18

Al día siguiente Cynthia llamó a Pam para avisarla de que llegaría un poco más tarde. De ese modo, aunque el cerrajero tenía que venir a las nueve, si tardaba más de lo previsto en instalar los cerrojos de seguridad Cynthia podría quedarse.

Mientras desayunábamos, y antes de que Grace bajara para ir a la escuela, le conté a Cynthia lo del hombre de la acera. Por un momento dudé en explicárselo, pero al final lo hice: en primer lugar, no había duda de que en algún momento Grace sacaría el tema, y en segundo, si había alguien vigilando la casa, quienquiera que fuese y cualquiera que fuera la razón, todos teníamos que estar muy alerta. Hasta donde sabíamos, aquello no tenía absolutamente nada que ver con la situación de Cynthia; podía ser un pervertido, así que era necesario avisar a todos los vecinos de la calle.

—¿Pudiste verle bien? —preguntó Cynthia.

—No. Salí a la calle para perseguirlo, pero se metió en un coche y huyó.

—¿Viste el coche?

—No.

—¿Te pareció que podía ser marrón?

—Cyn, no lo sé. Estaba oscuro, y el coche era oscuro.

—Así que podría ser marrón.

—Sí, podría ser marrón. Y también azul marino, o negro. No lo sé.

—Apuesto a que era la misma persona. La que pasó junto a Grace y a mí en el camino a la escuela.

—Voy a hablar con los vecinos —dije.

Conseguí alcanzar a los de ambos lados de la calle cuando salían a trabajar, y les pregunté si habían visto a alguien por los alrededores la noche anterior o cualquier otra noche, o si habían observado algo que les pareciera sospechoso, pero nadie había visto nada.

De todas formas llamé a la policía por si habían recibido alguna llamada de alguien del vecindario alertando de cualquier cosa fuera de lo normal en los últimos días, y me pasaron con la persona encargada del tema.

—No tenemos mucho, la verdad —me informó—. Aunque espere, el otro día recibimos una llamada; sobre algo bastante extraño.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué era?

—Alguien llamó por un sombrero que había encontrado en su casa. —El hombre se rió—. Al principio pensé que era un error, que alguien quería un bombero en su casa. Pero no, era un sombrero.

—Vale, no importa —dije.

Antes de que yo me fuera a la escuela Cynthia me comentó que quería ir a ver a Tess.

—Ya sé que hace muy poco que estuvimos allí, pero teniendo en cuenta lo que le ha pasado recientemente, he pensado que…

—No hace falta que me expliques nada —la interrumpí—. Creo que es una gran idea. ¿Por qué no vamos mañana por la noche y nos la llevamos a tomar un helado?

—Voy a llamarla —dijo Cynthia.

En la escuela encontré a Rolly en la sala de profesores, enjuagando una taza para poder servirse el horrible café de la máquina.

—¿Cómo va todo? —le pregunté, apareciendo por detrás.

Él dio un salto.

—¡Dios! —exclamó.

—Lo siento —me disculpé—. Trabajo aquí.

Cogí una taza para mí, la llené y le añadí una ración extra de azúcar para disimular el sabor.

—¿Qué tal? —intenté de nuevo.

Rolly se encogió de hombros. Parecía distraído.

—Lo mismo de siempre. ¿Y tú?

Dejé escapar un suspiro.

—Ayer por la noche había alguien vigilando nuestra casa en la oscuridad, y cuando intenté descubrir quién era se fue corriendo.

Di un sorbo al café que me había servido. Tenía un sabor horrible, pero estaba tan frío que éste apenas se notaba.

—¿Alguien vigilaba vuestra casa? —preguntó Rolly—. ¿Por qué?

Me encogí de hombros.

—Ni idea, pero esta mañana vienen a poner cerraduras de seguridad en casa, y parece que justo a tiempo.

—Es un poco inquietante —dijo Rolly—. A lo mejor es un tipo que merodea por vuestra calle por si alguien se ha dejado la puerta del garaje abierta o algo así, y sólo quiere robar.

