No había mucha gente a la que llamar.
Patricia Bigge, la madre de Cynthia, había sido la única hermana de Tess. Sus padres, por supuesto, hacía mucho que habían muerto. A pesar de haber estado casada brevemente, Tess nunca había tenido hijos, y carecía de sentido tratar de encontrar a su ex marido; tampoco habría asistido al funeral, y Tess no habría querido que ese hijo de puta estuviera allí.
Tess no había mantenido ninguna de las amistades que había hecho con la gente del departamento de obras públicas en el que había trabajado antes de jubilarse. En cualquier caso, por lo que ella decía, tampoco tenía allí muchos amigos: sus ideas liberales no encajaban en ese lugar. Era socia de un club de bridge, pero Cynthia no conocía a ninguno de los miembros, así que por ese lado no hubo ninguna llamada.
Tampoco era necesario avisar a nadie. La noticia de la muerte de Tess Berman había abierto todos los noticiarios.
Entrevistaron a los vecinos de su arbolada calle, ninguno de los cuales había notado nada extraño en el barrio durante las horas anteriores a la muerte de Tess.
—Eso hace que te preguntes muchas cosas —comentó uno a las cámaras de televisión.
—En esta zona no ocurren ese tipo de cosas —dijo otro.
—Nos hemos vuelto extremadamente cautelosos a la hora de cerrar con llave puertas y ventanas por la noche —añadió alguien más.
Quizá si a Tess la hubiera apuñalado su ex marido o un amante despechado los vecinos se habrían sentido más tranquilos. Pero la policía insistía en que no tenía ninguna pista de quién era el autor de los hechos, ni tampoco del móvil. Ni siquiera había sospechosos.
No había marcas de que la entrada hubiera sido forzada, ni señales de lucha, excepto por una mesa ligeramente ladeada y una silla derribada. Por lo que parecía, el asesino de Tess había atacado con rapidez, y ella sólo había podido resistirse un momento, lo justo para hacer que su atacante se apoyara en la mesa y tirara la silla al suelo. Pero entonces el cuchillo había encontrado su camino, y ella había muerto.
Por lo que dijo la policía, su cuerpo llevaba veinticuatro horas allí cuando lo encontramos.
Pensé en todas las cosas que habíamos hecho mientras Tess yacía en el charco de su propia sangre. Nos habíamos preparado para ir a la cama, nos habíamos acostado, nos habíamos despertado, cepillado los dientes, escuchado las noticias de la mañana en la radio, ido a trabajar, vivido un día entero de nuestras vidas que Tess no había podido vivir.
Pensar en ello era sobrecogedor.
Cuando me obligué a dejar de hacerlo, mi mente se ocupó en otros temas igualmente peliagudos. ¿Quién había hecho aquello? ¿Por qué? ¿Había sido Tess una víctima al azar o su muerte tenía que ver con Cynthia y la amenaza de la carta escrita todos esos años atrás?
¿Dónde estaba la tarjeta de visita de Denton Abagnall? ¿No la había colgado Tess del corcho, tal como me había dicho? ¿Había decidido que no le llamaría para darle más información, la había arrancado y la había tirado a la basura?
Al día siguiente, consumido por éstas y otras preguntas, encontré la tarjeta que Abagnall nos había dejado y llamé a su móvil.
Enseguida salió un mensaje del operador que me indicaba que el señor Abagnall no estaba disponible y que podía dejar un mensaje.
De modo que probé en el número de su casa. Respondió una mujer.
—¿Podría hablar con el señor Abagnall, por favor?
—¿De parte de quién?
—¿Es usted la señora Abagnall?
—¿Con quién hablo, por favor?
—Soy Terry Archer.
—¡Señor Archer! —Sonaba un poco nerviosa—. Iba a llamarlo ahora mismo.
—Señora Abagnall, necesito hablar con su esposo. Es probable que la policía ya se haya puesto en contacto con él; anoche les di el teléfono de su marido y…
—¿Sabe algo de él?
