Llamé a la policía y dejé un mensaje para la detective Rona Wedmore, quien me había dado su tarjeta al interrogarme después de que tiráramos las cenizas de Tess en el canal. Le pregunté si podía encontrarse con Cynthia y conmigo unos minutos más tarde en nuestra casa. Le dejé la dirección por si no la tenía, pero estaba casi seguro de que sí. En el mensaje decía que el motivo de mi llamada no tenía que ver específicamente con la desaparición de Denton Abagnall, pero podía estar relacionado con ésta de algún modo.
Dije que era urgente.
Le pregunté a Cynthia por teléfono si quería que la recogiera en el trabajo, pero dijo que ella misma iría a casa con el coche. Me fui de la escuela sin explicarle a nadie el porqué, pero creo que se estaban acostumbrando a mi comportamiento errático. Rolly acababa de salir de su despacho; me vio hablar por teléfono y se me quedó mirando mientras abandonaba a la carrera el edificio.
Cynthia llegó a casa un par de minutos antes que yo. Estaba de pie en la puerta, con el sobre en la mano.
Yo entré y ella me lo alargó. Había una palabra, «Cynthia», escrita en la parte delantera. No tenía sello. No lo habían mandado por correo.
—Ahora los dos lo hemos tocado —señalé, dándome cuenta de pronto de que probablemente estábamos cometiendo tantos errores que la policía nos echaría la bronca después.
—No me importa —replicó—. Léelo.
Saqué la hoja de papel del sobre. Estaba perfectamente doblada en tres, como si fuera una verdadera carta. En la parte de atrás había un mapa dibujado a grandes trazos con lápiz: había líneas que se cruzaban y que representaban calles, un pequeño pueblo rotulado como «Otis», una especie de huevo desigual rotulado como «lago de la cantera», y una «x» en su esquina. Había algunas anotaciones más, pero no estaba seguro de lo que significaban.
Cynthia miró cómo lo asimilaba todo sin decir una palabra.
Le di la vuelta a la hoja y en el momento en que vi el mensaje mecanografiado me di cuenta de algo, algo que me saltó a la vista, algo que me perturbó sobremanera. Antes incluso de leer lo que decía la nota, me pregunté por las implicaciones de lo que acababa de ver.
Pero por el momento cerré la boca y leí lo que decía.
Cynthia: es hora de que sepas dónde estaban. Dónde están todavía, seguramente. Hay una cantera abandonada a unas dos horas al norte de donde vives, nada más pasar la frontera de Connecticut. Parece un lago, pero no uno de verdad pues de allí era de donde sacaban la grava. Es realmente profundo. Probablemente demasiado profundo para que los niños se bañen. Tienes que tomar la carretera 8 hacia el norte, cruzar a Massachusetts, seguir avanzando hasta que llegues a Otis y entonces torcer hacia el este. Estudia el mapa del reverso. Hay un pequeño camino tras una hilera de árboles que lleva hacia lo alto de la cantera. Debes tener cuidado cuando llegues ahí, porque es muy empinado. Baja a la cantera, y justo allí abajo, en el fondo de ese lago, es donde encontrarás tu respuesta.
Volví a darle la vuelta a la hoja. El mapa mostraba todos los detalles que aparecían en la nota.
—Ahí es donde están —susurró Cynthia mientras señalaba el papel de mi mano—. Están en el agua. —Respiró profundamente—. Así que… están muertos.
De repente, todo pareció volverse borroso ante mis ojos. Parpadeé unas cuantas veces para volver a enfocar. Di la vuelta a la hoja de nuevo, volví a leer detenidamente la nota y entonces la analicé no por lo que decía, sino desde un punto de vista más técnico.
La habían escrito en una máquina de escribir, no en un ordenador. No la habían impreso.
—¿Dónde la has encontrado? —pregunté intentando con todas mis fuerzas controlar la voz.
—Estaba con el correo de la tienda de Pam —respondió Cynthia—. En el buzón. Alguien la dejó ahí, no la trajo el cartero. No tiene sello ni nada.
—No —confirmé—. Alguien la puso ahí.
—¿Quién? —preguntó.
—No lo sé.
—Tenemos que ir allí —dijo—. Hoy, ahora, tenemos que descubrir lo que hay allí, lo que hay bajo el agua.
—La detective, la mujer que estaba en el muelle, Wedmore, está de camino. Se lo contaremos todo. En la policía hay submarinistas. Pero hay algo más que quiero preguntarte. Mira la nota. Mira las letras…
—Tiene que ir allí de inmediato —me urgió Cynthia.
