Me senté junto a Cynthia a la mesa de la cocina, puse mi mano sobre la suya y noté que estaba temblando.
—Muy bien —la tranquilicé—. Trata de recordar qué te dijo exactamente.
—Ya te lo he dicho —respondió, cortante. Luego se mordió el labio inferior—. Dijo… Vale, un momento. —Se recompuso—. El teléfono sonó y yo dije «hola» y él preguntó: «¿Hablo con Cynthia Bigge?». Me sorprendió que me llamara así, pero le contesté que sí. Y él dijo… no puedo creer que dijera eso; dijo: «Tu familia… ellos te perdonan». —Hizo una pausa—. «Por lo que hiciste». No sabía qué decir. Creo que le pregunté quién era, de qué estaba hablando.
—¿Y qué dijo él?
—No dijo nada más. Colgó. —Una lágrima solitaria resbaló por la mejilla de Cynthia mientras alzaba la vista hacia mí—. ¿Por qué tendría que decir algo así? ¿Qué quiere decir con que me perdonan?
—No lo sé —le respondí—. Probablemente es algún chalado. Algún chalado que vio el programa.
—Pero ¿por qué llamaría alguien y diría algo así? ¿Qué sentido tiene?
Me acerqué el teléfono. Era el único de alta tecnología que teníamos en casa, con una pequeña pantalla de identificación de llamadas.
—¿Por qué tendría que decir que mi familia me perdona? ¿Qué cree mi familia que hice? No lo entiendo. Y si creen que les hice algo, ¿cómo pueden decirme que me perdonan? No tiene ningún sentido, Terry.
—Lo sé. Es una locura. —Tenía la vista puesta en el teléfono—. ¿Miraste de dónde procedía la llamada?
—Sí, pero no aparecía nada en la pantalla, y luego él colgó y yo intenté comprobar el número.
Presioné la tecla que mostraba el historial de llamadas. No había constancia de ninguna llamada en los últimos minutos.
—No sale nada —dije.
Cynthia se sorbió los mocos, se secó la lágrima de la mejilla y se inclinó sobre el teléfono.
—Debo de haber… ¿Qué he hecho? Cuando fui a comprobar la llamada apreté esta tecla para grabarla.
—Así es como la has borrado —le indiqué.
—¿Qué?
—Has borrado la última llamada del historial.
—Oh, mierda —se lamentó Cynthia—. Estaba tan alterada; estaba muy nerviosa, no sabía lo que hacía.
—Claro —la tranquilicé—. Y este tipo, ¿cómo sonaba?
Cynthia no me escuchaba. Tenía una expresión ausente en la cara.
—No puedo creer que lo hiciera. No puedo creer que borrara el número. Pero de todos modos en la pantalla no salía nada. Como cuando llaman desde un número privado.
—Muy bien, no nos preocupemos más por eso. Pero el hombre, ¿cómo sonaba?
Cynthia alzó sus manos en un gesto de impotencia.
—Era sólo un hombre. Hablaba un poco bajo, como si intentara disimular, ya sabes. Pero no había nada más. —Hizo una pausa, y luego sus ojos se iluminaron con una idea—. Tendríamos que llamar a la compañía telefónica. Quizá tengan un registro de la llamada, quizás incluso la hayan grabado.
—No graban las conversaciones de todo el mundo —le expliqué—. No importa lo que alguna gente piense. ¿Y qué vamos a contarles? Es una sola llamada, de un chiflado que seguramente vio el programa. No te amenazó, ni siquiera usó un lenguaje obsceno. —Le rodeé los hombros con el brazo—. No te preocupes por eso. Hay demasiada gente que sabe lo que te pasó; eso puede convertirte en un objetivo. ¿Sabes lo que deberíamos hacer?
—¿Qué?
—Conseguir un número que no salga en el listín telefónico; así no recibiremos llamadas como ésta.
Cynthia negó con la cabeza.
—No. No vamos a hacer eso.
—No creo que cueste tanto, y además…
—No. No vamos a hacerlo.
—¿Por qué no?
Tragó saliva.
—Porque cuando estén preparados para llamar, cuando mi familia decida finalmente ponerse en contacto conmigo, tienen que poder encontrarme.
