El matrimonio se basó en una mentira.
El primer matrimonio, explicó Clayton. Bueno, y el segundo también. No tardaría en llegar a eso. Nos quedaba un largo camino hasta Connecticut, tiempo suficiente para contarlo todo.
Pero primero me habló de su matrimonio con Enid, una chica a la que había conocido en el instituto en Tonawanda, un barrio de Buffalo. Luego fue a la Universidad de Canisius, fundada por los jesuitas, donde estudió económicas y algo de filosofía y religión. No estaba muy lejos de casa, así que podía haber continuado viviendo allí e ir y volver cada día, pero encontró una habitación barata en el campus y se dijo que aunque no se fuera a una universidad muy lejana, al menos debía abandonar el hogar paterno.
Cuando terminó sus estudios, Enid le esperaba en su antiguo barrio. Empezaron a salir y él se dio cuenta de que era una chica con una voluntad de hierro, acostumbrada a conseguir lo que quería de los que la rodeaban. Utilizaba todas sus cualidades en su propio provecho. Era atractiva, tenía un cuerpo espectacular y un intenso apetito sexual, al menos al principio de su noviazgo.
Un día, con los ojos llenos de lágrimas, ella le explica que tiene un retraso.
—Oh, no —dice Clayton Sloan.
Primero piensa en sus padres, en lo avergonzados que se sentirán de él. Les preocupan tanto las apariencias, y de repente les cae algo así: su hijo deja embarazada a una chica. Estaba claro que su madre querría mudarse para no tener que escuchar los comentarios de los vecinos.
Así que no había muchas más opciones a tener en cuenta aparte de casarse. Y enseguida.
Un par de meses después ella dice que no se siente bien, y que va a concertar una cita con su médico, el doctor Gibbs. Va sola a la consulta, y al volver le cuenta que lo ha perdido. Ha perdido al bebé. Montones de lágrimas. Un día Clayton está en una cafetería y ve al doctor Gibbs, se acerca a él y le dice:
—Ya sé que no es el mejor sitio para preguntarle esto, pero el hecho de que Enid haya perdido el bebé y demás, ¿podría afectarla para quedarse de nuevo embarazada?
—¿Cómo? —exclama el doctor Gibbs.
Así que ahora ya sabe a lo que se enfrenta: a una mujer que diría lo que fuera, que contaría cualquier tipo de mentira para conseguir lo que quiere.
Debería haberla abandonado en ese momento. Pero Enid le dice que lo siente mucho, que creía que estaba embarazada pero le daba miedo ir al médico a confirmarlo, y luego resultó que se había equivocado. Clayton no sabe si creerla, y de nuevo le preocupa el bochorno que sentirá su familia si decide separarse de Enid y empieza los trámites del divorcio. Y más o menos por entonces Enid cae enferma y debe guardar cama. Quizá fuera verdad, quizá fingido. Clayton no está seguro, pero sabe que no puede dejarla en ese estado.
Y cuanto más tiempo se queda, más difícil se le hace marcharse. No tarda en darse cuenta de que cualquier cosa que Enid desea, la consigue, y cuando no es así, lo hace pagar caro. Ataques de histeria, objetos que vuelan por los aires… Un día Clayton está sentado en la bañera y Enid está también en el baño con su secador, y empieza a bromear con dejarlo caer en el agua. Pero hay algo en sus ojos, algo que sugiere que sería capaz de hacerlo, así sin más, sin pensárselo dos veces.
Él decide poner en práctica lo que ha aprendido en la universidad y consigue un empleo como comercial para tiendas de máquinas y fábricas. Eso le obligará a viajar por todo el país, desde Chicago hasta Nueva York pasando por Buffalo. Su futuro jefe le advierte que va a pasar mucho tiempo fuera de casa. Eso termina de decidir a Clayton. Poder alejarse de las discusiones, los gritos, las extrañas miradas que a veces ella le dirige y que sugieren que los engranajes de su cabeza no funcionan como deberían. Siente pavor cada vez que vuelve a casa después de un viaje de trabajo, preguntándose la lista de agravios que Enid le tendrá preparada en cuanto abra la puerta. Que no tiene bastante ropa bonita, o que él no trabaja lo suficiente, o que la puerta de atrás chirría cuando la abres y eso la está volviendo loca. La única cosa que vale la pena de sus regresos a casa es la posibilidad de ver a su setter, Flynn. Éste siempre sale corriendo hacia el coche de Clayton para recibirle, como si hubiera estado sentado en el porche desde que él se marchó esperando el momento en que volviera.
