La mirada de Grace era suplicante, pero su tono era firme.
—Papá —dijo—. Tengo. Ocho. Años.
¿Dónde había aprendido eso?, me pregunté. Esa técnica de separar las frases en palabras individuales para conseguir un efecto dramático. Claro que no tenía sentido hacerse esa pregunta: si algo sobraba en aquella casa era drama.
—Sí —le dije a mi hija—. Ya me había enterado.
Sus cereales se estaban reblandeciendo, y aún no había probado el zumo de naranja.
—Los otros niños se ríen de mí —afirmó.
Bebí un sorbo de café. Acababa de servírmelo pero ya estaba casi frío; la cafetera estaba estropeada. Decidí que me compraría uno para llevar en el Dunkin’ Donuts, de camino a la escuela.
—¿Quién se ríe de ti?
—Todo el mundo —respondió Grace.
—Todo el mundo —repetí yo—. ¿Qué hacen? ¿Han convocado una reunión? ¿Le ha dicho el director a todo el mundo que se ría de ti?
—No; tú te estás riendo de mí.
Vale, en eso tenía razón.
—Lo siento. Sólo trato de hacerme una idea de las dimensiones del problema. Supongo que no estamos hablando de todo el mundo; sólo parece que sea todo el mundo. E incluso aunque sólo sean unos pocos, entiendo que puede ser bastante embarazoso.
—Lo es.
—¿Son tus amigos?
—Sí. Dicen que mamá me trata como si fuera un bebé.
—Tu madre sólo se preocupa por ti —le repliqué—. Te quiere muchísimo.
—Lo sé, pero tengo ocho años.
—Tu madre sólo quiere que llegues a la escuela sana y salva, eso es todo.
Grace suspiró e inclinó la cabeza, frustrada, mientras un mechón de cabello castaño le caía sobre los ojos marrones. Usó la cuchara para remover los cereales dentro del tazón.
—Pero no hace falta que venga conmigo hasta la escuela. Ninguna madre acompaña a nadie a la escuela a menos que estén en el parvulario.
Ya habíamos tenido aquella conversación antes y yo había intentado hablar con Cynthia, sugiriéndole con tanta delicadeza como podía que quizá ya era hora de que Grace fuera por su cuenta ahora que ya estaba en cuarto curso. Había muchos otros niños con los que podía ir al colegio; al fin y al cabo no iría sola todo el camino.
—¿Por qué no puedes ir tú conmigo en vez de ella? —preguntó Grace, y los ojos se le iluminaron un poco.
Las raras ocasiones en las que había acompañado a Grace a la escuela, la había seguido a casi una manzana de distancia. Por lo que respectaba a los demás, yo sólo estaba dando un paseo, no vigilando a Grace y asegurándome de que llegara sana y salva. Y nunca le habíamos dicho una palabra de eso a Cynthia: mi mujer estaba convencida de que yo había acompañado a Grace a lo largo de todo el camino hasta la escuela pública Fairmont, y que me había quedado allí en la acera hasta que ella entrara.
—No puedo —le respondí—. Tengo que estar en mi escuela a las ocho. Si te acompaño a ti antes, tendrás que quedarte sola una hora. Tu madre no empieza a trabajar hasta las diez, así que para ella no es ningún problema. De vez en cuando, cuando no tenga clase a primera hora, puedo acompañarte.
De hecho, Cynthia había organizado sus horarios en Pam’s para poder estar en casa cada mañana y asegurarse de que Grace llegaba bien a la escuela. El sueño de Cynthia nunca había sido trabajar en una tienda de ropa femenina cuya dueña era su mejor amiga del instituto, pero le permitía tener un horario reducido y así podía estar en casa a la hora en que terminaban las clases. Como concesión a Grace, no la esperaba a la puerta de la escuela sino abajo, en la calle. Desde allí Cynthia podía ver el edificio, y no tardaba mucho en distinguir a nuestra hija, que a menudo llevaba cola de caballo, entre la multitud. Había intentado convencer a Grace de que la saludara para así poder recogerla aún antes, pero ésta se había mostrado firme a la hora de negarse.
El problema aparecía cuando algún profesor les pedía que se quedaran después de que sonara el timbre. Podía ser por un castigo general, o porque tenía que darles algunas instrucciones de última hora sobre sus deberes. Grace se quedaba allí sentada mientras su pánico iba en aumento, no porque su madre se fuera a preocupar, sino porque eso podía significar que, preocupada por el retraso, ésta entrara en el edificio y la buscara por todas partes.
