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—Sé que no le enviaste a Tess el dinero por correo —dije finalmente—. No aparecía en su buzón con un sello. Y tampoco lo enviaste a través de ninguna empresa de mensajería. Ella encontraba un sobre con dinero en su coche, y luego otro metido dentro del periódico.

Clayton hizo como si no me hubiera oído.

—Así que si no lo mandaste por correo y no lo dejaste tú mismo —continué—, debía de haber alguien que lo hacía por ti.

Clayton permaneció impasible. Cerró los ojos y reclinó la cabeza sobre el reposacabezas, como si estuviera durmiendo. Pero no me lo creí.

—Sé que me estás escuchando —afirmé.

—Estoy muy cansado —respondió—. Normalmente suelo dormir por la noche, ¿sabes? Déjame un rato tranquilo, para que pueda echar una cabezadita.

—Tengo una pregunta más —insistí. Él siguió con los ojos cerrados, pero me di cuenta de que movía la boca, nervioso—. Háblame de Connie Gormley.

Abrió los ojos de golpe, como si le hubiera golpeado con una fusta. Intentó recuperar la compostura.

—No me suena ese nombre —dijo finalmente.

—Veamos si puedo ayudarte —proseguí—. Era de Sharon, tenía veintisiete años, trabajaba en un Dunkin’ Donuts, y una noche, hace veintiséis años, un viernes, caminaba por el arcén de la carretera cerca del puente Cornwall, debía de ser por la nacional 7, cuando un coche la golpeó. Pero no se trató exactamente de un atropello. En realidad ya estaba muerta antes, y el accidente fue sólo un simulacro. Como si alguien quisiera que pareciera un accidente; algo bastante siniestro, ¿no te parece?

Clayton miró por la ventana para que no pudiera verle el rostro.

—Fue otro de tus deslices, como la lista de la compra y la factura de teléfono —aventuré—. Recortaste del periódico ese artículo sobre la pesca con mosca, pero en la esquina estaba esta historia sobre el accidente. Habría sido fácil dejarla fuera, pero no lo hiciste, y no me explico por qué.

Nos acercábamos a la frontera entre Nueva York y Massachusetts, en dirección este, esperando que el sol apareciera en el horizonte.

—¿La conocías? —le pregunté—. ¿La conociste mientras viajabas por el país en busca de trabajo?

—No seas ridículo —replicó Clayton.

—¿Una pariente? ¿De Enid? Cuando le mencioné el nombre a Cynthia, no le sonaba de nada.

—No tenía por qué —dijo Clayton tranquilamente.

—¿Fuiste tú? —pregunté—. ¿La mataste, y luego la golpeaste con el coche, la llevaste hasta el arcén y la dejaste allí?

—No —replicó.

—Porque si fue eso lo que ocurrió, quizá sea éste el momento de dejar definitivamente las cosas claras. Esta noche has reconocido muchas cosas. Una doble vida. Que ayudaste a encubrir el asesinato de tu mujer y tu hijo. Que has protegido a una mujer que, por lo que dices, es una demente. Pero no me quieres contar por qué estabas interesado en la muerte de una mujer llamada Connie Gormley, y no quieres explicarme cómo le hacías llegar el dinero a Tess para ayudarle a pagar la educación de Cynthia.

Clayton no dijo nada.

—¿Están todas estas cosas relacionadas entre sí? —inquirí—. ¿Están conectadas de alguna forma? No es posible que usaras a esa mujer como mensajera para entregar el dinero. Estaba muerta años antes de que empezaran los pagos.

Clayton bebió un poco de agua, devolvió la botella al reposavasos que había entre los asientos y cruzó las manos encima de las piernas.

—¿Y si te dijera que nada de eso es relevante? —dijo—. ¿Y si reconociera que sí, que tus preguntas son interesantes, que hay algunas cosas que todavía no sabes, pero que en el esquema general en realidad no son tan importantes?

—Una mujer inocente es asesinada, luego un coche la golpea y la abandonan en la cuneta, ¿y crees que no es importante? ¿Crees que eso es lo que pensó su familia? El otro día hablé con su hermano por teléfono.

Las pobladas cejas de Clayton se elevaron un milímetro.

—Sus padres, los dos, fallecieron en los dos años siguientes a la muerte de Connie. Es como si hubieran renunciado a la vida. Era la única forma de terminar con su sufrimiento.

