Cuando entré en la habitación de Grace para darle un beso de buenas noches ya estaba a oscuras, pero enseguida vi su silueta recortada contra la ventana, desde donde observaba el cielo nocturno a través de su telescopio. Pude entrever la cinta adhesiva con la que había envuelto rudimentariamente el lugar donde el telescopio se unía a la base para que se mantuviera unido.
—Cariño —dije.
Me hizo un gesto con la mano pero no se apartó del telescopio. Mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, pude ver el libro Cosmos abierto sobre la cama.
—¿Qué ves? —le pregunté.
—No mucho —fue su respuesta.
—Qué lástima.
—No, al revés. Si nada se acerca a destruir la Tierra, eso es una buena noticia.
—Tiene lógica.
—No quiero que os pase nada ni a ti ni a mamá. Si un asteroide fuera a caer sobre la casa por la mañana, ahora lo vería acercarse, así que puedes dormir tranquilo.
Le acaricié el pelo y bajé mi mano hasta su hombro.
—Papá, me estás aplastando el ojo —se quejó Grace.
—Ay, lo siento —me disculpé.
—Creo que la tía Tess está enferma —dijo.
Oh, no. Nos había escuchado. En lugar de estar en el sótano, se había escondido en lo alto de las escaleras.
—Grace, ¿estabas…?
—No parecía demasiado contenta para ser su cumpleaños —me interrumpió—. Yo estaba mucho más contenta en mi cumpleaños.
—A veces, cuando te haces mayor, el cumpleaños ya no te parece algo tan importante —expliqué—. Ya has tenido muchos. La novedad se pasa pronto.
—¿Qué es novedad?
—¿Sabes cuando una cosa es nueva, excitante, pero luego, al cabo de un tiempo, se vuelve aburrida? Cuando es nueva, es una novedad.
—Ah. —Giró el telescopio un poco hacia la izquierda—. La luna está muy brillante esta noche. Se pueden ver todos los cráteres.
—Vete a la cama —le dije.
—Sólo un minuto —pidió.
—Que descanses, y no te preocupes por los meteoritos esta noche.
Decidí no emplear mano dura y obligarla a meterse bajo las sábanas de inmediato. Dejar que un niño se acostara un poco más tarde para poder estudiar el sistema solar no me parecía un delito que mereciera la intervención de los servicios de protección al menor. Después de darle un beso suave en la oreja, salí del cuarto y volví al pasillo para ir a nuestra habitación.
Cynthia, que ya le había dado las buenas noches a Grace, estaba sentada en la cama mirando una revista; sólo pasaba las páginas, sin prestarles verdadera atención.
—Mañana tengo que hacer algunos recados en el centro comercial —comentó sin apartar los ojos de la revista—. Tengo que comprarle a Grace unas zapatillas de deporte nuevas.
—Las que tiene no están tan viejas…
—No, pero le aprietan en la punta. ¿Te vienes con nosotras?
—Claro —me apunté—. Cortaré el césped por la mañana. Podríamos comer algo allí.
—Hoy ha sido un buen día —comentó ella—. No vemos a Tess lo suficiente.
—¿Por qué no lo convertimos en una costumbre semanal? —propuse.
—¿Tú crees? —sonrió Cynthia.
—Sí. Podríamos traerla a comer aquí, llevarla al Knickerbocker’s, o ir al restaurante de marisco en el estrecho. Le gustaría.
—Le encantaría. Hoy parecía un poco preocupada. Y creo que le empieza a fallar la cabeza. Vaya, ¡si ya tenía helado!
Me saqué la camisa y dejé los pantalones en el respaldo de una silla.
—Oh, bueno —repliqué—. Tampoco es tan grave.
Tess había decidido aplazar el momento de contarle a Cynthia sus problemas de salud. No quería estropearle a su sobrina la fiesta de cumpleaños. Y aunque sólo Tess podía decidir cuándo darle la noticia, sentía que estaba mal saberlo mientras mi mujer permanecía en la ignorancia.
Pero aún era una carga mayor haber descubierto de pronto que alguien había mandado anónimamente dinero a Tess durante varios años. ¿Era justo que me guardara esa información? Seguro que Cynthia tenía mucho más derecho que yo a conocerla. Pero Tess había decidido no contárselo porque pensaba que Cynthia estaba atravesando un momento de debilidad, y yo no podía negarlo. Y sin embargo…
Me habría gustado preguntarle a Cynthia si sabía que su tía había ido un par de veces a ver a la doctora Kinzler, pero ella hubiera querido saber por qué Tess me lo había contado a mí y no a ella, así que lo dejé pasar.