Era como si pensara que quienquiera que se encontrara en el fondo de aquella cantera aún estaba vivo, que aún le quedaba un poco de aire.
Oí cómo un coche se detenía frente a casa, miré por la ventana y vi a Rona Wedmore subir por el camino de entrada; su cuerpo, pequeño y fornido, parecía capaz de atravesar la puerta.
Tuve un momento de pánico.
—Cariño —dije—. ¿Hay algo más que quieras contarme de la nota? ¿Antes de que llegue la policía? Tienes que ser totalmente sincera conmigo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ella.
—¿No crees que hay algo extraño en todo esto? —dije sujetando la nota frente a ella. Señalé específicamente una de las letras—. Justo aquí, al principio —añadí, señalando la palabra «tiempo».
—¿Qué?
La línea horizontal de la e estaba desvaída, haciendo que pareciera casi una c. En lugar de tiempo se leía ticmpo.
—No sé de qué hablas —insistió Cynthia—. ¿Qué quieres decir con que sea sincera contigo? Por supuesto que estoy siendo sincera contigo.
Wedmore tenía el pie en el escalón de la entrada, y estaba a punto de llamar a la puerta.
—Tengo que ir arriba un momento —dije—. Abre tú y dile que ahora mismo bajo.
Antes de que Cynthia pudiera responder eché a correr hacia las escaleras. Oía a Wedmore llamar tras de mí, dos golpes secos; luego Cynthia abrió la puerta y ambas se saludaron. Por entonces ya me encontraba en la habitación donde preparo las lecciones y corrijo los exámenes.
Mi vieja máquina de escribir Royal estaba en el escritorio, junto al ordenador.
Debía decidir qué hacer.
Era obvio que la nota que en aquel momento Cynthia le estaba enseñando a la detective Wedmore la habían escrito con aquella máquina. La e sin la línea era claramente identificable.
Sabía que yo no la había escrito.
Sabía que Grace no podía haberla escrito.
Aquello sólo dejaba dos posibilidades. O bien el desconocido que había entrado en nuestra casa había usado mi máquina para escribir la nota, o bien lo había hecho la propia Cynthia.
Pero habíamos cambiado las cerraduras. Yo estaba todo lo seguro que se podía estar de que en los últimos días no había entrado en nuestra casa nadie que no se supusiera que tenía que estar ahí.
Parecía increíble que Cynthia lo hubiera hecho. Pero y si… ¿y si bajo lo que sólo podía ser definido como un estrés inimaginable Cynthia había escrito aquella nota para dirigirnos a un lugar remoto en el que supuestamente descubriríamos cuál había sido el destino de su familia?
Y si era Cynthia la que lo había escrito, ¿qué ocurriría si resultaba que estaba en lo cierto?
—¡Terry! —me llamó Cynthia—. ¡La detective Rona Wedmore está aquí!
—¡Ahora bajo! —respondí.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué podía significar que Cynthia hubiera sabido durante todos estos años dónde podía encontrarse su familia?
Me entró un sudor frío.
Quizá, me dije, había bloqueado el recuerdo durante todo ese tiempo. Quizá sabía más de lo que ella misma creía. Sí, podía ser eso. Había visto lo ocurrido, pero lo había olvidado. ¿No ocurría eso a veces? ¿No pensaba a veces el cerebro, «eh, lo que estás viendo es tan horrible que tienes que olvidarlo, porque de lo contrario no podrás seguir con tu vida»? ¿Y no había de hecho un síndrome que describía precisamente ese tipo de mecanismo?
Pero… ¿y si no era un mecanismo de represión? ¿Y si ella siempre había sabido…?
No.
No, tenía que haber otra explicación. Alguien más había usado nuestra máquina de escribir. Unos días atrás. Lo había planeado todo. El desconocido que había entrado en nuestra casa y dejado el sombrero.
Si es que era un desconocido.
—¡Terry!
—¡Ya voy!
—¡Señor Archer! —gritó la detective Wedmore—. Baje deprisa, por favor.
Actué por impulso. Abrí el armario, cogí la máquina de escribir —Dios, cómo pesaban esas viejas máquinas— y la metí dentro, sobre el suelo. Luego tiré algunas cosas encima: un par de pantalones viejos que usaba para pintar, un montón de periódicos antiguos…
Mientras bajaba las escaleras, vi que Wedmore se encontraba con Cynthia en la sala de estar. La carta estaba sobre la mesa de café, abierta, y Wedmore estaba inclinada sobre ella, leyéndola.
—La han tocado —me reprendió.
—Sí.
