9

El fin de semana siguiente fuimos a ver a la tía de Cynthia, Tess, que vivía en una casa modesta y pequeña a medio camino de Derby, junto a la arbolada Derby Milford Road. Vivía a menos de veinte minutos de nuestra casa, pero no íbamos a verla tan a menudo como deberíamos, así que cuando había una ocasión especial, como el día de Acción de Gracias o Navidad o, como era el caso de ese fin de semana en concreto, su cumpleaños, no desaprovechábamos la ocasión de estar juntos.

A mí me parecía una buena idea. Quería a Tess casi tanto como Cynthia. No sólo porque era una estupenda viejales (cuando la llamaba así corría el riesgo de llevarme una mirada asesina pero al mismo tiempo divertida), sino también por lo que había hecho por Cynthia cuando su familia desapareció. Se había hecho cargo de una adolescente que a veces, y Cynthia era la primera en admitirlo, podía ser de armas tomar.

—Ni siquiera tuve que decidirlo —me dijo Tess en una ocasión—. Era la hija de mi hermana, y mi hermana acababa de desaparecer, junto con mi cuñado y mi sobrino. ¿Qué demonios iba a hacer?

Tess era algo cascarrabias, brusca pero agradable; sin embargo, no era algo que hubiera desarrollado para protegerse. Bajo la superficie era un trozo de pan. Y no es que con los años no se hubiese ganado el derecho a ser un poco irascible. Su propio marido la había abandonado, antes de que Cynthia fuera a vivir con ella, por una camarera de Stamford, y según decía Tess, se habían largado a algún lugar del oeste y nunca volvió a saber de ellos, gracias a Dios. Tess, que había dejado su trabajo en la fábrica de radios hacía unos años, encontró empleo como administrativa en la oficina del condado, en el departamento de obras públicas, y ganaba lo justo para mantenerse y pagar las facturas. No quedaba mucho para criar a una adolescente, pero supo salir adelante. Tess nunca había tenido hijos, y después de que el indeseable de su marido se largara, era bonito tener a alguien con quien compartir la casa, incluso aunque las circunstancias que habían llevado a Cynthia allí estuvieran envueltas en el misterio, y fueran sin duda trágicas.

Tess tenía ahora cerca de setenta años, estaba jubilada y vivía de la seguridad social y de su pensión del condado. Cuidaba del jardín y moldeaba arcilla, y de vez en cuando se iba de excursión en autocar, como cuando el otoño anterior había ido a Vermont y a New Hampshire para ver cómo las hojas cambiaban de color —«¡Dios, un autobús lleno de viejos!; creía que acabaría suicidándome»—, pero no tenía mucha vida social. No era muy extrovertida y no se sentía inclinada a acudir a las reuniones de la asociación de jubilados. Pero estaba al día de lo que pasaba en el mundo, mantenía sus suscripciones al Harper’s y The New Yorker y The Atlantic Monthly, y no se mordía la lengua a la hora de dar sus opiniones políticas, que se situaban en el centro-izquierda. «Este presidente —me dijo un día por teléfono— hace que un cabeza de chorlito parezca un premio Nobel».

El hecho de haber pasado la mayor parte de su adolescencia con Tess había ayudado asimismo a modelar la actitud y los puntos de vista de Cynthia, y sin duda había contribuido a su decisión de labrarse, en los primeros años de nuestro matrimonio, una carrera en el ámbito del trabajo social.

Y a Tess le encantaba vernos. Sobre todo a Grace.

—He estado mirando unas cajas de libros viejos que hay en el sótano —dijo Tess, dejándose caer en su sillón favorito tras terminar con los abrazos y saludos—. Y mira lo que he encontrado.

Se incorporó en el sillón, apartó un ejemplar del New Yorker que había estado ocultando algo, y alargó a Grace un libro grande de tapa dura: Cosmos, de Carl Sagan. Los ojos de Grace se abrieron como platos al ver el calidoscopio de estrellas de la cubierta.

—Es bastante viejo —explicó Tess, como disculpándose—. Tiene casi treinta años, y el tipo que lo escribió ya está muerto, y hay cosas mucho mejores en internet, pero quizá puedas encontrar algo que te interese.

—¡Gracias! —exclamó Grace, y cogió el libro, que casi se le cae de las manos; no esperaba que pesara tanto—. ¿Sale algo de los meteoritos?

—Probablemente —respondió Tess.

