Después de que Abagnall se marchara, llamé a Tess por el móvil para ponerla al día.
—Le ayudaré en todo lo que pueda —aseguró Tess—. Creo que Cynthia hace bien al contratar a alguien para que investigue. Si está decidida a dar este paso, creo que ya puedo contarle lo que sé.
—Pronto nos reuniremos todos.
—Cuando sonó el teléfono estaba a punto de llamarte —explicó Tess—. Pero no quería llamar a casa; habría parecido extraño que preguntara por ti si contestaba Cynthia, y creo que ya no tengo el número de tu móvil.
—¿Qué ocurre, Tess?
Respiró hondo.
—Terry, me han hecho otra prueba.
Sentí cómo me flojeaban las piernas.
—¿Qué te han dicho?
La última vez me había dicho que le quedaban entre seis meses y un año. Me pregunté si el calendario se habría acortado.
—Me voy a poner bien —dijo—. Dijeron que las otras pruebas eran bastante concluyentes, pero estaban equivocadas. La última era definitiva. —Hizo una pausa—. Terry, no me estoy muriendo.
—Oh, Dios mío, Tess; ésa es una noticia sensacional. ¿Están seguros?
—Están seguros.
—Es maravilloso.
—Sí, si fuera del tipo de persona que reza, diría que mis plegarias han sido escuchadas. Pero Terry… dime que no se lo has contado a Cynthia.
—No le he dicho nada —la tranquilicé.
Cuando entré, Cynthia me secó una lágrima que me caía por la mejilla. Creía que las había secado todas, pero evidentemente se me había escapado una. Ella alzó la mano y la borró con su dedo índice.
—Terry —me dijo—, ¿qué ocurre?
Yo la estreché entre mis brazos.
—Soy tan feliz… —dije—. Tan feliz…
Debió de pensar que me estaba volviendo loco. A nuestro alrededor nadie era nunca tan feliz.
Los dos días siguientes Cynthia estuvo mucho más tranquila de lo que había estado en mucho tiempo. Ahora que Abagnall se encargaba del caso, parecía que por fin se había calmado. Yo tenía miedo de que fuera a llamar al detective cada dos horas por el móvil, como había hecho con los productores de Deadline, para conocer sus progresos, si es que los había. Pero no fue así. Sentados a la mesa de la cocina, justo antes de subir a la cama, me preguntó si creía que habría descubierto algo, lo cual mostraba que tenía el tema en mente, pero estaba deseando dejarle trabajar sin presión.
Al día siguiente, cuando Grace llegó de la escuela, Cynthia le sugirió que fueran a las pistas de tenis que había detrás de la biblioteca, y ella aceptó encantada. La verdad es que mi tenis no ha mejorado mucho desde los tiempos de la universidad, así que casi nunca empuño una raqueta, pero aún disfruto viendo jugar a las chicas, y sobre todo maravillándome con el magnífico revés de Cynthia. Así que me uní a ellas y me llevé algunos trabajos para corregir; de vez en cuando alzaba la vista y veía a mi hija y a mi mujer correr y reír y gastar bromas. Por supuesto, Cynthia no utilizó su revés para machacar a Grace; al contrario, no paraba de darle consejos para que mejorara el suyo. Grace no jugaba del todo mal, pero después de pasar media hora en la pista, vi que estaba cansada y me pregunté si preferiría estar en casa leyendo a Carl Sagan, como el resto de niñas de ocho años.
Cuando terminaron, les propuse que cenáramos de camino a casa.
—¿Estás seguro? —preguntó Cynthia—. ¿Qué hay de… nuestros otros gastos?
—No me importa —dije.
Cynthia me sonrió con aire travieso.
—¿Qué pasa contigo? Desde ayer eres el tipo más encantador de la ciudad.
¿Cómo explicárselo? ¿Cómo contarle lo emocionado que estaba por las buenas noticias de Tess cuando ella nunca había sabido las malas? Se alegraría de que Tess estuviera bien, pero le dolería que la hubiéramos excluido.
—Es sólo que me siento… optimista —expliqué.
—¿Crees que Abagnall va a descubrir algo?
—No necesariamente. Sólo me siento como si hubiéramos doblado una esquina, que tú, que nosotros, hemos pasado una época difícil y que está a punto de terminar.
—Entonces creo que me tomaré un vaso de vino con la cena —comentó ella.
Le devolví su sonrisa juguetona.
—Creo que te irá muy bien.
—Yo voy a tomarme un batido —dijo Grace—. De cereza.
Al llegar a casa después de la cena, Grace se esfumó a mirar algún documental del Discovery Channel que explicaba de qué estaban hechos realmente los anillos de Saturno, y Cynthia y yo nos acomodamos en la mesa de la cocina. Yo sumaba y restaba cifras en una pizarra Vileda, probando de distintas formas. Aquél era el lugar en el que nos sentábamos cuando teníamos que resolver problemas financieros importantes del tipo: ¿podíamos permitirnos un segundo coche?, ¿un viaje a Disney World dejaría nuestra cuenta en números rojos?