Tenía un rato libre después de comer, así que me escapé de la escuela, crucé la ciudad con el coche para ir a Pamela’s, y entré en la tienda con cuatro cafés.
No era lo que se diría una tienda de ropa de lujo, y Pamela Foster, en un tiempo la mejor amiga de Cynthia en el instituto, no buscaba una clientela joven y moderna. Los colgadores estaban llenos de ropa más bien conservadora, la clase de ropa, me gustaba bromear con Cynthia, que preferían las mujeres que llevaban zapatos cómodos.
—Vale, no es exactamente Abercrombie & Fitch[3] —concedía Cynthia—. Pero en A&F no me dejarían elegir el horario para poder recoger a Grace después de la escuela, y Pam sí.
Ésa era la cuestión.
Cynthia estaba en la parte de atrás de la tienda, junto a un vestidor y hablando con una clienta a través de la cortina.
—¿Quiere probárselo en una 42? —preguntaba.
No me había visto, pero Pam sí, y me sonrió desde detrás de la caja registradora.
—¡Hola!
Pam, alta, delgada y con poco pecho, se elevaba sobre unos tacones de unos ocho centímetros. Su vestido turquesa a la altura de las rodillas tenía el suficiente estilo para hacer sospechar que no era de su tienda. Que se enfocara a una clientela poco familiarizada con las páginas del Vogue no quería decir que tuviera que ponerse a su altura.
—Eres demasiado amable —dijo, mirando los cuatro cafés—. Pero por el momento sólo estamos Cynthia y yo guardando el fuerte. Ann se ha tomado un descanso.
—Quizás aún esté caliente cuando vuelva.
Pam levantó la tapa de plástico y echó dentro un sobre de café Splenda.
—¿Y qué?, ¿cómo van las cosas?
—Bien.
—Cynthia dice que todavía no hay nada. Del programa.
¿Es que todo el mundo quería hablar de eso? ¿Lauren Wells, mi propia hija y ahora Pam Foster?
—Así es —respondí.
—Le dije que no lo hiciera —exclamó, sacudiendo levemente la cabeza.
—¿Ah sí?
Era la primera noticia que tenía.
—Hace mucho tiempo; la primera vez que la llamaron para que lo hiciera. Le dije: «Cariño, deja las cosas como están». No tiene sentido remover esa mierda.
—Sí, bueno —dije.
—Le dije: «Mira, hace veinticinco años, ¿verdad?, lo que sea que pasara, pasó; si no puedes seguir con tu vida después de todo lo que ha llovido, bueno… ¿dónde vas a estar dentro de cinco años, o de diez?».
—No me ha contado nada de esto —dije.
Cynthia nos había visto hablando y me saludó, pero no se movió de su sitio junto a la cortina del probador.
—La mujer que está ahí dentro, probándose ropa que no le cabe de ninguna manera… —susurró Pamela— se ha llevado cosas sin pagar en alguna ocasión, así que la vigilamos de cerca cuando viene.
—¿Os ha robado? —pregunté, y Pamela asintió—. Y entonces, ¿por qué no se lo cobras? ¿Por qué la dejas volver?
—No lo puedo probar; sólo tenemos sospechas. De algún modo, le hacemos saber que lo sabemos, sin decírselo, y no la perdemos de vista.
Empecé a imaginarme a la mujer que había tras la cortina. Joven, con pinta de dura y algo chula. El tipo de persona que dirías que es una ladrona en una rueda de reconocimiento, quizá con un tatuaje en el hombro.
La cortina se abrió y salió una mujer pequeña y fornida de alrededor de cincuenta años, que le tendió a Cynthia unas prendas. Si me hubieran preguntado, habría dicho que era bibliotecaria.
—Hoy no encuentro nada —dijo educadamente, y pasó junto a Pamela y a mí al dirigirse fuera.
—¿Estás segura? —pregunté extrañado.
—Una cleptómana —respondió ella.
Cynthia se acercó y me besó en la mejilla.
—¿Una ronda de cafés? —comentó—. ¿Qué celebramos?
—Tenía una hora libre —dije—. Figuradamente, ya sabes.