—Quizá —respondí—. En cualquier caso, unas cerraduras nuevas no son una mala idea.

—Es cierto —asintió Rolly. Hizo una pausa y añadió—: Estoy pensando en jubilarme anticipadamente.

Por lo visto ya no íbamos a hablar más de mí.

—Creía que tenías que quedarte como mínimo hasta el final del año escolar.

—Sí, pero ¿y si lo mando todo al diablo? Entonces tendrían que darse prisa en encontrar a alguien, ¿no? Sólo perderé un porcentaje mínimo de la pensión, y ya estoy preparado para irme, Terry. Dirigir una escuela, trabajar en una escuela… ya no es lo que era, ¿sabes? Ya sé que siempre ha habido chicos difíciles, pero ahora es peor. Van armados, y a sus padres no les importa una mierda. Le he entregado cuarenta años al sistema, y ahora quiero irme. Si Millicent y yo vendemos la casa, metemos algo de dinero en el banco y nos vamos a Bradenton, tal vez mi presión sanguínea empiece a bajar un poco.

—Sí que pareces un poco tenso hoy. Quizá deberías marcharte a casa.

—Estoy bien. —Hizo una pausa. Rolly no fumaba, pero tenía el aspecto desesperado de un fumador empedernido que necesitara desesperadamente encender un cigarrillo—. Millicent ya está jubilada. No hay nada que me retenga. Ninguno de los dos vamos a rejuvenecer, ¿verdad? Uno nunca sabe cuánto tiempo le queda. Ahora estás aquí, y al minuto siguiente estás muerto.

—Oh —dije—. Eso me recuerda algo.

—¿El qué?

—Tess.

Rolly parpadeó.

—¿Qué ocurre?

—Por lo visto, se va a poner bien.

—¿Qué?

—Le hicieron otra prueba y resultó que el primer diagnóstico era erróneo. No se está muriendo; se va a curar.

Rolly se quedó de piedra.

—¿De qué estás hablando?

—Te estoy diciendo que se va a poner bien.

—Pero —replicó lentamente, como si no lo entendiera del todo—, los doctores le dijeron que se estaba muriendo. Y ahora, ¿qué? ¿Dicen que se equivocaron?

—Bueno —dije—, yo diría que no son precisamente malas noticias.

Rolly parpadeó de nuevo.

—No, claro que no. Son maravillosas. Mejor que recibir primero una buena noticia y luego una mala, supongo.

—Cierto.

Rolly miró su reloj.

—Oye, tengo que irme.

Yo también me fui; mi clase de escritura creativa estaba a punto de empezar. La última tarea que les había puesto era escribir una carta a alguien que no conocieran y contarle a esta persona, real o imaginaria, algo que sintieran que no le podían contar a nadie más.

—A veces —les dije— resulta más fácil explicar algo muy íntimo a un extraño. Es como si hubiera menos riesgo en abrirte a alguien que no te conoce.

Para mi sorpresa, cuando pedí un voluntario para empezar, Bruno, el graciosillo de la clase, levantó el brazo.

—¿Bruno?

—Sí, señor.

Era muy raro que Bruno se ofreciera, incluso que hubiera hecho los deberes. No me fiaba del todo, pero al mismo tiempo me sentía intrigado.

—Muy bien, Bruno. Vamos allá.

Él abrió su cuaderno y empezó.

—«Querido Penthouse…»

—Un momento —interrumpí. Toda la clase se estaba riendo ya—. Se supone que debe ser una carta dirigida a alguien que no conoces.

—Yo no conozco a nadie de Penthouse —replicó Bruno—. Y he hecho exactamente lo que usted pidió: les he contado algo que no le explicaría a nadie más. Bueno, al menos no a mi madre.

—¡Pero si tu madre lleva un piercing en el ombligo! —soltó alguien.

—Ya te gustaría a ti que la tuya se pareciera a ella —respondió Bruno—, y no a la fotocopia del culo de cualquiera.

—¿Alguien más? —pregunté.

