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—Enid nunca abre la puerta sin un arma debajo de la manta —explicó Clayton—. Sobre todo cuando está sola en casa.

Había conseguido llegar a la cocina y se apoyaba en la encimera mientras miraba a Vince Fleming. Estaba tratando de recuperar el aliento. El camino desde la ranchera, alrededor de la casa y hasta la cocina le había dejado sin resuello.

Una vez hubo recuperado ligeramente las fuerzas, continuó.

—Es fácil subestimarla: una mujer vieja en una silla de ruedas. Habrá esperado el momento adecuado. Cuando él le diera la espalda, cuando estuviera lo bastante cerca como para saber que no fallaría; lo habrá hecho entonces. —Sacudió la cabeza—. En realidad, frente a Enid nadie tiene ninguna posibilidad.

Yo todavía tenía los labios junto al oído de Vince.

—He llamado a una ambulancia. Están de camino.

Esperaba que llegaran pronto, porque yo tenía pocos recursos para ayudar a alguien tan gravemente herido.

—Vale —dijo Vince moviendo los párpados.

—Tenemos que ir tras Jeremy y Enid. Ellos van a por mi mujer y a por mi hija.

—Haz lo que tengas que hacer —susurró Vince.

—Me ha dicho que Jeremy vino a casa —le expliqué a Clayton—; Enid ni siquiera le dejó entrar: le hizo dar media vuelta y se fueron los dos.

Clayton asintió lentamente.

—No intentaba evitarle nada —comentó.

—¿Qué?

—Si no le dejó ver lo que había hecho, no fue precisamente para evitarle una escena desagradable. Fue porque no quería que lo supiera.

—¿Y por qué?

Clayton respiró hondo un par de veces.

—Necesito sentarme —dijo. Me levanté del suelo y le acomodé en una de las sillas de la mesa de la cocina—. Mira en ese armario de ahí —me pidió—. Debería haber analgésicos.

Tuve que pasar por encima de las piernas de Vince y esquivar la mancha de sangre que se extendía gradualmente por el suelo de la cocina para alcanzar el armario. Dentro encontré algunos analgésicos extrafuertes, y en el armario de al lado, vasos. Llené uno de agua y desanduve el camino por la cocina sin resbalar. Abrí el bote, saqué dos píldoras y las deposité en la mano abierta de Clayton.

—Cuatro —pidió.

Estaba esperando oír el sonido de una sirena, deseaba oírlo, pero al mismo tiempo quería largarme de ahí antes de que llegara. Dejé caer dos pastillas más en la mano de Clayton y le alargué el agua. Se las tuvo que tomar de una en una. Pareció que tardaba una eternidad en tragarse las cuatro. Cuando hubo terminado le pregunté:

—¿Por qué? ¿Por qué no quería que lo supiera?

—Porque si Jeremy se enteraba, podía haberle pedido que lo dejaran correr. Lo que planean. Con él aquí, herido de bala, tú de camino al hospital para verme y habiendo descubierto quién es en realidad, se daría cuenta de que se les estaba yendo de las manos. Si han ido a hacer lo que creo que han ido a hacer, ahora ya no tienen muchas posibilidades de salir bien librados.

—Pero Enid también tiene que saber todo esto —aduje.

Clayton me dirigió una media sonrisa.

—No entiendes a Enid. Ella no ve más allá de la herencia. Está ciega a cualquier otra cosa, a cualquier detalle que pudiera detenerla. Puede ser muy obcecada en casos así.

Eché un vistazo al reloj de cocina, diseñado como si fuera una manzana partida por la mitad. Pasaban cinco minutos de la una de la madrugada.

—¿Cuánta ventaja crees que nos llevan? —me preguntó Clayton, mirando también el reloj.

—Sea la que sea —respondí—, es demasiada. —Miré la encimera y vi un rollo de papel de aluminio y unas cuantas migas marrones dispersas—. Ha envuelto el pastel de zanahorias —observé—. Algo para comer por el camino.

—Muy bien —dijo Clayton mientras reunía todas sus fuerzas para ponerse en pie—. Jodido cáncer —maldijo—. Lo tengo por todas partes. La vida no es más que dolor y miseria, y luego tienes que terminar con una mierda como ésta. —Una vez se hubo levantado, continuó—: Hay algo que necesito llevarme, pero creo que no tengo energía suficiente para ir abajo a cogerlo.

—Dime lo que es.

—En el sótano encontrarás una mesa de trabajo. Hay una caja de herramientas roja sobre ella.

—Vale.

—Si abres la caja verás que hay una bandeja que se puede sacar. Quiero que me traigas lo que está pegado en la parte de debajo de la bandeja.

La puerta del sótano estaba tras la esquina de la cocina. Mientras alargaba la mano hacia el interruptor que había en lo alto de las escaleras hablé con Vince.

—¿Cómo lo llevas?

—Jodido —respondió en voz baja.

Bajé los escalones de madera. Ahí abajo había mucha humedad y hacía frío, y el lugar era un desorden de cajas de almacenaje y adornos navideños, piezas de muebles desmontados y un par de trampas para ratones colocadas en un rincón. A lo largo de la pared del fondo estaba la mesa de trabajo, cubierta con tubos a medio usar de masilla, trozos de papel de lija, herramientas sin guardar y una caja de herramientas roja, abollada y llena de rasguños.

