Rona Wedmore hizo algunas llamadas por el móvil, la mayor parte de ellas desde el camino de entrada, donde no podíamos oír lo que decía.
Eso nos dejó a Cynthia, a mí y a Grace —Wedmore había dejado que Cynthia fuera con el coche a la escuela a recogerla— en casa, con tiempo para meditar sobre los últimos acontecimientos. Grace estaba en la cocina, preguntando quién era aquella mujer grandota que hacía llamadas, mientras se preparaba una tostada con mantequilla de cacahuete para merendar.
—Es de la policía —le expliqué—. Y creo que no se tomaría muy bien que la llamaras grandota.
—No se lo diría en la cara —dijo Grace—. ¿Por qué está aquí? ¿Qué ocurre?
—Ahora no —le pidió Cynthia—. Cómete la tostada y vete a tu cuarto, por favor.
Cuando Grace se hubo marchado, sin dejar de refunfuñar, Cynthia me preguntó:
—¿Por qué has escondido la máquina de escribir? Esa nota la escribieron con tu máquina, ¿verdad?
—Sí —respondí.
Me estudió por un momento.
—¿Escribiste tú la nota? ¿Por eso has escondido la máquina?
—Por Dios, Cyn —dije—, la he escondido porque creía que tú la habías escrito.
Sus ojos se abrieron como platos.
—¿Yo?
—¿Es más sorprendente que pensar que la había escrito yo?
—Yo no he intentado esconder la máquina, lo has hecho tú.
—Lo he hecho para protegerte.
—¿Qué?
—Por si la habías escrito tú. No quería que la policía lo supiera.
Por un momento Cynthia no dijo nada y caminó lentamente arriba y abajo.
—Estoy intentando aclarar las ideas, Terry. ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Estás diciendo que crees que yo escribí la nota? Y si es así, ¿que siempre he sabido dónde estaba mi familia? ¿Mi familia? ¿Siempre he sabido que estaban en esa cantera?
—No… necesariamente —repliqué.
—¿No necesariamente? Entonces ¿qué es exactamente lo que piensas?
—Sinceramente, Cyn, no lo sé. Ya no sé qué pensar. Pero en cuanto vi la carta, supe que la habían escrito con mi máquina de escribir. Y sabía que no la había escrito yo. Eso te dejaba sólo a ti, a menos que alguien hubiera entrado y hubiera usado mi máquina de escribir para… para… no sé, para que pareciera que la habíamos escrito uno de nosotros dos.
—Ya sabíamos que alguien más ha estado en casa —replicó Cynthia—. El sombrero, el correo electrónico. ¿Y aun así pensaste que lo había hecho yo?
—Ojalá no lo hubiera pensado —dije.
Me miró directamente a los ojos y adoptó una expresión de seriedad mortal.
—¿Crees que maté a mi familia? —me preguntó.
—Oh, por Dios.
—Eso no es una respuesta.
—No, no lo creo.
—Pero se te ha pasado por la cabeza, ¿verdad? ¿Te has preguntado alguna vez si es posible que lo hiciera yo?
—No —dijo—, no lo he hecho. Pero últimamente me he preguntado si el estrés que estás sufriendo, lo que has tenido que soportar durante todos estos años, te ha hecho… —me sentía como si estuviera pisando huevos— pensar, o percibir cosas, o incluso hacer cosas de una forma que no ha sido… no sé… totalmente racional.
—Oh —dijo Cynthia.
—Cuando me di cuenta de que la carta la habían escrito con mi máquina… Pensé que podrías haberlo hecho para que la policía se interesara por el caso, para hacer algo, para intentar resolverlo de una vez por todas.
—¿Así que les doy una pista totalmente estúpida? ¿Y por qué elegir ese sitio, ese lugar en particular?
—No lo sé.
Alguien dio unos golpes en la pared de la habitación y la detective Rona Wedmore apareció por la puerta. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba ahí, cuánto hacía que estaba escuchando.
—Vamos —dijo—. Enviaremos a unos submarinistas.
Lo organizaron todo para el día siguiente. Nos encontraríamos con la patrulla de submarinistas de la policía a las diez de la mañana, en la cantera. Cynthia acompañó a Grace a la escuela y quedó con una vecina para que la fuera a buscar por la tarde y la llevara a casa si no volvíamos a tiempo.
Volví a llamar a la escuela, pregunté por Rolly y le dije que aquel día tampoco iría.
—Por Dios, ¿qué pasa ahora?
Le dije adónde íbamos, y que los submarinistas iban a sumergirse en la cantera.
—Chicos, lo siento mucho —dijo—. Esto parece no acabar nunca. ¿Por qué no busco a alguien que te pueda sustituir toda esta semana? Conozco a una pareja de profesores que se ha jubilado recientemente y que podrían hacer una sustitución temporal.