—No, espere —continuó Bruno—. «Querido Penthouse: Me gustaría explicarte una experiencia en la que se ha visto involucrado un muy buen amigo mío, a quien llamaré Mr. Jonson».

Un chico llamado Ryan casi se cae de la silla de la risa.

Como siempre, Jane Scavullo estaba sentada al final de la clase, mirando por la ventana, aburrida, con actitud de estar por encima de todo lo que sucedía en el aula. Aquel día quizás estaba en lo cierto. Su expresión mostraba que habría preferido estar en cualquier lugar antes que allí, y si yo hubiera podido mirarme en un espejo en ese momento, seguro que habría descubierto la misma expresión en mi rostro.

Una chica que se sentaba a su lado, Valerie Swindon, una verdadera pelota, alzó la mano.

—«Querido presidente Lincoln: Creo que fue usted uno de los mayores presidentes de la historia porque luchó por liberar a los esclavos y por que hubiera igualdad de oportunidades para todos».

La carta continuaba en la misma línea. Los chicos bostezaban, entrecerraban los párpados. Pensé que las cosas estaban muy mal si uno no podía hablar en serio de Abraham Lincoln sin parecer tonto, Pero mientras ella leía, incluso yo me descubrí pensando en el número de Bob Newart[4], la conversación telefónica entre el tipo espabilado de Madison Avenue y el presidente, y cómo el primero le dice a Abe que debería relajarse, ir al teatro.

Pedí a un par de alumnos más que leyeran lo que habían escrito, y luego lo intenté con Jane.

—Paso —fue su respuesta.

Al final de la clase, mientras salía, dejó caer una hoja de papel en mi mesa.

Querido Cualquiera. Ésta es una carta de un cualquiera a otro cualquiera, sin necesidad de ningún nombre, porque en realidad nadie conoce a nadie. Y los nombres no suponen ninguna maldita diferencia. El mundo en su totalidad está compuesto por extraños. Millones y millones de ellos. Todos somos extraños para los demás. A veces creemos que conocemos a alguien, especialmente a aquellos a los que se supone que nos sentimos más cercanos, pero si realmente los conocemos, ¿por qué tan a menudo nos sorprenden las mierdas que hacen? Es como los padres: siempre les sorprende lo que hacen sus hijos. Los crían desde que son bebés, pasan todos y cada uno de los días de su vida con ellos y creen que son unos malditos y jodidos ángeles, y entonces un día la poli llama a su puerta y les dice: «¿Sabéis qué, padres? Vuestro hijo acaba de aplastarle la cabeza a otro niño con un bate de béisbol». O bien tú eres el hijo, y crees que las cosas van jodidamente bien, y entonces un día el tipo ese que se supone que es tu padre dice: «Hasta nunca, que tengas una buena vida». Y tú piensas: «¿qué coño es esto?». Así que años después, tu madre termina viviendo con otro tipo, y parece majo, pero te preguntas ¿cuándo ocurrirá? Eso es la vida: preguntarte a ti mismo ¿cuándo ocurrirá? Porque si durante mucho, mucho tiempo no ha ocurrido, sabes que está a punto de llegar. Mis mejores deseos, Cualquiera.

Lo leí un par de veces, y luego escribí una A en la parte superior con mi bolígrafo rojo.

Quería pasarme por la tienda de Pam a la hora del almuerzo para ver a Cynthia, y mientras me dirigía a mi coche en el aparcamiento de profesores, vi a Lauren Wells aparcando el suyo en el sitio libre junto al mío, conduciendo con una mano y sujetando un móvil contra su oreja con la otra.

Había conseguido evitarla durante los últimos dos días y en aquel momento no quería hablar con ella, pero Lauren bajó la ventanilla, me miró mientras seguía hablando por el móvil y me hizo una seña para que aguardara. Apagó el motor y dijo al teléfono: «Espera un segundo», y luego se volvió hacia mí.

—¡Eh! —exclamó—. No te había visto desde que volvisteis a ver a Paula. ¿Vais a salir otra vez en el programa?

—No —respondí.