Grace se fue corriendo hacia el sótano, donde yo sabía que se acurrucaría en el sofá y quizá se envolvería con una manta mientras pasaba las hojas del libro.

—Eso ha sido muy bonito —dijo Cynthia inclinándose y dando a Tess el que probablemente era el cuarto beso desde que habíamos llegado.

—No tenía sentido tirar el maldito libro —respondió Tess—. Podría haberlo donado a la biblioteca pero ¿crees que quieren libros de hace treinta años? ¿Qué tal estás, cariño? —le preguntó a Cynthia—. Pareces cansada.

—Oh, estoy bien —dijo ésta—. ¿Y tú? También pareces agotada.

—Oh, me encuentro bien, supongo —replicó Tess, mirándonos por encima de sus gafas de leer.

Alcé una bolsa llena, con asa de cordel.

—Hemos traído algunas cosas.

—Oh, no hacía falta… —exclamó Tess.

Llamamos a Grace para que pudiera ver cómo Tess recibía unos nuevos guantes para el jardín, una bufanda de seda roja y verde, y un paquete de galletas de lujo. Tess fue soltando oes y aes cada vez que sacábamos una cosa de la bolsa.

—Las galletas son de mi parte —anunció Grace—. ¿Tía Tess?

—¿Sí, cariño?

—¿Por qué tienes tanto papel higiénico?

—¡Grace! —la reprendió Cynthia.

—Eso —le indiqué a Grace— es un peso falso.

Tess hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, dando a entender que hacía falta mucho más que eso para avergonzarla. Como mucha gente mayor, Tess tendía a acumular algunos productos básicos. Las cajas de almacenaje de su sótano estaban llenas de papel de dos capas.

—Cuando está de oferta —explicó Tess— compro de más.

Mientras Grace volvía de nuevo al sótano, Tess bromeó:

—Cuando llegue el Apocalipsis, yo seré la única que se podrá limpiar el culo.

Lo de abrir los regalos parecía haberla agotado, porque se reclinó en el asiento con un suspiro profundo.

—¿Estás bien? —inquirió Cynthia.

—Estoy de perlas —replicó, y añadió, como si acabara de recordar algo—: Oh, no puedo creerlo. Quería comprar helado para Grace.

—No pasa nada —la tranquilizó Cynthia—. De todos modos pensábamos llevarte a comer fuera. ¿Qué te parece el Knickerbocker’s? Te encanta la piel de las patatas.

—No sé —dudó Tess—. Supongo que hoy estoy un poco baja; cansada. ¿Por qué no comemos aquí? Tengo algunas cosas. Pero la verdad es que quería helado.

—Yo puedo acercarme —intervine.

Podía ir con el coche a buscar una tienda de comestibles o un 7-Eleven.

—Podrías traerme un par de cosas más —dijo Tess—. Cynthia, quizá deberías ir tú; ya sabes que si lo mandamos a él lo traerá todo mal.

—Supongo —aceptó Cynthia.

—Y hay algo en el garaje que me gustaría que Terry me llevara abajo; si no te importa, claro, Terry.

Contesté que por supuesto que no. Tess hizo una lista corta y se la dio a Cynthia, que dijo que no tardaría más de media hora. En cuanto salió por la puerta me dirigí a la cocina y eché un vistazo al corcho que había junto al teléfono de pared y en el que Tess había clavado una foto de Grace en Disneyworld. Abrí el congelador de la nevera, en busca de cubitos para un vaso de agua.

En la parte de delante del cajón había una caja de helado de chocolate. Lo cogí y levanté la tapa. Sólo faltaba una cucharada. Supuse que a su edad, a Tess se le empezaba a ir la cabeza.

—Eh, Tess —exclamé—. Ya tienes helado.

—¿Ah sí? —contestó ella desde el comedor.

Volví a meter el helado en el cajón, cerré el frigorífico y me senté en el sofá, junto a Tess.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—He ido al médico —respondió.

—¿Cómo? ¿Algo va mal?

—Me estoy muriendo, Terry.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué te ocurre?

—No te preocupes, no va a pasar de la noche a la mañana. Me quedan unos seis meses, quizás un año. Nunca se sabe. Hay gente que aguanta bastante, pero la verdad es que no me apetece mucho que sea largo y extenuante. Ésa no es forma de morir. Para ser sincera, me encantaría irme rápido; de repente, ¿sabes? Así es mucho más fácil.

—Tess, dime qué pasa.

Se encogió de hombros.