—Que no sea la que tartamudea. Los chicos se la comerán viva. —Hice una pausa—. Ya sé que esto no viene muy a cuento, pero me gustaría preguntarte una cosa.
—Dispara.
—¿Te dice algo el nombre de Coonie Gormley?
—¿Quién?
—La mataron unos meses antes de que Clayton, Patricia y Todd desaparecieran. En el norte del estado. En un principio se pensó que un coche la había golpeado y se había dado a la fuga, pero no fue exactamente así. No fue un accidente.
—No sé de qué estás hablando —dijo Rolly—. ¿Qué quieres decir con que no fue un accidente? ¿Y qué podría tener que ver eso con la familia de Cynthia?
Por el tono de voz casi parecía enfadado. Mis problemas y las conspiraciones que parecían rodear a mi familia empezaban a desgastarle como lo habían hecho conmigo.
—No tengo ni idea. Sólo preguntaba. Tú conocías a Clayton. ¿Mencionó alguna vez algo sobre un accidente?
—No, al menos que yo recuerde. Y estoy bastante seguro de que recordaría algo así.
—Vale. Oye, gracias por conseguirme un sustituto, Rolly. Te debo una.
Poco después Cynthia y yo emprendíamos el camino. Era un viaje de más de dos horas hacia el norte. Antes de que la policía se llevara la carta anónima en una bolsa de pruebas de plástico, copiamos el mapa en un papel para no perdernos. Una vez nos hubiéramos puesto en marcha, no queríamos parar ni siquiera a tomar un café. Queríamos llegar cuanto antes.
Podíamos haber pasado todo el camino hablando, especulando sobre lo que habrían encontrado los submarinistas, lo que eso podía significar, pero de hecho apenas dijimos palabra. Sin embargo, nuestras mentes no dejaban de dar vueltas al asunto. Lo que pensaba Cynthia sólo puedo suponerlo, pero mis pensamientos eran monotemáticos. ¿Qué encontrarían en la presa? Y si de verdad había algún cuerpo ahí abajo, ¿serían los de la familia de Cynthia? ¿Habría alguna pista que indicara quién los había dejado allí?
¿Y andaría esa persona, o personas, todavía suelta por ahí?
Giramos hacia el este una vez pasado Otis, que en realidad no es un pueblo sino unas cuantas casas y negocios distribuidos a lo largo de la serpenteante carretera de doble dirección que finalmente se dirige hacia Lee y la autopista de Massachusetts. Nos dirigíamos a la carretera de la cantera de Fell, que se suponía que subía hacia el norte, pero no tuvimos que buscarla demasiado. Había dos coches con agentes del estado de Massachusetts señalando el camino.
Bajé la ventanilla y le expliqué a un oficial quiénes éramos; él se acercó a su coche y habló con alguien por la radio, luego regresó y dijo que la detective Wedmore ya se encontraba en el lugar y nos estaba esperando. Señaló la carretera y nos dijo que un kilómetro más allá había un camino cubierto de hierba que se desviaba hacia la izquierda y hacia arriba, y que nos encontraríamos con ella allí.
Condujimos lentamente. No era una carretera muy buena, básicamente había gravilla y polvo, y cuando llegamos al camino se estrechó aún más. Al cogerlo noté cómo la alta hierba rozaba la parte inferior del coche. Ahora subíamos por la colina, y había robustos árboles a ambos lados; al cabo de unos trescientos metros la inclinación desapareció y los árboles dieron paso a una zona abierta que casi nos deja sin respiración.
Estábamos viendo lo que parecía ser un vasto cañón. A unos cien metros de donde estábamos el suelo descendía abruptamente. Si allí abajo había un lago, no lo podíamos ver sentados desde el coche.
Ya había otros dos vehículos allí: uno de la policía estatal de Massachusetts y un sedán particular que reconocí como el de Wedmore. Ella estaba apoyada en el guardabarros, hablando con el agente del otro coche.
Cuando nos vio, se acercó a nosotros.
—No se acerquen —me indicó a través de la ventana abierta—. Hay un precipicio de mil demonios.
Salimos del coche poco a poco, casi como si el suelo estuviera a punto de desplomarse. Pero parecía bastante sólido.
—Por aquí —señaló Wedmore—. ¿Alguno de los dos tiene problemas con las alturas?
—Un poco —respondí.
Hablaba más por Cynthia que por mí, pero ella dijo que estaba bien.
Nos acercamos al borde; ahora podíamos ver el agua. Había un minilago, de unas cuatro o cinco hectáreas, al fondo del precipicio. Años atrás, la zona había sido explotada para extraer grava y rocas, y luego, una vez la compañía dejó de trabajar allí, habían dejado que el hueco se llenara de agua de lluvia y de los manantiales. En un día nublado como aquél, era difícil decir cuál era el color habitual del agua. Aquel día aparecía gris y mortecino.