Su cara mostró un gesto de decepción.

—Qué lástima —dijo—. Podría haber ayudado, ¿no? ¿Dijo Paula que no?

—Nada que ver con eso —repliqué.

—Oye —insistió Lauren—. ¿Podrías hacerme un favor? Será sólo un segundo. ¿Podrías decirle hola a mi amiga?

—¿Qué?

Me tendió el móvil.

—Se llama Rachel. Sólo tienes que saludarla. Di: «Hola, Rachel». Se va a morir cuando le diga que eres el marido de la mujer que salió en la tele.

Abrí la puerta de mi coche y antes de meterme grité:

—Déjame en paz, Lauren.

Se me quedó mirando con la boca abierta y luego chilló, lo bastante alto como para que la oyera a través del cristal.

—¡Te crees que eres la bomba pero no lo eres!

Cuando llegué a Pamela’s, Cynthia no estaba allí.

—Ha llamado diciendo que el cerrajero iba a ir a vuestra casa —explicó Pamela.

Miré el reloj. Era casi la una. Calculaba que si el cerrajero había llegado a su hora, habría terminado a las diez o como mucho a las once.

Me metí la mano en el bolsillo para coger el móvil, pero Pam me ofreció el teléfono del mostrador.

—Hola, Pam —contestó Cynthia. Había visto el número en el identificador de llamadas—. Lo siento mucho. Ahora mismo salgo.

—Soy yo —dije.

—¡Oh!

—Me he pasado por aquí; pensaba que estarías.

—El tipo llegó tarde y hace poco que se ha ido. Estaba a punto de salir.

—Dile que no se preocupe —terció Pam—; esto está muy tranquilo. Que se tome el día libre.

—¿Lo has oído? —le pregunté a Cynthia.

—Sí. Quizá sea una buena idea. No puedo concentrarme en nada. Ha llamado Abagnall. Quiere vernos; vendrá a las cuatro y media. ¿Podrás estar en casa?

—Claro. ¿Qué te ha dicho? ¿Ha descubierto algo?

Pamela arqueó las cejas.

—No me ha dicho nada. Dijo que lo hablaría con nosotros cuando viniera.

—¿Estás bien?

—Me siento un poco rara.

—Ya, yo también. Pero puede ser que nos diga que no ha encontrado nada.

—Lo sé.

—¿Vamos a ir a ver a Tess mañana?

—Le he dejado un mensaje. No llegues tarde, ¿vale?

Tras colgar, Pamela me preguntó:

—¿Qué pasa?

—Cynthia contrató… contratamos a un detective para que investigara la desaparición de la familia de Cynthia.

—¡Oh! —exclamó—. Bueno, no es asunto mío, pero si quieres que te dé mi opinión, hace tanto tiempo que pasó que estáis tirando el dinero. Nadie sabrá nunca lo que ocurrió esa noche.

—Te veo luego, Pam —me despedí—. Gracias por dejarme usar el teléfono.

—¿Le apetece un café? —le preguntó Cynthia a Denton Abagnall cuando éste llegó a casa.

—Sí, me gustaría —respondió—. Me gustaría mucho.

Se acomodó en el sofá y Cynthia trajo una bandeja con café, tazas, azúcar y leche, así como unas galletas de chocolate; luego sirvió café en las tres tazas, le ofreció el plato de galletas a Abagnall y éste tomó una; mientras, por dentro, tanto Cynthia como yo gritábamos: «¡Por Dios, díganos lo que sabe! ¡No podemos esperar un minuto más!».

Cynthia echó un vistazo a la bandeja.

—Sólo he traído dos cucharas, Terry —me dijo—, ¿podrías ir a por otra?

Volví a entrar en la cocina, abrí el cajón de los cubiertos para coger la cuchara y algo llamó mi atención en el espacio entre el cubertero y la pared del cajón, donde se amontonaban todo tipo de chismes, desde lápices y bolis hasta las cintitas de plástico para cerrar las bolsas de pan de molde.

Una llave.