—¿Disculpe?
—¿Sabe dónde se encuentra mi marido?
—No.
—Esto no es propio de él. A veces tiene que pasarse la noche trabajando, o vigilando a alguien, pero siempre se pone en contacto conmigo en algún momento.
Tenía una desagradable sensación en la boca del estómago.
—Ayer por la tarde estuvo en nuestra casa —dije—. A última hora. Vino para ponernos al día.
—Lo sé —respondió ella—. Hablé con él después de que saliera; dijo que alguien le había llamado y le había dejado un mensaje diciendo que volverían a llamar.
Recordé que el móvil de Abagnall había sonado mientras estábamos en la sala; yo había dado por supuesto que era su mujer, que le llamaba para explicarle lo que había para cenar, pero él había mirado la pantalla, se sorprendió de que no fuera de casa y dejó que saltara el contestador.
—¿Volvieron a llamar?
—No lo sé. Fue la última vez que hablé con él.
—¿La policía se ha puesto en contacto con usted?
—Sí. Casi me da un ataque al corazón cuando he abierto la puerta esta mañana y me los he encontrado ahí. Pero se trataba de una mujer de cerca de Derby que ha sido asesinada en su casa.
—Es la tía de mi mujer —le expliqué—. Fuimos a hacerle una visita y nos la encontramos.
—¡Por Dios! —exclamó la señora Abagnall—. Lo siento mucho.
Antes de hablar pensé en lo que iba a decir, puesto que últimamente había adquirido el hábito de mantener a la gente al margen de cosas que pudieran preocuparles innecesariamente. Pero esa estrategia tampoco había resultado muy útil, así que me lancé.
—Señora Abagnall, no quiero preocuparla, y estoy seguro de que hay una muy buena razón para que su marido no se haya puesto en contacto con usted, pero creo que debería llamar a la policía.
—Oh —dijo en voz muy baja.
—Pienso que debería decirles que su marido ha desaparecido, aunque no haga mucho tiempo.
—Ya veo —reflexionó la señora Abagnall—. Bien, ahora mismo les llamo.
—Y póngase en contacto conmigo en cuanto tenga noticias de su marido. Le voy a dar el número de casa, por si no lo tiene, y el móvil también.
No me pidió que esperara para ir a buscar un bolígrafo. Supuse que, estando casada con un detective, habría siempre un bloc y un bolígrafo junto al teléfono.
Cynthia entró en la cocina. Acababa de volver de la funeraria. Gracias a Dios, Tess lo había organizado todo para hacer las cosas lo más fáciles posible a su familia. Hacía unos años que había terminado de pagar los plazos de su funeral, y quería que esparcieran sus cenizas por el estrecho de Long Island.
—Cyn —dije.
No me respondió. Me ignoraba. Sin importarle si era o no racional, de algún modo me consideraba responsable de la muerte de Tess, e incluso yo estaba empezando a preguntarme si las cosas habrían sido diferentes en caso de haberle contado a Cynthia todo lo que sabía cuando me había enterado de ello. ¿Habría estado Tess en casa cuando llegó su asesino, si Cynthia hubiera sabido cómo había conseguido Tess pagarle los estudios? ¿O habrían estado ambas en un lugar completamente diferente, trabajando en equipo, quizás ayudando a Abagnall en su investigación?
Nunca llegaría a saberlo. Y aquello era algo con lo que tendría que vivir.
Ninguno de los dos había ido a trabajar. Cynthia se había tomado una baja indefinida en la tienda de ropa, y yo llamé a la escuela para decir que seguramente no podría ir durante un par de días y que era una buena idea que cogieran a un profesor sustituto. Quienquiera que fuera, mentalmente le deseé suerte con mi clase.
—A partir de ahora no te voy a ocultar nada —le dije a Cynthia—. Y ha ocurrido algo más que deberías saber.
Se detuvo antes de abandonar la cocina, pero no se dio la vuelta para mirarme.
