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Volví a sacar el móvil y llamé a Vince.

—Vamos —imploré inundado de ansiedad.

No podía dar con Cynthia, y ahora era presa del pánico por si le había pasado algo a un tipo al que sólo el día antes veía como un matón cualquiera.

—¿Está ahí? —inquirió Clayton desplazando las piernas hacia el borde de la cama.

—No —respondí.

Después de seis timbres, saltó el buzón de voz. No me molesté en dejar un mensaje.

—Tengo que volver a la casa.

—Dame un minuto —me pidió, avanzando lentamente hacia el borde de la cama.

Me dirigí de nuevo al armario, encontré un par de pantalones, una camisa y una chaqueta fina.

—¿Necesitas ayuda? —ofrecí, dejando las prendas en la cama.

—Estoy bien —me tranquilizó. Parecía estar sin aliento, así que tomó un poco de aire y dijo—: ¿Has encontrado calcetines y calzoncillos?

Eché otro vistazo al armario, pero no encontré nada, así que miré en el compartimiento de la mesilla de noche.

—Aquí —dije sacando la ropa y alargándosela.

Estaba listo para ponerse en pie junto a la cama, pero si iba a abandonar la habitación necesitaba sacarse la intravenosa. Despegó la cinta adhesiva y extrajo el tubo de su brazo.

—¿Estás seguro de esto? —pregunté.

Asintió y me dedicó una débil sonrisa.

—Si hay alguna posibilidad de ver a Cynthia, encontraré la fuerza.

—¿Qué está pasando aquí?

Ambos volvimos la cabeza hacia la puerta, donde vimos a una enfermera delgada y negra, de cuarenta y tantos años y con una expresión de asombro.

—Señor Sloan, ¿qué demonios cree que está haciendo?

Acababa de desabrocharse los botones de la bata, así que estaba allí frente a ella con el culo al aire. Tenía las piernas blancas y flacas, y sus genitales se habían encogido casi hasta desaparecer.

—Me estoy vistiendo —replicó él—. ¿A usted qué le parece?

—¿Quién es usted? —preguntó ella dirigiéndose a mí.

—Su yerno —respondí.

—No le había visto nunca antes —dijo—. ¿No sabe que ha finalizado el horario de visitas?

—Acabo de llegar a la ciudad —expliqué—, y necesitaba ver enseguida a mi suegro.

—Va a tener que irse ahora mismo —me informó—. Y usted, señor Sloan, métase de nuevo en la cama. —Ahora se encontraba a los pies de ésta y vio la intravenosa suelta—. ¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Qué ha hecho?

—Me voy —dijo Clayton mientras se ponía los calzoncillos blancos.

Teniendo en cuenta el estado en que se encontraba, aquellas palabras tenían un doble significado. Se apoyó en mí mientras se agachaba para subir los calzoncillos por las piernas.

—Eso es exactamente lo que le va a pasar si no vuelve a conectarse eso ahora mismo —dijo la enfermera—. Eso está fuera de toda discusión. ¿Me va a obligar a llamar al doctor en plena noche?

—Haga lo que tenga que hacer —le indiqué.

—Lo primero que voy a hacer es llamar a Seguridad —dijo mientras daba media vuelta sobre sus zapatos con suela de goma y abandonaba la habitación.

—Ya sé que es pedir mucho —me disculpé—, pero tendrías que darte prisa. Voy a ver si encuentro una silla de ruedas.

Salí al pasillo y vi una silla vacía junto al mostrador de las enfermeras. Corrí hacia allí para hacerme con ella y vi a la enfermera de antes hablando por teléfono. Al terminar su llamada, vio cómo me dirigía de vuelta a la habitación de Clayton empujando la silla de ruedas.

Se dirigió hacia mí corriendo, agarró el manillar con una mano y mi brazo con la otra.

—Señor —dijo, bajando la voz para no despertar a los demás pacientes, pero sin perder el tono autoritario—. No puede llevarse a ese hombre del hospital.

—Él quiere marcharse —señalé.

—Entonces es que no puede pensar con claridad —dijo—. Y si él no puede, debe hacerlo usted por él.

Me sacudí su mano de encima.

—Esto es algo que tiene que hacer.

—¿Quién lo dice, usted?

—Él lo dice. —En ese momento bajé la voz y me puse serio—. Puede que ésta sea su última oportunidad de ver a su hija, y a su nieta.

—Si quiere verlas, puede pedirles que vengan aquí —replicó—. Incluso podríamos ser flexibles con las horas de visita si eso representa un problema.

—Es un poco más complicado que eso.

