Como profesor de instituto, no tenía mucha experiencia en lidiar con matones que te agarraban en medio de la calle frente a una cafetería y te lanzaban a la parte de atrás de un cuatro por cuatro.
Poco a poco me di cuenta de que nadie tenía mucho interés en escuchar lo que yo tenía que decir.
—Mirad —dije desde el suelo del asiento trasero—, esto tiene que ser un error.
Intenté darme ligeramente la vuelta, para poder al menos echar un vistazo al tipo calvo que me aplastaba con su bota.
—Cierra la jodida boca —replicó él, mirándome.
—Lo único que digo —continué— es que no soy la clase de tipo en el que podríais estar interesados. No os deseo ningún mal. ¿Quién creéis que soy? ¿El miembro de alguna banda? Soy un profesor.
Desde el asiento delantero, Rubito dijo:
—Yo odiaba a todos mis putos profesores. Eso es suficiente para llevarte con nosotros.
—Lo siento, sé que hay muchos profesores de mierda por ahí, pero lo que intento explicaros es que yo no tengo nada que ver…
Calvito suspiró, se abrió la chaqueta, sacó un arma que no era la pistola más grande del mundo, pero que desde mi posición en el suelo parecía un cañón, y me apuntó a la cabeza.
—Si tengo que dispararte en el coche mi jefe se va a cabrear mucho cuando vea la sangre, los huesos y la materia gris desparramados por la tapicería; pero cuando le cuente que no cerrabas tu puta boca como te habíamos pedido, creo que lo entenderá.
Me callé.
No hacía falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta de que todo aquello tenía algo que ver con el hecho de haber estado preguntando por ahí sobre Vince Fleming. Quizás alguno de los tipos de la barra del Mike’s había hecho una llamada. Quizás el camarero había telefoneado al taller de carrocerías antes incluso de que yo llegara allí, y alguien se había puesto en contacto con esos dos matones para que descubrieran por qué quería ver a Vince Fleming.
Pero el hecho es que nadie me había preguntado absolutamente nada sobre eso.
A lo mejor no les importaba. Quizá ya era suficiente con que yo hubiera preguntado. Si andabas preguntando por Vince Fleming, acababas en la parte trasera de un cuatro por cuatro y nadie te volvía a ver nunca más.
Empecé a pensar en una forma de escapar. Eran tres tipos grandes contra mí. A juzgar por el peso extra que soportaban alrededor de la cintura quizá no eran los tíos más en forma de Milford, pero ¿cuán en forma tenías que estar cuando ibas armado? Si uno de ellos tenía un arma, parecía razonable asumir que los otros también.
¿Podría hacerme con la pistola de Calvito, dispararle, abrir la puerta y saltar de un coche en marcha?
Ni en un millón de años.
Calvito aún tenía el arma en la mano, que descansaba sobre la rodilla. La otra pierna seguía apoyada sobre mí. Rubito y el conductor estaban hablando de algo que no estaba relacionado conmigo, sino con el partido de béisbol de la noche anterior. Entonces Rubito dijo:
—¿Qué coño es esto?
—Un CD —explicó el conductor.
—Ya veo que es un CD; pero supongo que no irás a ponerlo.
—Yo diría que sí.
Oí el ruido característico de un CD al cargarse en el reproductor del salpicadero.
—No me lo puedo creer —dijo Rubito.
—¿Qué? —dijo Calvito desde el asiento de atrás.
Antes de que nadie pudiera decir nada, la música empezó a sonar. Se oyó una introducción instrumental, y entonces…
—Why do birds suddenly appear… every time… you are near?
—No me jodas —dijo Calvito—. ¿Los jodidos Carpenters?
—¡Eh! —exclamó el conductor—. Iros a la mierda. Yo crecí escuchando esto.
—Dios —dijo Rubito—. La tía que canta, ¿no es la que no comía nada?
—Sí —confirmó el conductor—. Tenía anorexia.
—Esa gente —terció Calvito— debería tomarse una jodida hamburguesa o algo así.
¿Podían tres tipos que debatían los méritos de un grupo de los setenta estar planeando llevarme a algún sitio para ejecutarme? ¿No tendría que haber sido el ambiente en el coche un poco más sombrío? Por un momento me sentí esperanzado. Y entonces recordé la escena de Pulp Fiction en la que John Travolta y Samuel L. Jackson discuten sobre cómo llaman a la Big Mac en París momentos antes de ir a un apartamento a cometer un asesinato. Estos tipos ni siquiera tenían esa clase de estilo. De hecho, más de uno desprendía un inconfundible olor a transpiración corporal.