—Además, se me ha roto el telescopio —dijo Grace.
—¿Qué significa que se te ha roto?
—Los chismes que sujetan la parte del telescopio con el pie están sueltos. Lo he arreglado, más o menos, pero lo más probable es que vuelva a romperse.
—Le echaré un vistazo.
—Tengo que estar atenta a los asteroides asesinos —aseveró Grace—. No voy a poder verlos si el telescopio está roto.
—Muy bien —le contesté—. Ya lo miraré.
—¿Sabes que si un asteroide chocara con la Tierra sería como si explotaran un millón de bombas nucleares?
—No creo que sean tantas —repliqué—. Pero ya te entiendo: sería algo realmente malo.
—Para no tener pesadillas en las que un asteroide choca contra la Tierra, antes de irme a la cama he de comprobar que ninguno se acerca.
Asentí. La verdad es que no le habíamos comprado exactamente el telescopio más caro del mercado; se trataba más bien de uno de los más sencillitos. No era sólo que no quisiéramos gastarnos una fortuna en algo que ni siquiera sabíamos si iba a interesar a nuestra hija: la verdad es que no teníamos mucho dinero para malgastar.
—¿Y qué pasa con mamá? —preguntó Grace.
—¿Qué pasa con qué?
—¿Tiene que acompañarme a la escuela?
—Hablaré con ella —le contesté.
—¿Hablar con quién? —preguntó Cynthia al tiempo que entraba en la cocina.
Aquella mañana tenía buen aspecto. De hecho, estaba guapa. Era una mujer de bandera y nunca me cansaba de mirar sus ojos verdes, los pómulos pronunciados, el salvaje cabello rojo. Ya no lo llevaba tan largo como cuando la conocí, pero producía el mismo efecto. La gente piensa que hace mucho ejercicio, pero yo creo que es la ansiedad lo que la ayuda a mantener la línea. La preocupación le hace quemar calorías. No practica jogging, no está apuntada a ningún gimnasio. Tampoco podría permitírselo.
Como ya he dicho antes, yo soy profesor de inglés en un instituto, y Cynthia trabaja en el negocio de la venta al por menor, aunque tiene una licenciatura en Trabajo Social y había trabajado en su especialidad durante un tiempo. Así que no estamos exactamente montados en el dólar. Tenemos esta casa, lo bastante grande para nosotros tres, en un vecindario modesto que está sólo a unas manzanas de donde creció Cynthia. No sería raro imaginar que ésta habría querido poner tierra por medio entre ella y esa casa, pero yo creo que quería quedarse en la zona por si alguien regresaba y quería ponerse en contacto con ella.
Nuestros coches tienen los dos más de diez años, y nuestras vacaciones son sencillas: cada año le alquilamos a mi tío una cabaña cerca de Montpelier durante una semana, y hace tres años, cuando Grace tenía cinco, hicimos un viaje a Disney World; pasamos la noche fuera del parque, en un motel barato en Orlando en el que se oía, a las dos de la mañana, a un tipo en la habitación de al lado diciéndole a su chica que tuviera cuidado, que le hacía daño con los dientes.
Pero pese a todo tenemos, o eso creo yo, una buena vida, y somos más o menos felices. La mayoría de días.
Las noches, a veces, pueden ser duras.
—La profesora de Grace —dije, improvisando una mentira sobre con quién quería Grace que hablara.
—¿Para qué tienes que hablar con la profesora de Grace? —preguntó Cynthia.
—Le estaba diciendo que debería ir a la próxima reunión de padres y hablar con ella, con la señorita Enders —expliqué—. A la última fuiste tú, porque yo tenía una reunión de padres la misma noche. Parece que siempre pasa lo mismo.
—Es muy simpática —dijo Cynthia—. Creo que es mucho más simpática que la profesora del año pasado, ¿cómo se llamaba?… Señorita Phelps. Tenía bastante mal humor.
—Yo la odiaba —coincidió Grace—. Nos hacía pasar horas a la pata coja cuando nos portábamos mal.
—Me tengo que ir —intervine yo, bebiendo un sorbo de café—. Cyn, creo que necesitamos una cafetera nueva.
—Las iré a ver —respondió Cynthia.
Al levantarme de la mesa me lanzó una mirada desesperada.
