5

A medida que fui conociendo a Cynthia, y conforme ella me abrió su corazón, me contó más cosas sobre su familia, sobre Clayton y Patricia y su hermano mayor Todd, a quien quería y odiaba al mismo tiempo, dependiendo del día.

De hecho, cuando hablaba de ellos, a menudo rectificaba el tiempo verbal.

—Mi madre se llamaba… se llama Patricia.

Una parte de ella había asumido que estaban todos muertos, pero otra parte se negaba a aceptar esa idea. Todavía sentía destellos de esperanza, como brasas de un fuego abandonado.

Ella formaba parte de la familia Bigge. Por supuesto, era una especie de paradoja constante, puesto que su familia, en el sentido amplio de la palabra y por lo menos por parte de su padre, prácticamente no existía. Clayton Bigge no tenía hermanos y sus padres habían muerto cuando era joven. No había reuniones familiares a las que asistir, ni discusiones entre Patricia y Clayton sobre con quién iban a pasar las Navidades, aunque a veces el trabajo mantenía a Clayton lejos de casa durante esas épocas.

—Yo lo soy todo —le gustaba decir—. La familia entera. No hay nadie más.

Además, no era muy sentimental. No conservaba viejos álbumes de familia de sus antepasados, ni instantáneas del pasado ni viejas cartas de amor de antiguas amantes de las que deshacerse cuando se casó con Patricia. Cuando tenía quince años, hubo un incendio en la cocina que quemó toda su casa. Dos generaciones de recuerdos se desvanecieron en el humo. Era un tipo que vivía al día, al momento, y no le interesaba mirar atrás.

Patricia tampoco tenía mucha familia, pero al menos ésta tenía una historia. Muchas fotos, guardadas en cajas de zapatos y en álbumes, de sus padres, su familia y los amigos de la infancia. Su padre había muerto de polio cuando ella era joven, pero su madre aún vivía cuando conoció a Clayton. Creía que éste era encantador, aunque algo callado. Él había convencido a Patricia para que se escaparan y se casaran, así que no hubo boda formal, y eso supuso una decepción para la limitada familia de Patricia.

No había duda de que a su hermana Tess no consiguió ganársela. No tenía muy buena opinión del hecho de que el trabajo de Clayton le hiciera pasar la mitad de su vida lejos de casa, dejando a Patricia criar sola a sus hijos durante tanto tiempo. Pero él los mantenía y era bastante decente, y su amor por Patricia parecía profundo y genuino.

Antes de conocer a Clayton, Patricia Bigge trabajaba en una parafarmacia en Milford, en la calle North Broad, con vistas al parque y justo un poco más abajo de la vieja biblioteca, de cuya extensa colección de música a veces tomaba en préstamo discos clásicos. Reponía los estantes, cobraba en caja y ayudaba al farmacéutico, pero sólo con las cosas más básicas. No tenía la formación adecuada, y sabía que debería haber asistido más a la escuela, aprender algo útil, lo que fuera; pero lo más importante era salir al mundo exterior y lograr mantenerse por sí misma. Lo mismo ocurría con su hermana Tess, que trabajaba en una fábrica en Bridgeport que manufacturaba componentes para radios.

Clayton entró un día en la parafarmacia para comprarse una barrita de Mars.

A Patricia le gustaba decir que si su marido no hubiera tenido un antojo de Mars aquel día de julio de 1967, mientras pasaba por Milford en un viaje de trabajo, las cosas habrían sido muy distintas.

Y a Patricia le parecía que habían ido bien. Fue un noviazgo rápido, y al cabo de unas semanas de estar casados se quedó embarazada de Todd. Clayton encontró una casa asequible en Hickory, justo al lado de la calle Pumpkin Delight y muy cerca de la playa y el estuario de Long Island. Quería que su mujer y su hijo tuvieran un hogar decente en el que vivir mientras él estaba de viaje. Era responsable de ventas del área que se extendía entre Nueva York y Chicago y hacia arriba, hacia Buffalo, en una empresa de lubricantes industriales y otros suministros para tiendas de maquinaria. Tenía muchos clientes y siempre estaba ocupado.

Un par de años después de que naciera Todd, llegó Cynthia.

Pensaba en todo esto mientras conducía hacia el instituto Old Fairfield. Siempre que soñaba despierto a menudo descubría que lo hacía sobre el pasado de mi mujer, los años en que creció, los miembros de su familia que nunca había conocido y a los que seguramente nunca llegaría a conocer.

