Después de mirar el mapa decidimos que el camino más rápido era dirigirse hacia el norte por Massachusetts hasta llegar a Lee, girar después a la izquierda para entrar en el estado de Nueva York y coger la autopista de Nueva York en dirección norte hasta Albany, y luego a la izquierda, hacia Buffalo.
Nuestra ruta nos llevó a Otis, que estaba sólo a unos kilómetros de la cantera donde habían encontrado el coche de Patricia Bigge. Se lo conté a Vince.
—¿Quieres ir a verla? —le pregunté.
Hasta entonces habíamos conducido a una media de ciento treinta kilómetros por hora. El coche de Vince disponía de un detector de radares.
—Vamos muy bien de tiempo —dijo—. Sí, ¿por qué no?
Aunque en esta ocasión no había coches de policía señalando la entrada, me las arreglé para encontrar el estrecho camino. La ranchera, con su tracción, lo enfiló con mucha más facilidad que mi sedán, y cuando alcanzamos lo alto de la colina, donde los árboles se abrían sobre el borde del precipicio, pensé, sentado en el asiento del pasajero, que íbamos a caer por él.
Pero Vince frenó con suavidad, aparcó la ranchera y puso el freno de mano, algo que nunca antes le había visto hacer. Luego salió del coche, se acercó al límite del precipicio y miró hacia abajo.
—Encontraron el coche justo ahí —dije, acercándome a su lado y señalando con el dedo.
Vince asintió, impresionado.
—Si yo tuviera que estampar un coche con dos personas dentro —comentó—, me costaría encontrar un lugar mejor que éste.
Mi compañero era una cobra.
No, una cobra no. Un escorpión. Recordé aquella antigua historia de los indios americanos sobre la rana y el escorpión. La rana acepta ayudar al escorpión a cruzar el río si él promete no picarla e inyectarle su veneno. El escorpión le dice que sí, pero a medio camino, aunque eso signifique que también él morirá, el escorpión le clava su aguijón a la rana. Mientras se muere, ésta le pregunta: «¿Por qué lo has hecho?». Y el escorpión replica: «Porque soy un escorpión, y está en mi naturaleza».
Me pregunté en qué momento Vince Fleming me clavaría su aguijón.
Si lo hacía, no creí que corriera la misma suerte del escorpión del cuento. Vince me parecía más bien un superviviente.
En cuanto nos acercamos a Mass Pike y las líneas de cobertura volvieron a aparecer en mi móvil, intenté de nuevo llamar a Cynthia. El móvil estaba desconectado, así que lo probé en casa, aunque no tenía ninguna esperanza de encontrarla allí.
No estaba.
Quizás era mejor no encontrarla. Prefería llamarla cuando tuviera noticias de verdad; y quizá cuando llegáramos a Youngstown obtendría algunas.
Estaba a punto de guardar el teléfono cuando éste sonó en mi mano. Di un salto.
—¿Diga? —pregunté.
—Terry. —Era Rolly.
—Hola —saludé.
—¿Has sabido algo de Cynthia?
—Hablé con ella antes de irme, aunque no me dijo dónde estaba. Pero ella y Grace parecían estar bien.
—¿Antes de irte? ¿Dónde estás?
Rolly parecía realmente preocupado.
—Estamos a punto de llegar a Mass Turnpike, en Lee. Estamos de camino a Buffalo; de hecho, un poco más al norte.
—¿Estáis?
—Es una historia muy larga, Rolly, y cada vez parece alargarse más y más.
—¿Adónde vais?
—Quizá nos estemos metiendo en un callejón sin salida —respondí—, pero cabe la posibilidad de que haya encontrado a la familia de Cynthia.
—¿Me tomas el pelo?
—No.
—Pero Terry, de verdad, después de todos estos años deben de estar muertos.
—Tal vez, no lo sé. Quizás alguno sobrevivió. Quizá Clayton.
—¿Clayton?
—No lo sé. Todo lo que sé es que ahora nos dirigimos a una dirección cuyo número de teléfono está a nombre de Clayton Sloan.
—Terry, no creo que debas seguir con esto. No sabes en lo que te estás metiendo.
—A lo mejor —convine; luego miré a Vince y añadí—: Pero estoy con alguien que parece saber manejarse en situaciones complicadas.
Claro que en este caso estar con Vince era la situación complicada.
Una vez hubimos llegado al estado de Nueva York y sacamos el tique en el peaje, no tardamos mucho en llegar a Albany. Ambos necesitábamos comer algo y descargar nuestra vejiga, así que nos detuvimos en un restaurante de carretera. Compré unas hamburguesas y unas coca-colas y las llevé al coche para que pudiéramos seguir conduciendo mientras comíamos.