Pamela se excusó y se dirigió a la parte de atrás de la tienda, llevándose su café.
—¿Por lo de esta mañana? —preguntó Cynthia.
—Parecías bastante afectada después de la llamada. Quería saber cómo estabas.
—Estoy bien —dijo ella sin mucha convicción, y tomó un sorbo de café.
—No sabía que Pam había intentado convencerte para que no hicieras lo de Deadline.
—Tú también te opusiste, al principio.
—Sí, pero nunca me dijiste que ella también estaba en contra.
—Ya sabes que Pam nunca ha sido de las que se callan su opinión. También piensa que a ti te sobran tres kilos.
Me acababa de dejar planchado.
—Y ¿qué me dices de esa mujer? La que se probaba ropa. ¿Es una ladrona?
—A veces crees que puedes atrapar a los malos, pero no siempre es así —sentenció Cynthia tomando otro sorbo.
Aquel día nos tocaba ir a ver a la doctora Naomi Kinzler después del trabajo. Cynthia se organizó para dejar a Grace en casa de una amiga después del colegio, y luego nos dirigimos hacia allí. Hacía cuatro meses que veíamos a la doctora Kinzler cada dos semanas, después de que nuestro médico de cabecera nos remitiera a ella. Había intentado, sin éxito, ayudar a Cynthia a manejar su ansiedad, y creyó que sería mejor para ella —para los dos, de hecho— hablar con alguien que ver cómo se volvía dependiente de las recetas.
En un principio yo me había mostrado escéptico ante la idea de que una psiquiatra pudiera conseguir gran cosa, y después de unas diez sesiones, no estaba mucho más convencido. La doctora Kinzler tenía un despacho en un edificio de consultas médicas al final de Bridgeport por el este, con vistas sobre la autopista cuando no tenía las cortinas corridas, como estaban hoy. Supongo que me había sorprendido mirando por la ventana durante las sesiones previas, con la mente a la deriva como si contara camiones.
A veces la doctora Kinzler nos visitaba juntos; otras, uno de los dos se iba fuera para que ella pudiera hablar con el otro.
Yo no había ido nunca al psiquiatra. Todo lo que sabía de ellos lo había sacado de ver cómo la doctora Melfi de Los Soprano ayudaba a Tony a superar sus problemas. No tenía claro si los nuestros eran más o menos serios que los suyos. La gente también desaparecía sin parar alrededor de Tony, pero a menudo era él mismo quien los hacía desaparecer. Tenía la ventaja de saber qué les había ocurrido a esas personas. Naomi Kinzler no era exactamente como la doctora Melfi. Era baja y regordeta, con el pelo cano recogido en un moño tirante. Rondaba los setenta, suponía, y llevaba trabajando el tiempo suficiente para haber encontrado el modo de hacer que el dolor de todo el mundo se metiera bajo su piel y se quedara allí.
—Bien, ¿qué novedades hay desde nuestra última sesión? —preguntó.
Yo no sabía si Cynthia iba a mencionar la estúpida llamada de aquella mañana. Supongo que de alguna manera yo no quería hablar de ese tema, no creía que fuera tan importante, pensaba que lo habíamos suavizado con mi visita a la tienda; así que antes de que Cynthia pudiese decir nada, comenté:
—Las cosas van bien. Últimamente las cosas han ido bastante bien.
—¿Cómo está Grace?
—Grace está bien —respondí—. Esta mañana la he llevado a la escuela. Hemos estado charlando.
—¿Sobre qué? —inquirió Cynthia.
—Sólo ha sido una charla; hemos hablado.
—¿Todavía escruta el cielo nocturno? —preguntó la doctora Kinzler—. ¿En busca de meteoritos?
Le quité importancia al tema con un ademán.
—Es una tontería.
—¿Eso cree? —replicó.
—Oh, sí —dije—. Sólo está interesada en el sistema solar, en el universo, en otros planetas.
—Pero fue usted quien le compró el telescopio.
—Claro.
—Porque ella tenía miedo de que un meteorito destruyera la Tierra —me recordó la doctora Kinzler.
