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Si me hubiera decidido a llamar a la detective Wedmore podría haberle preguntado directamente dónde encontrar a Vince Fleming y haberme ahorrado bastante tiempo. Ella ya nos había dicho que sabía quién era. Abagnall nos había contado que tenía un historial de diversos delitos. Se suponía incluso que había participado en un asesinato en venganza por la muerte de su padre a principios de los noventa. Había bastantes posibilidades de que una detective de la policía supiera dónde vivía alguien como él.

Pero yo no quería hablar con Wedmore.

Me senté frente al ordenador e hice una búsqueda en Google con Vince Fleming y Milford. Había un par de artículos de los últimos años de un periódico de New Haven; uno de ellos detallaba cómo Vince había sido acusado de agresión. Había usado la cara de alguien para abrir una botella de cerveza. La acusación fue desestimada cuando la víctima decidió retirar los cargos. Apostaba a que había algo más detrás de aquella historia, pero por supuesto la edición en línea del periódico no lo contaba.

Había otro artículo en el que se hablaba de pasada de Vince Fleming en relación con una serie de robos de coches en el sur de Connecticut. Era el propietario de un taller de carrocerías en el barrio industrial, y había una foto de él, una de esas fotos de grano grueso tomadas por un fotógrafo que no desea que su modelo sepa que está ahí, entrando en un bar llamado Mike’s.

Yo no había estado nunca allí, pero había pasado por delante con el coche.

En las Páginas Amarillas encontré varias hojas de talleres para reparar las abolladuras del coche. Por los nombres no se podía deducir cuál era el de Vince Fleming: no había ningún «Taller de chapa Fleming» ni un «Fleming Reparación de Carrocerías».

Podía dedicarme a llamar a todos los talleres de reparación de carrocerías de la zona de Milford, o podía tratar de preguntar por Vince Fleming en Mike’s. Quizás allí encontrara a alguien que me pudiera indicar la dirección correcta, o al menos darme la dirección de su taller y del lugar donde, si los periódicos estaban en lo cierto, desguazaba los coches que robaba ocasionalmente.

Aunque no tenía mucha hambre, sentí que necesitaba llenar un poco el estómago, así que puse un par de rebanadas en la tostadora y las unté con mantequilla de cacahuete. Luego me eché encima una chaqueta, me aseguré de que llevaba el móvil y me dirigí a la puerta principal.

Al abrirla, me encontré de frente con Rona Wedmore.

—¡Vaya! —dijo con el puño suspendido en el aire, listo para llamar a la puerta.

Di un salto hacia atrás.

—¡Dios! —exclamé—. Me ha dado un susto de mil demonios.

—Señor Archer —saludó sin perder la compostura.

Estaba claro que la repentina aparición me había asustado más a mí que a ella.

—Hola —dije yo—. Estaba a punto de salir.

—¿Está la señora Archer? No he visto su coche.

—No está en casa. ¿La puedo ayudar en algo? ¿Tiene alguna información nueva?

—No —respondió—. ¿Cuándo volverá?

—No se lo puedo decir con exactitud. ¿Para qué quería verla?

Wedmore ignoró mi pregunta.

—¿Está en el trabajo?

—Tal vez.

—¿Sabe qué? Lo mejor será que la llame. Creo que apunté en algún sitio su número de móvil —dijo mientras sacaba su libreta.

—No va a contes… —Me detuve.

—¿No va a contestar el teléfono? —terminó mi frase—. Veamos si es así.

Marcó el número, se llevó el teléfono a la oreja, esperó y luego lo cerró.

—Tenía razón. ¿No le gusta contestar el teléfono?

—A veces —respondí.

—¿Cuándo se ha ido la señora Archer? —preguntó.

—Esta mañana —expliqué—. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque pasé por aquí esta madrugada a la una, después de salir tarde del trabajo, y su coche tampoco estaba.

Mierda. Cynthia se había ido con Grace antes incluso de lo que yo pensaba.

—¿De verdad? —dije—. Debería usted haber entrado a saludar.

—¿Dónde está, señor Archer?

—No lo sé. Vuelva por la tarde; quizás entonces esté aquí.

Una parte de mí quería pedirle ayuda a Wedmore, pero tenía miedo de hacer que Cynthia pareciera más culpable de lo que me temía que Wedmore la consideraba ya.

La lengua de ésta volvía a moverse dentro de su boca, pero hizo una pausa para preguntar:

—¿También se ha llevado a Grace?

Por un momento no supe qué decir.

—La verdad es que tengo cosas que hacer —conseguí articular al fin.

—Parece preocupado, señor Archer. ¿Y sabe qué? Debería estarlo. Su mujer ha soportado un montón de presión. Quiero que se ponga en contacto conmigo en cuanto ella aparezca.

—No sé qué es lo que cree usted que ha hecho —dije—, pero mi mujer es la víctima en todo esto. Es a ella a quien le robaron la familia. Primero a sus padres y su hermano, y ahora a su tía.