Sobre la mesa colgaba una bombilla y tiré del cordón para poder ver lo que estaba haciendo. Abrí los dos cierres metálicos de la caja y alcé la tapa. La bandeja estaba llena de tornillos oxidados, hojas de sierra rotas, destornilladores… Si le daba la vuelta aquello sería un desorden, aunque nadie fuera a darse cuenta. Así que levanté la bandeja por encima de mi cabeza para ver lo que había debajo.

Era un sobre. De tamaño estándar, sucio y lleno de manchas, sujeto por unas tiras de celo amarillo. Con la otra mano lo despegué. No me costó mucho.

—¿Lo has encontrado? —jadeó Clayton desde lo alto de las escaleras.

—Sí —respondí.

Dejé el sobre encima de la mesa, volví a colocar la bandeja en la caja y la cerré de nuevo. Cogí el sobre cerrado y le di unas vueltas entre las manos. No había nada escrito en él, pero me dio la impresión de que dentro había una sola hoja de papel doblada.

—No te preocupes —aclaró Clayton—. Puedes mirar lo que hay dentro si quieres.

Rompí el sobre por un lado, soplé dentro, metí el índice y el pulgar, saqué con cuidado una hoja de papel y la abrí.

—Es antigua —me advirtió Clayton desde arriba—. Debes tener cuidado.

La abrí. La leí. Sentí como si se me escapara mi último aliento.

Cuando llegué a lo alto de las escaleras, Clayton me explicó las circunstancias que rodeaban lo que había encontrado en el sobre y me dijo lo que quería que hiciera con él.

—¿Me lo prometes? —preguntó.

—Te lo prometo —dije mientras deslizaba el sobre en mi chaqueta deportiva.

Tuve una última conversación con Vince.

—La ambulancia llegará en cualquier momento —le dije—. ¿Aguantarás?

Vince era un hombre grande y fuerte, y pensé que tenía más oportunidades de sobrevivir que cualquier otro.

—Ve a salvar a tu mujer y a tu hija —me pidió—. Y si encuentras a la zorra de la silla de ruedas, empújala a la carretera. —Hizo una pausa—. Y mi pistola en la ranchera. Debería haberla llevado encima. ¡Estúpido!

Le toqué la frente.

—Vas a lograrlo.

—Vete —susurró.

—El Honda del camino de entrada —le dije a Clayton—. ¿Funciona?

—Claro —dijo Clayton—. Es mi coche. No lo he conducido mucho desde que me puse enfermo.

—No estoy muy seguro de que debamos coger la ranchera de Vince —expliqué—. Seguramente los polis ya deben de estar buscándola. Me vieron al marcharme del hospital, así que la policía tiene la descripción y el número de matrícula.

Él asintió y señaló un pequeño plato decorativo que había sobre un aparador cerca de la puerta de entrada.

—Debería haber un juego de llaves ahí.

—Dame un segundo —pedí.

Me dirigí a toda prisa hacia la parte de atrás de la casa y abrí la ranchera. Había varios compartimientos de almacenaje en la cabina. En las puertas, entre los asientos, además de la guantera. Empecé a hurgar en todos ellos. En la parte de abajo del salpicadero, bajo un montón de mapas, encontré la pistola.

Yo no sabía mucho de armas, y por supuesto no me sentía muy seguro llevando una por dentro de los pantalones. Ya había tenido suficientes problemas sin necesidad de añadir una herida autoinfligida a la lista. Usé la llave de Clayton para abrir el Honda, me senté en el asiento del conductor y metí el arma en la guantera. Puse el coche en marcha y lo conduje por el césped hasta dejarlo lo más cerca posible de la puerta.

Clayton salió de la casa y avanzó con pasos vacilantes hacia mí. Yo salí del coche, lo rodeé, abrí la puerta del pasajero y le ayudé a subir. Después agarré el cinturón de seguridad, lo pasé por encima de su pecho y lo abroché.

—Muy bien —dije al sentarme en el asiento del conductor—. Vámonos.

Atravesé el jardín hasta llegar a la calle y giré hacia Maine, en dirección norte.

—Justo a tiempo —dijo Clayton.

Una ambulancia, seguida de cerca por dos coches patrulla con las luces encendidas pero las sirenas apagadas, se dirigían hacia el sur. Una vez pasado el bar donde nos habíamos detenido antes, giramos hacia el este para volver a la autopista Robert Moses.

Una vez en la autopista tuve la tentación de acelerar, pero aún me preocupaba que la policía nos detuviera. Opté por una velocidad cómoda, por encima del límite pero no lo suficientemente rápida para llamar la atención.

Esperé hasta haber dejado atrás Buffalo, cuando nos dirigimos directos hacia el este, a Albany. No es que para entonces estuviera completamente relajado, pero una vez hubimos puesto distancia entre nosotros y Youngstown, disminuyó la sensación de que nos iban a coger por lo que había pasado en el hospital o lo que la policía había encontrado en casa de los Sloan.

Fue entonces cuando me volví hacia Clayton, que había permanecido sentado en silencio con la cabeza apoyada en el reposacabezas.

—Ahora quiero que me lo cuentes —le dije—. Todo.

—Muy bien —accedió, y se aclaró la garganta.