—Le ha ayudado a controlar sus miedos, y además lo usa para observar las estrellas y los planetas —dije—. Y a los vecinos, por lo que sé —sonreí.
—¿Y cómo está su nivel de ansiedad en general? ¿Dirían que todavía es alto o está disminuyendo?
—Disminuyendo —dije yo.
—Todavía alto —dijo Cynthia al mismo tiempo.
Las cejas de la doctora Kinzler se elevaron unos milímetros. Odiaba que hiciera eso.
—Creo que todavía está ansiosa —insistió Cynthia mirándome—. A veces puede ser muy frágil.
La doctora Kinzler asintió pensativa.
—¿Por qué cree que puede ser? —preguntó mirándola a ella.
Cynthia no era tonta. Sabía lo que quería decir la doctora Kinzler. Ya había pasado por eso antes.
—Usted piensa que es por mí.
Los hombros de la doctora se alzaron un milímetro. Un encogimiento cauteloso.
—¿Y usted qué cree?
—Trato de no mostrarme preocupada delante de ella —dijo Cynthia—. Intentamos no hablar de estas cosas si está ella.
Supongo que hice algún ruido, un pequeño resoplido, lo suficiente para llamar su atención.
—¿Sí? —preguntó la doctora Kinzler.
—Ella lo sabe —respondí—. Grace sabe mucho más de lo que dice. Ha visto el programa.
—¿Qué? —exclamó Cynthia.
—Lo vio en casa de una amiga.
—¿De quién? —inquirió Cynthia—. Quiero el nombre.
—No lo sé. Y no creo que tenga ningún sentido darle el golpe de gracia a Grace. —Miré a la doctora Kinzler—. Hablando figuradamente.
La doctora asintió. Cynthia se mordió el labio inferior.
—No está preparada. No hace falta que sepa estas cosas sobre mí; no ahora. Necesita que la protejan.
—Ésa es una de las cosas más duras de ser padre —intervino la doctora Kinzler—. Darse cuenta de que no puedes proteger a tus hijos de todo.
Cynthia dejó que las palabras se desvanecieran y luego dijo:
—Ha habido una llamada.
Le dio los detalles a la doctora Kinzler, reproduciendo la conversación casi palabra por palabra. Ésta hizo algunas preguntas parecidas a las que había hecho yo. ¿Había reconocido la voz? ¿Había llamado antes aquel hombre? Ese tipo de cosas.
—¿Qué cree que quería decir el que llamó con lo de que su familia quiere perdonarla?
—No tiene ningún sentido —exclamé—. Sólo era algún loco.
La doctora me dedicó una mirada que interpreté como: «Cállate».
—Eso es en lo que no puedo dejar de pensar —respondió Cynthia—. ¿Cómo que me perdonan? ¿Por no haberlos encontrado? ¿Por no haber hecho más por descubrir qué les ocurrió?
—No era algo que le pudieran exigir —respondió la doctora Kinzler—. Era usted una niña. Con catorce años todavía se es una niña.
—Y entonces me pregunto, ¿es que acaso creen que fue culpa mía desde el principio? ¿Se fueron por mi culpa? ¿Qué podía haber hecho yo para que me abandonaran en plena noche?
—Hay una parte de usted que aún cree que de algún modo fue responsabilidad suya —indicó la doctora Kinzler.
—Mire —dije antes de que Cynthia pudiera responder—. Ha sido una llamada estúpida. El programa lo vio toda clase de gente. No es muy sorprendente que algunos sonados hayan salido del nido.
La doctora Kinzler suspiró levemente y me miró.
—Terry, quizá sería un buen momento para que Cynthia y yo habláramos a solas.
—No, está bien —intervino Cynthia—. No tiene por qué irse.
—Terry —dijo la doctora, haciendo un esfuerzo tan grande por ser paciente que se veía que estaba cabreada—, claro que puede haber sido la llamada de un loco, pero lo que dijo también puede haber despertado emociones en Cynthia, y entender su reacción ante esas emociones es una buena oportunidad de trabajar con ellas.
—¿Con qué estamos trabajando exactamente? —pregunté. No era mi intención ser impertinente; la verdad es que quería saberlo—. No intento parecer un imbécil, pero es que por un momento he perdido de vista el objetivo.