La saqué. Era la llave extra de la puerta de atrás que normalmente colgaba del clavo.

Regresé a la sala de estar con la cuchara, y al tiempo que me sentaba Abagnall sacó su libreta. La abrió y pasó unas cuantas páginas.

—Veamos que tenemos aquí —empezó. Cynthia y yo esbozamos una sonrisa paciente—. Muy bien; vamos allá —dijo, y miró a Cynthia—. Señora Archer, ¿qué puede contarme de Vince Fleming?

—¿Vince Fleming?

—Eso es. Es el chico con el que estaba esa noche. Usted y él habían aparcado el coche en… —Se detuvo—. Lo siento —se disculpó, mirando a Cynthia, luego a mí y luego otra a vez a Cynthia—. ¿Se siente incómoda si hablo de esto delante de su marido?

—No hay problema —le tranquilizó Cynthia.

—Estaban en el coche aparcado, en el exterior del centro comercial, creo. Ahí es donde su padre la encontró y se la llevó a casa.

—Sí.

—He tenido oportunidad de revisar los informes policiales sobre el caso, y la productora de la televisión me dejó ver una cinta del programa (lo siento, no lo vi cuando lo emitieron; no me gustan mucho los programas sobre crímenes), pero la mayor parte de la información que manejaban era la de la policía. Y este tal Vince Fleming… Tiene un historial lleno de altibajos, no sé si me entiende.

—Me temo que no he vuelto a saber nada de él desde aquella noche —explicó Cynthia.

—A lo largo de toda su vida ha tenido problemas con la ley —nos informó Abagnall—. Igual que su padre. Anthony Fleming. Dirigía una organización criminal bastante importante en aquellos tiempos.

—¿Como la mafia? —pregunté.

—No a tan gran escala. Pero sí una parte significativa del tráfico de drogas entre New Haven y Bridgeport. Prostitución, sobornos, ese tipo de cosas.

—¡Dios mío! —exclamó Cynthia—. No tenía ni idea. Sabía que Vince tenía facilidad para meterse en problemas, pero no tenía ni idea de en qué andaba metido su padre. El padre, ¿aún está vivo?

—No. Le dispararon en 1992. Unos aspirantes a matones le asesinaron después de un trato que salió fatal.

Cynthia sacudía la cabeza; no se lo podía creer.

—¿La policía les detuvo?

—No hizo falta —replicó Abagnall—. La gente de Anthony Fleming se encargó de ello. Como represalia acribillaron a balazos una casa en la que estaban los responsables y unos cuantos más que no lo eran, pero que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el sitio equivocado en el momento equivocado. Se dio por hecho que Vince Fleming había estado al mando de aquella operación, pero nunca se le condenó; ni siquiera le acusaron.

Abagnall se inclinó para coger otra galleta.

—La verdad es que no debería comer más —comentó—. Mi mujer siempre me prepara unas cenas deliciosas.

—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Cynthia y su familia? —intervine.

—Nada concreto —respondió el detective—. Pero he visto la clase de persona en que se ha convertido Vince Fleming y me preguntaba qué clase de persona habría sido antes, aquella noche en la que su familia desapareció.

—¿Cree que él tuvo algo que ver? —preguntó Cynthia.

—Simplemente no lo sé. Pero habría tenido una razón para estar enfadado. El padre de usted había interrumpido su cita y se la había llevado con él. Aquello debió de ser humillante también para él. Y si él tuvo algo que ver con la desaparición de sus padres, y la de su hermano, si él… —bajó la voz—… si él los mató, su padre tenía los medios y la experiencia para ayudarle a no dejar pistas.

—Estoy seguro de que la policía debió de investigarlo en su momento —argüí—. No puede ser usted la primera persona a quien se le haya ocurrido.

—Tiene razón. La policía lo investigó. Pero nunca encontraron nada concluyente. Sólo hubo algunas sospechas; además, Vince y su familia tenían una coartada mutua: él dijo que se había ido a casa después de que Clayton Bigge se llevara a su hija.

—Eso explicaría una cosa —reflexionó Cynthia.