—El mapa y la carta indican que si vamos a encontrar algo —dijo Wedmore—, será ahí abajo.
Señaló hacia el precipicio sobre el que nos encontrábamos. Sentí una pequeña oleada de vértigo.
Allí abajo, en medio de la masa de agua, había una barca hinchable amarilla, de unos cuatro metros y medio, con un motor fueraborda. En el bote había tres hombres, dos con traje de neopreno negro, máscaras de submarinismo y botellas de aire en la espalda.
—Han tenido que venir por otro camino —explicó Wedmore. Señaló el lugar más alejado de la cantera—. Hay otra carretera que viene del norte y llega al borde del agua, de modo que han podido entrar con el bote desde allí. Nos están esperando. —En ese momento Wedmore saludó a los hombres del bote (no un saludo amistoso, más bien una señal) y éstos se lo devolvieron—. Empezarán a buscar debajo del punto donde están.
Cynthia asintió.
—¿Qué es lo que buscarán? —preguntó.
Wedmore la miró como si le dijera «¿perdone?», pero fue lo bastante sensible para darse cuenta que trataba con una mujer que había tenido que soportar mucho.
—Yo diría que un coche. Si está ahí, lo encontrarán.
El lago era demasiado pequeño para que el aire lo agitara y creara olas, pero los hombres del bote lanzaron igualmente una pequeña ancla para evitar que se moviera del sitio. Los dos hombres con el traje de neopreno se lanzaron de espaldas al agua y en un momento desaparecieron de la vista; las burbujas que subían a la superficie eran la única prueba de que seguían ahí.
En lo alto del acantilado soplaba una brisa fría. Me acerqué a Cynthia y la rodeé con mi brazo. Para mi sorpresa, y alivio, no me apartó.
—¿Cuánto pueden tardar? —pregunté.
Wedmore se encogió de hombros.
—No lo sé. Estoy segura de que llevan bastante más aire del que necesitarán.
—Y si encuentran algo, ¿qué? ¿Pueden subirlo a la superficie?
—Depende. Puede ser que necesitemos más equipo.
Wedmore tenía una radio que le permitía mantenerse en contacto con el hombre que se había quedado en la barca.
—¿Alguna cosa? —preguntó.
En el bote, el hombre habló a través de un aparato negro.
—Por ahora no mucho —se oyó una voz en la radio de Wedmore—. Debe de haber un kilómetro de profundidad, en algunos lugares quizá más.
—Muy bien.
Nos quedamos ahí de pie observando durante unos diez o quince minutos, que parecieron horas.
Y entonces emergieron dos cabezas. Los submarinistas nadaron hacia el bote, colocaron los brazos por encima de los lados para apoyarse, se levantaron las gafas y se quitaron de la boca el dispositivo que les permitía respirar bajo el agua. Le estaban diciendo algo al hombre del bote.
—¿Qué dicen? —preguntó Cynthia.
—Un momento —respondió Wedmore, pero entonces vimos cómo el hombre cogía su radio y Wedmore hizo lo propio con la suya.
—Tenemos algo —se oyó por la radio.
—¿Qué es? —preguntó Wedmore.
—Un coche. Lleva ahí mucho tiempo, está medio enterrado en el limo.
—¿Hay algo dentro?
—No están seguros. Vamos a tener que sacarlo.
—¿Qué coche es? —preguntó Cynthia—. ¿Qué aspecto tiene?
Wedmore transmitió la pregunta, y vimos cómo en el lago el hombre les hacía algunas preguntas a los submarinistas.
—Parece amarillo —dijo—. Un coche pequeño y compacto. No se ve la matrícula; los parachoques están enterrados.
—Es el coche de mi madre —dijo Cynthia—. Era de color amarillo, un Ford Escort. Es un coche pequeño. —Se volvió hacia mí y me abrazó—. Son ellos —dijo—. Son ellos.
—Todavía no lo sabemos —dijo Wedmore—. Ni siquiera sabemos si hay alguien dentro —luego habló por la radio—: Hagamos lo que tenemos que hacer.
Aquello implicaba más equipamiento. Creían que si traían un camión remolcador de gran tamaño desde el norte y lo colocaban justo al borde del precipicio sobre el lago, podrían hacer descender un cable hasta el agua para que los submarinistas lo engancharan al coche hundido; luego lo levantarían lentamente desde el barro del fondo del lago hasta la superficie.
Si eso no funcionaba, tendrían que traer algún tipo de barcaza, meterla en el agua, colocarla sobre el coche y que lo elevara directamente desde el fondo.