Y entonces ella se queda embarazada. Y esta vez es verdad. Un niño, Jeremy. ¡Cómo le quiere ella! Clayton también le quiere, pero no tarda en darse cuenta de que se trata de una competición. Enid quiere el amor del chico en exclusiva, y cuando Jeremy apenas anda, empieza su campaña para envenenar la relación entre padre e hijo. Enid le explica que si cuando sea mayor quiere ser fuerte y tener éxito debe seguir su ejemplo, y que es una lástima que no haya ningún modelo masculino fuerte en esa casa. Le cuenta que su padre no se preocupa lo suficiente por ella, y que es una pena que Jeremy se parezca a él, pero ésa es una desventaja que puede aprender a superar, con tiempo y esfuerzo.
Clayton quiere marcharse.
Pero hay algo en Enid, algo siniestro, que hace que no haya manera de predecir cómo reaccionaría ante el mero hecho de sacar el tema del divorcio, incluso de algún tipo de separación.
Una vez, antes de marcharse en un largo viaje de negocios, le dice que quiere hablar con ella sobre algo serio.
—No soy feliz —le confiesa—. Creo que esto no funciona.
Ella no se echa a llorar. No pregunta qué es lo que no funciona. No pregunta qué es lo que podría hacer ella para salvar el matrimonio, para hacerle feliz.
Lo que hace es acercarse mucho a él y mirarle fijamente a los ojos. Él quiere desviar la mirada pero es incapaz, como si estuviera hipnotizado por su maldad. Mirar en sus ojos es como mirar el alma del diablo. Y todo lo que ella dice es:
—No me abandonarás nunca.
Y luego sale de la habitación.
Él piensa sobre todo esto a lo largo del viaje. Ya veremos qué pasa, se dice a sí mismo. Ya veremos.
Cuando regresa a casa, su perro no sale a recibirle. Abre la puerta del garaje para aparcar el Plymouth y se encuentra a Flynn, con una cuerda atada alrededor del cuello, colgado de las vigas del techo.
—Suerte que sólo era el perro —es todo lo que dice Enid.
A pesar de lo que quiere a Jeremy, Enid quiere dejarle claro a Clayton que el chico estaría en peligro en caso de que él decidiera abandonarla.
Clayton se resigna a esa vida de miserias, humillación y castración. Es a lo que se ha comprometido, y va a tener que hacerlo lo mejor que pueda. Caminará como un sonámbulo por su propia vida si eso es lo que tiene que hacer.
Se esfuerza mucho por no despreciar al chico. La madre de Jeremy le ha lavado el cerebro para que crea que su padre no es digno de su afecto, y él le ve como un inútil, tan sólo un hombre que vive con él y su madre. Pero Clayton sabe que Jeremy, al igual que él, no es más que una víctima de Enid.
Se pregunta cómo su vida ha llegado a convertirse en eso.
A menudo se plantea la posibilidad de matarse.
Atraviesa el país en medio de la noche. Vuelve de Chicago; rodea la parte inferior del lago Michigan, pasando por el corto tramo que atraviesa Indiana. Un poco más allá divisa el contrafuerte de un puente, y pisa el acelerador. Ciento treinta kilómetros por hora, ciento cuarenta, ciento cincuenta. El Plymouth casi se eleva del suelo. En aquella época casi nadie lleva cinturón de seguridad, pero aunque fuera así él se ha desabrochado el suyo para asegurarse de que saldrá disparado por el parabrisas y morirá. El coche se desvía hacia el arcén, levantando una estela de polvo y grava, pero entonces, en el último segundo, se incorpora de nuevo a la autopista. No se ha atrevido.
En otra ocasión, a unos tres kilómetros al este de Battle Creek, pierde los nervios y consigue meterse de nuevo en la carretera, pero a tanta velocidad que cuando la rueda anterior derecha se desliza por el lugar donde el pavimento se une con el arcén, pierde el control del automóvil. El coche cruza los dos carriles por delante de un tráiler, salta la mediana y se detiene en la hierba alta.
Lo que le hace cambiar de opinión es Jeremy. Su hijo. Le da miedo dejarlo solo con ella para el resto de su vida. Dure lo que dure.
Un día tiene que pararse en Milford, en busca de nuevos clientes y establecimientos a los que abastecer.
Entra en un quiosco para comprar una barrita de chocolate, y hay una mujer tras el mostrador. Lleva una chapa con su nombre: Patricia.
