24

—¿Cómo han conseguido nuestra dirección de correo? —le pregunté a Cynthia.

Ella estaba sentada frente al ordenador, contemplando la pantalla. En un momento dado se acercó al monitor, como si el hecho de tocar el mensaje pudiera de algún modo revelarle alguna cosa sobre éste.

—Mi padre —dijo.

—¿Qué pasa con tu padre?

—Cuando entró aquí, cuando dejó el sombrero —continuó—. Podría haber subido y echado un vistazo, encender el ordenador y haber averiguado nuestra dirección de correo.

—Cyn —dije con cautela—, todavía no sabemos si fue tu padre quien dejó el sombrero. En realidad no tenemos ninguna posibilidad de saber quién lo hizo.

Volví a pensar en la teoría de Rolly y en mi sospecha pasajera de que había sido la propia Cynthia quien había dejado el sombrero. Y por un instante, nada más que un instante, pensé en lo fácil que sería abrir una cuenta de correo en Hotmail y enviarte un correo a ti mismo.

«Déjalo estar», me dije a mí mismo.

Podía notar que Cynthia estaba molesta por el comentario que yo había hecho antes, así que añadí:

—Pero tienes razón. Quienquiera que entrara podía haber subido arriba y curioseado, y haber encendido el ordenador para conseguir nuestra dirección.

—Así que es la misma persona —concluyó Cynthia—. La persona que me telefoneó, la que dijiste que era un tarado, es la misma que envió este correo, y la que se metió en casa y dejó el sombrero. El sombrero de mi padre.

Aquello tenía sentido. El problema era que desconocíamos quién era esa persona. ¿Era la misma que había asesinado a Tess? ¿Era el hombre al que había visto a través del telescopio de Grace la otra noche, vigilando nuestra casa?

—Y sigue hablando de perdón —añadió Cynthia—. Dice que me perdonan. ¿Por qué dice eso? ¿Y qué significa que no tardará mucho?

Yo sacudí la cabeza.

—Y la dirección —apunté, señalando el correo de la pantalla—. Son sólo un montón de números.

—No son un montón de números —replicó Cynthia—. Es una fecha, el 12 de mayo de 1983. La noche en que mi familia desapareció.

—Aquí no estamos seguros —dijo Cynthia más tarde aquella misma noche.

Estaba apoyada en el cabezal de la cama, con la colcha subida hasta la cintura. En aquel momento yo miraba por la ventana del dormitorio, echando un último vistazo a la calle antes de meterme en la cama con ella. Durante la última semana había adquirido aquel hábito.

—No lo estamos —insistió—. Y sé que tú sientes lo mismo pero no quieres hablar de ello. Te da miedo que me preocupe, ponerme al límite de mis fuerzas.

—No tengo miedo de ponerte al límite —respondí.

—Pero no puedes decir que estemos a salvo —dijo Cynthia—. Tú no lo estás, yo no lo estoy, Grace no lo está.

Lo sabía perfectamente, no era necesario que ella me lo recordara. No me lo podía sacar de la cabeza.

—Han asesinado a mi tía —continuó Cynthia—. El hombre al que contraté… al que contratamos para averiguar qué le sucedió a mi familia ha desaparecido. Grace y tú visteis a un hombre vigilando nuestra casa la otra noche. Alguien ha estado aquí, Terry, y si no es mi padre, cualquier otra persona. Alguien que dejó ese sombrero y se sentó frente a nuestro ordenador.

—No era tu padre —insistí.

—¿Lo dices porque sabes quién fue o porque crees que mi padre está muerto?

No podía responder a eso.

—¿Por qué crees que el departamento de tráfico no tiene ningún registro del permiso de conducir de mi padre? —preguntó—. ¿Por qué no hay archivos suyos en la Seguridad Social?

—No lo sé —respondí, cansado.

—¿Crees que Abagnall descubrió algo sobre Vince? ¿Vince Fleming? ¿No dijo que quería investigar un poco más sobre él? Quizás eso era lo que estaba haciendo cuando desapareció. A lo mejor Abagnall se encuentra bien pero está siguiendo a Vince y no ha podido llamar a su mujer.