Quizá si hubiera tenido la oportunidad de pasar algún tiempo con ellos, habría conocido mejor algunas facetas de la personalidad de Cynthia. Aunque lo cierto era que la mujer a la que conocía y amaba estaba más modelada por lo que le había pasado desde que perdió a su familia —o desde que su familia la había perdido a ella— que por lo que le había ocurrido antes.

Entré en la tienda de donuts para pedirme un café, y me resistí a la tentación de comprarme un Donet relleno de limón mientras esperaba. Me estaba llevando el café hacia la escuela, con una cartera llena de trabajos de los alumnos colgada del hombro, cuando vi a Roland Carruthers, el director y probablemente mi mejor amigo en la escuela.

—Rolly —dije.

—¿Dónde está el mío? —preguntó él señalando con la cabeza hacia el vaso de plástico en mi mano.

—Si te haces cargo de mi clase de primera hora voy allí y te traigo uno.

—Si me hago cargo de tu clase de primera hora necesitaré algo más fuerte que un café.

—No están tan mal.

—Son unos salvajes —replicó Rolly sin esbozar siquiera una sonrisa.

—Ni siquiera sabes qué clase tengo a primera hora ni quién hay en ella —le dije.

—Si son estudiantes de esta escuela, entonces son unos salvajes —insistió Rolly, con la misma expresión imperturbable.

—¿Qué hay de Jane Scavullo? —pregunté.

Se trataba de una estudiante de mi clase de escritura creativa, una chica problemática con una familia desestructurada, de la que lo más suave que podían decir los que estaban en secretaría, donde pasaba casi el mismo tiempo que las secretarias, era que era vaga. Además, resultaba que escribía como un ángel; un ángel que podía destrozarte tranquilamente los faros, pero un ángel al fin y al cabo.

—Le he dicho que está a esto de la expulsión —dijo Rolly, con el pulgar y el índice separados por unos centímetros.

Jane y otra chica se habían enzarzado en una pelea en la que intercambiaron tirones de pelo y pellizcos en las mejillas enfrente de la escuela un par de días antes. Un asunto de chicos, por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser? Atrajeron a una considerable multitud que las alentaba —a nadie le importaba demasiado quién ganara mientras la pelea continuara— antes de que Rolly apareciera y las separara.

—¿Y ella qué ha dicho?

Rolly fingió estar mascando un chicle exageradamente, incluyendo un sonido desagradable.

—Vale —dije.

—A ti te gusta la chica —señaló.

Levanté la tapa de mi vaso de café y tomé un sorbo.

—Hay algo en ella —dije.

—Nunca te rindes con la gente —replicó Rollie—. Aunque también tienes buenas cualidades.

Mi amistad con Rollie tiene lo que se puede decir varios niveles. Es un colega y un amigo, pero al ser casi dos décadas mayor que yo, también es una especie de figura paterna. Cuando necesito consejo o, como me gusta a mí decir, la perspectiva de la edad, siempre recurro a él. Lo conocí a través de Cynthia. Si para mí era una especie de padre, para ella era una especie de tío. Había sido amigo de su padre antes de que éste desapareciera, y aparte de su tía Tess, era casi la única persona que conocía que estuviera relacionada con su pasado.

Estaba a punto de jubilarse, y a veces era patente que se dejaba llevar; contaba los días que le quedaban para largarse a Florida, donde viviría en su recientemente adquirida casa preconstruida en algún lugar en las afueras de Bradenton, navegando y pescando agujas, peces espada o lo que fuera que pescaban por ahí abajo.

—¿Estarás por aquí después? —le pregunté.

—Sí, claro. ¿Qué ocurre?

—Bueno… cosas.

Él asintió; sabía lo que significaba eso.

—Podemos vernos después de las once. Antes tengo una cita con el director.

Entré en la sala de profesores, comprobé en mi cuchitril si tenía algún mail o aviso importante pero no había ninguno, y mientras me daba la vuelta para regresar al vestíbulo me di de bruces con Lauren Wells, que también estaba consultando su correo electrónico.

—Lo siento —me disculpé.

—¡Eh! —protestó Lauren antes de darse cuenta de quién había chocado con ella. Y entonces, al verme, esbozó una sonrisa de sorpresa. Iba vestida con un chándal rojo y zapatillas de deporte, lo que resultaba muy acorde con su condición de profesora de Educación Física—. Eh, ¿cómo va?