—La verdad es que no importa. Me han hecho algunas pruebas, y hay un par más que tienen que hacer para asegurarse, pero probablemente me dirán lo mismo. El resultado es que puedo ver la línea de meta. Y quería decírtelo a ti antes; Cynthia ya tiene suficiente en lo que pensar últimamente. Los veinticinco años, el programa de televisión…

—El otro día hubo una llamada anónima —le conté—. Le ha sentado bastante mal.

Tess cerró los ojos un instante y sacudió la cabeza.

—Pirados. Ven algo por la tele y sacan el listín telefónico.

—Eso es lo que yo me imaginé.

—Pero en algún momento Cynthia tendrá que saber que no estoy bien. Supongo que se trata de encontrar el momento adecuado.

Oímos unos ruidos en la escalera, y Grace emergió del sótano con el libro nuevo sujeto con ambas manos.

—¿Sabíais —nos informó— que aunque parezca que en la luna han caído muchos más meteoritos que en la Tierra, en realidad han caído más en la Tierra, pero como tiene atmósfera, ésta amortigua el aterrizaje y por eso no se ven todos esos cráteres; pero en la luna no hay aire ni nada, así que cuando un asteroide choca con ella la marca queda ahí para siempre?

—Un buen libro, ¿eh? —dijo Tess.

Grace asintió.

—Tengo hambre —exclamó.

—Tu madre ha ido a comprar algunas cosas —le informé.

—¿No está aquí?

Moví la cabeza afirmativamente.

—Pronto volverá. Pero queda helado en el congelador. Chocolate.

—¿Por qué no te llevas toda la caja abajo? Y también una cuchara.

—¿De verdad? —preguntó Grace sorprendida, pues aquello violaba todas las normas de comportamiento que conocía.

—A por él.

Atravesó a toda prisa la cocina, movió una silla para llegar a la puerta del congelador, cogió el helado y una cuchara del cajón, y se marchó corriendo escaleras abajo.

Los ojos de Tess estaban húmedos cuando volví a mirarla.

—Creo que deberías decírselo tú a Cynthia —dije.

Ella alargó la mano y sujetó la mía.

—Oh, por supuesto, no te pediría que hicieras algo así. Sólo necesitaba explicártelo a ti antes, para que cuando se lo cuente a Cynthia estés preparado para ayudarla a superarlo.

—También ella tendrá que ayudarme a mí a superarlo —aduje.

Tess sonrió ante mis palabras.

—La verdad es que has resultado ser un buen partido para ella. Ya sabes que al principio yo no estaba tan segura.

—Eso has dicho alguna vez —sonreí.

—Me parecías un poco serio. Muy formal. Pero has resultado ser perfecto. Estoy tan contenta de que te encontrara después de lo que ha sufrido…

Entonces Tess desvió la mirada, aunque me apretó la mano con un poco más de fuerza.

—Hay algo más —añadió.

Por el modo en que lo dijo parecía que lo que tenía que contarme era incluso peor que el hecho de que se estuviera muriendo.

—Hay algunas cosas que necesito explicar mientras aún puedo; arrancármelas del pecho. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Me imagino que sí.

—Y no me queda mucho tiempo para contarlo. ¿Qué pasa si ocurre algo y mañana me muero? ¿Y si nunca tengo la oportunidad de explicarte lo que sé? El caso es que no estoy segura de que Cynthia esté preparada para escucharlo; ni siquiera sé si le servirá de algo saberlo, porque plantea más preguntas de las que responde. Más que ayudarla, podría atormentarla.

—Tess, ¿de qué estás hablando?

—Ten un poco de paciencia y escúchame. Es necesario que lo sepas, porque algún día podría ser una pieza importante del puzle. Quizás en el futuro descubras alguna cosa más acerca de lo que les ocurrió a mi hermana y a su familia. Y si lo haces, esto podría resultar útil.

Estaba respirando, pero me sentía como si estuviera conteniendo la respiración mientras esperaba que Tess dijera lo que tenía que decir.

—¿Qué? —espetó Tess, mirándome como si fuera estúpido—. ¿No quieres saberlo?

—Por Dios, Tess; estoy esperando.

—Es acerca del dinero —dijo.

—¿El dinero?

Tess asintió con aire cansado.

—Había dinero. De repente aparecía.

—¿Dinero de dónde?

Enarcó las cejas.

—Bueno, ésa es la cuestión, ¿no? ¿De dónde venía? ¿Quién lo enviaba?

Me pasé la mano por la cabeza; empezaba a sentirme exasperado.