—¿Estás bien? —preguntó Cynthia.
—Sí, sí. Sólo un poco cansado, nada más —contesté mientras me desnudaba hasta quedar en calzoncillos.
Me cepillé los dientes y me metí en mi lado de la cama, dándole la espalda a Cynthia. Ella lanzó la revista al suelo y apagó la luz, y unos segundos después su brazo se deslizó sobre mí y me abrazó el pecho, cogiendo mi mano entre las suyas.
—¿Estás muy, muy cansado? —susurró.
—Bueno, no tanto —contesté, y me di la vuelta.
—Quiero sentirme segura contigo —murmuró, acercando mi boca a la suya.
—Nada de meteoritos esta noche —dije, y si la luz hubiera estado encendida, creo que podría haberla visto sonreír.
Cynthia se quedó dormida enseguida. Yo no tuve tanta suerte.
Miré el techo, me tumbé de lado, miré el reloj digital. Cuando cambió de minuto, empecé a contar hasta sesenta, para ver si acertaba. Entonces me tumbé de espaldas y miré un rato más el techo. Más o menos a las tres de la mañana, Cynthia notó mi inquietud y me preguntó medio dormida:
—¿Estás bien?
—Perfecto —la tranquilicé—. Vuelve a dormirte.
No podía enfrentarme a sus preguntas. Si hubiera conocido las respuestas a las cuestiones que me plantearía Cynthia sobre los sobres repletos de dinero que le habían dejado a Tess para ayudarla a pagar su manutención, se lo habría contado en aquel momento.
No, eso no era cierto. Tener alguna respuesta sólo abriría más interrogantes. ¿Y si supiera que el dinero lo dejaba alguien de su familia? ¿Y si incluso supiera quién?
Aun así, no podría responder por qué.
¿Y si supiera que no era alguien de su familia quien dejaba el dinero? Pero ¿quién? ¿Quién más se sentiría lo suficientemente responsable de Cynthia, de lo que le había ocurrido a su madre, a su padre y a su hermano, para dejar semejante cantidad de dinero para ella?
Y entonces se me ocurrió que tal vez debía contárselo a la policía. Hacer que Tess sacara de nuevo la carta y los sobres. Quizás incluso después de todos aquellos años y de lo manoseados que estaban pudieran ocultar algún secreto que alguien con el equipo forense adecuado podría desvelar.
Eso suponiendo, por supuesto, que en la policía quedara alguien a quien aún le preocupara el caso. Había terminado entre los expedientes «fríos» hacía mucho tiempo.
Al hacer el programa de televisión, les había costado encontrar a alguien de los que habían investigado el incidente que aún estuviera en el cuerpo. Y por eso habían tenido que filmar a aquel tipo de Arizona, sentado frente a su Airstream, para que pudiera insinuar que Cynthia había tenido algo que ver con la desaparición de su hermano y sus padres, el muy gilipollas.
Así que me quedé despierto, atormentado por la información que no había compartido con Cynthia y por el hecho de que sólo servía para recordarme cuánto era lo que aún no sabíamos.
Me fui a pasar el rato a la librería mientras Cynthia y Grace miraban zapatos. Tenía en las manos uno de los primeros libros de Philip Roth, que nunca había tenido ocasión de leer, cuando Grace entró corriendo en la tienda. Cynthia se arrastraba detrás de ella, con una bolsa en la mano.
—Me muero de hambre —exclamó Grace lanzándose sobre mí con los brazos abiertos.
—¿Ya tienes zapatillas?
Grace dio un paso atrás y me las enseñó en plan modelo, adelantando un pie y luego el otro. Zapatillas blancas con un toque de rosa.
—¿Qué hay en la bolsa? —pregunté.
—Las viejas —respondió Cynthia—. Ha decidido ponérselas ahora mismo. ¿Tienes hambre?
Así era. Devolví el libro de Roth a su lugar y subimos con las escaleras mecánicas a la planta de los restaurantes. Grace quería ir al McDonald’s, así que le di dinero para que se comprara algo mientras Cynthia y yo íbamos a otro mostrador a comprar sopa y unos bocadillos. Cynthia se pasó el rato mirando hacia el McDonald’s, asegurándose de no perder a Grace de vista. El centro comercial estaba lleno aquel domingo por la tarde, y también la zona de establecimientos para comer. Aún quedaban algunas mesas libres, pero se estaban llenando muy rápidamente.