Una vez llegamos al este de Albany, la autopista de Nueva York nos llevó a través del límite sur de los Adirondacks, y si no hubiera tenido el pensamiento ocupado con mi situación actual, habría apreciado el paisaje. Tras dejar atrás Utica la autopista se ensanchó, al mismo tiempo que los campos a nuestro alrededor. La única vez que había hecho ese viaje, en una ocasión en que fui a Toronto a dar una conferencia sobre pedagogía, aquella parte del camino parecía alargarse eternamente.
Hicimos otra parada en las afueras de Siracusa que no duró más de diez minutos.
No hablábamos mucho. Escuchábamos la radio; Vince elegía la emisora, por supuesto. Música country en su mayor parte. Miré los CD que tenía en el compartimiento entre los dos asientos.
—¿Nada de los Carpenters?
El tráfico empeoró al acercarnos a Buffalo. También empezó a oscurecer. A partir de entonces tuve que consultar más a menudo el mapa para indicar a Vince cómo atravesar la ciudad. Al final no llevé el coche en ningún momento. Vince era un conductor mucho más agresivo que yo, y estaba dispuesto a tragarme el miedo si aquello significaba llegar antes a Youngstown.
Cuando dejamos Buffalo atrás nos dirigimos hacia las cataratas del Niagara; seguimos conduciendo por la autopista sin detenernos a ver una de las maravillas del mundo, atravesamos Lewiston en dirección a Robert Moses Parkway, y vi un hospital, con su H iluminada en el cielo nocturno. No mucho más arriba de Lewiston, tomamos la salida hacia Youngstown.
Antes de salir de casa no se me había ocurrido anotar la dirección exacta de Clayton Sloan, ni había impreso el mapa. En aquel momento no sabía que nos íbamos a embarcar en ese viaje. Pero Youngstown era un pueblo, no una gran ciudad como Buffalo, así que nos imaginamos que no nos costaría demasiado orientarnos. Salimos de Robert Moses y entramos en Lockport Street, y luego giramos hacia el sur, hacia Maine.
Entonces vimos un bar.
—Probablemente tengan un listín telefónico —comenté.
—A mí no me importaría comer algo —dijo Vince.
Yo me sentía hambriento, pero también un poco ansioso. Estábamos tan cerca…
—Algo rápido —apunté, y Vince encontró un sitio para aparcar a la vuelta de la esquina.
Volvimos hacia el bar, entramos y nos asaltó un aroma a cerveza y alitas de pollo. Mientras Vince agarraba un taburete del mostrador y pedía una cerveza y unas alitas yo encontré el teléfono, pero no había listín. Cuando le pregunté al camarero, me alargó el que tenía bajo el mostrador.
La dirección de Clayton Sloan era el número 25 de Niagara View Drive. Entonces lo recordé. Le devolví el listín al camarero y le pregunté cómo llegar allí.
—Hacia el sur, a Maine, unos ochocientos metros.
—¿A la derecha o a la izquierda?
—A la izquierda; si vas a la derecha te caerás al río, compañero.
Youngstown estaba junto al río Niágara, justo en la orilla enfrente de la localidad canadiense de Niagara-on-the-Lake, famosa por sus actuaciones de teatro. Recordé que allí organizaban el festival Shaw, en honor a George Bernard Shaw.
Quizás en otra ocasión.
Mordisqueé la carne de un par de alitas y me bebí media cerveza, pero la ansiedad me había cerrado el estómago.
—No puedo esperar más —le dije a Vince—. Vámonos.
Él lanzó unos billetes sobre la barra y nos dirigimos a la puerta.
Los focos delanteros de la ranchera iluminaban las señales indicativas, y no tardamos mucho en llegar a Niagara View.
Vince giró a la izquierda y bajó lentamente por la calle mientras yo escrutaba los números.
—Veintiuno, veintitrés —conté—. Ahí —dije finalmente—. Veinticinco.
En lugar de aparcar allí mismo, Vince condujo unos cien metros más antes de apagar la ranchera y las luces.
Había un coche en la calle, frente al número veinticinco. Un Honda Accord plateado, de unos cinco años de antigüedad. Pero ningún coche marrón.
Si Jeremy Sloan se había ido a casa, parecía que nosotros habíamos llegado antes que él. A menos que su coche estuviera guardado en el garaje de dos plazas que había a un lado.
El edificio era una típica casa de suburbio de un solo piso, blanca, seguramente construida en los sesenta. Bien cuidada. Un porche, dos asientos reclinables de madera. El lugar no exudaba riqueza, pero sí comodidad.
También había una rampa para silla de ruedas, con una suave inclinación, que iba desde el camino de entrada hasta el porche. La subimos y nos quedamos de pie frente a la puerta.
—¿Cómo quieres llevar esto? —preguntó Vince.
—¿Tú qué crees?
—Yo me guardaría un as en la manga.
Había aún luces encendidas en la casa y me pareció detectar el sonido de un televisor desde el interior, así que no daba la impresión de que fuéramos a despertar a nadie. Levanté el índice hacia el timbre y, tras un breve momento, llamé.
—Empieza el espectáculo —dijo Vince.