—Empieza por el principio —le rogué.

Tess inspiró aire por la nariz lentamente.

—Yo sabía que no iba a ser fácil criar a Cynthia pero, como he dicho, no tenía otra opción. Era mi sobrina. Yo la quería como si fuera mi propia hija, así que cuando ocurrió aquella tragedia, la acogí.

»Había sido una chica un poco alocada hasta que los suyos desaparecieron; eso de algún modo la calmó. Empezó a tomarse las cosas un poco más en serio, a prestar atención en la escuela. Tenía sus momentos, claro. La poli la trajo una noche a casa: llevaba marihuana encima.

—¿De verdad? —me sorprendí.

Tess sonrió.

—La dejaron irse con una advertencia. —Se puso un dedo sobre los labios—. Ni una palabra.

—Claro.

—De cualquier modo, si te ocurre algo así, perder a tu familia, te crees que tienes licencia para hacer lo que te dé la gana, andar por ahí, llegar tarde; es como si la vida te debiera algo, ¿sabes?

—Eso creo.

—Pero había una parte de ella que quería centrarse. Quería hacer algo con su vida por si sus padres volvían, para que no pensaran que era una inútil. Aunque se hubieran ido, quería que se sintieran orgullosos de ella. Así que decidió ir a la escuela, a la universidad.

—La Universidad de Connecticut —agregué yo.

—Eso es. Una buena universidad; y no precisamente barata. Me preguntaba cómo me las apañaría para pagarla. Sus notas no eran malas, pero no daban para una beca, tú ya me entiendes. Así que decidí pedir un préstamo para ella.

—Ya.

—Encontré el primer sobre en el coche, en el asiento del acompañante —explicó Tess—. Simplemente estaba allí. Un día salí del trabajo, me metí en el coche, y allí estaba aquel sobre en el asiento de al lado. Yo había cerrado con llave, pero había dejado las ventanas abiertas unos milímetros para que se ventilara. Había espacio suficiente para meter el sobre, aunque era bastante gordo.

Incliné la cabeza hacia un lado.

—¿Dinero?

—Unos cinco mil dólares —replicó Tess—. Todo tipo de billetes. De veinte, de cinco, algunos de cien.

—¿Un sobre lleno de billetes? ¿Sin explicación, ni nota ni nada?

—Oh, había una nota.

Se levantó de su sillón, avanzó unos pasos hacia un antiguo escritorio de persianilla que había a un lado de la puerta principal y abrió el cajón.

—Encontré todo esto cuando empecé a limpiar el sótano, mientras revisaba las cajas de libros y demás. Tengo que empezar a deshacerme de cosas, para que a ti y a Cynthia os sea más fácil revisarlo todo cuando no esté.

Atado con una goma había un montón de sobres, quizás una docena o más. Juntos no abultaban más de unos milímetros.

—Por supuesto, ahora están vacíos —señaló Tess—. Pero aun así he guardado todos los sobres, aunque no haya nada escrito en ellos, ni remitente ni sello postal, por supuesto. Pero pensé, ¿y si tienen huellas dactilares o algo que algún día pueda resultar útil?

Tess los estaba sujetando con las manos, así que era dudoso que contuvieran muchas pruebas, pero lo cierto es que la ciencia forense tampoco era mi especialidad.

Tess sacó un trozo de papel de debajo de la goma.

—Ésta es la única nota que recibí. Con el primer sobre. Los que siguieron tenían dinero, pero nunca más volví a recibir ninguna nota.

Me alargó un folio doblado en tres. El tiempo le había dado una pátina amarillenta.

Lo desdoblé.

El mensaje estaba escrito a máquina y, deliberadamente, en mayúsculas. Decía:

ESTO ES PARA AYUDARTE CON CYNTHIA. PARA SU EDUCACIÓN, PARA LO QUE NECESITES. HABRÁ MÁS, PERO DEBES SEGUIR ESTAS REGLAS. NUNCA LE HABLES A CYNTHIA DEL DINERO. NUNCA LE HABLES A NADIE DE ÉL. NUNCA INTENTES AVERIGUAR DE DÓNDE PROCEDE. NUNCA.

Eso era todo.

Debí de leerlo tres veces antes de mirar a Tess, que estaba de pie frente a mí.

—Nunca lo hice —afirmó—. Nunca se lo dije a Cynthia. Nunca se lo dije a nadie. Nunca intenté descubrir quién lo había dejado en mi coche. Nunca sabía cuándo o dónde aparecería. Una vez encontré uno metido en el New Haven Register en el escalón de la entrada, al anochecer. Otra vez vino en el correo, y también encontré otro en el coche.