Cynthia estaba tan ocupada vigilando a Grace que fui yo quien tuvo que mover las dos bandejas de plástico, coger los cubiertos y las servilletas, y poner en la bandeja la sopa y el bocadillo cuando estuvieron listos.
—Ha conseguido una mesa —informó Cynthia.
Escudriñé la planta y descubrí a Grace en una mesa para cuatro, agitando la mano hasta mucho después de que la viéramos. Ya había sacado el Big Mac de la caja cuando llegamos junto a ella, y las patatas estaban volcadas en la tapa.
—¡Puaj! —se quejó cuando vio mi crema de brócoli.
Una mujer que se sentaba a la mesa de al lado, de unos cincuenta años, aspecto agradable y con un abrigo azul, nos miró un momento, sonrió y volvió a enfrascarse en su comida.
Me senté frente a Cynthia, con Grace a mi derecha. Me di cuenta de que Cynthia no dejaba de mirar por encima de mi hombro. Una de las veces me giré, miré hacia donde miraba ella, y me di la vuelta de nuevo.
—¿Qué? —pregunté.
—Nada —replicó, y dio un mordisco a su bocadillo de ensalada de pollo.
—¿Qué estás mirando?
—Nada —repitió.
Grace se metió una patata frita en la boca, despedazándola con los dientes en trocitos milimétricos a un ritmo casi frenético.
Cynthia miraba de nuevo por encima de mi hombro.
—Cyn —dije—, ¿qué demonios estás mirando?
Esta vez no negó de inmediato que había visto alguna cosa.
—Hay un hombre ahí —explicó. Empecé a girarme y me pidió—: No, no mires.
—¿Qué tiene de especial?
—Nada —respondió.
Suspiré, y probablemente también puse los ojos en blanco.
—Hablemos claro, Cyn, no puedes quedarte mirando a un tipo sólo por…
—Parece Todd —me interrumpió.
«Vale —me dije—. Ya hemos pasado antes por esto. No te alteres».
—De acuerdo —contesté—. ¿Qué tiene de especial que lo hace parecido a tu hermano?
—No lo sé; pero hay algo. Tiene el mismo aspecto que tendría Todd hoy en día.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Grace.
—No te preocupes —le dije, y añadí dirigiéndome a Cynthia—. Dime qué aspecto tiene, y me daré la vuelta disimuladamente para verle.
—Tiene el pelo negro y lleva una chaqueta marrón. Está comiendo comida china. Justo ahora se está comiendo un rollito de primavera. Es como una versión en joven de mi padre, y en mayor de Todd, de verdad.
Di la vuelta lentamente en mi taburete, como si echara un vistazo a los diferentes establecimientos de comida para ir a comprar algo más para comer. Lo vi; estaba recogiendo con la lengua los trocitos que se le caían del rollito a medio comer. Había visto algunas fotos de Todd en la caja de recuerdos de Cynthia, y me imaginé que, si ahora tuviera unos treinta o cuarenta años, su aspecto podría ser parecido al de aquel tipo. Con algo de sobrepeso, cara pálida, pelo negro, de un metro ochenta más o menos, aunque era difícil decirlo porque estaba sentado.
Me volví de nuevo.
—Tiene el mismo aspecto que millones de personas —dije.
—Voy a acercarme a verlo mejor —decidió.
Antes de que pudiera protestar ella ya se había puesto en pie.
—Cariño —dije mientras pasaba a mi lado, e hice un intento desganado de agarrarla por el brazo, pero fallé.
—¿Adónde va mamá?
—Al lavabo —respondí.
—Yo también tengo que ir —dijo Grace, moviendo las piernas adelante y atrás para ir echando vistazos a sus nuevas zapatillas.
—Luego te llevará —indiqué.
Observé a Cynthia mientras daba la vuelta alrededor de la planta, en dirección contraria a donde se encontraba el hombre. Pasó junto a todos los establecimientos de comida rápida, acercándose a él por detrás. Al llegar a su altura, se alejó en línea recta, fue hacia un McDonald’s y se puso en la cola, mirando de vez en cuando, con el aire más natural posible, al hombre que creía que guardaba un asombroso parecido con su hermano Todd.
Cuando volvió a la mesa y se sentó le dio a Grace un helado de chocolate en un vaso de plástico. La mano le temblaba al depositarlo sobre la bandeja de Grace.
—¡Yupi! —exclamó Grace.
