Después de que Rolly terminara de contarme lo que había visto mientras estaba sentado en el otro lado de la sala de profesores, supuestamente leyendo el periódico, me dio una buena noticia. Sylvia, la profesora de artes escénicas, iba a hacer un ensayo a primera hora de la mañana del día siguiente para la función anual, que ese año era Malditos Yankees. La mitad de los chicos de mi clase de escritura creativa tenían que asistir al ensayo, así que de hecho mi clase de primera hora se había anulado. Con tantos ausentes, aquellos que estaban obligados a aparecer no lo harían.
Así que a la mañana siguiente, mientras Grace mordisqueaba su tostada con jamón, le dije:
—Grace, ¿sabes quién te va a acompañar hoy a la escuela?
Su cara se iluminó.
—¿Tú? ¿De verdad?
—Sí. Ya se lo he dicho a tu madre. No tengo que ir a primera hora, así que no hay problema.
—¿Vas a ir realmente conmigo, quiero decir, justo a mi lado?
Oí cómo Cynthia bajaba las escaleras, así que me puse el índice sobre los labios y Grace se calló de inmediato.
—Calabaza, tu padre te acompañará hoy a la escuela —dijo. Calabaza. Era el mismo apodo que la madre de Cynthia usaba con ella—. ¿Te parece bien?
—¡Claro!
Cynthia arqueó una ceja.
—Vaya, ya veo que no te gusta mi compañía.
—Mamá —se quejó Grace.
Su madre sonrió. Si estaba ofendida, no lo demostró. Grace, que no lo tenía tan claro como yo, intentó suavizarlo.
—Es sólo que es divertido ir con papá para variar.
—¿Qué estás mirando? —me preguntó Cynthia.
Yo tenía el periódico abierto en la sección de anuncios inmobiliarios. Un día a la semana el diario llevaba una sección especial llena de casas en venta.
—Oh, nada.
—No, ¿qué miras? ¿Estás pensando en mudarte?
—Yo no quiero mudarme —se quejó Grace.
—Nadie va a mudarse —dije—. Aunque a veces pienso que nos vendría bien un poco más de espacio.
—¿Cómo podemos conseguir más espacio sin mudarnos? —preguntó Grace.
—De acuerdo. Entonces, tendríamos que mudarnos para tener más espacio.
—A menos que lo añadiéramos —terció Cynthia.
—¡Oh! —exclamó Grace, sobrecogida por una idea brillante—. ¡Podríamos construir un observatorio!
Cynthia soltó una carcajada y luego dijo:
—Yo estaba pensando más en algo así como otro baño.
—No, no —insistió Grace, sin darse por vencida—. Podríais hacer una habitación con un agujero en el techo para poder ver las estrellas cuando sea de noche, y yo podría conseguir un nuevo telescopio más grande para mirar hacia arriba en lugar de hacerlo por la ventana, que es una mierda.
—No digas «mierda» —la regañó Cynthia, pero sonriendo.
—Vale —respondió ella—. ¿He dado un peso falso?
En nuestra casa, así era como pronunciábamos adrede «un paso en falso». Había sido una broma entre Cynthia y yo durante tanto tiempo que Grace había acabado por creer de verdad que era así como se describía una inconveniencia.
—No, cariño, no es un peso falso —le dije—. Sólo es una palabra que no queremos oír.
Grace cambió de tema.
—¿Dónde está la nota? —preguntó.
—¿Qué nota? —replicó su madre.
—Para la excursión —explicó ella—. Se suponía que tenías que escribir una nota.
—Cariño, no has dicho nada acerca de ninguna nota para ninguna excursión —dijo Cynthia—. No puedes dejar las cosas para el último momento.
—¿Para qué es? —pregunté yo.
—Se supone que hoy vamos de visita a la estación de bomberos, y no podemos ir si no llevamos una nota de autorización.
—¿Por qué no nos lo has dicho an…?
—No te preocupes —interrumpí—. Te escribiré una nota.
Salí disparado hacia arriba, a lo que tendría que haber sido nuestra tercera habitación pero que en realidad era una mezcla de sala de planchar y despacho. Encajado en una esquina había un escritorio donde Cynthia y yo compartíamos un ordenador y yo corregía y preparaba mis lecciones. En la mesa también se encontraba mi vieja máquina Royal de los tiempos de la universidad, que usaba para escribir notas cortas porque mi letra es horrible y me parecía más fácil poner un trozo de papel en una máquina de escribir que encender el ordenador, abrir el Word, crear y escribir un documento, imprimirlo, etcétera.