—Lo que estamos intentando es ayudar a Cynthia a resolver un acontecimiento traumático que tuvo lugar en su infancia pero cuyas consecuencias siguen aún presentes; no sólo por su propio bien, sino también por la relación que ambos comparten.
—Nuestra relación está bien.
—Él no siempre me cree —soltó Cynthia.
—¿Qué?
—No siempre me crees —repitió—. Me doy cuenta. Como cuando te conté lo del coche marrón. No crees que signifique nada. Y cuando ese hombre llamó esta mañana, cuando no podías encontrar la llamada en el registro, te preguntaste si de verdad había habido una llamada.
—Yo nunca he dicho eso —me defendí. Miré a la doctora Kinzler, como si ella fuera una jueza y yo un acusado desesperado por probar su inocencia—. Eso no es verdad. Nunca he dicho nada parecido.
—Pero sé que lo estabas pensando —argumentó Cynthia, sin rastro de enojo en su voz. Se incorporó y me tocó el brazo—. Y honestamente, no te culpo. Sé lo que ha sido vivir conmigo últimamente. Sé que ha sido duro. Y no sólo estos últimos meses, sino desde que nos casamos. Está siempre sobre nosotros. Intento apartarlo, como si lo metiera en un armario, pero de vez en cuando es como si abriera la puerta por error y todo se desparramara. Cuando nos conocimos…
—Cynthia, no…
—Cuando nos conocimos supe que acercándome a ti sólo te aportaría parte del dolor que había sentido, pero fui egoísta. Estaba tan desesperada por compartir tu amor, incluso aunque eso quisiera decir que tú tenías que compartir mi dolor… Y has tenido tanta paciencia, tanta… Y te quiero por eso. Debes de ser el hombre más paciente del mundo. Si yo fuera tú, también estaría exasperado conmigo. Supéralo ya, ¿no? Ocurrió hace mucho tiempo. Como me dijo Pam. Supéralo de una jodida vez.
—Yo nunca he dicho nada así.
La doctora Kinzler nos miró.
—Bueno, yo sí me lo he dicho a mí misma —prosiguió Cynthia—. Cientos de veces. Y ojalá pudiera. Pero a veces, y sé que esto va a parecer una locura…
La doctora y yo estábamos en completo silencio.
—A veces puedo oírlos. Les oigo hablar, a mi madre, a mi hermano. A papá. Los oigo como si estuvieran en la habitación conmigo. Hablando.
La doctora Kinzler fue la primera en hablar.
—¿Les contestas?
—Eso creo —respondió Cynthia.
—¿Estás soñando cuando ocurre esto?
Cynthia reflexionó.
—Supongo que sí. Vaya, ahora no los oigo. —Esbozó una sonrisa triste—. Tampoco los he oído en el coche cuando veníamos.
Yo suspiré, interiormente aliviado.
—Así que quizá me pase cuando duermo, o cuando sueño despierta. Pero es como sí estuvieran a mi lado, como si intentaran hablar conmigo.
—¿Qué tratan de decirte? —preguntó la doctora Kinzler.
Cynthia apartó la mano de mi brazo y entrecruzó los dedos sobre el regazo.
—No lo sé; depende. A veces no hablan de nada en particular. De lo que hay para cenar o lo que dan por la tele. Nada importante. Y otras veces…
Debió de parecer que yo iba a decir algo, porque la doctora me lanzó otra mirada. Pero no iba a hacerlo. Mi boca se había abierto anticipadamente, preguntándose qué iba a decir Cynthia. Era la primera noticia que tenía de que oía hablar a su familia.
—Otras veces me piden que me reúna con ellos.
—¿Reunirte con ellos? —preguntó la doctora Kinzler.
—Me piden que vaya y me quede con ellos, para que podamos volver a ser una familia.
—¿Qué les respondes tú? —inquirió la doctora.
—Les digo que quiero ir, pero que no puedo.
—¿Por qué? —pregunté.
Cynthia me miró a los ojos y sonrió tristemente.
—Porque en el lugar en que están, quizá no pudiera llevaros a Grace y a ti.