Cuidado —dijo Vince con cautela—. Puedes hacer mucho daño con una de éstas.
Clayton Bigge se dirigió directamente a la puerta del acompañante y la abrió de par en par. Ésta crujió sobre sus bisagras oxidadas.
—Eh, colega, ve con cuidado —dijo Vince, ya sin la navaja en la mano pero sí con una botella de cerveza, lo cual era casi igual de malo.
—Yo no soy tu colega —replicó Clayton mientras cogía a su hija del brazo y la arrastraba hasta su propio coche—. Por Dios, ¡apestas! —le espetó.
A ella le hubiera gustado morirse en aquel preciso momento.
No le miró ni le dijo nada, ni siquiera cuando él empezó a soltarle el rollo de que últimamente no daba más que problemas, de que si no sentaba la cabeza iba a joderse la vida, de que no sabía qué era lo que él había hecho mal, que sólo había querido que creciera feliz y bla bla bla; y ¡por Dios!, incluso cabreado seguía conduciendo como si estuviera pasando el examen de conducir, sin sobrepasar el límite de velocidad, poniendo siempre los intermitentes… El tío era increíble.
Cuando tomaron el camino de entrada de la casa, ella salió del coche antes de que estuviera aparcado; dejó la puerta abierta, se dirigió adentro a grandes zancadas, tratando de andar en línea recta, y se encontró a su madre, que parecía más preocupada que enfadada:
—¡Cynthia! ¿Dónde…?
Ella pasó a su lado como una apisonadora y subió a su habitación. Desde abajo su padre le gritó:
—Tú, ¡baja ahora mismo! ¡Tenemos que hablar!
—¡Ojalá estuvieras muerto! —le chilló ella, y cerró dando un portazo.
Eso era todo lo que pudo recordar de camino a la escuela. El resto de la noche aún estaba un poco confusa.
Recordaba haberse sentado en la cama, mareada y demasiado cansada para sentirse avergonzada. Decidió echarse, imaginando que podría dormir la mona hasta la mañana siguiente, unas diez horas después.
Muchas cosas podían pasar antes de que llegara la mañana.
Durante un instante, mientras entraba y salía del sueño, le pareció oír a alguien en su puerta. Como si hubiera una persona dudando al otro lado.
Más tarde le pareció volver a oírlo.
¿Se levantó a ver quién era? ¿Intentó siquiera levantarse de la cama? No podía recordarlo.
Y ahora casi estaba llegando a la escuela.
El caso es que sentía remordimientos. Se había saltado prácticamente todas las normas en una sola noche, empezando con la mentira de que iba a casa de Pam. Era su mejor amiga; se pasaba la vida en su casa y dormía allí prácticamente todos los fines de semana. A su madre le gustaba, tal vez incluso confiaba en ella, pensó Cynthia. Creía que metiendo a su amiga por medio conseguiría algo más de tiempo, que su madre no se daría tanta prisa en llamar a la madre de Pam. No le había servido de mucho.
Y si sus faltas hubieran terminado ahí… Se había saltado el toque de queda y se había ido a un aparcamiento con un chico. Un chico de diecisiete años. Un chico del que decían que había roto las ventanas de la escuela el año antes y que se había dado una vuelta con un coche robado a un vecino.
Sus padres no estaban mal… la mayor parte del tiempo. Sobre todo su madre. Su padre… mierda, ni siquiera él estaba del todo mal cuando se encontraba en casa.
Quizá sí que hubieran llevado a Todd a la escuela. Si aquel día tenía prácticas, y llegaba tarde, su madre debía de haberle acercado, y después habría decidido ir a hacer la compra. O a casa de Howard Johnson a tomarse un café; lo hacía de vez en cuando.
Así pues, la primera parte de la historia era un desastre. La segunda parte, las matemáticas, fue incluso peor. No podía concentrarse; aún le dolía la cabeza.
—¿Cómo has resuelto estos problemas? —le preguntó el profesor.
Ella ni siquiera le miró.
Justo antes del almuerzo Cynthia vio a Pam, que le soltó:
—Por Dios, si vas a decirle a tu madre que estás en mi casa, ¿podrías hacer el puto favor de avisarme? ¡Así yo podría decirle algo a mi madre!
—Lo siento —se disculpó Cynthia—. ¿Se enfadó mucho?
—Pues claro —respondió Pam.
Durante el almuerzo Cynthia se escapó del comedor, se dirigió a la cabina y llamó a su casa. Le diría a su madre que lo sentía. Que lo sentía mucho. Y luego le preguntaría si podía volver a casa porque se encontraba muy mal. Su madre la cuidaría; no podría estar enfadada con ella si se encontraba mal. Le prepararía una sopa.
Tras dejarlo sonar quince veces, Cynthia desistió; luego pensó que quizás había marcado mal. Volvió a intentarlo sin éxito. No tenía el número del trabajo de su padre; pasaba tanto tiempo de viaje que era poco probable encontrarle allí.