Es guapa. Pelirroja.
Y parece tan dulce, tan auténtica…
Hay algo en sus ojos. Amabilidad. Bondad. Después de haberse pasado los últimos años intentando con todas sus fuerzas no mirar los ojos abismales de Enid, se siente mareado al ver ahora unos tan hermosos.
Se toma su tiempo para comprar la barra de chocolate. Le habla un poco del tiempo, de que hace sólo un par de días ha estado en Chicago y de que pasa mucho tiempo en la carretera. Y entonces le dice algo antes incluso de darse cuenta de que lo está diciendo.
—¿Te gustaría comer conmigo?
Patricia sonríe y le dice que si vuelve treinta minutos más tarde tiene una hora libre para comer.
Durante esa media hora, mientras se pasea por las tiendas del centro de Milford, Clayton se pregunta qué demonios está haciendo. Está casado. Tiene una mujer y un hijo y una casa y un trabajo.
Pero eso no significa que tenga una vida, y eso es lo que quiere. Una vida.
Mientras mordisquea un bocadillo de atún en una cafetería cercana, Patricia le cuenta que no suele comer con hombres a los que acaba de conocer, pero que hay algo en él que la tiene intrigada.
—¿Y qué es? —pregunta él.
—Creo que conozco tu secreto —responde ella—. La gente me transmite sensaciones, y tengo un presentimiento sobre ti.
Por Dios. ¿Tan obvio es? ¿Ha adivinado ella que está casado? ¿Es capaz de leer su mente, incluso aunque cuando se han encontrado él llevaba guantes y ahora tiene la alianza de matrimonio metida en el bolsillo?
—¿Qué tipo de presentimiento? —pregunta.
—Me parece que tienes problemas. ¿Es ésa la razón de que atravieses el país de punta a punta? ¿Estás buscando algo?
—Es sólo mi trabajo —replica él.
Y Patricia sonríe.
—Me pregunto… Si te ha traído aquí, a Milford, quizá sea por una razón. Quizá conduces por todo el país porque se supone que debes encontrar algo. No digo que sea yo. Pero sí algo.
Pero es ella. Él está seguro.
Le dice que se llama Clayton Bigge. Es como si se le hubiera ocurrido la idea antes de saber que tiene una idea. Tal vez al principio sólo pensaba en tener una aventura, y adoptar un nombre falso no era una mala idea, incluso para una aventura.
Durante los meses siguientes, si sus viajes le llevan sólo hasta Torrington, él sigue hacia el sur hasta Milford únicamente para ver a Patricia.
Ella le adora. Le hace sentir importante. Le hace sentir que vale la pena.
De vuelta por la autopista de Nueva York, Clayton considera la logística.
La empresa está modificando algunas de las rutas de ventas. Podría conseguir la que discurre entre Hartford y Buffalo, y dejar de ir a Chicago. De ese modo, al final de cada viaje…
Y luego está la cuestión del dinero.
Pero Clayton se las apaña bien. Ha tomado extraordinarias medidas para ocultarle a Enid cuánto dinero se está guardando. No importa lo que gane, para ella nunca sería suficiente. Siempre le menosprecia. Y siempre se lo gasta. Así que no importa que se guarde una parte.
Podría ser suficiente, piensa. Suficiente para mantener otro hogar.
Qué maravilloso sería ser feliz al menos la mitad del tiempo.
Cuando le pregunta si quiere casarse con él, Patricia le dice que sí. Su madre parece contenta, pero a su hermana Tess no le resulta simpático. Es como si supiera que hay algo inquietante en él, pero no puede decir con certeza qué es. Clayton sabe que ella no confía en él, que nunca lo hará, y cuando está con ella es especialmente cuidadoso. Y sabe también que Tess le ha contado a Patricia lo que piensa, pero Patricia le ama y le defiende siempre.
Cuando Patricia y él van a comprar las alianzas, él consigue que ella elija una idéntica a la que lleva en su bolsillo. Más tarde regresa a la tienda, recupera el dinero y puede llevar todo el tiempo la alianza que ya tenía. Rellena con datos falsos las solicitudes para una variedad de licencias municipales y estatales, desde el carné de conducir hasta el de la biblioteca —era bastante más fácil entonces que después del 11S— de modo que pueda falsificar la licencia matrimonial cuando llegue el momento.
Tiene que engañar a Patricia, pero intenta ser bueno con ella. Al menos cuando está en casa.