Clayton sacudió la cabeza.

—¿Y tú dices que no es importante? Clayton, ¿mataste a esa mujer?

—No —respondió.

—¿Sabes quién lo hizo?

Clayton se limitó a sacudir de nuevo la cabeza.

—¿Enid? —pregunté—. Un año después fue a Connecticut a matar a Patricia y a Todd. ¿Había ido antes para matar también a Connie Gromley?

Clayton siguió negando con la cabeza, y finalmente habló.

—Ya se han destrozado demasiadas vidas. No tiene sentido arruinar ninguna más. Así que no tengo nada más que decir sobre eso.

Y entonces cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a que saliera el sol.

Yo no quería perder tiempo parándonos a desayunar, pero me preocupaba el estado de debilidad de Clayton. Una vez amaneció y el coche se llenó de luz, vi cuánto había empeorado su aspecto desde que habíamos abandonado el hospital. Hacía horas que estaba sin la intravenosa y sin dormir.

—Parece que necesites algo —dije.

Estábamos atravesando Winsted, donde en una curva la autopista 8 pasaba de tener dos carriles a tener cuatro. A partir de entonces iríamos aún más rápido, en el último tramo del trayecto hacia Milford. En Winsted había varios establecimientos de comida rápida, así que sugerí que fuéramos a uno de esos en los que no hace falta bajar del coche y pidiéramos un McMuffin o algo así.

Clayton asintió débilmente.

—Podría comerme el huevo. No creo que pueda tragarme el pan.

—Háblame de ella —me pidió Clayton mientras nos poníamos en la cola de coches.

—¿Qué?

—Háblame de Cynthia. No la he visto desde esa noche. Hace veinticinco años que no la veo.

La verdad es que no sabía qué pensar de Clayton. En algunos momentos me daba lástima, por la horrible vida que había llevado, el sufrimiento que había tenido que soportar viviendo con Enid, la tragedia de perder a sus seres más queridos.

Pero en realidad, ¿quién era el culpable? Clayton se lo había buscado él sólito. Había tomado libremente sus propias decisiones. Y no sólo la de ayudar a Enid a encubrir su monstruoso crimen, y la de abandonar a Cynthia y dejar que se pasara toda su vida adulta preguntándose qué le había pasado a su familia. Antes de eso ya había elegido. Podría haberse enfrentado a Enid, haber insistido en lo del divorcio o haber llamado a la policía cuando ella empezó a volverse violenta. Hacer que la detuvieran. Algo.

Podría haberla abandonado, dejarle una nota: «Querida Enid: me largo. Clayton».

Al menos habría sido más honesto.

No parecía buscar mi compasión al preguntarme por su hija, mi mujer; pero había algo en su voz, una especie de tono de «pobre de mí. Hace dos décadas y media que no la veo. Qué desgracia la mía».

«Los espejos retrovisores están para algo, compañero —pensé para mí—. Colócalo bien y echa un vistazo: hay un tipo que ha tenido que cargar con gran parte de la carga resultante de toda la mierda que ha ocurrido desde 1983».

Pero en lugar de eso, dije:

—Es maravillosa.

Clayton aguardó a que continuara.

—Cyn es lo más maravilloso que me ha pasado en la vida —expliqué—. La quiero más de lo que podrías imaginarte. Y desde que la conozco, ha tenido que enfrentarse a lo que le hicisteis Enid y tú. Piensa en ello: te levantas una mañana y tu familia ha desaparecido. Los coches no están. No queda ni un alma. —Noté cómo me empezaba a hervir la sangre y agarré el volante con más fuerza, furioso—. ¿Te haces una jodida idea? ¿Puedes? ¿Qué se suponía que tenía que pensar? ¿Que estabais todos muertos? ¿Que un asesino en serie psicópata había pasado por la ciudad y os había matado a todos? ¿O que esa noche los tres habíais decidido largaros y empezar una nueva vida en otro lugar, una nueva vida que no la incluía a ella?

Clayton estaba aturdido.

—¿Eso es lo que pensó?

—¡Pensó un millón de cosas! Joder, ¡la abandonasteis! ¿No lo entiendes? ¿No podías haberte puesto en contacto con ella de alguna manera? ¿Una carta? ¿Explicarle que su familia había tenido un destino trágico, pero que la querían? ¿Que no la habían abandonado una noche de mierda?