Estaba charlando con unos amigos frente a la puerta de la escuela cuando apareció Vince Fleming con su Mustang.
—Siento toda la mierda de anoche —dijo—. Por cierto, tu padre es la bomba.
—Sí, bueno… —replicó Cynthia.
—¿Qué pasó cuando te fuiste a casa? —preguntó Vince.
Por la manera en que lo preguntó, parecía que supiera algo. Cynthia se encogió de hombros y sacudió la cabeza; no quería hablar de ello.
—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Vince.
—¿Qué? —contestó Cynthia.
—¿Está enfermo?
Nadie en la escuela había visto a Todd. Vince le explicó que había ido a preguntarle si Cynthia se había metido en un buen lío o si estaba castigada; esperaba que quisiera salir con él el viernes o el sábado por la noche. Su amigo Kyle iba a conseguirle algunas birras y podían ir a aquel lugar, en lo alto de la colina, y sentarse un rato en el coche y mirar las estrellas, ¿no?
Cynthia corrió hacia su casa. No le pidió a Vince que la llevara, pese a que estaba justo ahí. No dijo en secretaría que se marchaba más pronto. Corrió todo el camino, sin dejar de pensar: «Por favor, que esté su coche; por favor, que esté su coche».
Pero cuando giró en la esquina de Pumpkin Delight con Hickory y su casa de dos plantas quedó a la vista, no vio el Escort amarillo. El coche de su madre no estaba allí. Llamó a su madre de todos modos en cuanto entró, con el poco aliento que le quedaba. Y luego a su hermano.
Empezó a temblar, pero se obligó a sí misma a parar.
No tenía sentido. No importaba lo enfadados que pudieran estar sus padres con ella; no le harían eso, ¿verdad? ¿Irse sin más? ¿Largarse sin decirle nada? ¿Y llevarse a Todd con ellos?
Aunque se sentía estúpida haciendo aquello, Cynthia llamó al timbre de sus vecinos, los Jamison. Seguro que había una explicación para todo aquello, algo que había olvidado, una cita con el dentista, algo, y en cualquier momento su madre aparecería en el camino de entrada. Cynthia se sentiría como una completa idiota, pero al menos todo estaría bien.
Empezó a soltar incoherencias en cuanto la señora Jamison abrió la puerta: que cuando se había levantado no había nadie en casa y que luego había ido a la escuela y que Todd no estaba allí y que su madre todavía no…
—Tranquila, todo va bien —la intentó calmar la señora Jamison—. Seguro que tu madre está de compras.
Luego acompañó a Cynthia a su casa y echó un vistazo al periódico que nadie había recogido todavía. Juntas miraron en el piso de arriba y en el de abajo, y en el garaje de nuevo y en el jardín trasero.
—La verdad es que es extraño —reconoció la señora Jamison.
No sabía muy bien qué pensar, así que, con alguna reticencia, llamó a la policía de Milford.
Enseguida llegó un oficial, que en un principio no pareció preocuparse en absoluto. Pero pronto llegaron más agentes y más coches, y al anochecer, el lugar estaba lleno de policías. Cynthia les oyó dar la descripción de los coches de sus padres al hospital Milford. La policía recorría la calle de arriba abajo; llamaba a las puertas, hacía preguntas.
—¿Estás segura de que no tenían previsto ir a algún sitio? —preguntó un hombre que se identificó como detective y que no llevaba uniforme como el resto de los policías.
Se llamaba Findley, o Finlay.
¿Creía que ella iba a olvidar algo así? ¿Que de repente diría: «Oh, sí, ¡ahora me acuerdo! ¡Han ido a visitar a la hermana de mi madre, la tía Tess!»?
—Por lo que se ve —dijo el detective— no parece que tus padres y tu hermano hicieran las maletas para irse a ninguna parte. Su ropa está todavía aquí, y las maletas, en el sótano.
Hubo muchas preguntas. ¿Cuándo había visto a sus padres por última vez? ¿A qué hora se había ido a la cama? ¿Quién era el chico con el que estaba? Ella intentó explicárselo todo al detective, incluso admitió que había discutido con sus padres (aunque no puntualizó hasta qué punto), que se había emborrachado y que les había dicho que ojalá se murieran.
El detective parecía un buen tipo, pero no hacía las preguntas que Cynthia habría esperado. ¿Por qué habían desaparecido sus padres y su hermano? ¿Dónde habían ido? ¿Por qué no la habían llevado con ellos?
De pronto, en un ataque de pánico, empezó a revolver la cocina: levantó y tiró por los aires los salvamanteles, movió la tostadora, miró debajo de las sillas, intentó mirar en el hueco entre la cocina y la pared, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—¿Qué ocurre, guapa? —le preguntó el detective—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Dónde está la nota? —inquirió Cynthia con ojos suplicantes—. Tiene que haber una nota; mi madre nunca se va sin dejar una.