—Acabo de hablar con la mujer de Abagnall —informé—. Ha desaparecido.
Pareció que se inclinaba hacia un lado, como si el aire la hubiera abandonado.
—¿Cómo dices? —consiguió preguntar.
Le conté la conversación que había tenido con la mujer de Abagnall.
Se quedó allí de pie un momento más y apoyó una mano en la pared para recobrar la compostura.
—Tengo que ir a la funeraria —dijo al fin—. Hay que tomar algunas decisiones de última hora.
—Claro —respondí—. ¿Quieres que vaya contigo?
—No —replicó, y se marchó.
Estuve un rato sin saber qué hacer además de preocuparme. Limpié la cocina, recogí la casa e intenté sin éxito asegurar el pie del telescopio de Grace.
Al volver abajo mis ojos se detuvieron en las dos cajas de zapatos que había sobre la mesita del café y que Abagnall nos había devuelto el día anterior. Las cogí, las llevé a la cocina y las puse sobre la mesa.
Empecé a sacar cosas, una por una, del mismo modo, me imaginé, que debía de haber hecho Abagnall.
Al llevarse las cosas de su casa cuando era una adolescente, Cynthia se había limitado a volcar el contenido de los cajones en aquellas cajas, incluyendo el de las mesitas de noche de sus padres. Como la mayoría de los cajones pequeños, éstos se habían convertido en depósito de todo tipo de cosas, importantes o no: calderilla, llaves que ya no se sabía para qué servían, recetas, quinielas, recortes de prensa, botones y bolígrafos viejos…
Clayton Bigge no era precisamente un sentimental, pero guardaba cosas curiosas, como recortes de periódico. Por ejemplo, había uno en el que aparecía el equipo de baloncesto al que había pertenecido Todd. Pero sobre todo, conservaba cualquier artículo que tratara sobre pesca. Cynthia me había contado que leía la sección de deportes del periódico en busca de noticias de torneos de pesca, y la de viajes por si aparecían lagos que no se incluyeran en los circuitos habituales y en los que había tantos peces que prácticamente saltaban dentro de la barca.
En la caja había una media docena de recortes de este tipo, que Cynthia debía de haber sacado de la mesita de noche de Clayton muchos años atrás, antes de que los muebles de la casa, y la propia casa, fueran vendidos. Me pregunté cuánto tardaría en darse cuenta de que no tenía mucho sentido seguir guardándolos. Desdoblé todos los recortes, con cuidado de que no se rompieran, para asegurarme de lo que contenían.
Uno de ellos me llamó la atención.
Lo habían sacado de las páginas del Hartford Courant, y trataba sobre la pesca con mosca en el río Housatonic. Quienquiera que hubiera recortado el artículo —Clayton, presumiblemente— había sido extremadamente meticuloso, resiguiendo con las tijeras el espacio entre la primera columna de aquel artículo y la última de otro que habían descartado. La historia había estado situada sobre unos anuncios u otros artículos que ya no estaban ahí.
Lo que me pareció extraño es que hubieran dejado allí un artículo que no tenía ninguna relación con la pesca con mosca.
Sólo medía unos centímetros.
La policía aún no tiene ninguna pista sobre la muerte por atropello de Connie Gormley, de veintisiete años y natural de Sharon, cuyo cuerpo se encontró tirado en la cuneta de la carretera 7 el sábado por la noche. Los investigadores creen que Gormley, una mujer soltera que trabajaba en el Dunkin’ Donuts de Torrington, caminaba junto a la autopista cerca del puente Cornwall cuando fue alcanzada por un coche que iba en dirección sur el viernes por la noche. La policía ha confirmado que por lo visto el cuerpo de Gormley fue colocado en el arcén después de que el coche lo golpeara.
La policía maneja la teoría de que fue el propio conductor del vehículo el que movió el cuerpo, para que tardara más en descubrirse.