—Ambos la han tocado. Su mujer, por lo que me ha dicho, no sabía lo que era cuando la abrió. ¿Cuál es su excusa?
—Lo lamento —dije.
Me acaricié la barbilla con la mano, intentando secarme el sudor que estaba seguro que delataba mi nerviosismo.
—Pueden conseguir submarinistas, ¿verdad? —preguntó Cynthia—. ¿Pueden conseguir submarinistas para que vayan a la cantera y descubran lo que hay allí?
—Esto podría ser una trampa —advirtió Wedmore, apartándose un mechón que le había caído sobre la cara y colocándoselo detrás de la oreja—. Tal vez no nos lleve a ninguna parte.
—Es posible —corroboré.
—Aunque lo cierto —continuó la detective— es que no lo sabemos.
—Si no envían submarinistas, iré yo misma —dijo Cynthia.
—Cyn —dije—, no seas ridícula. Ni siquiera sabes nadar.
—No me importa.
—Señora Archer —dijo Wedmore—, cálmese.
Era una orden. Wedmore tenía un aire como de entrenador de fútbol.
—¿Calmarme? —preguntó Cynthia sin dejarse intimidar—. ¿Sabe lo que esa persona, la que escribió la carta, está diciendo? Están ahí abajo. Sus cuerpos están ahí abajo.
—Me temo —replicó Wedmore, sacudiendo la cabeza con escepticismo— que después de todos estos años no habrá muchas cosas ahí abajo.
—Quizás estén dentro de un coche —dijo Cynthia—. El coche de mi madre, o el de mi padre; nunca los encontraron.
Wedmore cogió la carta por una esquina con dos uñas pintadas de rojo y le dio la vuelta. Observó el mapa.
—Tendremos que avisar a la policía de Massachusetts —dijo—. Voy a hacer una llamada.
Sacó su móvil de la chaqueta, lo abrió y buscó un número en la lista.
—¿Va a conseguir submarinistas? —preguntó Cynthia.
—Voy a hacer una llamada. Y vamos a tener que mandar la carta al laboratorio para ver si encuentran algo, si no resulta ya imposible.
—Lo siento —se disculpó Cynthia.
—Es interesante —dijo Wedmore— que la hayan escrito con una máquina de escribir. Ya casi nadie las usa.
Sentí que me daba un vuelco el estómago. Y entonces Cynthia dijo algo que me dejó helado.
—Nosotros tenemos una máquina de escribir.
—¿Ah sí? —dijo Wedmore, deteniéndose antes de pulsar el último número.
—A Terry le gusta utilizarla, ¿verdad, cariño? Para escribir notas cortas y ese tipo de cosas. Es una Royal, ¿no, Terry? —y añadió, dirigiéndose a Wedmore—: La tiene desde que íbamos a la universidad.
—Enséñemela —pidió ésta, volviendo a meter el móvil en la chaqueta.
—Podría ir a buscarla —intervine— y bajarla.
—Está arriba —dijo Cynthia—. Venga, se la mostraré.
—Cyn —dije, parado al pie de las escaleras como si fuera una barrera—. Está todo un poco desordenado arriba.
—Vamos —dijo Wedmore, pasando junto a mí y subiendo las escaleras.
—La primera puerta a la derecha —indicó Cynthia. Y luego me susurró—: ¿Por qué crees que quiere ver nuestra máquina de escribir?
Wedmore desapareció en el estudio.
—No la encuentro —dijo.
Cynthia llegó a lo alto de las escaleras antes que yo y se metió a su vez en la habitación.
—Normalmente está aquí —dijo—. Terry, ¿verdad que suele estar aquí?
Cuando entré en la habitación estaba señalando mi escritorio. Ella y Wedmore se me quedaron mirando.
—Sí —respondí—. Estaba por en medio, así que la he guardado en el armario.
Abrí la puerta del armario y me arrodillé. Wedmore miraba por encima de mi hombro.
—¿Dónde? —dijo.
Aparté el montón de periódicos y los pantalones manchados de pintura para mostrarle la vieja máquina de escribir Royal. La levanté y la dejé sobre la mesa.
—¿Cuándo la has metido ahí? —preguntó Cynthia.
—Hace un rato —contesté.
—¿Y cómo explica que esté tan escondida? —señaló Wedmore.
Me encogí de hombros. No tenía nada que decir.
—No la toque —dijo Wedmore, y volvió a sacar el móvil del bolsillo.
Cynthia me miró con expresión de desconcierto.
—¿Qué pasa contigo? ¿Qué demonios está ocurriendo?
Yo quería hacerle exactamente la misma pregunta.