—Estoy listo —informó Clayton.

Había llegado a la puerta de la habitación. Se había puesto los zapatos sin calcetines y llevaba la camisa sin abotonar, pero llevaba la chaqueta y parecía que se hubiera pasado los dedos por el pelo. Su aspecto era el de un vagabundo anciano.

La enfermera no daba su brazo a torcer. Soltó de repente la silla de ruedas y se acercó a Clayton hasta quedar justo frente a su cara.

—No puede irse, señor Sloan. Necesita que su médico, el doctor Vestry, le dé el alta, y le puedo asegurar que eso no va a suceder. Voy a llamarle ahora mismo.

Yo acerqué la silla para que Clayton pudiera sentarse. Luego di media vuelta y nos dirigimos al ascensor.

La enfermera volvió a su mostrador, descolgó el teléfono y exclamó:

—¡Seguridad! ¡He dicho que les necesito aquí arriba ahora mismo!

Las puertas del ascensor se abrieron y empujé dentro la silla de Clayton; luego pulsé el botón del primer piso y observé cómo la enfermera nos miraba hasta que las puertas se cerraron de nuevo.

—Cuando se abran las puertas —le dije con calma a Clayton—, voy a tener que empujarte a toda pastilla para largarnos de aquí.

Su única respuesta fue agarrar con las manos los brazos de la silla, con fuerza. En aquel momento deseé que llevara cinturón de seguridad.

Las puertas se abrieron; sólo unos quince metros nos separaban de la puerta de Urgencias y del aparcamiento que se extendía tras ellas.

—Sujétate bien —susurré, y salí disparado.

La silla no estaba hecha para hacer carreras, pero la empujé hasta el punto que las ruedas delanteras empezaron a bambolearse. Me preocupaba que de pronto se torciera a derecha o a izquierda, o que Clayton saliera disparado y terminara con el cráneo fracturado antes de que pudiera meterlo en la ranchera de Vince. Así que apoyé un poco más de peso en el manillar e incliné la silla hacia atrás, como si llevara una carretilla.

Clayton se agarró con fuerza.

La pareja de ancianos que había visto en la sala de espera atravesaba en ese momento el vestíbulo.

—¡Apártense! —les grité.

La mujer volvió la cabeza y tiró del marido justo en el momento en que pasábamos a su lado a la carrera.

Los sensores de las puertas correderas de la entrada de Urgencias no tuvieron tiempo de detectarnos, así que debí frenar para no lanzar a Clayton a través del cristal. Reduje la velocidad tan rápido como pude sin hacer que saliera disparado hacia delante y se cayera de la silla, y fue entonces cuando alguien que supuse que sería el guarda de seguridad se acercó por detrás y gritó:

—¡Eh! Deténgase ahora mismo, colega.

Tenía la adrenalina tan disparada que no me paré a pensar lo que hacía. Ahora sólo me guiaba por el instinto. Me di la vuelta aprovechando el impulso que parecía haber acumulado en mi carrera por el vestíbulo, mientras cerraba el puño en el proceso, y le di a mi perseguidor en plena cabeza.

No era un tipo muy grande, de unos setenta y cinco kilos, y un metro setenta, con pelo negro y bigote; debía de imaginarse que el uniforme gris y el cinturón ancho y negro con la pistola colgando harían el resto. Por fortuna aún no había sacado el arma, porque habría dado por supuesto que un hombre arrastrando a un paciente moribundo en una silla de ruedas no suponía una gran amenaza.

Estaba equivocado.

Se cayó sobre la puerta de Urgencias como si alguien le hubiera cortado los hilos. Se oyó chillar a una mujer pero no perdí ni un segundo en averiguar quién era, o si alguien más venía tras de mí. Me di la vuelta de nuevo, agarré el manillar de la silla de ruedas y seguí empujando a Clayton hacia el aparcamiento, justo hasta la puerta del acompañante del Dodge.

Saqué las llaves, le di al control remoto y abrí la puerta. El asiento de la ranchera quedaba alto, y tuve que coger a Clayton en brazos para que pudiera sentarse. Cerré la puerta de golpe, rodeé el vehículo hasta el otro lado y golpeé la silla de ruedas con el neumático delantero derecho mientras salía marcha atrás. Oí cómo golpeaba el guardabarros.

—¡Mierda! —exclamé al recordar cómo cuidaba Vince su preciado coche.

Las ruedas de la ranchera chirriaron mientras abandonaba el aparcamiento, en dirección a la autopista. Pude ver con el rabillo del ojo al personal de Urgencias salir por la puerta a tiempo para ver cómo nos íbamos.