Lauren había venido a Old Fairfield cuatro años atrás, después de trasladarse desde un instituto de New Haven en el que trabajaba su ex marido. Cuando el matrimonio se rompió no quiso seguir trabajando en el mismo edificio que él, o eso se decía. Después de haberse labrado una reputación increíble como entrenadora y de que sus estudiantes hubieran ganado diversas competiciones regionales, podía elegir entre varias escuelas cuyos directores estarían encantados de incorporarla en su plantilla.

Rolly ganó. En privado me dijo que la había contratado por lo que podía aportar a la escuela, lo que también incluía «un cuerpo espectacular, una melena cobriza y unos preciosos ojos marrones».

Lo primero que le dije fue:

—¿Cobriza? ¿Quién usa esa palabra?

Luego debí de mirarle de un modo raro porque se sintió obligado a añadir:

—Relájate, es sólo una observación. El único palo que puedo levantar a estas alturas es la caña de pescar.

Durante el tiempo que Lauren Wells llevaba en la escuela, yo nunca había estado en su punto de mira hasta que se destapó toda la historia de Cynthia y su familia. Ahora, cada vez que me veía me preguntaba cómo iba todo.

—¿Algo para compartir? —me preguntó.

—¿Eh? —repliqué.

Por un momento pensé que me preguntaba si alguien había traído algo para picar a la sala de profesores. Algunos días aparecían unos donuts como por arte de magia.

—Del programa —me aclaró—. Han pasado ya un par de semanas, ¿no? ¿Ha llamado alguien con una pista sobre lo que le pasó a la familia de Cynthia?

Me resultaba bastante gracioso que usara el nombre de Cynthia; no decía la familia «de tu mujer». Era como si Lauren sintiera que conocía a Cynthia, aunque nunca se hubieran encontrado, al menos que yo supiera. O quizá sí lo habían hecho, en alguna función escolar a la que los profesores llevaban a sus parejas.

—No —contesté.

—Cynthia debe de estar tan decepcionada… —dijo, tocándome compasivamente el brazo con la mano.

—Sí, bueno; estaría bien que nos dijeran algo. Tiene que haber alguien que sepa alguna cosa, incluso después de todos estos años.

—Pienso mucho en vosotros dos —explicó Lauren—, justo el otro día hablaba de vosotros con mi amiga. Y tú, ¿cómo lo llevas? ¿Estás bien?

—¿Yo? —Fingí sorpresa—. Sí, claro, estoy bien.

—Porque —y aquí Lauren bajó la voz— a veces pareces… No sé, quizá no sea la persona indicada para decírtelo, pero a veces te veo en la sala de profesores y pareces cansado. Y triste.

No tenía muy claro cuál de las dos cosas me sorprendía más: que Lauren pensara que tenía aspecto cansado y triste, o que me hubiera estado mirando en la sala de profesores.

—Estoy bien —la tranquilicé—. Gracias.

Ella sonrió.

—Bien, eso está bien. —Se aclaró la garganta—. En fin, tengo que irme al gimnasio. Deberíamos hablar algún día.

Se dirigió a la puerta, volvió a tocarme el brazo y dejó su mano ahí un momento, antes de retirarla y abandonar la sala.

Al dirigirme a mi clase de primera hora de escritura creativa, volví a pensar que quienquiera que hubiera organizado un horario de tal manera que a primera hora de la mañana hubiera que hacer algo «creativo» o bien no entendía a los estudiantes de instituto, o bien tenía un sentido del humor muy perverso. Se lo había comentado a Rolly y su respuesta fue:

—Por eso la llaman «creativa». Tienes que serlo para conseguir que los chicos te hagan caso a esa hora de la mañana. Si alguien puede hacerlo, Terry, ése eres tú.

Había veintidós alumnos en la clase cuando entré, la mayoría tirados sobre sus pupitres como si alguien les hubiera extirpado quirúrgicamente la columna vertebral durante la noche. Dejé el café en la mesa y lancé mi mochila sobre el escritorio de modo que produjera un sonoro «bump». Eso captó su atención, pues sabían lo que había dentro.

En la parte de atrás, Jane Scavullo, de diecisiete años, estaba tan hundida en su silla que apenas se veía la venda que cubría su barbilla.

—Muy bien —empecé—. He corregido vuestros relatos y hay algunos buenos. Hay quien incluso ha conseguido escribir un párrafo entero sin usar la palabra «joder».

Se oyeron un par de risitas.