Ella le da dos hijos. Primero un niño, al que llaman Todd. Y luego, un par de años más tarde, una niña a la que bautizan como Cynthia.
Es un asombroso juego de malabares.
Una familia en Connecticut. Otra en el estado de Nueva York. Y él va y viene entre las dos.
Mientras es Clayton Bigge, no puede dejar de pensar en cuando deberá volver a ser Clayton Sloan. Y mientras es Clayton Sloan, sólo puede pensar en salir de viaje para poder ser de nuevo Clayton Bigge.
Es más fácil ser Sloan. Al menos ése es su nombre real y no tiene que preocuparse por las identificaciones. Su permiso y sus papeles son legítimos.
Pero cuando se encuentra en Milford, cuando es Clayton Bigge, padre de Todd y Cynthia, tiene que estar siempre en guardia. No superar el límite de velocidad. Asegurarse de que hay dinero en la cuenta. No quiere que nadie compruebe el número de su matrícula. Cada vez que se dirige a Connecticut, sale de la carretera en un lugar apartado, desatornilla las placas amarillo anaranjado de Nueva York y las sustituye por unas robadas con el azul de Connecticut. Cuando regresa a Youngstown las vuelve a sustituir. Tiene que estar atento todo el rato, vigilar desde dónde hace llamadas a larga distancia, asegurarse de que no compra nada como Clayton Sloan y dar su dirección de Milford sin darse cuenta.
Siempre paga en efectivo. No deja rastro.
Todo en su vida es falso. Su primer matrimonio está basado en una mentira que le contó Enid. El segundo, en una mentira que él le contó a Patricia. Pero pese a todas las falsedades, la duplicidad, ¿ha conseguido encontrar algo de felicidad verdadera, hay algún momento en que sea…?
—Tengo que mear —dijo Clayton interrumpiendo su historia.
—¿Cómo? —pregunté.
—Tengo que vaciar la vejiga. A menos que quieras que lo haga aquí en el coche.
Acabábamos de pasar junto a una señal que indicaba un área de servicio.
—Ahora pararemos —le dije—. ¿Cómo te sientes?
—No muy bien —explicó. Tosió unas cuantas veces—. Necesito beber agua. Y unos analgésicos me irían bien.
Yo me había llevado las pastillas de casa, pero no había pensado en coger botellas de agua. Íbamos a buen ritmo; eran las cuatro de la madrugada y nos estábamos acercando a Albany. El Honda necesitaba gasolina, así que una parada corta parecía una buena idea.
Ayudé a Clayton a entrar en el lavabo de hombres y esperé a que terminara para ayudarle a volver al coche. El corto trayecto le había agotado.
—Quédate aquí. Voy a traer agua.
Compré un pack de seis botellas, volví a toda prisa al coche, abrí el tapón de plástico de una de ellas y se la alargué a Clayton. Tomó un sorbo largo, y luego se tragó los cuatro analgésicos que le había dado, de uno en uno. Entonces me dirigí a los surtidores de gasolina y llené el depósito, con lo que me gasté casi todo el dinero en efectivo que llevaba encima. Me preocupaba usar la tarjeta de crédito, por temor a que la policía hubiera deducido quién se había llevado a Clayton del hospital y estuviera atenta a cualquier operación que se realizara con mi tarjeta.
Al meterme de nuevo en el coche, pensé que ya era hora de informar a Rona Wedmore de lo que estaba sucediendo. Sentía que cuanto más me contaba Clayton más me acercaba a la verdad, y que ésta haría que las sospechas que Wedmore tenía sobre Cynthia terminaran de una vez para siempre. Busqué en el bolsillo delantero de mis vaqueros y encontré la tarjeta que me había dado durante su visita sorpresa a casa la mañana anterior, antes de que me marchara en busca de Vince Fleming.
Había un teléfono móvil y otro de la oficina, pero no el de casa. Lo más probable era que a esa hora estuviera durmiendo, pero esperaba que tuviera el móvil cerca de la cama y que lo dejara encendido por la noche.
Puse el coche en marcha, me alejé de los surtidores y me detuve un poco más allá.
—¿Qué haces? —me preguntó Clayton.
—Tengo que hacer un par de llamadas —le expliqué.
Antes de llamar a Wedmore quería probarlo una vez más con Cynthia. Lo intenté en casa y en el móvil, sin suerte.