¿Es así como acaba todo? ¿En el asiento trasero de un cuatro por cuatro? En un momento te estás tomando un café y al siguiente estás mirando por el cañón de la pistola de un desconocido, preguntándote si las últimas palabras que vas a oír serán: They long to be… close to you.
Giramos un par de veces, atravesamos las vías de un tren y entonces el cuatro por cuatro pareció descender, aunque muy ligeramente, como si nos dirigiéramos a la orilla del estrecho.
Entonces el vehículo aminoró la marcha, giró bruscamente a la derecha, se subió a una acera y se detuvo. Miré por la ventanilla y prácticamente lo único que vi fue el cielo, pero también la pared lateral de una casa. Cuando el conductor apagó el motor, pude oír gaviotas.
—Muy bien —dijo el Calvito mirándome—. Quiero que te comportes. Vamos a salir fuera y subiremos unas escaleras hasta una casa, y si intentas salir corriendo, o gritar pidiendo ayuda, o cualquier otra gilipollez, voy a hacerte daño. ¿Lo entiendes?
—Sí —confirmé.
Rubito y el conductor ya estaban fuera. Calvito abrió su puerta y salió; yo me senté primero en el asiento de atrás y luego me deslicé hasta quedar de pie junto al coche.
El vehículo estaba aparcado en un camino entre dos casas de la playa. Tenía casi la certeza de que nos encontrábamos en East Broadway. Las casas allí están bastante juntas, y al mirar al sur entre ellas pude otear la playa y, más allá, el estrecho de Long Island. La visión de la isla de Charles confirmó nuestra situación.
Calvito me hizo una señal para que subiera un tramo de escaleras que ascendían por el lado de una casa amarillo pálido hasta el segundo piso. La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por un garaje. Rubito y el conductor iban en cabeza, luego yo y luego Calvito. Los escalones estaban llenos de arena de la playa, que crujía bajo nuestros pies al pisarla.
En lo alto de las escaleras el conductor abrió una puerta de rejilla metálica y el resto de nosotros entramos tras él. Nos encontramos en una gran habitación con puertas de cristal correderas orientadas hacia el agua, y una terraza suspendida sobre la playa. Había algunas sillas y un sofá, y una estantería repleta de novelas en rústica; y en la pared de enfrente de los ventanales, una mesa y una cocina.
Otro hombre fornido se encontraba de espaldas a mí, frente a la cocina, sujetando una sartén con una mano y una espátula con la otra.
—Aquí está —dijo Rubito.
El hombre asintió sin decir nada.
—Estaremos abajo, en el coche —añadió Calvito, y le hizo una señal a Rubito para que él y el conductor le siguieran.
Los tres salieron de la casa y pude oír sus botas alejándose por las escaleras.
Me quedé allí de pie, en el centro de la habitación. En una situación normal me hubiera dado la vuelta para apreciar la vista que se divisaba desde las cristaleras, quizás incluso habría andado hasta la terraza para aspirar el aire marino. Pero en lugar de eso, me quedé mirando la espalda del hombre.
—¿Quieres unos huevos? —me preguntó.
—No, gracias —respondí.
—No es ningún problema —añadió—. Fritos, revueltos, escaldados, lo que sea.
—No, pero gracias igualmente —insistí.
—Me suelo levantar un poco tarde, y a veces es casi la hora de comer cuando me preparo el desayuno —explicó.
Alargó la mano hacia un armario y cogió un plato, puso dentro unos huevos revueltos, añadió algunas salchichas que debía de haber cocinado antes y que hasta ese momento permanecían sobre una servilleta de papel; luego abrió el cajón de los cubiertos y sacó un tenedor y lo que parecía ser un cuchillo para carne.
Se dio la vuelta y se acercó a la mesa, apartó un poco la silla y se sentó.
Tenía aproximadamente mi edad, aunque creo que puedo decir, objetivamente, que tenía peor aspecto que yo. Su rostro estaba picado, tenía una cicatriz de unos tres centímetros sobre su ojo derecho, y su cabello, que una vez había sido negro, ahora estaba profusamente salpicado de gris. Llevaba una camiseta negra metida por dentro de unos tejanos también negros, y pude ver la parte inferior de un tatuaje que tenía en la parte superior de su brazo derecho, aunque no lo suficiente como para distinguir qué era. Su estómago parecía a punto de reventar la camiseta, y suspiró por el esfuerzo de dejarse caer sobre la silla.