—Mira —dije—, ha sido un día muy largo. Será mejor que durmamos un poco.

—Por favor, prométeme que no me estás ocultando nada —me pidió Cynthia—. Como hiciste con la enfermedad de Tess o con el dinero que recibió.

—No te estoy ocultando nada —dije—. ¿No acabo de enseñarte el correo? Podría haberlo borrado y no haberte dicho nada. Pero estoy de acuerdo contigo en que tenemos que ir con cuidado. Hemos puesto cerraduras nuevas en las puertas, así que nadie va a entrar en casa por ahora. Y no voy a darte la lata con lo de acompañar a Grace a la escuela.

—¿Qué crees que está ocurriendo? —preguntó Cynthia.

Había algo en su manera de preguntarlo, algo casi acusatorio, que me hizo pensar que aún creía que yo tenía información que no compartía con ella.

—Por Dios —exclamé—, no lo sé. No fue mi maldita familia la que desapareció de la faz de la Tierra en medio de la maldita noche.

Cynthia se quedó sin palabras, atónita. Yo también.

—Lo siento —me disculpé—; lo siento, no quería decir eso. Es sólo que esto nos está afectando.

—Querrás decir que mis problemas te están afectando a ti —precisó Cynthia.

—No es eso —respondí—. Mira, ¿te acuerdas que te dije que nos iría bien irnos por ahí unos días? Nosotros tres. No importa si Grace falta unos días a la escuela, y yo puedo conseguir que Rolly ponga un sustituto; además, Pam lo entenderá si le dices que aún tardarás unos días en volver…

Cynthia se apartó las sábanas de las piernas y se puso en pie.

—Voy a dormir con Grace —me informó—. Quiero asegurarme de que está bien. Alguien tiene que hacer algo.

Yo no dije nada mientras se metía la almohada bajo el brazo y abandonaba la habitación.

Me dolía la cabeza, así que me dirigí al lavabo para coger un analgésico del armario de las medicinas. Fue entonces cuando oí que alguien corría por el pasillo.

Antes de que Cynthia apareciera en la puerta de la habitación la oí gritar:

—¡Terry! ¡Terry!

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Ha desaparecido. Grace no está en su cuarto. ¡Ha desaparecido!

La seguí por el pasillo hasta la habitación de Grace, encendiendo las luces a mi paso. Adelanté a Cynthia y entré en el cuarto de mi hija antes que ella.

—Ya he mirado bien —gritó—. ¡Y no está!

—¡Grace! —llamé mientras abría la puerta de su armario y miraba debajo de la cama.

La ropa que se había puesto aquel día estaba hecha un ovillo sobre la silla. Fui hacia el lavabo y corrí la cortina de la bañera: estaba vacía. Cynthia había entrado en la habitación del ordenador. Nos encontramos en el pasillo. No había ni rastro de ella.

—¡Grace! —gritó Cynthia.

Encendimos algunas luces más mientras bajábamos las escaleras. Me dije a mí mismo que aquello no podía estar ocurriendo. Sencillamente, no podía ser.

Cynthia abrió de par en par la puerta del sótano y chilló el nombre de nuestra hija en la oscuridad. No hubo respuesta.

Al entrar en la cocina vi que la puerta de atrás, con su nueva cerradura, estaba entreabierta.

Me pareció que se me paraba el corazón.

—Llama a la policía —le dije a Cynthia.

—Dios mío —dijo ella.

Encendí la luz del exterior mientras abría la puerta y me lanzaba descalzo al patio trasero.

—¡Grace! —grité.

Y entonces se oyó una voz. Sonaba molesta.

—Papá, ¡apaga la luz!

Miré hacia mi derecha y allí estaba Grace, vestida con el pijama y con el telescopio sobre el césped, enfocado hacia el cielo nocturno.

—¿Qué pasa? —dijo.

Ambos podríamos, y probablemente deberíamos, habernos tomado algún día libre más, especialmente después de la noche que habíamos pasado, pero a la mañana siguiente tanto Cynthia como yo volvimos al trabajo.

—Lo siento mucho —dijo Grace por centésima vez mientras se comía sus cereales.