—Tenemos que volver a mi casa —dijo Clayton, que parecía exhausto.

—Lo sé —respondí—. Allí es adonde voy. Necesito saber por qué no contesta Vince y asegurarme de que todo va bien, quizás incluso enfrentarme a Jeremy si aparece, en caso de que no lo haya hecho ya.

—Y hay algo que tengo que coger —explicó Clayton—. Antes de ir a ver a Cynthia.

—¿El qué?

Levantó débilmente la mano hacia mí.

—Más tarde.

—Van a llamar a la policía —dije refiriéndome a la gente del hospital—. Prácticamente he secuestrado a un paciente y he atacado a uno de los guardas de seguridad. Estarán buscando esta ranchera.

Clayton no dijo nada.

Mientras nos dirigíamos al norte, hacia Youngstown, me puse a más de ciento cuarenta, y no dejaba de mirar el retrovisor por si veía aparecer las luces rojas. Traté de nuevo de llamar a Vince con el móvil, pero sin ningún éxito. Casi se me había acabado la batería.

Cuando llegamos a la salida de Youngstown me sentí enormemente aliviado. En la autopista me había sentido más vulnerable, más expuesto. Pero ¿y si la policía nos estaba esperando en casa de los Sloan? En el hospital podían haberles indicado la dirección del paciente huido, y probablemente vigilarían el lugar. ¿Qué paciente terminal no quiere ir a casa y morir en su propia cama?

Conduje la ranchera hasta Maine, torcí a la izquierda, avancé unos tres kilómetros hacia el sur y cogí la calle donde se encontraba la casa de Sloan. Parecía bastante tranquila mientras pasamos por delante de ella: un par de luces encendidas, el Honda Accord aparcado todavía enfrente.

No se veía ningún coche de policía. Aún.

—Voy a llevar la ranchera hasta la parte de atrás para que no se vea desde la calle —informé.

Clayton asintió. Conduje hasta el patio trasero, y apagué el motor y las luces.

—Ve adentro —dijo Clayton—. A ver qué ha pasado con tu amigo. Yo intentaré alcanzarte.

Salté del coche y me dirigí a la puerta trasera. Estaba cerrada con llave, así que la golpeé.

—¡Vince! —grité.

Miré a través de las ventanas pero no percibí ningún movimiento. Di la vuelta a la casa hasta llegar a la fachada, sin dejar de mirar arriba y abajo por si aparecía algún coche de policía, y traté de abrir la puerta principal.

La llave no estaba echada.

—¡Vince! —llamé mientras entraba en el vestíbulo.

En aquel momento no vi a Enid Sloan, ni su silla, ni a Vince Fleming.

No hasta que llegué a la cocina.

Enid no estaba allí y su silla, tampoco. Pero Vince estaba tendido en el suelo, con la parte de atrás de la camisa teñida de sangre.

—Vince —dije mientras me arrodillaba junto a él—. Por Dios, Vince. —Creía que estaba muerto, pero dejó escapar un tenue gemido—. Joder tío, aún estás vivo.

—Terry —susurró con la mejilla derecha contra el suelo—. Tenía una… tenía una jodida arma debajo de la manta. —Los ojos se le subían por detrás de los párpados. Le salía sangre de la boca—. Menuda vergüenza…

—No hables —le ordené—. Voy a llamar al 091.

Encontré el teléfono, lo descolgué y marqué los tres números.

—Han disparado a un hombre —informé.

Le di la dirección, le pedí a la operadora que se dieran prisa, ignoré todas sus demás preguntas y colgué.

—Vino a casa —susurró Vince cuando volví a arrodillarme a su lado—. Ella le abrió la puerta y ni siquiera le dejó entrar… dijo que tenían que irse enseguida. Le llamó… después de dispararme, y le dijo que se diera prisa.

—¿Jeremy ha estado aquí?

—Les oí hablar… —Otro reguero de sangre salió de su boca—. Hablaban de volver. Ella ni siquiera le dejó entrar a mear; no quería que me viera… No le contó…

¿En qué estaba pensando Enid? ¿Qué pasaba por su cabeza?

Entonces pude oír a Clayton arrastrándose hacia la puerta de entrada.

—Coño, cómo duele —dijo Vince—. Jodida vieja de mierda.

—Vas a salir de ésta —le tranquilicé.

—Terry —dijo, en voz tan baja que apenas pude oírlo. Acerqué la oreja a su boca—. Ve a verla de vez en cuando… a Jane. ¿Vale?

—Aguanta, amigo. Sólo un poco más.