La primera vez que la vi en la Universidad de Connecticut, mi amigo Roger me susurró:
—Archer, mira allí. Esa tía está seriamente jodida. Está muy buena, su pelo parece fuego, pero por lo demás está chalada.
Cynthia Bigge estaba sentada en la segunda fila del aula magna, tomando apuntes sobre la literatura del Holocausto, y Roger y yo estábamos casi al final, cerca de la puerta para poder largarnos en cuanto el profesor acabara de enrollarse.
—¿Qué quieres decir con «jodida»?
—Vale, ¿te acuerdas hace unos años, todo aquel asunto de una chica cuya familia entera desapareció y nunca nadie volvió a verlos?
—No.
En aquella época de mi vida no leía periódicos ni miraba las noticias. Como muchos adolescentes, estaba un poco absorto en mí mismo —yo iba a ser el próximo Philip Roth o Robertson Davies o John Irving; sólo estaba en el proceso de decidirme por uno de ellos— y vivía ajeno a lo que me rodeaba, excepto cuando alguna de las asociaciones más radicales del campus pedía estudiantes para protestar por una u otra cosa. Yo intentaba aportar mi granito de arena porque era un modo estupendo de conocer chicas.
—Vale, pues sus padres, su hermana, o quizás era su hermano, no lo recuerdo, desaparecieron todos.
Me acerqué más a él y susurré:
—¿Y eso? ¿Los asesinaron?
Roger se encogió de hombros.
—¿Quién coño lo sabe? Eso es lo que lo hace tan interesante. —Señaló con la cabeza hacia Cynthia—. Quizás ella lo sabe. Tal vez se deshizo de ellos. ¿Nunca has querido matar a tu familia?
No supe qué contestar. Supongo que a todo el mundo se le pasa por la cabeza esa idea en algún momento.
—A mí me parece que es una estirada —dijo Roger—. No te da ni la hora. Se basta y se sobra; está todo el día en la biblioteca, trabajando, haciendo cosas. No sale con nadie ni va de marcha por ahí. Tiene una buena delantera, eso sí.
Era guapa.
Sólo compartí ese curso con ella. Yo estaba en la facultad de pedagogía, preparándome para convertirme en profesor en caso de que lo de ser escritor de best sellers no funcionara de inmediato. Mis padres estaban jubilados y vivían en Boca Raton; ambos habían sido profesores, y ambos estaban razonablemente satisfechos. Al menos era una comprobación en perspectiva. Pregunté por ahí y descubrí que Cynthia estaba matriculada en la facultad de Trabajo Social, en el campus Storrs. El programa incluía estudios de género, temas maritales, cuidado de los bebés, economía familiar… Todo tipo de chorradas de ésas.
Yo estaba sentado frente a la librería de la universidad, con una sudadera de los UConn Huskies y ojeando unos apuntes, cuando noté que alguien se paraba ante mí.
—¿Por qué vas por ahí haciendo preguntas sobre mí? —preguntó Cynthia.
Era la primera vez que la oía hablar. Una voz suave, pero segura.
—¿Eh? —balbuceé.
—Alguien me ha dicho que has estado haciendo preguntas sobre mí —repitió—. Eres Terrence Archer, ¿verdad?
Yo asentí.
—Terry —dije.
—Vale, ¿y por qué haces preguntas sobre mí?
Me encogí de hombros.
—No lo sé.
—¿Qué quieres saber? ¿Hay algo que quieras saber? Si es así, sólo tienes que venir y preguntarlo, porque no me gusta que la gente vaya por ahí hablando de mí a mis espaldas.
—Oye, lo siento mucho, yo sólo…
—¿Te crees que no sé que la gente habla de mí?
—Por Dios, ¿qué eres, una paranoica? Yo no estaba hablando sobre ti; sólo me preguntaba si…
—Te preguntabas si era yo. La de la familia que desapareció. Pues sí, lo soy. Ahora métete en tus jodidos asuntos.