—No vuelvas a hacer algo así nunca —dijo Cynthia.

—Ya he dicho que lo siento.

Finalmente Cynthia había dormido con ella. No pensaba perder de vista a Grace ni un momento.

—Que sepas que roncas —le dijo Grace.

Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de reírme, pero me las apañé para aguantarme.

Como siempre, fui el primero en irme a trabajar. Cynthia no se despidió ni me acompañó a la puerta; aún no había olvidado nuestra discusión de la noche antes. Justo cuando más necesitábamos mantenernos unidos se abría una brecha entre nosotros. Cynthia aún sospechaba que yo le ocultaba algo, y yo me sentía molesto con ella de una forma que ni siquiera me podía explicar a mí mismo.

Cynthia creía que yo la culpaba de nuestros problemas. Era innegable que su historia, su proverbial equipaje, nos perseguía día y noche. Y puede que de algún modo sí que la culpara, aunque no era culpa suya que su familia hubiera desaparecido.

Ambos teníamos una preocupación en común, por supuesto: cómo podía afectar todo eso a Grace. Y el modo en que nuestra hija había decidido sobrellevar la angustia que se respiraba en casa, tan traumática para ella que el hecho de pensar en un meteorito destructivo constituía una especie de vía de escape, se había convertido en el catalizador de una nueva disputa.

Mis estudiantes se portaron sorprendentemente bien. Supongo que les habían llegado noticias de lo que me había ocurrido en los últimos días. Una muerte en la familia. Lo normal con los chicos de instituto, como con la mayoría de los depredadores, hubiera sido que se aprovecharan de la debilidad de la presa y la usaran en beneficio propio. Por lo que me habían dicho, eso era exactamente lo que habían hecho con la mujer encargada de sustituirme. Ésta hablaba con un ligero tartamudeo, poco más que un pequeño titubeo con la primera palabra de cada frase, pero había sido suficiente para que los chicos empezaran a imitarla. Evidentemente, el primer día se había marchado a casa llorando, según me contaron mis compañeros a la hora del almuerzo sin ningún rastro de compasión en su voz. Aquella escuela era una selva, y o bien sobrevivías o bien no lo lograbas.

Pero a mí me dieron una tregua. No sólo mi grupo de escritura creativa, sino también mis dos clases de inglés. Creo que se portaron bien no únicamente por respeto hacia mis sentimientos; de hecho, eso debía de ser lo que menos les importaba. Se portaron bien porque intentaban captar alguna señal de que mi comportamiento era distinto: si se me escapaba una lágrima, me impacientaba con alguien, cerraba dando un portazo o cualquier otra cosa. Pero no lo hice, así que no podía esperar ninguna consideración especial al día siguiente.

Jane Scavullo se me acercó mientras el resto de la clase desfilaba hacia la salida.

—Siento lo de su tía —me dijo.

—Gracias —respondí—. De hecho era la tía de mi mujer, aunque era como si también fuera la mía.

—Pues eso —dijo, y se reunió con sus compañeros.

A media tarde, andaba por el pasillo cerca de la secretaría cuando una de las secretarias salió, me vio y se paró en seco.

—Justo ahora iba a buscarle —dijo—. He mirado en su despacho pero no estaba.

—Eso es porque estoy aquí —le respondí.

—Hay una llamada para usted —me informó—. Creo que es su mujer.

—Muy bien.

—Puede contestar en la secretaría.

—Vale.

La seguí y ella señaló el teléfono que había sobre el mostrador. Una de las luces parpadeaba.

—Presione el botón —me indicó.

Agarré el auricular y presioné el botón que parpadeaba.

—¿Cynthia?

—Terry, yo…

—Escucha, estaba a punto de llamarte. Siento lo de anoche. Lo que dije.

La secretaria volvió a sentarse a su mesa e hizo ver que no escuchaba.

—Terry, hay algo…

—Quizá deberíamos contratar a otra persona. Bueno, no sabemos lo que le ha ocurrido a Abagnall, pero…

—Terry, cállate —me pidió Cynthia.

Yo me callé.

—Ha ocurrido algo —dijo Cynthia en voz baja, casi sin aliento—. Sé dónde están.