Así que mecanografié una nota corta para la profesora de Grace autorizando a nuestra hija a abandonar el recinto de la escuela para ir a la estación de bomberos. Sólo esperaba que el hecho de que la «e» se pareciera a la «c» no originara ninguna confusión, especialmente cuando el nombre de mi hija quedaba escrito como «Grace».
Volví abajo, le di la nota a Grace, doblada, y le dije que la metiera en la cartera para no perderla.
En la puerta, Cynthia me pidió:
—Asegúrate de verla entrar en el edificio.
Grace, que no podía oírnos, estaba en el camino de entrada, dando vueltas como si fuera una excavadora de mano.
—¿Y si se quedan un rato fuera jugando? —le pregunté—. Si ven a un tipo como yo merodeando por el patio, ¿no llamarán a la poli?
—Si yo te viera ahí fuera te arrestaría al instante —bromeó Cynthia—. Vale, entonces acompáñala hasta el patio. Eso es todo. —Me atrajo hacia ella—. Así pues, ¿a qué hora exactamente tienes que estar en la escuela?
—No hasta que empiece la segunda hora de clase.
—Entonces tienes casi una hora —dijo, y me dedicó una mirada que yo no veía tan a menudo como me hubiera gustado.
—Sí —respondí sin inmutarme—. Correcto, señora Archer. ¿Estás pensando en algo?
—Quizá, señor Archer.
Cynthia me dirigió una sonrisa y me besó suavemente en los labios.
—¿No sospechará Grace cuando le diga que tenemos que ir corriendo a la escuela?
—Vete ya —me ordenó mientras me empujaba hacia la puerta.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó Grace en cuanto empezamos a bajar el camino de entrada, uno al lado del otro.
—¿Plan? —le dije—. No hay ningún plan.
—Quiero decir que hasta dónde vas a acompañarme.
—Había pensado en entrar contigo y quizá sentarme en clase durante una hora o así.
—Papá, no te burles.
—¿Quién ha dicho que me esté burlando? Me gustaría sentarme en clase contigo. Ver si haces bien tu trabajo.
—Ni siquiera cabrías en el pupitre —señaló Grace.
—Podría sentarme encima —repliqué—. No soy un alumno.
—Mamá parecía bastante contenta hoy —comentó Grace.
—Claro que lo estaba —le dije—. Mamá es feliz muchas veces. —Grace me miró de una forma que sugería que yo no estaba siendo del todo sincero con ella—. Tu madre tiene muchas cosas en la cabeza estos días. No está siendo una época fácil para ella.
—Porque han pasado veinticinco años —soltó Grace de forma espontánea.
—Eso es —afirmé.
—Y por el programa de la tele —añadió—. No sé por qué no me lo dejasteis ver. Lo grabasteis, ¿verdad?
—Tu madre no quiere que te preocupes —expliqué—. Por las cosas que le pasaron.
—Una de mis amigas lo grabó —dijo Grace con calma—. La verdad es que ya lo he visto, ¿sabes?
Su voz tenía un tonillo de «para que lo sepas».
—¿Cómo que lo has visto? —pregunté.
Cynthia mantenía a nuestra hija tan a raya que se habría enterado si Grace hubiera ido a casa de una amiga después de la escuela. ¿Había entrado Grace de contrabando una cinta de vídeo en casa y la había visto con el volumen bajado mientras nosotros estábamos arriba, en el despacho?
—Fui a su casa a la hora de comer —respondió Grace.
Incluso a los ocho años, no podías esconderles las cosas. En cinco años sería una adolescente. Jesús.
—Quienquiera que te lo dejara ver no debería haberlo hecho —dije.
—El poli me pareció malo —soltó.
—¿Qué poli? ¿De qué hablas?
—El que salía en el programa, el que vive en una caravana de esas brillantes. El que dijo que era raro que sólo hubiera sobrevivido mamá. Vi lo que estaba insinuando; insinuaba que mamá lo hizo. Que los mató a todos.
—Sí, bien, era un gilipollas.
Grace volvió rápidamente la cabeza y me miró.
—Peso falso —dijo.
—Decir palabrotas no es un peso falso —dije, y sacudí la cabeza; no quería hablar de eso.
—¿A mamá le gustaba su hermano, Todd?