Clayton bajó la vista. Le temblaban las manos.

—Claro, hiciste un trato con Enid: Cynthia conservaría la vida si accedías a no verla nunca más y a no ponerte en contacto con ella. Así que tal vez siga viva porque tú decidiste pasar el resto de tu vida con un monstruo. Pero ¿crees que eso te convierte en un jodido héroe? No eres un jodido héroe. Quizá si te hubieras comportado como un hombre desde el principio, toda esta mierda se habría evitado.

Clayton se ocultó el rostro con las manos y se apoyó en la puerta.

—Déjame hacerte una pregunta —continué, repentinamente tranquilo—. ¿Qué clase de hombre se queda con una mujer que ha matado a su propio hijo? ¿Puede llamarse «hombre» a alguien así? Si hubiera sido yo, creo que me habría suicidado.

Ya estábamos frente a la ventana de los pedidos. Le alargué algo de dinero al hombre y agarré una bolsa con un par de McMuffins con huevos, patatas y aros de cebolla, y dos cafés. Me dirigí al parking, aparqué en un sitio libre, metí la mano en la bolsa y lancé un bocadillo sobre el regazo de Clayton.

—Toma —le espeté—. Esto es para ti.

Necesitaba tomar el aire y estirar un poco las piernas. Además quería volver a llamar a casa, por si acaso. Me saqué el móvil de la chaqueta, lo abrí y miré la pantalla.

—¡Mierda! —exclamé.

Tenía un mensaje. Tenía un maldito mensaje en el buzón de voz. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no había oído el teléfono?

Tenía que haber sido después de que dejáramos atrás Mass Pike, cuando íbamos hacia el sur de Lee, en aquel largo tramo de curvas de la carretera. La cobertura allí era malísima. Alguien debía de haberme llamado y al no poder hablar conmigo, había dejado un mensaje.

Esto era lo que decía:

«Hola, Terry, soy yo». Cynthia. «He intentado llamarte a casa, y ahora lo pruebo en el móvil. Por Dios, ¿dónde estás? Mira, he estado pensando en volver a casa, creo que deberíamos hablar. Pero ha pasado algo, algo completamente increíble. Estábamos en un motel, y les he preguntado si podía usar su ordenador. Quería ver si encontraba algún artículo antiguo, cualquier cosa, y he consultado mi correo y había otro mensaje de esa dirección, la de la fecha, ¿sabes? Y esta vez había un número de teléfono, así que me he dicho, qué demonios. Y he llamado, Terry, y no vas a creerte lo que ha pasado. Ha sido increíble. Es mi hermano. Mi hermano Todd. Terry, no me lo puedo creer. ¡He hablado con él! Ya lo sé, ya lo sé, vas a pensar que se trata de algún pirado, un chalado. Pero me ha dicho que era el hombre del centro comercial, el hombre que yo creía que era mi hermano. ¡Yo tenía razón! ¡Era Todd! Lo sabía, Terry».

Me sentía mareado.

El mensaje continuaba:

«Algo en su voz me dijo que era él. Pude reconocer a mi padre en su voz. Así que Wedmore estaba equivocada: los de la cantera debían de ser otra madre y su hijo. Ya sé que aún no tenemos los resultados de mis pruebas, pero esto me confirma que fue otra cosa la que pasó aquella noche; quizás hubo una confusión. Todd me dijo que lo sentía, que no había podido admitir quién era en el centro comercial, que sentía lo de la llamada y el correo electrónico, que no había nada que perdonarme pero que me lo puede explicar todo. Estaba deseando quedar conmigo, explicarme dónde ha estado todos estos años. Es como un sueño, Terry, me siento como si estuviera soñando, como si esto no pudiera estar pasando, volver a ver a Todd. Le pregunté por mi madre, por mi padre, pero me dijo que me lo contaría todo cuando nos viéramos. No sabes cómo me gustaría que estuvieras aquí, siempre he deseado que estuvieras a mi lado si ocurría algo así. Pero confío en que lo entiendas. No puedo esperar, tengo que ir ahora mismo. Llámame cuando escuches esto. Grace y yo nos dirigimos a Winsted ahora para verle. Oh, Dios, Terry, es un milagro».