40

Después de que pasaran uno o dos minutos sin que nadie contestara el timbre, miré a Vince.

—Vuelve a intentarlo —me indicó. Luego señaló la rampa—. Podría tardar un poco.

Así que volví a llamar, y entonces oímos un ruido amortiguado en el interior y un momento después se abrió la puerta, aunque no de par en par sino sólo hasta quedar entreabierta. Vimos a una mujer en silla de ruedas que se deslizaba hacia atrás y luego se inclinaba adelante para abrir la puerta unos centímetros más, para después ir hacia atrás de nuevo e inclinarse otra vez para abrirla un poco más.

—¿Sí? —preguntó.

—¿Señora Sloan? —dije.

Debía de tener sesenta y muchos, casi setenta años. Era delgada, pero el modo en que movía la parte superior de su cuerpo no indicaba fragilidad. Agarraba con firmeza las ruedas de la silla y se movía hábilmente adelante y atrás frente a la puerta, bloqueándonos el paso. Llevaba una manta sobre el regazo que le llegaba hasta las rodillas, y un jersey marrón sobre una blusa de flores. Tenía el pelo plateado recogido y tirante, sin un mechón fuera de sitio. En sus pómulos marcados se distinguía el colorete y sus penetrantes ojos marrones pasaban la mirada de uno a otro de sus inesperados visitantes. Sus rasgos sugerían que en su juventud seguramente había sido una belleza, pero ahora ésta se había desvanecido, quizá por la forma en que apretaba las mandíbulas, o por cómo fruncía los labios, y por un aire de irritación e incluso de mezquindad.

Busqué en ella algún rastro que me recordara a Cynthia, pero no encontré ninguno.

—Sí, soy la señora Sloan —respondió.

—Siento molestarla tan tarde —me disculpé—. ¿Es la señora de Clayton Sloan?

—Sí, soy Enid Sloan —confirmó—. Y tiene razón, es muy tarde. ¿Qué quieren?

El tono de su voz sugería que fuera lo que fuese, no podíamos contar con su colaboración. Mantenía la cabeza erguida, con la barbilla echada hacia delante, no sólo porque nos encontrábamos por encima de ella, sino también como una señal de determinación. Era una vieja dura, y no se podía jugar con ella. Me sorprendió que no se sintiera más asustada de dos hombres que habían aparecido en su puerta en plena noche, pues el hecho es que ella no dejaba de ser una anciana en una silla de ruedas, y nosotros dos hombres jóvenes.

Eché un rápido vistazo a la habitación. Muebles coloniales de imitación, luces de Ethan Allen y mucho espacio entre las piezas para permitir el paso de la silla de ruedas. Visillos y cortinas desvaídas y algunos jarrones con flores de plástico. La alfombra, gruesa y hecha a mano, que debía de haber costado un dineral cuando la pusieron, parecía usada y raída en algunos lugares, y el pelo estaba desgastado por la silla de ruedas.

Había un televisor encendido en una habitación del primer piso, y desde algún lugar del interior de la casa llegaba un aroma delicioso. Lo olisqueé.

—¿Un pastel? —pregunté.

—De zanahoria —replicó con brusquedad—. Para mi hijo. Hoy vuelve a casa.

—¡Oh! —exclamé—. Es precisamente a él a quien hemos venido a ver. ¿Jeremy?

—¿Qué quieren de Jeremy?

¿Qué era exactamente lo que queríamos de Jeremy? O al menos, ¿qué era lo que queríamos decir que queríamos de Jeremy?

Mientras yo dudaba, intentando sacarme algo de la manga, Vince se hizo cargo.

—¿Dónde está Jeremy ahora mismo, señora Sloan?

—¿Quién es usted?

—Me temo que aquí somos nosotros los que hacemos las preguntas, señora —dijo él.

Había adoptado un tono autoritario, pero parecía estar haciendo un esfuerzo para no parecer amenazador. Me pregunté si trataba de dar la impresión a Enid Sloan de que era algún tipo de poli.

—¿Quiénes son ustedes?