Wedmore me dio un golpecito en el pecho con el dedo índice.

—Llámeme.

Y me dio otra de sus tarjetas de visita antes de dirigirse de nuevo al coche.

Unos segundos después yo me encontraba en el mío, conduciendo hacia el este por la avenida Bridgeport, en dirección al barrio de Devon, en Milford. El bar Mike’s se encontraba en un edificio de ladrillo cerca de una tienda de la cadena 7-Eleven; el rótulo de neón con las cinco letras colgaba verticalmente desde el segundo piso hasta la entrada. Las ventanas delanteras estaban decoradas con anuncios de Schiltz, Coors y Budweiser.

Aparqué en la esquina y desanduve el camino hasta llegar allí; no estaba seguro de que Mike’s estuviera abierto al público por la mañana, pero una vez dentro me di cuenta de que para muchos nunca es demasiado pronto para beber.

Había una docena de parroquianos en el local tenuemente iluminado; dos de ellos se apoyaban en sendos taburetes en una esquina de la barra mientras charlaban, y el resto estaba disperso por las mesas. Me aproximé a la barra y me incliné sobre ella hasta llamar la atención del hombre bajo, fornido y con chaleco que había tras ella.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó con una jarra mojada de cerveza en una mano y un trapo de toalla en la otra.

Mientras esperaba mi respuesta metió el trapo en la jarra y la frotó dando vueltas para secarla.

—Hola —dije—. Estoy buscando a un tipo. Creo que viene a menudo.

—Aquí viene mucha gente —replicó—. ¿Tiene nombre?

—Vince Fleming.

El camarero tenía cara de póquer. No se inmutó, arqueó una ceja pero no dijo nada.

—Fleming, Fleming… —repitió—. No estoy seguro.

—Tiene un taller de chapa por esta zona —aclaré—. Creo que es el tipo de hombre al que, si hubiera entrado aquí, recordaría.

Me di cuenta de que los dos tíos de la barra ya no estaban hablando.

—¿Qué clase de negocios se trae entre manos con él? —preguntó el camarero.

Esbocé una sonrisa, en un intento por ser educado.

—Es más bien una cuestión de carácter personal —expliqué—. Pero le estaría muy agradecido si pudiera indicarme dónde puedo encontrarle. Espere un momento. —Saqué mi cartera del bolsillo trasero de los vaqueros con algún apuro. Fue un gesto torpe y patoso, que hacía que a mi lado Colombo pareciera elegante. Dejé un billete de diez dólares en el mostrador—. Es un poco pronto para una cerveza, pero me gustaría pagarle por las molestias.

Uno de los tíos de la barra había desaparecido, quizá para ir al baño.

—Puede guardarse el dinero —dijo el camarero—. Si quiere dejar su nombre, la próxima vez que él venga se lo puedo dar.

—Si pudiera decirme dónde trabaja… Mire, no quiero causarle ningún problema, sólo quiero averiguar si alguien a quien estoy buscando se ha puesto en contacto con él.

El barman sopesó sus opciones y debió de pensar que el taller de Fleming era un lugar bastante conocido, así que finalmente dijo:

—Garaje Dirksen. ¿Sabe dónde está?

Yo negué con la cabeza.

—Al otro lado del puente, en dirección a Stratford —dijo, y me dibujó un mapa en una servilleta.

Salí fuera y me tomé un segundo para que mis ojos se acostumbraran a la luz antes de volver a meterme en el coche. El garaje Dirksen se encontraba sólo a unos tres kilómetros, y cinco minutos después ya estaba allí. Durante todo el camino no dejé de mirar el retrovisor por si Rona Wedmore me había seguido, pero no localicé ningún coche que pareciera el de un policía de paisano.

El garaje Dirksen era un edificio de hormigón de un solo piso con un patio delantero de cemento y una grúa negra enfrente. Aparqué, pasé junto a un Escarabajo con la parte delantera aplastada y un Ford Explorer con las dos puertas del lado del conductor hundidas, y entré en el taller.

Me encontré en una oficina pequeña y con unas ventanas que daban a una zona de aparcamiento, donde se veía media docena de coches en diversos estados de reparación. Algunos eran de color marrón por la imprimación, otros tenían los cristales y accesorios protegidos con papel para poder pintarlos y había un par a los que habían quitado el guardabarros. Un intenso olor químico me penetró por los orificios de la nariz y fue directo hasta el cerebro.

La joven que estaba sentada al escritorio frente a mí me preguntó qué quería.

—He venido a ver a Vince.

—No está —me informó.

—Es importante —insistí—. Me llamo Terry Archer.

—¿Para qué quería verle?

Podría haberle dicho que era para preguntarle sobre mi mujer, pero eso habría disparado todas las alarmas. Cuando un tipo busca a otro para preguntarle sobre su mujer, se hace difícil pensar que pueda salir algo bueno de ello.

Así que dije:

—Necesito hablar con él.