—¿El qué? —pregunté.

Abagnall sonreía. Debía de imaginarse lo que Cynthia iba a decir:

—Eso explicaría por qué estoy viva.

Abagnall asintió.

—Porque yo le gustaba.

—Pero ¿y tu hermano? —argumenté—. Vince no tenía nada en contra de tu hermano. —Miré a Abagnall—. ¿Cómo explica eso?

—Todd podría haber sido simplemente un testigo. Alguien que estaba allí, y al que había que eliminar.

Nos quedamos en silencio un momento. Cynthia lo rompió.

—Tenía un cuchillo.

—¿Quién? —preguntó Abagnall—. ¿Vince?

—En el coche, aquella noche. Me lo estuvo enseñando. Era una… ¿cómo se llama? Una de esas navajas que se abren.

—Una navaja de muelle —apuntó Abagnall.

—Eso —confirmó Cynthia—. Recuerdo… recuerdo que la cogí… —Su voz se rompió y cerró un momento los ojos—. Estoy un poco mareada.

La rodeé con el brazo.

—¿Quieres que te traiga algo?

—Sólo… sólo necesito… un poco de aire fresco… un momento —se excusó mientras intentaba levantarse.

Esperé un instante para ver si se tenía en pie y observé preocupado cómo subía las escaleras.

Abagnall también la miraba, y al oír cerrarse la puerta del baño, se inclinó hacia mí y me susurró:

—¿Se encuentra bien?

—No lo sé —respondí—. Creo que está exhausta.

Abagnall asintió y durante un momento no dijo nada.

—Volviendo a Vince Fleming… —continuó—, su padre se ganaba bien la vida con sus actividades ilegales. Si hubiera sentido algún tipo de responsabilidad por lo que hizo su hijo, sus finanzas le habrían permitido dejar buenas sumas de dinero a la tía de su mujer para contribuir a su educación.

—Ya ha visto la carta —dije—. Tess se la dio.

—Sí, junto con los sobres. ¿Se lo ha explicado a su mujer?

—Todavía no; aunque me parece que está a punto de hacerlo. Creo que interpreta la decisión de Cynthia de contratarle a usted como una señal inequívoca de que está preparada para saberlo todo.

Abagnall asintió con aire pensativo.

—Creo que sería mejor que las cosas estuvieran claras para todos, ya que estamos tratando de encontrar respuestas.

—Tenemos pensado ir a ver a Tess mañana por la noche. De hecho, quizá sería mejor ir hoy.

Para ser honesto, estaba pensando en los honorarios diarios de Abagnall.

—Es una buena… —El teléfono de Abagnall sonó dentro de su chaqueta—. Un informe de la cena, sin duda —comentó mientras sacaba el móvil. Pero cuando vio el número pareció sorprendido, devolvió el teléfono al bolsillo y dijo—: Ya dejarán un mensaje.

Cynthia bajó por las escaleras.

—Señora Archer, ¿se encuentra usted bien? —preguntó Abagnall. Ella asintió y volvió a sentarse. Él se aclaró la garganta—. ¿Está segura? Porque tengo que hablarles de otra cosa…

—Sí, por favor, continúe —le pidió Cynthia.

—Miren, podría haber una explicación muy simple para esto; podría tratarse de un error administrativo, nunca se sabe. La burocracia siempre se ha destacado por sus errores.

—¿Qué pasa?

—Bien, cuando me contó que no tenía ninguna fotografía de su padre, como le dije, me puse en contacto con el departamento de tráfico. Creía que ellos podrían ayudarme, pero no resultaron ser de mucha utilidad.

—¿No tenían su foto? ¿Es de cuando los permisos aún no llevaban fotos? —preguntó Cynthia.

—Ése sería un buen tema de discusión —dijo Abagnall—. Pero el caso es que no tienen constancia de que su padre haya tenido jamás permiso de conducir.

—¿Qué quiere decir?

—No hay constancia de él, señora Archer. Por lo que respecta al departamento de tráfico, su padre no ha existido nunca.