—Quizá —intervine— si pudiéramos hablar con su marido… ¿Podríamos hablar con Clayton?

—No está aquí —replicó Enid Sloan—. Se encuentra en el hospital.

Aquello me cogió por sorpresa.

—Oh —dije—, lo siento. ¿Se trata del hospital que vimos mientras veníamos aquí?

—Si vinieron por Lewiston, sí —confirmó—. Lleva varias semanas allí. Tengo que tomar un taxi para ir a verlo. Cada día, ida y vuelta.

Me imaginé que era importante para ella que supiéramos los sacrificios que realizaba por su marido.

—¿No puede llevarla su hijo? —preguntó Vince—. ¿Tanto hace que no está aquí?

—Ha estado ocupado.

Movió su silla hacia delante, como si pudiera echarnos del porche.

—Espero que no sea nada serio —dije—. Lo de su marido.

—Mi marido se está muriendo —explicó Enid Sloan—. Tiene cáncer por todo el cuerpo. Es sólo cuestión de tiempo —vaciló un momento antes de preguntarme—: ¿Es usted el que ha llamado? ¿Preguntando por Jeremy?

—Ah, sí —respondí—. Necesitaba ponerme en contacto con él.

—Dijo usted que él le había contado que se marchaba a Connecticut —me dijo en tono acusador.

—Creo que eso fue lo que dijo —le respondí.

—Él nunca le dijo eso. Se lo pregunté y me dijo que no le había explicado a nadie que se iba. Así que ¿cómo lo sabía usted?

—Creo que deberíamos continuar esta discusión dentro —intervino Vince dando un paso adelante.

Enid Sloan se agarró a sus ruedas.

—Creo que no.

—Bueno, pues yo creo que sí —replicó Vince.

Apoyó ambas manos en los brazos de la silla y la movió hacia atrás. Los esfuerzos de Enid no pudieron hacer mucho ante la fuerza de Vince.

—¡Eh! —le dije a éste mientras le tocaba en el brazo.

No entraba dentro de mis planes usar la fuerza con una mujer en silla de ruedas.

—No te preocupes —me tranquilizó Vince—. Es sólo que aquí fuera en el porche hace frío, y no quiero que la señora Sloan coja un resfriado de muerte.

No me gustó mucho su elección de palabras.

—Deténgase ahora mismo —ordenó la señora Sloan dando manotazos a las manos y los brazos de Vince.

Él la empujó al interior y no me pareció que yo tuviera muchas más opciones que seguirlo y cerrar la puerta principal tras de mí.

—Creo que no hace falta que nos andemos por las ramas —sentenció Vince—. Lo mejor será que pregunte lo que quiera.

—¿Quién demonios son ustedes? —nos espetó Enid.

La pregunta me sorprendió.

—Señora Sloan —dije—, mi nombre es Terry Archer y mi mujer se llama Cynthia, Cynthia Bigge.

Se me quedó mirando con la boca abierta. Se había quedado sin palabras.

—Asumo que ese nombre significa algo para usted —deduje—. El de mi mujer, quiero decir. Quizá también el mío, pero el de mi esposa parece haberle causado impresión.

Siguió sin decir nada.

—Me gustaría preguntarle una cosa —continué—. Y podría sonar como una locura, pero tendrá que tener un poco de paciencia si mi pregunta le parece ridícula.

Silencio.

—Bien, ahí va —dije—. ¿Es usted la madre de Cynthia? ¿Es Patricia Bigge?

Se echó a reír desdeñosamente.

—No sé de qué está hablando —soltó.

—Entonces ¿de qué se ríe? —pregunté—. Parece usted conocer los nombres que le estoy mencionando.

—Váyanse de mi casa. Nada de lo que está diciendo tiene ningún sentido para mí.

Miré a Vince, que tenía una expresión pétrea.

—¿Viste alguna vez a la madre de Cyn? —le pregunté—. ¿Aparte de esa vez, cuando salió con el coche por la noche?

Negó con la cabeza.

—No.

—¿Podría ser ella?

Entrecerró los ojos y la miró, concentrado.

—No lo sé, pero creo que no es muy probable.