¿Y de qué, exactamente, iba a hablar con él? Ni siquiera me lo había planteado. Podía empezar preguntando: «¿Has visto a mi mujer? ¿La recuerdas? La conoces como Cynthia Bigge. Tuviste una cita con ella la noche que desapareció su familia».

Y una vez roto el hielo, podía intentarlo con algo del tipo: «Y ya que hablamos de eso, ¿no tendrás algo que ver con lo que sucedió? ¿Por casualidad fuiste tú quien metió a su madre y a su hermano en un coche y los lanzaste por un precipicio al fondo de una cantera abandonada?».

Habría sido mejor que tuviera un plan. Pero lo único que me guiaba en ese momento era la certeza de que mi mujer me había abandonado, y aquélla era mi primera parada en el camino de su búsqueda.

—Como le he dicho, el señor Fleming no está en este momento —repitió la chica—. Pero puede dejarle usted un mensaje si quiere.

—Mi nombre —dije de nuevo— es Terry Archer. —Le di el número de casa y el de mi móvil—. Es muy importante que hable con él.

—Sí, bueno, para usted y para muchos otros —dijo.

Así que me marché del garaje Dirksen, me quedé parado bajo el sol y me dije a mí mismo: «¿Y ahora qué, gilipollas?».

Lo único que sabía con seguridad era que necesitaba un café. Quizá si me tomaba uno se me ocurriría algún plan inteligente.

Había una cafetería de donuts a media manzana, así que me dirigí hacia allí. Pedí uno con crema y azúcar y me senté a una mesa llena de envoltorios de donuts. Los aparté con cuidado de no mancharme con azúcar glasé o restos de donuts, y saqué el móvil.

Traté de nuevo de contactar con Cynthia, pero me volvió a salir el buzón de voz.

—Cariño, llámame. Por favor.

Me estaba guardando el teléfono en la chaqueta cuando empezó a sonar.

—¿Diga? ¿Cyn?

—¿Señor Archer?

—Sí.

—Soy la doctora Kinzler.

—Oh, es usted. Creí que era Cynthia. De todos modos, gracias por devolverme la llamada.

—Su mensaje decía que su mujer ha desaparecido.

—Se ha marchado en plena noche —le expliqué—. Con Grace. —La doctora Kinzler no dijo nada, y yo creí que se había cortado la comunicación—. ¿Hola?

—Estoy aquí. No se ha puesto en contacto conmigo. Creo que debería encontrarla, señor Archer.

—Sí, muchas gracias. Eso me resulta de gran ayuda. Es más o menos lo que estoy intentando justo ahora.

—Sólo estoy diciendo que su mujer ha sufrido mucho estrés últimamente. Una tensión tremenda. No estoy segura de que esté completamente… equilibrada. No creo que sea una buena compañía para su hija en este momento.

—¿Qué intenta decirme?

—No intento decirle nada. Sólo creo que sería bueno que la encontrara cuanto antes mejor. Y si se pone en contacto conmigo, le recomendaré que vuelva a casa.

—No creo que allí se sienta segura.

—Entonces tiene que convertir su hogar en un lugar seguro —dijo la doctora Kinzler—. Tengo otra llamada.

Y me colgó. «Tan útil como siempre», pensé.

Ya me había tomado la mitad del café cuando me di cuenta de que estaba tan amargo que de hecho era imbebible, así que me dejé el resto y salí de la cafetería.

Un cuatro por cuatro rojo se subió a la acera dando tumbos y se detuvo enfrente de mí de forma abrupta. Las puertas delantera y trasera del lado del pasajero se abrieron y del interior saltaron dos hombres barrigudos de aspecto desaliñado, con vaqueros manchados de aceite, cazadoras tejanas y camisetas sucias. Uno era calvo y el otro tenía el pelo rubio y sucio.

—Entra —dijo Calvito.

—¿Perdón? —me sorprendí.

—Ya le has oído —dijo Rubito—. Métete en el jodido coche.

—Me parece que no —respondí dando un paso hacia atrás, hacia la cafetería.

Ambos se abalanzaron sobre mí y me cogieron cada uno de un brazo.

—¡Eh! —exclamé mientras me arrastraban hacia la puerta trasera del cuatro por cuatro—. No podéis hacer esto. ¡Dejadme en paz! ¡No podéis ir arrastrando a la gente por la calle!

Me lanzaron dentro del vehículo y me quedé tumbado en el suelo del asiento de atrás. Rubito se sentó delante, y Calvito se metió detrás, con una bota sobre mi espalda para que no me moviera. Desde esa posición pude ver con el rabillo del ojo a un tercer hombre al volante.

—¿Sabes lo que he pensado que iba a decir por un segundo? —preguntó Calvito a su colega.

—¿Qué?

—Creía que iba a decir: «Soltadme».

Ambos empezaron a reír a carcajadas.

Y el caso es que eso era exactamente lo que yo iba a decir.