Hizo un gesto hacia la silla que había en el otro lado de la mesa. Yo me acerqué cautelosamente y me senté. Abrió un bote de ketchup y esperó a que cayera sobre el plato, junto a los huevos y las salchichas. Tenía una taza de café frente a él, y cuando alargó la mano para cogerla me ofreció.
—¿Café?
—No —respondí, y añadí—: Acabo de tomar uno en la cafetería de donuts.
—¿La que está junto a mi negocio? —preguntó.
—Sí.
—No es muy bueno.
—No, la verdad es que no. Me he dejado la mitad —coincidí.
—¿Te conozco? —me preguntó, metiéndose algunos huevos en la boca.
—No —respondí.
—Sin embargo has estado preguntando por mí. Primero en Mike’s y luego en mi taller.
—Sí —confirmé—. No era mi intención alarmarte.
—No era mi intención —repitió. El hombre que ahora sabía que era Vince Fleming pinchó una salchicha con el tenedor, la colocó en el plato, acercó el cuchillo de carne y cortó un trozo, que se metió en la boca—. Bien, cuando alguien a quien no conozco empieza a preguntar por mí, eso puede ser un motivo de preocupación.
—Supongo que no era consciente de ello.
—Teniendo en cuenta el tipo de negocios a los que me dedico, a veces me relaciono con personas cuyas prácticas empresariales no son muy ortodoxas.
—Claro —dije.
—Así que cuando alguien a quien no conozco empieza a preguntar por mí, me gusta concertar una cita en un lugar donde sienta que estoy en posición ventajosa.
—Creo que lo has conseguido —afirmé.
—Así que ¿quién coño eres?
—Terry Archer. Conoces a mi mujer.
—Conozco a tu mujer —repitió, como si dijera: «¿Y?».
—Ahora ya no; fue hace mucho tiempo.
Fleming me miró con el ceño fruncido mientras se comía otro trozo de salchicha.
—¿De qué va esto? ¿Ligué con tu chica o algo así? Mira, no es culpa mía si no puedes satisfacer a tu mujer y tiene que venir a mí para conseguir lo que quiere.
—No se trata de eso —aclaré—. Mi mujer se llama Cynthia. Cuando tú la conociste se llamaba Cynthia Bigge.
Dejó de masticar en seco.
—Oh, mierda. Tío, eso fue hace mucho tiempo.
—Veinticinco años —especifiqué.
—Te has tomado tu tiempo para venir a verme —dijo Vince Fleming.
—Últimamente han ocurrido algunas cosas —expliqué—. Supongo que recuerdas lo que pasó esa noche.
—Sí. Toda su jodida familia desapareció.
—Eso es. Acaban de encontrar los cuerpos de la madre de Cynthia y de su hermano.
—Todd.
—Así es.
—Yo conocía a Todd.
—¿Ah sí?
Vince Fleming se encogió de hombros.
—Bueno, un poco, porque íbamos a la misma escuela; era un tío guay.
Engulló un poco más de huevo cubierto de ketchup.
—¿No tienes curiosidad por saber dónde los han encontrado? —pregunté.
—Me imagino que me lo vas a contar —respondió.
—Aparecieron dentro del coche de la madre de Cynthia, un Ford Escort amarillo, en el fondo de un lago en una cantera, en Massachusetts.
—¡No jodas!
—Sí jodo.
—Deben de llevar bastante tiempo ahí —reflexionó Vince—. ¿Y aun así han podido saber quiénes eran?
—ADN —expliqué.
Vince sacudió la cabeza, admirado.
—Jodido ADN. ¿Qué haríamos sin él?
Se terminó una salchicha.
—Y han asesinado a la tía de Cynthia —continué.
Vince entrecerró los ojos.
—Creo que Cynthia me habló de ella. ¿Bess?
—Tess —rectifiqué.
—Eso. ¿Qué pasó?
—Alguien la apuñaló hasta matarla en su cocina.
—Mmm —dijo Vince—. ¿Hay alguna razón por la que me estés contando todo esto?
—Cynthia ha desaparecido —expliqué—. Ella… se ha ido; y se ha llevado a nuestra hija. Tenemos una hija que se llama Grace; tiene ocho años.
—Qué putada.
—Creía que era posible que Cynthia hubiera venido a verte. Está tratando de encontrar respuestas para lo que pasó esa noche, y es posible que tú tengas algunas.
—¿Qué podría saber yo?
—No lo sé. Probablemente fuiste la última persona que vio a Cynthia esa noche, aparte de su familia. Y tuviste un pequeño encontronazo con su padre antes de que se llevara a Cynthia a casa.