—Me parece —le informé, observando las cifras— que nos podemos permitir contratar al señor Abagnall dos semanas en lugar de una. No creo que eso nos vaya a arruinar, ¿no?
Cynthia puso su mano sobre la que yo estaba usando para escribir.
—Te quiero, ¿sabes?
En la otra habitación, el locutor de la televisión dijo «Urano» y Grace se rió.
—¿Te he contado alguna vez —preguntó Cynthia— cómo destrocé la cinta de James Taylor de mi madre?
—No.
—Debía de tener doce o trece años, y mamá tenía muchas cintas de música. Le encantaban James Taylor, Simon y Garfunkel, Neil Young y muchos más, pero sobre todo James Taylor. Decía que tanto podía alegrarla como entristecerla. Un día me enfadé con mi madre: había una camiseta que quería ponerme para ir a la escuela y estaba en la cesta de la ropa sucia, así que me quejé porque no había hecho su trabajo.
—Aquello no debió de sentarle muy bien.
—Peor que eso. Me dijo que si no estaba satisfecha con la limpieza de la ropa, ya sabía dónde estaba la lavadora. Así que abrí el radiocasete que tenía en la cocina, cogí la cinta que había dentro y la lancé al suelo con todas mis fuerzas. Se partió por la mitad y la cinta se desparramó por todas partes. Quedó inservible.
Seguí escuchando.
—Me quedé helada; no podía creer que lo había hecho, y creí que iba a matarme. Pero en lugar de eso, dejó lo que estaba haciendo, vino hacia mí, cogió la cinta con toda la calma del mundo, miró cuál era y dijo: «James Taylor. En ésta está Your Smiling Face. Es mí favorita. ¿Sabes por qué me gusta? —me preguntó—. Porque empieza diciendo que cada vez que veo tu cara, tengo que sonreír, porque te quiero». Bueno, era algo así. Y añadió: «Es mi favorita porque cada vez que la escucho me acuerdo de ti, y de lo mucho que te quiero. Y justo ahora, necesitas más que nunca que escuche esa canción».
A Cynthia se le habían humedecido los ojos.
—Así que, después de la escuela, me fui en autobús al centro comercial y encontré la cinta. Se titulaba JT. La compré, la llevé a casa y se la di. Ella rompió el envoltorio de celofán y puso la cinta en el radiocasete y me preguntó si quería oír su canción preferida.
Una lágrima solitaria rodó por su mejilla y cayó sobre la mesa de la cocina.
—Me encanta esa canción —dijo Cynthia—. Y la echo tanto de menos…
Más tarde telefoneó a Tess. Por nada en especial, sólo para charlar. Después vino a la habitación en la que teníamos la máquina de coser y el ordenador, y donde yo estaba escribiendo un par de notas para mis estudiantes con mi vieja Royal; sus ojos rojos indicaban que había estado llorando.
Me contó que Tess había creído estar muy enferma, incluso terminal, pero que al final todo había sido una falsa alarma.
—Me ha dicho que no quería explicármelo porque creía que yo ya tenía bastantes problemas, y no quería cargarme con esto. Ésas fueron sus palabras. Cargarme. ¿Te lo puedes creer?
—Es una locura —dije.
—Y entonces descubre que no, que está bien, y siente que ya puede contármelo todo, pero lo que a mí me gustaría es que me lo hubiera contado cuando se enteró, ¿entiendes? Porque ella siempre ha estado ahí cuando yo la he necesitado, y no importa lo que me está pasando a mí, ella siempre… —Cogió un pañuelo de papel y se sonó. Luego continuó—: No puedo imaginarme lo que sería perderla.
—Lo sé. Yo tampoco.
—Terry…, lo de que estuvieras tan contento, ¿no tendrá nada que ver…?
—No —la corté—. Claro que no.
Probablemente podría haberle contado la verdad. Podría haberme permitido ser honesto en ese momento, pero elegí no hacerlo.
—¡Oh, mierda! —exclamó Cynthia—. Me pidió que la llamaras. Supongo que querrá contártelo ella misma. No le digas que ya te lo he explicado, ¿vale? No podía guardármelo.
—No te preocupes —dije.
Bajé al salón y llamé a Tess.
—Se lo he contado —me dijo.
—Ya lo sé —respondí—. Gracias.
—Ha estado aquí.
—¿Qué?
—El detective. Ese tal Abagnall. Es un hombre muy amable.
—Sí.
—Su mujer le llamó mientras estaba aquí. Para decirle lo que estaba preparando de cena.
—¿Y qué era? —Sentí curiosidad.
—Oh, creo que algún tipo de asado… Rosbif con pudín de Yorkshire.
—Suena delicioso.
—En cualquier caso, se lo conté todo. Lo del dinero, lo de la carta. Le di todos los detalles. Estaba muy interesado.
Mentí.
—Ya me lo imagino.
—El señor Abagnall no tenía muchas esperanzas de encontrar huellas dactilares después de todos estos años.
—Ha pasado mucho tiempo, Tess, y tú las has manoseado bastante. Pero creo que dárselo todo fue la mejor elección. Si te acuerdas de algo más, deberías llamarle.