—Claro. Le quería. Se peleaba con él, como muchos hermanos, pero le quería. Y no le mató ni a él ni a su madre ni a su padre, y lamento mucho que vieras ese programa y escucharas a ese gilipollas, sí, gilipollas, de detective sugerir semejante cosa. —Hice una pausa—. ¿Le vas a decir a tu madre que has visto el programa?
Atónita todavía por mi desvergonzado uso de una palabrota, Grace negó con la cabeza.
—Creo que alucinaría.
Probablemente era cierto, pero no quería admitirlo.
—Bueno, quizá deberías en algún momento, cuando todos tengamos un buen día.
—Hoy va a ser un buen día —dijo Grace—. Ayer por la noche no vi ningún meteorito, así que todo irá bien al menos hasta esta noche.
—Me alegro de saberlo.
—Creo que ha llegado el momento de que dejes de acompañarme —dijo Grace.
Más arriba vi a algunas niñas de su edad, quizá sus propias amigas. Más niños desembocaban en nuestra calle desde las calles laterales. La escuela quedaba ya al alcance de la vista, tres manzanas más allá.
—Nos estamos acercando —dijo Grace—. Puedes vigilarme desde aquí.
—Vale —le respondí—. Esto es lo que vamos a hacer: tú empiezas a alejarte de mí y yo andaré como un viejecito. Como Tim Conway[2].
—¿Quién?
Empecé a arrastrar los pies y Grace se rió.
—Adiós, papá. —Se despidió y se marchó a toda prisa.
No la perdí de vista mientras avanzaba a pequeños pasos y me sobrepasaban niños en bicicleta, monopatín y con patines en línea.
Ella no miró hacia atrás. Corría para alcanzar a sus amigas gritando:
—¡Esperadme!
Me metí las manos en los bolsillos y pensé en volver a casa y pasar un rato a solas con Cynthia.
Y entonces apareció el coche marrón.
Era un viejo modelo americano, bastante común, un Impala, creo, con las llantas de los neumáticos algo oxidadas. Los vidrios estaban tintados, pero era un trabajo chapucero y el cristal estaba cubierto de burbujas de aire, como si el coche tuviera sarampión o algo así.
Me erguí y observé el coche mientras bajaba por la calle, hasta la esquina antes de la escuela, donde Grace charlaba con dos amigas.
Se quedó parado allí, a unos metros de Grace, y por un momento se me hizo un nudo en el estómago.
Entonces uno de los intermitentes traseros del coche marrón empezó a parpadear, el coche giró a la izquierda y desapareció por otra calle.
Grace y sus amigas, ayudadas por un regulador de tráfico con un chaleco naranja y una gran señal de STOP, cruzaron la calle y llegaron al recinto de la escuela. Para mi sorpresa, ella volvió la vista y me saludó. Como respuesta alcé mi mano.
Vale, así que había un coche marrón. Pero ningún hombre había saltado de él y perseguido a mi hija, ni a otro niño. Si resultaba que el conductor era un asesino en serie chalado, que sería lo contrario de un asesino en serie cuerdo, no iba a cometer un asesinato en serie aquella mañana.
Por lo visto era algún tío que iba al trabajo.
Me quedé allí parado un momento, viendo cómo Grace era engullida por una muchedumbre de estudiantes, y sentí que me invadía la tristeza. En el mundo de Cynthia, todos conspiraban para llevarse a sus seres queridos.
Quizá si no hubiera estado pensando esas cosas habría aligerado el paso mientras volvía. Pero al acercarme a nuestra casa traté de sacudirme los pensamientos lúgubres para ponerme en un mejor estado mental. Después de todo, mi mujer me estaba esperando, seguramente bajo el edredón.
Así que aceleré lo que quedaba de la última manzana, subí a paso ligero el camino y entré por la puerta principal.
—Ya he vuelto —grité.
No hubo respuesta.
Creí que eso quería decir que Cynthia ya estaba en la cama, esperando que yo subiera, pero al poner el pie en el primer escalón oí una voz desde la cocina.
—Estoy aquí —dijo Cynthia; su voz sonaba apagada.
Me quedé en la puerta. Se encontraba sentada a la mesa de la cocina, con el teléfono frente a ella. Su cara estaba pálida.
—¿Qué? —pregunté.
—Han llamado —explicó Cynthia en voz baja.
—¿Quién?
—No ha dicho quién era.
—Bueno, ¿y qué quería?
—Todo lo que ha dicho es que tenía un mensaje.
—¿Qué tipo de mensaje?
—Ha dicho que me perdonan.
—¿Qué?
—Mi familia. Ha dicho que me perdonan por lo que hice.