Cynthia no prestó ninguna atención a la expresión de gratitud de su hija. Me miró a mí y dijo:
—Es él.
—Cyn.
—Es mi hermano.
—Vamos, Cyn. No es Todd.
—Pude observarle bien. Es él. Estoy tan segura de que es mi hermano como de que Grace está aquí sentada.
Grace levantó la vista de su helado.
—¿Tu hermano está aquí? —Su curiosidad era genuina—. ¿Todd?
—Cómete el helado —le dijo Cynthia.
—Sé cómo se llama —replicó Grace—. Y tu padre se llamaba Clayton, y tu madre, Patricia —añadió, recitando los nombres como si estuviera pasando un examen oral.
—¡Grace! —le espetó Cynthia.
Noté que el corazón se me empezaba a acelerar. Aquello sólo podía ir a peor.
—Voy a ir a hablar con él —afirmó Cynthia.
Bingo.
—No puedes hacerlo —le dije—. Mira, no tiene ningún sentido que sea Todd. Por el amor de Dios, si tu hermano anduviera por ahí, pudiera ir al centro comercial y comer comida china en público, ¿no crees que se hubiera puesto en contacto contigo? Además, él te habría visto hace un momento. Parecías el inspector Clouseau, dando vueltas a su alrededor sin ningún disimulo. Se trata de un tipo cualquiera que guarda un parecido razonable con tu hermano. Si vas a donde está y empiezas a hablar con él como si fuera Todd, va a alucinar…
—Se va —me interrumpió Cynthia, con una nota de pánico en la voz.
Me di la vuelta. El tipo estaba en pie, limpiándose por última vez la boca con la servilleta; luego la arrugó y la dejó en el plato de papel. Dejó la bandeja allí en la mesa, no la llevó hasta la papelera, y empezó a caminar en dirección a los lavabos.
—¿Quién es el inspector Clusó? —preguntó Grace.
—No puedes seguirle hasta el lavabo —advertí a Cynthia.
Ella se quedó allí sentada, inmóvil, observando al hombre mientras éste tomaba el pasillo que llevaba hacia los baños. Tendría que salir en algún momento, y ella podía esperar.
—¿Vas a ir al lavabo de chicos? —preguntó Grace a su madre.
—Cómete el helado —le dijo Cynthia de nuevo.
La mujer del abrigo azul de la mesa de al lado estaba picoteando su ensalada, haciendo ver que no nos escuchaba.
Me parecía que sólo disponía de unos segundos para hablar con Cynthia y convencerla para que no hiciera algo de lo que todos nos arrepentiríamos.
—¿Recuerdas lo que me dijiste cuando nos conocimos? ¿Que siempre veías a gente que te parecía que podían ser tu familia?
—Pronto saldrá del lavabo. A menos que haya otra salida. ¿Hay alguna puerta trasera?
—Creo que no —respondí—. Es perfectamente normal sentirse así. Te has pasado toda la vida buscando. Me acuerdo que una vez, hace años, estaba mirando el programa de Larry King, y habían llevado a aquel tipo cuyo hijo fue asesinado por O. J. Simpson… Goldman, creo que se llamaba; y le contó a Larry que a veces estaba por ahí, conduciendo, y veía a alguien con un coche igual al que tenía su hijo, así que seguía el coche, comprobaba quién era el conductor sólo para asegurarse de que no era su hijo, y eso que sabía que él estaba muerto y que aquello no tenía ningún sentido.
—No sabes si Todd está muerto —replicó Cynthia.
—Ya lo sé. No es eso lo que quería decir. Lo que digo es que…
—Ahí está. Va hacia las escaleras mecánicas.
Cynthia estaba ya de pie y alejándose.
—¡Por todos los santos! —exclamé.
—¡Papá! —exclamó Grace.
Me volví hacia ella.
—Quédate aquí y no te muevas, ¿vale?
Asintió, mientras una cucharada de helado se detenía de golpe en su camino hacia la boca. La mujer de la mesa de al lado volvió a mirar hacia nosotros y nuestras miradas se cruzaron repentinamente.
—Disculpe —le dije—; ¿le importaría vigilar un momento a mi hija?
Ella se me quedó mirando; no parecía muy segura de qué responder.
—Serán sólo un par de minutos —le indiqué en un intento por convencerla y luego me puse en pie, sin darle opción a negarse.
