13

Dejé a Grace con suavidad en el sofá del salón, deslicé un cojín bajo su cabeza y volví a la cocina.

Por el modo en que Cynthia lo miraba, el Fedora podría haber sido una rata muerta. Estaba de pie lo más lejos posible de la mesa, con la espalda contra la pared y los ojos desencajados por el miedo.

No era el sombrero lo que me asustaba a mí. Era el modo en que había llegado hasta allí.

—Vigila un momento a Grace —le indiqué a Cynthia.

—Ten cuidado —me dijo ella.

Subí al piso de arriba, encendí las luces de todas las habitaciones y asomé la cabeza por las puertas a medida que lo hacía. Comprobé el baño y entonces decidí verificar las habitaciones de nuevo, mirando en los armarios y debajo de las camas. Todo parecía estar en su sitio.

Bajé las escaleras y abrí la puerta que daba a nuestro sótano destartalado. Alcé la mano y tiré del cordón para encender la bombilla.

—¿Ves algo ahí? —me preguntó Cynthia desde arriba.

Veía una lavadora y una secadora, una mesa de trabajo llena de cachivaches, un buen surtido de latas de pintura medio vacías, un colchón doblado. Poco más.

Subí de nuevo.

—La casa está vacía —afirmé.

Cynthia seguía mirando el sombrero.

—Ha estado aquí —dijo.

—¿Quién ha estado aquí?

—Mi padre. Ha estado aquí.

—Cynthia, está claro que alguien ha entrado y ha dejado eso en la mesa, pero eso no significa que haya sido tu padre.

—Es su sombrero —dijo, con más calma de que la hubiera esperado. Me acerqué a la mesa y alargué la mano para cogerlo—. ¡No lo toques! —exclamó.

—No me va a morder —la tranquilicé.

Así una de las alas entre el índice y el pulgar y luego lo agarré con ambas manos, le di la vuelta, lo miré por dentro.

No había duda de que era un sombrero viejo. Los bordes del ala estaban gastados, el forro, oscurecido por años de sudor, la tela brillante por el desgaste en algunos puntos.

—Sólo es un sombrero —dije.

—Mira el interior —pidió—. Hace años, mi padre perdió un par de sombreros, alguien se los cogió por error en dos restaurantes, y una vez él se llevó el de otra persona; así que escribió una «C» con rotulador en la parte inferior de la banda interna. La inicial de Clayton.

Pasé el dedo alrededor de la banda interior, desdoblándola. Encontré la letra en el lado izquierdo, en la parte de atrás. Le di la vuelta al sombrero para que Cynthia pudiera verla.

Ella aspiró profundamente.

—¡Dios mío!

Dio tres pasos vacilantes hacia mí y alargó la mano. Yo le acerqué el sombrero y ella lo cogió, sujetándolo como si fuera un tesoro de la tumba de Tutankamón. Lo sostuvo un momento entre las manos, y luego se lo acercó a la cara. Por un momento creí que iba a ponérselo, pero en lugar de ello se lo llevó a la nariz y aspiró su olor.

—Es él —afirmó.

No se lo iba a discutir. Sabía que el sentido del olfato era quizás el más sugestivo a la hora de traer de vuelta recuerdos. Recordaba haber regresado a la casa de mi propia infancia —de la que nos mudamos cuando yo tenía cuatro años— una vez, siendo ya adulto, y haber preguntado si les importaba que entrara a echar un vistazo. Fueron de lo más amable, y pese a que la distribución de la casa, el crujido del cuarto escalón de la escalera y la vista del jardín trasero desde la ventana de la cocina resultaban de lo más familiar, fue al bajar al sótano y notar un aroma a cedro mezclado con humedad cuando casi me mareé. Un torrente de recuerdos me asaltó en ese momento.

Así que me podía hacer una idea de lo que estaba sintiendo Cynthia mientras sostenía el sombrero contra su cara. Podía oler a su padre.

Sabía que era él.

—Ha estado aquí —dijo—. Ha estado justo aquí, en esta cocina, en nuestra casa. ¿Por qué, Terry? ¿Por qué iba a venir? ¿Por qué haría algo así? ¿Por qué dejaría su maldito sombrero y no esperaría a que yo llegara a casa?

—Cynthia —intenté tranquilizarla, hablando en voz baja—, supongamos que es el sombrero de tu padre, y si tú dices que lo es yo me lo creo; pero el hecho de que esté aquí no significa que lo haya dejado tu padre.

—Nunca iba a ninguna parte sin él. Lo llevaba siempre a todos lados; y lo llevaba también la última noche que lo vi. No lo dejó en casa. Sabes lo que eso significa, ¿verdad?

Yo esperé.

—Significa que está vivo.

—Podría ser, pero no necesariamente.

Cynthia dejó el sombrero de nuevo en la mesa, alargó la mano hacia el teléfono, se detuvo, volvió a alargarla y otra vez se detuvo.

—La policía —dijo—. Puede obtener huellas dactilares.

—¿Del sombrero? —inquirí—. Pero ya sabes que es de tu padre. ¿Qué significaría que consiguieran sus huellas?