—Y nunca viste a nadie.

—No. Quienquiera que los dejara debía de vigilarme y sabía cuándo podía hacerlo sin ser visto. ¿Quieres saber algo? Siempre que aparcaba el coche me aseguraba de dejar las ventanillas un poco bajadas, por si acaso.

—¿Cuánto fue en total?

—A lo largo de unos seis años, cuarenta y dos mil dólares.

—Jesús.

Tess alargó la mano. Quería que le devolviera la nota. La dobló, la metió bajo la goma con los sobres, se puso en pie y volvió a meterlo todo en el cajón del escritorio.

—¿Y cuántos años hace que no has recibido nada? —pregunté.

Tess se lo pensó un momento.

—Unos quince años, creo. Desde que Cynthia terminó la universidad. Realmente fue una bendición. De otra manera nunca podría haberle pagado la universidad, no sin haber vendido esta casa o hipotecándola otra vez.

—Así pues —dije—, ¿quién lo dejaba?

—Ésa es la pregunta de los cuarenta y dos mil dólares —respondió Tess—. Es lo que siempre me he preguntado, durante todos estos años. ¿Su madre? ¿Su padre? ¿Ambos?

—Lo que significaría que estaban vivos durante aquellos años, o al menos uno de ellos. Quizás aún lo esté. Pero si uno o el otro podía hacer eso, observarte, dejarte dinero, ¿por qué no se ponían en contacto contigo?

—Lo sé —suspiró Tess—. No tiene ningún sentido. Siempre he creído que mi hermana estaba muerta, que todos lo estaban. Que murieron todos la noche que desaparecieron.

—Y si están muertos —deduje—, entonces quienquiera que te enviara el dinero era alguien que se sentía responsable de su muerte. Que intentaba arreglarlo.

—¿Ves lo que quiero decir? —inquirió Tess—. Sólo plantea más preguntas de las que responde. El dinero no significa que ellos estén vivos, y tampoco significa que estén muertos.

—Pero significa algo —repliqué—. Cuando dejó de llegar, cuando quedó claro que no te iban a dar más dinero, ¿por qué no se lo contaste a la policía? Podrían haber reabierto la investigación.

Los ojos de Tess parecían cansados.

—Ya sé que piensas que nunca me ha dado miedo remover un poco la mierda, pero en este caso, Terry, no estaba segura de querer saber la verdad. Estaba asustada, y me daba miedo el daño que la verdad pudiera hacerle a Cynthia, si lográbamos descubrirla. Todo esto se ha cobrado su deuda en mí. El estrés. Me pregunto si es la razón de que esté enferma; dicen que el estrés puede hacerte eso, afectar a tu cuerpo.

—Eso he oído. —Hice una pausa—. Quizá necesites hablar con alguien.

—Oh, ya lo intenté —explicó Tess—. Fui a ver a vuestra doctora Kinzler.

Yo parpadeé.

—¿Ah sí?

—Cynthia dijo algo de ir a verla, así que la llamé y la he visitado un par de veces. Pero no sé, no estoy preparada para abrirme con un extraño. Hay algunas cosas que sólo se cuentan a la familia.

Oímos entrar un coche en el camino.

—Decide tú si quieres contárselo a Cynthia —me indicó Tess—. Lo de los sobres, quiero decir. Sobre lo mío ya le hablaré yo; pronto.

Una puerta se abrió y se cerró. Eché un vistazo por la ventana y vi a Cynthia dirigirse a la parte de atrás del coche, que tenía el maletero abierto.

—Tengo que pensarlo un poco —dije—. No sé qué hacer. Pero gracias por contármelo. —Hice una pausa—. Ojalá me lo hubieras contado antes.

—Ojalá hubiera podido.

La puerta principal se abrió y Cynthia entró con un par de bolsas al mismo tiempo que Grace reaparecía desde el sótano, con la caja de helado sujeta sobre el pecho como si fuera un muñeco de peluche y la boca manchada de chocolate.

Cynthia la miró con curiosidad. Yo podía percibir cómo maquinaba su cabeza, pensando que la habíamos echado con una excusa.

—Nada más irte —explicó Tess— nos dimos cuenta de que sí había helado. Pero aun así necesitaba las demás cosas; hoy es mi maldito cumpleaños. Vamos a hacer una fiesta.