¿Por qué habrían recortado con tanto cuidado todo lo que había alrededor del artículo de pesca y sin embargo habían dejado aquella historia? La fecha que se podía leer en la parte superior del periódico era el 15 de octubre de 1982.
Estaba dándole vueltas a todo esto cuando oí que llamaban a la puerta. Dejé el recorte a un lado, me levanté de la silla y fui a abrir.
Keisha Ceylon. La vidente. La mujer con la que nos había citado la cadena de televisión y que había perdido inexplicablemente su capacidad para captar vibraciones sobrenaturales cuando se dio cuenta de que los productores no le iban a extender un cheque.
—¿Señor Archer? —preguntó.
Su aspecto seguía siendo atípico: traje de ejecutiva, sin pañuelos ni enormes pendientes.
Asentí con cautela.
—Soy Keisha Ceylon. Nos conocimos en la emisora de televisión.
—La recuerdo —respondí.
—Antes que nada, me gustaría disculparme por lo que ocurrió. Habían prometido pagarme por mi trabajo y por eso discutimos; pero nunca debería haber ocurrido delante de su esposa, la señora Archer.
Yo no dije nada.
—En cualquier caso —dijo llenando el vacío; evidentemente, no esperaba tener que llevar todo el peso de la conversación—, el hecho es que sí hay algunas cosas que me gustaría compartir con usted y su esposa y que podrían ser útiles en relación con la desaparición de su familia.
Seguí sin decir nada.
—¿Puedo entrar? —preguntó ella.
Lo que de verdad quería era cerrarle la puerta en las narices, pero entonces me acordé de lo que había dicho Cynthia antes de que fuéramos a ver a Keisha por primera vez: que tenías que estar dispuesto a parecer un loco si había alguna posibilidad, aunque fuera una entre un millón, de que alguien pudiera contarte algo que resultara útil.
Por supuesto, Keisha Ceylon era ya un cartucho quemado, pero el hecho de que estuviera deseando enfrentarse a nosotros otra vez hizo que me preguntara si debía escuchar lo que tenía que decir.
Así que, tras vacilar un momento, abrí la puerta y la guié hacia el sofá de la sala en el que se había sentado Abagnall unas horas antes. Yo me senté frente a ella y crucé las piernas.
—Entiendo perfectamente que se muestre usted escéptico —dijo—, pero hay un montón de fuerzas misteriosas a nuestro alrededor todo el tiempo, y sólo unos pocos de nosotros somos capaces de ponernos en contacto con ellas.
—Mmm —fue todo lo que pude decir.
—Cuando llega a mi poder información que podría ser importante para alguien que tiene un problema, me siento en la obligación de compartirla. Es la única manera responsable de actuar cuando has sido bendecido con un don así.
—Por supuesto.
—La compensación económica es secundaria.
—Me lo imagino perfectamente.
Aunque había dejado entrar a Keisha Ceylon en casa con mis mejores intenciones, empezaba a preguntarme si había cometido un error.
—Ya veo que se burla de mí, pero es verdad que veo cosas.
¿No debería haber dicho «veo personas muertas»? ¿Acaso no iba de eso todo aquello?
—Y estoy preparada para compartir estas cosas con su mujer y usted, si así lo quieren —continuó—. Me gustaría, sin embargo, que consideraran la posibilidad de darme algún tipo de compensación, ya que la cadena de la televisión no estaba dispuesta a hacerlo por ustedes.
—Ah —dije—. ¿En qué tipo de compensación está pensando?
Ceylon arqueó las cejas, como si no hubiera pensado en una cantidad concreta antes de llamar a nuestra puerta.
—Bien, me pone usted en un aprieto —respondió—. Había pensado en unos mil dólares. Eso es lo que creía que iba a pagarme la cadena de televisión antes de que faltaran a su palabra.
—Ya veo —dije—. Quizá si pudiera darme primero una pista acerca de la información que quiere compartir con nosotros, me sería más fácil decidir si vale mil dólares.
Ceylon asintió.