—No —replicó Cynthia—. Del pomo. —Señaló hacia la puerta de entrada—. O de la mesa, de cualquier lado. Si encuentran sus huellas por aquí, eso significaría que está vivo.

Yo no lo tenía tan claro, pero estuve de acuerdo en que llamar a la policía era una buena idea. Alguien —si no era Clayton Bigge, entonces otra persona— había estado en nuestra casa mientras nosotros nos encontrábamos fuera. ¿Se podía considerar allanamiento de morada si no había nada roto? En cualquier caso alguien había entrado.

Llamé al 091.

—Alguien… ha estado en nuestra casa —le dije a la operadora—. Mi mujer y yo estamos muy alterados; tenemos una hija pequeña y estamos preocupados.

Diez minutos más tarde el coche patrulla llegó a casa. Había dos agentes, un hombre y una mujer. Comprobaron la puerta y las ventanas en busca de una señal de que las hubieran forzado, pero no encontraron nada. Grace, por supuesto, se había despertado con todo el barullo y se negaba a irse a la cama. La mandamos de vuelta a su cuarto y le dijimos que se pusiera el pijama, pero aun así la vimos en lo alto de la escalera, mirando a través de los barrotes como si fuera un prisionero.

—¿Les han robado algo? —preguntó la mujer policía.

Su compañero permanecía de pie a su lado, con el sombrero echado hacia atrás y rascándose la cabeza.

—Oh, no, creo que no —respondí—. No he mirado a fondo, pero me parece que no falta nada.

—¿Ha habido algún desperfecto? ¿Algún acto de vandalismo?

—No —dije—, nada de eso.

—Han de buscar las huellas dactilares —intervino Cynthia.

—¿Disculpe? —preguntó el policía.

—Huellas. ¿No es eso lo que hacen cuando hay un allanamiento?

—Señora, me temo que no hay ninguna prueba de que haya habido un allanamiento. Todo parece estar en orden.

—Pero alguien dejó el sombrero, y eso quiere decir que ese alguien tuvo que entrar aquí. Cerramos la casa con llave antes de irnos.

—Así que según usted —recapituló el agente—, alguien entró en su casa, no se llevó nada, no rompió nada, sino que se metió aquí solamente para dejar un sombrero encima de la mesa de la cocina.

Cynthia asintió. Yo podía hacerme una idea de lo que debían de estar pensando los policías.

—Creo que nos sería muy difícil conseguir que viniera alguien a buscar huellas dactilares —intervino la mujer—, sin que haya ninguna evidencia de que se ha cometido un delito.

—Tal vez se trate sólo de una broma —comentó su compañero—. Lo más probable es que algún conocido quiera pasar un rato divertido a su costa.

«Divertido —pensé—. Claro, ¿no ve usted cómo nos partimos de la risa?»

—No hay indicios de que hayan forzado la cerradura —informó el policía—. Quizá le hayan dado una copia de sus llaves a alguien que entró y dejó esto aquí porque creía que era suyo. Tan simple como eso.

Mi vista se dirigió hacia el pequeño clavo vacío de donde solía colgar una copia de la llave, de cuya ausencia me había percatado aquella mañana.

—¿Pueden aparcar un coche patrulla frente a nuestra casa? —pidió Cynthia—. ¿Para mantenerla vigilada por si alguien intenta entrar de nuevo? Pero sólo para detenerle y ver quién es, no para hacerle daño. No quiero que quienquiera que sea salga herido.

—Cyn —dije.

—Señora, creo que no hay razón para ello. Y nosotros no tenemos la autoridad suficiente para dejar un coche frente a su casa. No sin una buena razón —explicó la mujer.

Tras eso, se despidieron. Y con toda probabilidad, se metieron en el coche y se rieron un rato de nosotros. Me imaginé el informe policial: llamada para informar de la aparición de un sombrero extraño. Todo el mundo en la comisaría pasaría un buen rato a nuestra costa.

Una vez se hubieron ido, ambos nos sentamos frente a la mesa de la cocina, con el sombrero entre los dos. Ninguno dijo una palabra.

Grace entró en la cocina después de bajar las escaleras haciendo mucho ruido, señaló el sombrero y sonrió.

—¿Puedo ponérmelo? —preguntó.

—Vete a la cama, cariño —le pedí, y ella se marchó.

Cynthia no soltó el sombrero hasta que subimos a nuestra habitación.

Esa noche, mientras miraba de nuevo el techo, me acordé de cómo en el último momento Cynthia había olvidado coger su caja de zapatos para ir al desastroso encuentro con la vidente en la cadena de televisión. Cómo había vuelto a entrar en casa, sólo un instante, mientras Grace y yo nos quedábamos en el coche.

Cómo, pese a que yo me había ofrecido a entrar y coger la caja yo mismo, ella se había negado.

Había estado mucho rato en la casa, demasiado para limitarse a coger la caja. Cuando volvió al coche me dijo que se había tomado un analgésico.

«No es posible», me dije a mí mismo mirando a Cynthia, que dormía a mi lado.

De ninguna manera.