Por extraño que parezca, eso me tranquilizó. Si yo no podía descubrir dónde estaba Cynthia, tampoco podrían Jeremy Sloan y su madre. Desaparecer con Grace había resultado ser, en aquel momento, lo mejor que Cynthia podía haber hecho.
Aun así, necesitaba saber dónde se encontraba. Que estaba bien. Que Grace estaba bien.
Pensé en llamar a Rolly, pero me imaginé que si hubiera sabido algo me habría llamado, y no quería usar el teléfono más de lo necesario. Apenas me quedaba batería para hacer una llamada más.
Marqué el número de la detective Rona Wedmore. Contestó al cuarto timbre.
—Wedmore —dijo.
Pese a que intentó parecer despierta y alerta, sonó más como «Wed. More».
—Soy Terry Archer —dije.
—Señor Archer —exclamó. Ahora parecía más centrada—. ¿Qué ocurre?
—Le voy a contar unas cuantas cosas muy rápido. Mi teléfono se está quedando sin batería. Es necesario que busque a mi mujer y a mi hija. Un hombre llamado Jeremy Sloan y su madre, Enid Sloan, se dirigen a Connecticut desde la zona de Buffalo. Creo que tratan de encontrar a Cynthia y matarla. El padre de Cynthia está vivo; viene conmigo hacia Milford. Si encuentra a Cynthia y a Grace quédese con ellas y no las pierda de vista hasta que yo llegue.
Me esperaba un «¿qué?» o por lo menos un «¿cómo?». Pero en lugar de eso me preguntó:
—¿Dónde está usted?
—En la autopista de Nueva York, regresando de Youngstown. Conoce a Vince Fleming, ¿verdad? Al menos eso dijo.
—Sí.
—Lo dejé en una casa en Youngstown, en el norte de Buffalo. Estaba intentando ayudarme. Enid Sloan le disparó.
—Esto no tiene ningún sentido —dijo Wedmore.
—No me joda. Sólo búsquela, ¿de acuerdo?
—¿Qué hay de ese tal Jeremy Sloan y su madre? ¿Qué coche conducen?
—Uno marrón, un…
—Impala —susurró Clayton—. Un Chevy Impala.
—Un Chevy Impala marrón —dije. Le pregunté a Clayton—: ¿Matrícula? —Él negó con la cabeza—. No tengo el número de la matrícula.
—¿Viene usted hacia aquí? —preguntó Wedmore.
—Sí, llegaré en unas horas. Sólo búsquela. El director de mi escuela, Rolly Carruthers, también la está buscando.
—Dígame qué…
—Tengo que irme —la corté.
Cerré el teléfono y lo deslicé dentro de mi chaqueta. Puse de nuevo el cambio automático en la posición D y me incorporé otra vez a la autopista.
—Así pues —dije, retomando la conversación en el punto en que la había dejado Clayton cuando abandonamos la autopista—. ¿Había momentos en los que eras feliz?
Clayton siguió contándome la historia.
Los momentos de felicidad, en caso de que los hubiera, sólo ocurren cuando es Clayton Bigge. Le encanta ser un padre para Cynthia y Todd, y por lo que él sabe ellos también le quieren, quizás incluso le admiran. Parecen respetarle. No hay nadie que les repita día tras día que es un inútil. Eso no significa que hagan siempre lo que les dice pero ¿qué chico lo hace?
A veces, por la noche, cuando están en la cama, Patricia le dice:
—Estás en otro sitio. Se te pone esa mirada, como si no estuvieras aquí. Y pareces triste.
Y él la abraza y le dice:
—Éste es el único lugar en el que quiero estar.
No es mentira. Nunca ha sido tan sincero. Hay veces en las que quiere contárselo, porque no quiere que su vida con ella sea una mentira. No le gusta tener otra vida.
Porque eso es en lo que se ha convertido su vida con Enid y Jeremy: en su otra vida. Aunque fue la primera que tuvo, aunque es la única en la que puede utilizar su verdadero nombre y mostrar su auténtico permiso de conducir a la policía si le detienen, es la vida a la que no puede soportar volver, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
Pero de un modo extraño, se acostumbra a ello. Se acostumbra a las mentiras, a los malabarismos, a inventarse descabelladas historias que expliquen por qué no puede quedarse en vacaciones. Si se encuentra en Youngstown el 25 de diciembre, se escapa a una cabina con un montón de monedas para poder llamar a Patricia y desearles a sus hijos una feliz Navidad.