—¿No le pueden despedir por decir eso? —preguntó un chico llamado Bruno que se sentaba junto a la ventana, con unos auriculares blancos cuyos cables descendían desde sus orejas y desaparecían en su chaqueta.

—Ése es mi jodido deseo —respondí. Luego señalé mis propias orejas—. Bruno, ¿podrías prescindir de eso por ahora?

Bruno se quitó los auriculares.

Hojeé el montón de papeles, la mayoría escritos con ordenador, algunos a mano, y elegí uno.

—Muy bien, ¿recordáis que os dije que no tenéis que hablar necesariamente de personas que se disparan unas a otras o de terroristas nucleares o de extraterrestres que salen del pecho de la gente para que vuestros textos sean interesantes? ¿Que podíais encontrar historias en un entorno de lo más mundano?

Se alzó una mano. Bruno.

—¿Munqué?

—Mundano. Corriente.

—Entonces ¿por qué no dice habitual? ¿Por qué tiene que usar una palabra extraña para «corriente» cuando una palabra corriente ya serviría?

Sonreí.

—Vuelve a ponerte esas cosas en los oídos.

—No, no; podría perderme algo mun… dano si lo hiciera.

—Dejadme que os lea un fragmento —dije, sujetando el papel.

Pude ver cómo la cabeza de Jane se alzaba unos centímetros. Quizá reconocía el papel pautado, las páginas escritas a mano que tenían un aspecto distinto que el papel que salía de una impresora láser.

—«Su padre, al menos el tipo que ha dormido con su madre el tiempo suficiente para que ella le llame así, saca una huevera de la nevera y rompe dos huevos en un bol con una sola mano. Ya hay beicon friéndose en la sartén, y cuando ella entra en la habitación él hace un gesto con la cabeza, como si le indicara que se siente a la mesa de la cocina. Le pregunta cómo le gustan los huevos, y ella responde que no le importa porque no sabe qué otra cosa decir, ya que nunca nadie le ha preguntado cómo le gustan los huevos. La única cosa que le ha hecho su madre remotamente parecida a un huevo es un gofre en la tostadora. Se dice a sí misma que sea cual sea el modo en que el tipo los haga, es más que probable que sean mejores que un maldito gofre».

Dejé de leer y alcé la vista.

—¿Algún comentario?

—Yo prefiero los huevos crudos —dijo un chico sentado detrás de Bruno.

—Me gusta —opinó una chica desde el otro lado de la clase—. Te entran ganas de saber cómo es ese tipo; vaya, si se preocupa de su desayuno quizá no sea un gilipollas. Todos los tíos con los que se lía mi madre son gilipollas.

—Quizás el tío le hace el desayuno porque quiere enrollarse con ella y su madre —intervino Bruno.

Risas.

Una hora más tarde, cuando salían en fila de la clase, llamé a Jane, que se acercó a mi mesa a regañadientes.

—¿Estás cabreada? —le pregunté.

Se encogió de hombros y se tocó la venda; al intentar que no se notara, hizo que yo lo notara.

—Era bueno. Por eso lo he leído.

Otro encogimiento de hombros.

—Creo que están a punto de expulsarte.

—Fue esa zorra quien empezó —se justificó Jane.

—Eres una buena escritora —le dije yo—. La otra historia que escribiste, la presenté al concurso de relatos cortos de la biblioteca, el que se organiza para los estudiantes.

Jane movió los ojos de un lado a otro.

—Parte de tu trabajo me recuerda un poco a Oates —insistí—. ¿Has leído algo de Joyce Carol Oates?

Jane sacudió la cabeza.

—Prueba con Puro fuego —le indiqué—. Lo más probable es que no esté en nuestra biblioteca. Demasiadas palabrotas. Pero lo puedes encontrar en la biblioteca de Milford.

—¿Hemos terminado? —preguntó ella.

Asentí, y ella se dirigió hacia la puerta.

Encontré a Rolly en su despacho, sentado frente al ordenador y mirando algo en el monitor. Señaló hacia la pantalla.

—Quieren aún más exámenes. Dentro de poco, no tendremos tiempo para enseñarles nada. Sólo les haremos exámenes desde que lleguen aquí hasta que se vayan.

—¿Cuál es la historia de esa chica? —pregunté.

No hacía falta que le recordara de quién estaba hablando.