Corrí tras Cynthia. Conseguí vislumbrar la cabeza del hombre a quien perseguía mientras éste bajaba por las escaleras mecánicas. La planta de los establecimientos de comida estaba tan llena que Cynthia había tenido que aminorar la marcha, así que al llegar a lo alto de las escaleras había media docena de personas entre ella y el hombre al que perseguía, y otra media docena entre ella y yo.
Cuando el hombre llegó abajo empezó a caminar rápidamente hacia la salida. Cynthia intentó adelantar a una pareja que se encontraba delante de ella, pero ésta trataba de sujetar de un modo algo inestable un cochecito sobre los escalones, así que no pudo.
Al llegar abajo echó a correr tras el hombre, que estaba ya cerca de la puerta.
—¡Todd! —gritó.
El hombre ni se enteró. Empujó la primera puerta y dejó que se cerrara tras él, para luego abrir la segunda y dirigirse hacia el parking. Yo había llegado casi a la altura de Cynthia cuando ésta alcanzó la primera puerta.
—¡Cynthia! —la llamé.
Pero no me prestó más atención que la que el hombre le estaba prestando a ella. Una vez hubo atravesado las puertas, Cynthia volvió a gritar:
—¡Todd!
Tampoco le sirvió de nada; así que detuvo al hombre agarrándolo por el codo.
Él se dio la vuelta, asustado ante la imagen de aquella mujer sin aliento y con la mirada fuera de sí.
—¿Sí? —preguntó.
—Disculpe —empezó Cynthia, tomándose un momento para recuperar el aliento—, pero creo que le conozco.
Para entonces yo estaba ya a su lado, y el hombre me miró como preguntándome: «¿Qué demonios está ocurriendo?».
—Creo que no —replicó lentamente.
—Eres Todd —afirmó Cynthia.
—¿Todd? —El hombre sacudió la cabeza—. Señora, lo siento pero yo no…
—Sé que eres tú —interrumpió Cynthia—. Me parece estar viendo a papá, sobre todo en los ojos.
—Lo siento —me excusé ante el hombre—. Mi mujer cree que se parece usted a su hermano. Hace mucho tiempo que no le ve.
Cynthia se volvió hacia mí, enfadada.
—No estoy desvariando —exclamó; y añadió, dirigiéndose al hombre—: Muy bien, ¿quién es usted, entonces? Dígame quién es usted.
—Señora, no sé cuál es su jodido problema, pero a mí no me meta, ¿vale?
Intenté colocarme entre ambos, y adopté el tono de voz más calmado que pude para decirle al hombre:
—Ya sé que esto es mucho pedir, créame que lo entiendo, pero quizá, si pudiera decirnos quién es usted, eso ayudaría a calmar a mi mujer.
—Esto es una locura —replicó—. No tengo por qué hacer eso.
—¿Lo ves? —insistió Cynthia—. Eres tú, pero por alguna razón no lo puedes admitir.
Me llevé a Cyn a un lado y le pedí que me diera un minuto. Entonces me giré hacia el hombre y le dije:
—La familia de mi mujer desapareció muchos años atrás. Hace años que no ha visto a su hermano y usted se parece mucho a él. Lo entenderé si se niega, pero si pudiera mostrarme alguna identificación, un permiso de conducir o algo así, sería de mucha ayuda. De ese modo podríamos terminar con esto de una vez.
Estudió mi rostro por un momento.
—Supongo que se da cuenta de que ella necesita ayuda —dijo.
Yo no contesté.
Finalmente, con un suspiro, sacudió la cabeza y se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón. La abrió y extrajo una tarjeta de plástico.
—Aquí está —dijo al tiempo que me la alargaba.
Era un permiso de conducir del estado de Nueva York a nombre de Jeremy Sloan, con una dirección de Youngstown y una foto de él.
—¿Le importa que me lo quede un momento? —pregunté. Él asintió, así que me acerqué a Cynthia y se lo enseñé—. Mira esto.
Ella cogió el carné con pulso vacilante entre el pulgar y el índice, y lo examinó a través de un incipiente torrente de lágrimas. Sus ojos iban de la foto del permiso al hombre. Lentamente, le devolvió el carné.
—Lo siento mucho —se disculpó—. Lo siento mucho, mucho…
El hombre recuperó su documento, lo deslizó en la cartera y volvió a sacudir la cabeza con disgusto; luego murmuró algo entre dientes —aunque la única palabra que capté fue «chiflada»— y se dirigió hacia el parking.
—Venga, Cyn —dije—, vamos por Grace.
—¿Grace? —preguntó—. ¿Has dejado a Grace sola?