—Mi madre es pelirroja —la corté—. No tiene el cabello tan rojo como el tuyo; más pajizo, ¿sabes? Pero el tuyo es verdaderamente precioso. —Cynthia parpadeó—. Así que sí, quizá pregunté a un par de personas sobre ti, porque me interesaba saber si salías con alguien, y me dijeron que no; creo que ahora entiendo por qué.
Ella se quedó mirándome.
—Pues nada —dije yo, metiendo mis apuntes en la mochila y colgándomela a la espalda—, lo siento y todo eso…
Me puse de pie y me di la vuelta para irme.
—No —dijo Cynthia.
Yo me detuve.
—¿No qué?
—No salgo con nadie.
Tragó saliva.
Ahora sentía que había sido demasiado brusco.
—No ha sido mi intención comportarme como un gilipollas —me excusé—; es sólo que parecías un poco… ya sabes, susceptible.
Estuvimos de acuerdo en que ella había sido susceptible y yo un gilipollas, y de algún modo terminamos tomando un té en un bar del campus, donde Cynthia me explicó que vivía con su tía cuando no estaba en la universidad.
—Tess está bastante bien —me contó—. Está divorciada y no tiene niños, así que cuando me mudé allí después de lo que pasó con mi familia puse su mundo patas arriba. Pero a ella le pareció bien. Claro que, ¿qué podía hacer? Y a su manera ella también estaba viviendo una tragedia: su hermana, su cuñado y su sobrino habían desaparecido de repente.
—¿Y qué pasó con tu casa, donde vivías con tus padres y tu hermano?
Ése era yo, don pragmático. La familia de la chica desaparece y yo le salgo con una pregunta inmobiliaria.
—No podía vivir allí sola —respondió Cynthia—. Y además nadie podía hacerse cargo de la hipoteca, así que cuando vieron que no podían encontrar a mi familia el banco se quedó la casa; luego se metieron unos abogados por en medio y todo el dinero que mis padres habían invertido fue a parar a uno de esos fideicomisos, pero apenas si habían empezado a pagar la hipoteca, o sea que… Y ahora ha pasado tanto tiempo que creen que están todos muertos, ¿entiendes? Legalmente, aunque en realidad no lo estén.
Puso los ojos en blanco e hizo una mueca.
—Así que la tía Tess me ha pagado los estudios. Bueno, yo he tenido trabajos de verano y cosas así, pero eso no cubre mucho. La verdad es que no sé cómo se las ha arreglado para criarme y pagar mi educación. Debe de estar hasta las cejas de deudas, pero nunca se queja.
—Vaya —dije yo, y tomé un sorbo de café.
Y Cynthia, por primera vez, sonrió.
—Vaya —repitió—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir, Terry? ¿Vaya? —Tan deprisa como había aparecido, la sonrisa desapareció—. Lo siento. No sé qué es lo que espero que diga la gente. No sé qué coño diría yo si estuviera sentada en el otro lado de la mesa.
—No sé cómo lo soportas —dije.
Cynthia dio un sorbo a su té.
—Algunos días lo único que quiero es suicidarme, ¿sabes? Y entonces pienso, ¿y si aparecen al día siguiente? —Volvió a sonreír—. Eso sí que sería una mala jugada del destino, ¿eh?
La sonrisa se desvaneció de nuevo, como si se la hubiera llevado una suave brisa.
Un mechón de su cabello pelirrojo le cayó sobre los ojos, y ella se lo colocó detrás de la oreja.
—La cosa es —continuó— que podrían estar muertos y que no hubieran tenido ocasión de despedirse de mí. O podría ser que estuvieran vivos, y les diera igual. —Miró por la ventana—. No sé cuál de las dos opciones es peor.
Estuvimos un minuto en silencio. Finalmente Cynthia se decidió a decir:
—Eres bueno. Si saliera con alguien, seguramente saldría con alguien como tú.
—Si te sientes desesperada —le dije— ya sabes dónde encontrarme.
Volvió a mirar por la ventana a los estudiantes que pasaban, y por un momento fue como si estuviera muy lejos.