—Me parece razonable —accedió—. Déme sólo un momento.
Se recostó sobre los cojines, irguió la cabeza y cerró los ojos. Estuvo unos treinta segundos sin moverse ni emitir ningún sonido. Parecía haber caído en una especie de trance, lista para contactar con el mundo de los espíritus.
—Veo una casa —dijo de pronto.
—Una casa —repetí.
Por fin llegábamos a alguna parte.
—En una calle; hay niños jugando, y muchos árboles, y veo a una mujer mayor que pasa por delante de nuestra casa, y un hombre mayor; hay otro hombre con ellos, aunque es más joven. Creo que podría ser Todd… Estoy intentando ver bien la casa, concentrarme en ella…
—Esa casa —intervine, inclinándome hacia ella—, ¿es de color amarillo pálido?
Ceylon pareció cerrar los ojos con más fuerza.
—Sí, sí, así es.
—¡Dios mío! —exclamé—. Y las contraventanas, ¿son verdes?
Torció la cabeza hacia un lado, como si lo estuviera comprobando.
—Sí, lo son.
—Y debajo de las ventanas ¿hay jardineras? —pregunté—. ¿Para poner flores? ¿Petunias? ¿Podría decirme si es así? Es muy importante.
Asintió muy lentamente.
—Sí, es exactamente así. Las jardineras están llenas de petunias. Esta casa… ¿la conoce?
—No —respondí encogiéndome de hombros—. Me lo estoy inventando sobre la marcha.
Los ojos de Ceylon se abrieron de golpe llenos de furia.
—Hijo de la grandísima puta.
—Creo que hemos terminado —repliqué.
—Me debe mil dólares.
La primera vez que te engañan es culpa tuya. La segunda…
—Creo que no.
—Me va a pagar mil dólares porque… —Intentó pensar en algo—. Porque sé algo más. He tenido otra visión. Sobre su hija, su hija pequeña. Corre un gran peligro.
—¿Gran peligro? —repetí.
—Así es. Está en un coche. Si me paga, le contaré más para que pueda salvarla.
Oí una puerta de coche que se cerraba fuera.
—Yo también tengo una visión —dije, tocándome las sienes con los dedos—. Veo a mi mujer entrar por esa puerta de un momento a otro.
Y así fue. Cynthia se quedó mirando la sala sin decir nada.
—Hola, cariño —la saludé, con bastante brusquedad—. ¿Recuerdas a Keisha Ceylon, la mejor vidente del mundo? Lleva aquí un rato currándose el engaño de conjurar el pasado, así que ahora, en un último y rastrero intento por sacarnos mil dólares, se ha inventado una visión relacionada con Grace, tratando de explotar nuestros miedos más atávicos cuando estamos en nuestro peor momento. —Miré a Keisha—. ¿Lo he explicado bien?
Keisha Ceylon no dijo nada.
—¿Qué tal en la funeraria? —continué, dirigiéndome a Cynthia. Luego miré a Keisha—. Su tía acaba de morir. No podía haber elegido mejor momento.
Todo ocurrió muy rápido.
Cynthia agarró a la mujer por el pelo y la llevó entre gritos desde el sofá hasta la puerta principal. Su cara estaba roja de ira. Keisha era una mujer grande, pero Cynthia la arrastró por el suelo como si fuera de paja. Ignoró los gritos de la mujer, el torrente de obscenidades que salían de su boca.
Cynthia la llevó hasta la puerta, que abrió con la mano que no tenía ocupada, y lanzó a la artista del timo al peldaño de entrada. Pero ella no tuvo tiempo de ponerse en pie, cayó rodando y aterrizó con la cabeza en el césped.
Antes de cerrar la puerta, Cynthia aún tuvo tiempo de gritar:
—¡Déjenos en paz, maldita oportunista!
Sus ojos aún estaban desorbitados cuando me miró, intentando recuperar el aliento.
Yo me sentía como si también me hubiera quedado sin aire.