—Voy a llamar a la policía —dijo Enid girando la silla.

Vince se acercó a ella por detrás con la intención de sujetar la silla, pero le detuve con un gesto.

—No —dije—. Quizá sea una buena idea. Podríamos esperar todos juntos a que Jeremy vuelva a casa y hacerle algunas preguntas con la policía aquí.

Eso hizo que Enid detuviera la silla de ruedas y preguntara:

—¿Por qué debería asustarme que viniera la policía?

—Ésa es una buena pregunta. ¿Por qué? ¿Podría tener algo que ver con lo que sucedió hace veinticinco años? ¿O quizá con algunos sucesos más recientes, en Connecticut? ¿Mientras Jeremy estaba fuera? ¿La muerte de Tess Berman, la tía de mi mujer? ¿Y la de un detective llamado Denton Abagnall?

—Fuera de aquí —ordenó.

—Y hablando de Jeremy —continué—. Es el hermano de Cynthia, ¿verdad?

Me lanzó una mirada llena de odio.

—No se atreva a decir eso —dijo con las manos sobre la manta.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Porque es verdad? ¿Porque en realidad Jeremy es Todd?

—¿Qué? —exclamó—. ¿Quién le ha contado eso? No es más que una asquerosa mentira.

Miré por encima de su hombro a Vince, cuyas manos sujetaban el manillar de goma de la silla de ruedas.

—Quiero llamar por teléfono —solicitó ella—. Les exijo que me dejen usar el teléfono.

—¿A quién quiere llamar? —preguntó Vince.

—No es asunto suyo.

Vince me lanzó una mirada.

—Va a llamar a Jeremy —afirmó con calma—. Quiere advertirle. Y no me parece una buena idea.

—¿Y qué hay de Clayton? —pregunté—. ¿Clayton Sloan es de hecho Clayton Bigge? ¿Ambos son la misma persona?

—Déjeme llamar por teléfono —repitió ella, siseando como una serpiente.

Vince agarró la silla con más fuerza.

—No puedes sujetarla así —le dije—. Es como un secuestro, o un confinamiento o algo parecido.

—¡Eso es! —exclamó Enid Sloan—. No pueden hacer esto, no pueden meterse en casa de una anciana y retenerla así.

Vince soltó la silla.

—Entonces use el teléfono, pero para llamar a la policía —dijo, sumándose a mi farol—. Olvídese de llamar a su hijo. Llame a la poli.

La silla no se movió.

—Tengo que ir al hospital —le dije a Vince—. Quiero ver a Clayton Sloan.

—Está muy enfermo —informó Enid Sloan—. No se le puede molestar.

—Quizá pueda molestarle lo justo para hacerle un par de preguntas.

—¡No puede ir allí! ¡Se ha terminado el horario de visitas! Además, está en coma. Ni siquiera se dará cuenta de que está allí.

Me imaginé que si estaba en coma no le importaría que fuera a verle.

—Vámonos al hospital —dije a Vince.

—Si nos vamos —comentó éste—, ella llamará a Jeremy para avisarle de que estamos aquí. Podría atarla.

—Por Dios, Vince —exclamé.

No podía permitir que atara a una mujer anciana y discapacitada, no importaba lo antipática que fuera. Incluso aunque eso significara que nunca encontraría las respuestas a mis preguntas.

—¿Y si te quedas aquí?

Él asintió.

—Buena idea. Enid y yo podemos charlar, cotillear sobre los vecinos, cosas así. —Se inclinó sobre la silla para que ella pudiera verle la cara—. ¿A que será divertido? Incluso podríamos comer un poco de pastel de zanahoria. Huele delicioso.

Entonces cogió su chaqueta, sacó las llaves de la ranchera y las lanzó en mi dirección.

Las cogí en el aire.

—¿En qué habitación está? —le pregunté a Enid.

Ella me miró iracunda.

—Dígame en qué habitación está o yo mismo llamaré a la policía.

Se lo pensó un momento, llegó a la conclusión de que si iba al hospital probablemente podría encontrarle de todos modos, y luego dijo:

—Tercer piso. Habitación 309.