No tuve tiempo de reaccionar.
Vince Fleming extendió la mano desde el otro lado de la mesa, me agarró la muñeca derecha y se la acercó a él mientras con la otra mano cogía el cuchillo de carne que había estado usando para cortar la salchicha. Describió un arco en el aire con él y la hoja se clavó en la mesa de madera entre mis dedos corazón y anular.
—¡Dios! —grité.
La mano de Vince parecía una garra sobre mi muñeca, a la que aplastaba contra la mesa.
—No me gusta cómo suena lo que estás insinuando —dijo.
Yo me había quedado sin aire, así que no pude responder. Seguía mirando el cuchillo, como si quisiera asegurarme de que no me había atravesado la mano.
—Tengo una pregunta para ti —dijo Vince muy lentamente, agarrándome todavía la muñeca y dejando el cuchillo clavado—. Hay un tipo, otro tipo, que también ha estado preguntando por mí. ¿Sabes algo de eso?
—¿Qué tipo? —pregunté.
—De unos cincuenta años, con el pelo gris; podría ser un detective privado. Estuvo preguntando, aunque no fue tan descarado como tú.
—Creo que podría tratarse de un hombre llamado Abagnall —expliqué—. Denton Abagnall.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Cynthia lo contrató. Ambos lo contratamos.
—¿Para que me investigara?
—No. Quiero decir, no específicamente. Lo contratamos para que intentara encontrar a la familia de Cynthia. O al menos para que descubriera lo que les había pasado.
—¿Y eso implicaba preguntar sobre mí?
Tragué saliva.
—Mencionó que creía que valía la pena investigarte más a fondo.
—¿De verdad? ¿Y qué ha descubierto sobre mí?
—Nada —respondí—. Quiero decir que si encontró algo, no sabemos lo que es. Y no es muy probable que lo averigüemos.
—¿Y eso por qué? —preguntó Vince Fleming.
O bien no lo sabía, o bien era muy bueno disimulando.
—Está muerto —expliqué—. También le asesinaron. En un parking en Stamford. Creemos que puede tener algo que ver con el asesinato de Tess.
—Y los chicos también me dijeron que una poli había estado metiendo las narices, preguntando sobre mí. Una tía negra, baja y gorda.
—Wedmore —aclaré—. Ha estado investigando todo el asunto.
—Bien —dijo Vince soltándome la muñeca y arrancando el cuchillo de la mesa—. Todo esto es muy interesante, pero la verdad es que no me importa una mierda.
—¿Así que no has visto a mi mujer? —pregunté—. ¿No ha venido a verte para hablar contigo?
—No —respondió Vince sin alterarse, y luego se me quedó mirando a los ojos, como si me retara a contradecirle.
Le sostuve la mirada.
—Espero que me estés diciendo la verdad, Fleming. Porque haré lo que sea para asegurarme de que ella y mi hija vuelven a casa sanas y salvas.
Se levantó de la silla y rodeó la mesa hasta quedar a mi lado.
—¿Debo tomarme esto como una amenaza?
—Sólo digo que cuando hablamos de la familia, incluso la gente como yo, la gente que no tiene ni de lejos la influencia que tú tienes, hace todo lo que tenga que hacer.
Me agarró del pelo y se arrodilló hasta que su cara quedó a la altura de la mía. El aliento le olía a salchichas con ketchup.
—Escucha, gilipollas, ¿tienes idea de con quién estás hablando? Los chicos que te han traído, ¿tienes idea de lo que pueden hacer? Podrías acabar en una trituradora de madera. Podrías convertirte en cebo, lanzado desde un barco en el estrecho. Podrías…
Fuera, a los pies de la escalera, oí a uno de los tres tipos que me habían traído.
—¡Eh, no subas ahí! —gritó.
Y una voz femenina que le respondía:
—Vete a la mierda.
Luego se oyeron pasos en la escalera.
Yo estaba mirando la cara de Vince y no podía ver la puerta mosquitera, pero oí cómo se abría y luego una voz que me pareció reconocer dijo:
—Eh, Vince, ¿has visto a mi madre? Porque…
Al ver a Vince Flemig agarrando el pelo de otro hombre con la mano, se detuvo en seco.
—Estoy ocupado —le dijo él—. Y no sé dónde está tu madre. Inténtalo en el maldito centro comercial.
—Joder, Vince, ¿qué coño estás haciendo con mi profesor?
Incluso con los grasientos dedos de Vince sujetando mi cráneo, me las arreglé para girar la cabeza lo suficiente para ver a Jane Scavullo.