—Eso es lo que él me ha pedido y me ha dado su tarjeta. La acabo de colgar en el corcho, junto al teléfono, justo al lado de la foto de Grace con Goofy. No sé cuál de los dos tiene más cara de bobo.
—Muy bien —le dije.
—Dale un abrazo a Grace de mi parte —me pidió.
—Lo haré. Te quiero, Tess —me despedí, y colgué.
—¿Te lo ha contado? —me preguntó Cynthia cuando volví a la habitación.
—Me lo ha contado.
Cynthia estaba estirada sobre la colcha, con el pijama puesto.
—Llevo toda la noche pensando en hacerte el amor loca y apasionadamente, pero estoy tan cansada que no creo que pudiera llegar demasiado lejos.
—No soy muy exigente.
—¿Y qué te parece si te hago un vale?
—Perfecto. Quizá deberíamos dejar a Grace con Tess un fin de semana e irnos a Mystic, a un hotelito.
A Cynthia le pareció bien.
—Quizás allí arriba también consiga dormir bien —comentó—. Últimamente mis sueños han sido un poco… inquietantes.
Me senté en el borde de la cama.
—¿Qué quieres decir?
—Es lo que le dije a la doctora Kinzler. Les oigo hablar. Hablan conmigo, creo, y yo hablo con ellos, o hablamos unos con los otros, pero es como si estuviera con ellos y al mismo tiempo no lo estuviera, y casi puedo alargar la mano y tocarlos. Pero cuando lo consigo, es como si fueran de humo. Simplemente se desvanecen.
Me incliné hacia ella y la besé en la frente.
—¿Le has dado las buenas noches a Grace?
—Mientras estabas hablando con Tess.
—Intenta dormir un poco. Voy a darle yo también un beso.
Como siempre, la habitación de Grace estaba completamente a oscuras, para poder ver mejor las estrellas a través de su telescopio.
—¿Estamos a salvo esta noche? —pregunté mientras me deslizaba en el cuarto y cerraba la puerta a mi espalda para que no entrara luz.
—Parece que sí —confirmó Grace.
—Eso está bien.
—¿Quieres mirar?
Grace tenía el telescopio situado a la altura de sus ojos, pero no quería agacharme tanto, así que cogí la silla de Ikea de su escritorio, la coloqué frente al telescopio y me senté. Miré a través de la lente y no vi nada aparte de negritud salpicada de unos cuantos destellos de luz.
—Muy bien, ¿qué es exactamente lo que estoy observando?
—Estrellas —respondió Grace.
Me di la vuelta y la miré; ella se reía con aire travieso en la escasa luz.
—Gracias, Carl Sagan —repliqué. Volví a situar mi ojo en el objetivo, y al intentar enfocarlo se desprendió de la base—. ¡Vaya! —exclamé.
La cinta adhesiva que Grace había usado para asegurar el telescopio se había soltado.
—Ya te lo dije. Era un apaño bastante cutre.
—Vale, vale —contesté.
Volví a mirar por el objetivo, pero se había desviado, y todo lo que pude ver fue un círculo tremendamente aumentado de la acera de enfrente de casa.
Y a un hombre observándonos. Su cara, borrosa y difusa, ocupaba toda la visión.
Me aparté del telescopio, me levanté de la silla y me dirigí a la ventana.
—¿Quién demonios es ése? —dije, más para mí mismo que para Grace.
—¿Quién? —preguntó ella, al tiempo que se acercaba a la ventana para ver cómo el hombre se alejaba corriendo—. ¿Quién era, papá? —repitió.
—Quédate aquí —le ordené.
Luego salí de la habitación, bajé las escaleras de dos en dos y casi aterricé frente a la puerta. Corrí hasta el final del camino de entrada y observé la calle en la dirección en la que había huido el hombre. A unos cincuenta metros, las luces rojas de un coche aparcado se encendieron junto a la acera cuando alguien lo puso en marcha y se largó.
Yo me encontraba demasiado lejos, y estaba demasiado oscuro para ver la matrícula o entrever qué clase de coche era antes de que girara en la esquina y se desvaneciera. Azul, marrón, gris… era imposible de asegurar. Tuve la tentación de meterme en mi coche, pero las llaves estaban en casa, y para cuando las cogiera el hombre estaría ya en Bridgeport.
Cuando entré por la puerta principal me encontré a Grace allí de pie.
—Te dije que te quedaras en tu cuarto —le espeté, enfadado.
—Sólo quería ver…
—Vete ahora mismo a la cama.
Supongo que por mi tono dedujo que no había discusión posible, así que subió a toda prisa las escaleras.
Yo tenía el corazón desbocado y necesitaba un momento para calmarme antes de subir. Cuando finalmente lo hice, encontré a Cynthia dormida bajo las sábanas. La observé y me pregunté qué clase de conversaciones estaba escuchando o manteniendo con los desaparecidos o los muertos.
Me habría gustado pedirle que les preguntara una cosa. Quién vigilaba nuestra casa, y qué quería de nosotros.