Antes de irme Vince y yo nos intercambiamos los números de móvil. Luego me subí a su ranchera y me peleé un poco con el contacto hasta que conseguí meter la llave. Siempre hacen falta un minuto o dos para acostumbrarse a un coche nuevo. Encendí el motor, encontré el control de las luces, di marcha atrás por el camino de entrada y giré. Me tomé un momento para orientarme. Sabía que Lewinston estaba hacia el sur, y que al salir del bar nos habíamos dirigido también hacia el sur, pero no sabía si ir hacia abajo me llevaría a donde quería llegar. Así que me dirigí de vuelta a Maine, torcí a la izquierda y una vez hube encontrado el camino a la autopista tomé la dirección sur.

La abandoné en la primera salida desde la que vislumbré la H azul en la distancia, llegué al aparcamiento y entré por la puerta de Urgencias. Había media docena de personas en la sala de espera: unos padres con un bebé que lloraba, un adolescente al que le supuraba sangre por la rodilla del tejano y una pareja de ancianos. Atravesé la habitación, pasé frente al mostrador de admisiones, donde vi un cartel que indicaba que las horas de visita habían terminado un par de horas antes, a las ocho, y cogí el ascensor hasta la planta 3.

Había muchas probabilidades de que alguien me detuviera en algún momento, pero mi idea era que si llegaba a la habitación de Clayton Sloan, todo iría bien.

Las puertas del ascensor se abrieron ante el mostrador de las enfermeras de la tercera planta. No había nadie. Avancé por el pasillo, me detuve un momento y entonces giré a la izquierda mirando los números de las habitaciones. Encontré la 322 y me di cuenta de que los números aumentaban a medida que avanzaba por el pasillo, así que di media vuelta y me dirigí en dirección contraria, lo que me obligaría a pasar de nuevo por el mostrador de las secretarias. Había una mujer de espaldas a mí, leyendo un historial, y pasé junto a ella haciendo el menor ruido posible.

Volví a fijarme en los números. El pasillo se desviaba a la izquierda, y la primera habitación con la que me encontré era la 309. La puerta estaba entreabierta y la estancia se encontraba a oscuras excepto por un fluorescente colgado en la pared al lado de la cama.

Se trataba de una habitación privada, para un solo paciente. Una cortina impedía ver nada más allá de los pies de la cama, donde una tablilla colgaba de una barra metálica. Avancé unos pasos, dejando atrás la cortina, y vi que había un hombre dormido tendido en la cama, levemente incorporada. Deduje que tendría unos setenta años. Tenía aspecto demacrado y el cabello escaso. Quizá debido a la quimioterapia. Su respiración era dificultosa; sus brazos descansaban a ambos lados del cuerpo y tenía los dedos largos y huesudos.

Me dirigí a la parte más alejada de la cama, donde la cortina me ocultaba del pasillo. Había una silla junto a la cabecera, y cuando me senté en ella conseguí hacerme aún más invisible para cualquiera que pasara por delante de la habitación.

Estudié el rostro de Clayton Sloan, en busca de algo que no había sido capaz de encontrar en el de Enid Sloan. La forma de la nariz, quizás, un hoyuelo en la mejilla. Alargué el brazo y toqué con suavidad la mano del hombre, y él soltó un leve gruñido.

—Clayton —susurré.

Él se sorbió la nariz y la movió inconscientemente.

—Clayton —susurré de nuevo, tocando su piel acartonada.

Un tubo se introducía en su brazo a la altura del codo. Algún tipo de suero intravenoso.

Abrió los ojos lentamente y volvió a sorberse la nariz. Entonces me vio, parpadeó un par de veces con dificultad y esperó a que su mirada se enfocara.

—¿Qué…?

—¿Clayton Bigge? —pregunté.

Aquello no sólo hizo que sus ojos enfocaran por completo, sino que también ayudó a que volviera la cabeza con brusquedad. Los pliegues carnosos de su cuello se unieron.

—¿Quién es usted? —murmuró.

—Su yerno —respondí.