—Durante las próximas horas no va a pasar nada —nos explicó Wedmore—. Tiene que venir más gente para que decidan cómo lo podemos hacer. ¿Por qué no se marchan a algún lado? Vuelvan a la autopista y vayan a Lee a almorzar o algo así. Les llamaré cuando vea que está a punto de suceder alguna cosa.
—No —replicó Cynthia—. Nos quedaremos.
—Cariño —intervine—. Por ahora no podemos hacer nada. Vamos a comer algo. Los dos necesitamos recuperar fuerzas para poder enfrentarnos a lo que pase ahora.
—¿Qué cree que ocurrió? —le preguntó Cynthia a Wedmore.
—Supongo que alguien condujo el coche hasta aquí, donde estamos ahora, y lo lanzó por el borde del precipicio.
—Vamos —insistí. Y añadí, dirigiéndome a la detective—: Manténganos informados.
Volvimos a la carretera principal y condujimos hasta Otis y luego nos dirigimos hacia el norte, a Lee, donde encontramos una cafetería y nos detuvimos para pedir unos cafés. A primera hora de la mañana no había comido mucho, así que pedí un desayuno tardío de huevos y salchichas. Cynthia sólo pidió unas tostadas.
—Bueno, quien escribió la nota —dijo Cynthia— sabía de lo que hablaba.
—Sí —contesté, soplando mi café para que se enfriara.
—Pero ni siquiera sabemos si hay alguien en el coche. Quizá lo hundieron allí para esconderlo, pero eso no significa que alguien muriera en ese accidente.
—Vamos a esperar a ver qué pasa —dije.
Al final esperamos un par de horas. Me estaba tomando el cuarto café cuando sonó el teléfono.
Era Wedmore. Me dio algunas indicaciones para llegar al lago desde el norte.
—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.
—Ha ido más rápido de lo que pensábamos —contestó, en un tono casi amable—. Ya está fuera. El coche está fuera.
El Escort amarillo estaba ya en el remolque de un camión de plataforma cuando llegamos. Antes siquiera de haber detenido el coche completamente Cynthia ya había salido, y corría hacia el camión mientras gritaba.
—¡Ése es el coche! ¡El coche de mi madre!
Wedmore la agarró antes de que pudiera acercarse más.
—Suélteme —dijo Cynthia forcejeando.
—No puede acercarse —le explicó la detective.
El coche estaba cubierto de lodo y limo, y el agua se escapaba por las rendijas de las puertas cerradas, lo suficiente para que el interior, al menos a la altura de las ventanas, estuviera libre de ella. Pero no había nada que ver, aparte de dos reposacabezas empapados.
—Lo llevan al laboratorio —dijo Wedmore.
—¿Qué han encontrado? —preguntó Cynthia—. ¿Había algo dentro?
—¿Qué cree que han encontrado? —preguntó Wedmore.
No me gustó el tono de la pregunta. Era como si pensara que Cynthia ya conocía la respuesta.
—No lo sé —respondió ésta—. Me da miedo incluso pensarlo.
—Por lo visto han encontrado los restos de dos personas ahí dentro —informó Wedmore—. Pero como puede imaginar, después de veinticinco años…
Uno podía imaginárselo.
—¿Dos? —preguntó Cynthia—. ¿No tres?
—Todavía es pronto —dijo Wedmore—. Como les he dicho, tenemos mucho trabajo que hacer. —Hizo una pausa—. Y nos gustaría tomarle una muestra bucal.
Cynthia pareció no entenderlo.
—¿Una qué?
—Lo siento. Argot policíaco. Es para comparar. Necesitamos una muestra de su ADN, y la tomamos de la boca. No le dolerá.
—¿Para…?
—Si tenemos la suerte de encontrar ADN… en lo que hemos encontrado en el coche, podremos compararlo con el suyo. Si por ejemplo uno de los cuerpos es el de su madre, pueden hacer una especie de test de maternidad inverso que confirmaría si se trata realmente de su madre. Y lo mismo con los demás miembros de su familia.
Cynthia me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—He esperado hallar respuestas durante veinticinco años, y cuando estoy a punto de obtener algunas estoy aterrorizada.
La abracé.
—¿Cuánto tardarán? —le pregunté a Wedmore.
—Normalmente nos llevaría semanas, pero éste es un caso prioritario, sobre todo desde que emitieron el programa de televisión. Así que tardarán sólo unos días, quizás un par. Pueden irse a casa. Haré que alguien vaya a verles para tomar la muestra.
Volver parecía la única alternativa lógica. Mientras nos dirigíamos a nuestro coche, Wedmore nos gritó:
—Necesito que estén localizables mientras tanto, antes incluso de tener los resultados. He de hacerles algunas preguntas más.
Había algo en su tono que no presagiaba nada bueno.