—La he dejado con alguien —respondí—. No te preocupes.
Pero para entonces ella ya había echado a correr hacia el centro comercial y atravesaba la planta baja en dirección a las escaleras mecánicas. Yo iba justo detrás de ella, y ambos desanduvimos el camino a través del enjambre de mesas ocupadas hacia donde habíamos estado comiendo. Allí estaban las tres bandejas con nuestros boles sin terminar de sopa y el sándwich de Styrofoam y los restos de la comida McDonald’s de Grace.
Pero ella no estaba.
Y la mujer del abrigo azul tampoco.
—¿Dónde demonios…?
—Oh, Dios mío —exclamó Cynthia—. ¿La has dejado aquí? ¿La has dejado aquí sola?
—Ya te he dicho que la dejé con una mujer, la que estaba sentada justo aquí.
Lo que quería decirle era que si no hubiera echado a correr en una persecución inútil yo no habría tenido que dejar a Grace sola.
—Debe de estar por aquí, en algún sitio —dije.
—¿Quién era esa mujer? —inquirió Cynthia—. ¿Qué aspecto tenía?
—No lo sé. Bueno, era una mujer mayor, y llevaba un abrigo azul. Estaba sentada justo ahí.
La mujer había dejado la ensalada sin terminar sobre la bandeja, junto con un vaso de plástico lleno hasta la mitad de Pepsi o Coca-Cola. Daba la impresión de haberse marchado de repente.
—Vamos a hablar con los de Seguridad —dije, intentando evitar que el pánico se apoderara de mí—. Pueden buscar a una mujer con un abrigo azul y una niña pequeña…
Mientras hablaba, miraba a un lado y otro de la planta de establecimientos de comida, buscando a alguien con uniforme.
—¿Ha visto a nuestra niña? —preguntaba Cynthia a los ocupantes de las mesas de nuestro alrededor; éstos se daban la vuelta, con la mirada perdida, y se encogían de hombros.
—¿De unos ocho años? Estaba sentada justo aquí…
La desesperación me invadió. Me giré para mirar el mostrador del McDonald’s, pensando que quizá la mujer la había llevado hacia allí con la promesa de comprarle otro helado. Pero Grace era demasiado lista para eso. Sólo tenía ocho años, pero lo que había pasado la había inmunizado contra los extraños que acechan en la calle.
Cynthia, de pie en medio de la muchedumbre que llenaba la planta del centro comercial, empezó a gritar el nombre de nuestra hija.
—¡Grace! —gritó—. ¡Grace!
Y entonces, tras de mí, se oyó una voz.
—Hola, papá.
Di media vuelta.
—¿Por qué grita mamá?
—¿Dónde demonios estabas? —pregunté. Cynthia nos había visto y se acercaba corriendo—. ¿Qué ha pasado con esa mujer?
—Su móvil sonó y dijo que tenía que irse —explicó Grace tan tranquila—. Y entonces me entraron ganas de ir al baño. Ya te he dicho antes que tenía que ir. No hace falta que os pongáis así.
Cynthia agarró a Grace, y la abrazó con tanta fuerza que casi la ahoga. Si yo había albergado alguna duda sobre la conveniencia de no revelar la información que me había dado Tess sobre los pagos secretos, en aquel momento se esfumó. Esta familia no necesitaba más caos.
Nadie dijo ni una palabra durante todo el camino de vuelta a casa.
Cuando llegamos, la luz del contestador automático parpadeaba. Había un mensaje de uno de los productores de Deadline. Los tres nos quedamos de pie en la cocina y escuchamos lo que decía: alguien se había puesto en contacto con ellos, alguien que afirmaba saber lo que les había ocurrido a los padres y el hermano de Cynthia.
Cynthia devolvió inmediatamente la llamada, y esperó hasta que alguien localizó a la productora, que había ido a tomar un café. Finalmente ésta se puso al teléfono.
—¿De quién se trata? —preguntó Cynthia sin aliento—. ¿Es mi hermano?
Pese a todo, seguía convencida de haberlo visto hacía un momento. Aquello habría tenido sentido.
—No —replicó la productora.
No era su hermano. Se trataba de una mujer, una vidente o algo así. Pero por lo que sabían, bastante creíble.
Cynthia colgó y nos informó:
—Una médium dice que sabe lo que ocurrió.
—¡Guay! —exclamó Grace.
«Sí, fantástico —pensé—. Una médium. Lo que nos faltaba».