—Jane Scavullo, sí; qué lástima de chica —respondió—. Creo que ni siquiera tenemos una dirección fija de ella. La última que tuvimos de su madre es de hace un par de años, creo. Se fue a vivir con un tío y se llevó a su hija con ella.

—La pelea de ahí fuera… —continué—. De hecho creo que en los últimos meses ha mejorado mucho. No se ha metido en tantos líos, ha estado menos arisca. Quizás este nuevo novio de su madre ha sido realmente una mejora.

Rolly encogió los hombros y abrió una caja de galletas que tenía sobre el escritorio.

—¿Quieres una? —me ofreció, alargando la caja hacia mí.

Cogí una de vainilla.

—Todo esto está acabando conmigo —dijo Rolly—. Las cosas ya no son como cuando empecé. ¿Sabes lo que encontré el otro día detrás de la escuela? No sólo latas de cerveza sino también pipas de crack y, no vas a creértelo, una pistola. Bajo los arbustos, como si a alguien se le hubiera caído del bolsillo; o quizá la habían escondido allí.

Hice un ademán con los hombros. Aquello no era precisamente una novedad.

—Por cierto, ¿cómo va todo? —preguntó Rolly—. Hoy pareces… no sé, alicaído. ¿Estás bien?

—Un poco, quizá —respondí—. Problemas en casa. A Cynthia le está costando dejar que Grace pruebe la libertad.

—¿Todavía sigue buscando meteoritos? —preguntó. Rolly había estado en casa con su mujer Millicent unas cuantas veces, y le encantaba hablar con Grace. En una ocasión ella le había enseñado su telescopio—. Una niña lista. Debe de haberlo heredado de su madre.

—Sé por qué lo hace. Quiero decir que si yo hubiera tenido la clase de vida que Cynthia ha tenido me tomaría las cosas un poco en serio; pero mierda, no sé… Dice que hay un coche.

—¿Un coche?

—Un coche marrón. Lo ha visto un par de veces, mientras andaba con Grace hacia la escuela.

—¿Ha pasado algo?

—No. Hace dos meses fue un monovolumen verde. El año pasado Cynthia estaba convencida que tres días a la semana había un tipo con barba en la esquina que las miraba de una forma extraña.

Rolly dio otro mordisco a la galleta.

—Quizás ahora sea por lo del programa.

—Creo que eso ha influido. Además este año se cumplen veinticinco de la desaparición de su familia. Esto le está resultando muy duro.

—Debería hablar con ella —comentó Rolly—. Es hora de bajar a la playa.

En los años que siguieron a la desaparición de su familia, de vez en cuando Rolly apartaba a Cynthia de las manos de Tess por un rato. Se compraban un helado en el Carvel de la esquina de Bridgeport Avenue y Clark Street, y luego daban un paseo por la orilla del estrecho de Long Island; en ocasiones hablaban, en otras no.

—Creo que sería una buena idea —dije—. Y también vamos de vez en cuando a ver a esa psiquiatra, una mujer, ya sabes, para hablar de cosas. La doctora Kinzler. Naomi Kinzler.

—¿Y cómo va?

Me encogí de hombros y luego espeté:

—¿Qué crees que ocurrió, Rolly?

—¿Cuántas veces me lo has preguntado, Terry?

—Sólo me gustaría que todo esto acabara para Cyn, que pudiera obtener algún tipo de respuesta. Creo que eso es lo que ella creía que conseguiría con el programa de televisión. —Hice una pausa—. El caso es que tú conocías a Clayton. Ibas a pescar con él. Tenías una idea del tipo de persona que era.

—Y a Patricia.

—¿Los crees capaces de abandonar a su hija?

—No. Lo que creo, lo que siempre he creído en el fondo de mi corazón, es que los asesinaron. Ya lo sabes, lo dije en el programa; un asesino en serie o algo así.

Asentí lentamente con la cabeza, aunque la policía nunca había apostado por esa teoría. No había nada en la desaparición de la familia de Cynthia que encajara con lo que había en sus manuales.

—Pero —continué— si realmente un asesino en serie fue a su casa, se los llevó y los mató, ¿por qué no acabó también con Cynthia? ¿Por qué la salvó a ella?

Rolly no tenía respuestas para mí.

—¿Puedo preguntarte algo? —inquirió.

—Claro —contesté.

—¿Por qué tendría nuestra fabulosa y escultural profesora de gimnasia que dejar una nota en tu cubículo, para volver al cabo de un minuto y llevársela?

—¿Qué?

—Recuerda, Terry, que eres un hombre casado.