—A veces —me dijo— me parece ver a alguno de ellos.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—, ¿como si vieras un fantasma o algo así?
—No, no —replicó, mirando aún hacia fuera—. Más bien veo a alguien y creo que es mi padre o mi madre. Puede ser desde atrás. Puede que esa persona tenga algo, el modo en que mueve la cabeza o su forma de andar, que me resulta familiar, y creo que son ellos. O bueno, a lo mejor veo a un chico, quizás uno o dos años mayor que yo, que tiene el mismo aspecto que podría tener mi hermano siete años después. Mis padres deberían tener aún más o menos el mismo aspecto, ¿no? Pero mi hermano podría estar totalmente diferente, pero aun así habría algo en él que seguiría siendo igual, ¿verdad?
—Supongo —respondí.
—Así que veo a alguien así y corro tras él, me paro enfrente o quizá le agarro por el brazo y entonces se da la vuelta y puedo mirarlo bien. —Apartó la mirada de la ventana y la bajó a su taza de té, como si buscara allí la respuesta—. Pero nunca son ellos.
—Supongo que algún día dejarás de hacer eso —dije.
—El día que sean ellos —replicó Cynthia.
Empezamos a salir. Íbamos al cine, estudiábamos juntos en la biblioteca. Ella intentó que me aficionara al tenis. Nunca había sido muy bueno, pero di lo mejor de mí. Cynthia fue la primera en admitir que no era una gran jugadora, sólo una buena jugadora con un revés magnífico. Pero eso era suficiente para hacerme picadillo. Al servir y ver cómo su brazo derecho oscilaba hacia la izquierda por encima de su hombro, supe que tenía pocas posibilidades de hacer pasar la pelota por encima de la red hacia su campo. Eso si hubiera llegado a verla.
Un día estaba encorvado sobre mi máquina de escribir Royal, que ya entonces parecía antigua, una máquina enorme de acero pintada de negro, pesada como un Volkswagen, y que al presionar la «e» escribía algo parecido a una «c», incluso con una cinta nueva. Estaba intentando terminar un ensayo sobre Thoreau que, sinceramente, me importaba una mierda. No ayudaba el hecho de que Cynthia estuviera debajo del edredón de la cama individual de mi cuarto, totalmente vestida, después de haberse quedado dormida mientras leía un destartalado ejemplar en rústica de Misery, de Stephen King. Cynthia no era estudiante de Filología Inglesa, así que podía leer lo que quisiera, y a veces encontraba consuelo leyendo sobre gente que pasaba por cosas peores que ella.
La había invitado a venir y verme escribir un ensayo.
—Es bastante interesante —aduje—. Uso los diez dedos.
—¿Al mismo tiempo? —preguntó ella.
Yo asentí.
—¡Vaya! Suena increíble.
Así que se trajo algo de trabajo y se sentó en silencio en la cama con la espalda apoyada en la pared; a ratos notaba cómo me miraba. Llevábamos un tiempo saliendo pero apenas nos habíamos tocado. Yo dejaba que mi mano le rozara los hombros cuando pasaba junto a su silla en la cafetería. La tomaba de la mano para ayudarla a bajar del autobús. Nuestros hombros se habían acercado mientras mirábamos las estrellas.
Nada más.
Me pareció oír que apartaba el edredón, pero estaba concentrado en escribir una nota al pie. Y de pronto estaba detrás de mí, desprendiendo con su presencia una especie de electricidad. Deslizó las manos sobre mi pecho, se inclinó y me besó en la mejilla. Me volví para que pudiera posar sus labios sobre los míos.
Más tarde, bajo la colcha, antes de que ocurriera, me dijo:
—No puedes hacerme daño.
—No quiero hacerte daño —le respondí—. Iré poco a poco.
—No quería decir eso —susurró—. Si me dejas, si decides que no quieres estar conmigo, no te preocupes. En esta vida ya nada puede hacerme más daño.
Pero resultó que en eso se equivocaba.