Una vez, en Youngstown, encuentra un rincón solitario en la casa, se sienta y deja que se le escapen las lágrimas. Un llanto corto, lo suficiente para librarse de la tristeza y aliviar la tensión. Pero Enid le oye, se mete en la habitación y se sienta a su lado.
Él se seca las lágrimas de las mejillas y se recompone.
Enid le pone una mano en el hombro.
—No seas niño —dice.
Por supuesto, al mirar atrás, la vida en Milford no era siempre idílica. Cuando tenía diez años Todd cogió una neumonía. Al final se curó. Y Cynthia, al llegar a la adolescencia, se volvió una chica de armas tomar. Rebelde. Se juntaba con la gente equivocada. Experimentaba con cosas para las que era demasiado joven, como alcohol y Dios sabe qué más.
A él le tocó ser el estricto. Patricia era siempre más paciente, más comprensiva.
—Es sólo una fase —le decía—. Es una buena chica. Sólo tenemos que estar ahí por si nos necesita.
Pero el caso era que cuando estaba en Milford, Clayton quería que la vida fuera perfecta. Y a menudo casi lo era.
Pero entonces tenía que volver a la carretera, pretender que se iba de viaje de negocios, y conducir hasta Youngstown.
Desde el principio se preguntó cuánto tiempo podía durar aquello.
Había momentos en los que los contrafuertes del puente parecían otra vez la única solución.
A veces se despertaba por la mañana y se preguntaba dónde estaba aquel día. Quién era aquel día.
También cometía errores.
Una vez Enid le escribió una lista de la compra y él fue a Lewiston a por algunas cosas. Una semana más tarde, Patricia está haciendo la colada y entra en la cocina con la lista en la mano.
—¿Qué es esto? —pregunta—. Lo he encontrado en el bolsillo de tu pantalón. No es mi letra.
La lista de la compra de Enid.
A Clayton se le encoge el corazón. La mente le va a toda velocidad.
—La encontré el otro día en un carrito —dice finalmente—. Debía de ser de la última persona que lo había usado. Me pareció divertido comparar lo que compramos nosotros con lo que compran otras personas, así que la guardé.
Patricia se queda mirando la lista.
—Quienesquiera que sean, les gustan los cereales de fibra, como a ti.
—Sí —dice él, sonriendo—. Bueno, nunca había pensado que fabricaran todos esos millones de cajas de cereales sólo para mí.
Evidentemente, por lo menos en una ocasión puso un recorte de un periódico local de Youngstown, una foto de su hijo con el equipo de baloncesto, en la mesilla de noche equivocada. Lo recortó porque, a pesar de lo mucho que se había esforzado Enid para poner al chico en su contra, él todavía lo quería. Se veía a sí mismo en Jeremy, igual que en Todd. Era sorprendente lo mucho que Todd, a medida que crecía, se parecía a Jeremy cuando tenía su edad. Mirar a Jeremy y odiarlo era de alguna manera odiar a Todd, y eso no podía hacerlo.
Así que, al final de una larga jornada, después de un largo viaje, Clayton Bigge de Milford vacía sus bolsillos y deja un recorte del equipo de baloncesto de su hijo de Youngstown en el cajón de su mesita de noche. Guardó el recorte porque estaba orgulloso de su hijo, aunque lo habían puesto en su contra.
Nunca se dio cuenta de que era el cajón equivocado. En la casa equivocada, en la ciudad equivocada, en el estado equivocado.
Cometió un error parecido en Youngstown. Durante mucho tiempo no supo cuál era. Quizás otro recorte. Una lista de la compra escrita por Patricia.
Resultó ser una factura telefónica de la casa de Milford. A nombre de Patricia.
A Enid le llamó la atención.
Y levantó sus sospechas.
Pero ésta no fue directamente a él a preguntarle qué significaba aquello. Antes llevó a cabo su propia investigación. Buscó otros indicios. Empezó a acumular pruebas. Construyó un caso.
Y cuando creyó que ya tenía suficiente, decidió irse ella misma de viaje la próxima vez que su marido abandonara la ciudad. Un día fue hasta Milford, Connecticut. Por supuesto, eso era antes de terminar en una silla de ruedas. Cuando aún tenía movilidad.
Lo arregló para que alguien se encargara de Jeremy durante un par de días.
—Esta vez me voy con mi marido —dijo.
En coches separados.
—Lo cual nos lleva —dijo Clayton, sentado junto a mí, agotado y tomando otro sorbo de su botella de agua— a la noche en cuestión.