—Terry, ¿has visto la llave extra?
—¿Eh? —dije yo.
Cynthia señaló el clavo vacío en la pared, en la parte interior de la puerta de la cocina que daba a nuestro pequeño jardín trasero.
—¿Dónde está?
Era la que usábamos cuando íbamos a dar un paseo hacia el estuario y no queríamos llevar un llavero lleno de mandos a distancia de coche y de llaves del trabajo.
—No lo sé. Grace, ¿la tienes tú?
Grace aún no tenía su propia llave de casa. No la necesitaba ya que Cynthia la acompañaba a la escuela y la iba a buscar. Mi hija sacudió la cabeza y me miró desafiante.
Yo me encogí de hombros.
—A lo mejor he sido yo. Puede que la haya dejado junto a la cama.
Me deslicé detrás de Cynthia y le olí el pelo mientras pasaba.
—¿Podemos hablar? —le pregunté.
Ella me siguió hasta la puerta principal.
—¿Pasa algo? —inquirió—. ¿Le ocurre algo a Grace? Está muy callada esta mañana.
Hice una mueca y sacudí la cabeza.
—Eres tú, Cynthia. Ya tiene ocho años.
Se echó hacia atrás, a la defensiva.
—¿Se ha quejado de mí?
—Sólo necesita sentirse un poco más independiente.
—Así que era eso. Es conmigo con quien quiere que hables, no con la profesora.
Esbocé una sonrisa cansada.
—Dice que los otros niños se ríen de ella.
—Lo superará.
Estuve a punto de decir algo, pero ya habíamos mantenido aquella misma conversación demasiadas veces; no había argumentos nuevos que pudiera aportar.
Así que Cynthia llenó el silencio.
—Ya sabes que hay personas malas, Therry. El mundo está lleno de ellas.
—Lo sé, Cynthia, lo sé. —Intenté reprimir la frustración y el cansancio, en mi voz—. Pero ¿cuánto tiempo vas a acompañarla? ¿Hasta que tenga doce años? ¿Quince? ¿Vas a acompañarla cuando vaya al instituto?
—Ya lo resolveré cuando llegue el momento —replicó. Luego hizo una pausa—. He vuelto a ver el coche.
El coche. Siempre había un coche.
Cynthia pudo ver en mi cara que no creía que aquello fuera importante.
—Crees que estoy loca —dijo.
—No creo que estés loca.
—Lo he visto dos veces. Un coche marrón.
—¿Qué tipo de coche?
—No lo sé. Uno normal, con los vidrios tintados. Cuando pasa junto a nosotras reduce un poco la velocidad.
—¿Se ha parado? ¿Te ha dicho algo el conductor?
—No.
—¿Tienes el número de matrícula?
—No. La primera vez no le di importancia. La segunda, estaba demasiado nerviosa.
—Cyn, lo más probable es que sea algún vecino. La gente tiene que reducir la velocidad; estamos en una zona escolar. ¿Recuerdas cuando la policía puso un control por radar, para que la gente se detuviera al pasar por ahí a aquella hora del día?
Cynthia desvió la mirada y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Tú no estás ahí fuera todo el día como yo. No sabes nada.
—Lo que sé, Cynthia —repliqué—, es que no le estás haciendo ningún favor a Grace si no dejas que empiece a espabilarse sola.
—¡Oh! ¿Así que crees que si un hombre trata de arrastrarla a ese coche ella podrá defenderse sola? ¿Una niña de ocho años?
—¿Cómo hemos pasado de un coche marrón que reduce la velocidad a un hombre que intenta llevársela a rastras?
—Tú nunca te has tomado estas cosas tan en serio como yo. —Hizo una pausa—. Y supongo que es comprensible, para ti.
Hinché los carrillos y solté aire.
—Mira, no vamos a solucionarlo ahora —me limité a decir—. Tengo que irme.
—Claro —dijo Cynthia, que aún no me miraba—. Creo que voy a llamarles.
Yo vacilé.
—¿Llamar a quién?
—Al programa. Deadline.
—Cynthia, han pasado… ¿cuánto, tres semanas?… desde que se emitió. Si alguien fuera a llamar para informar de algo, a estas alturas ya lo habría hecho. Y además, si la cadena recibe alguna llamada interesante, se pondrán en contacto con nosotros. Querrán hacer un seguimiento.
—De todos modos voy a llamarles. Hace días que no lo hago, así que igual esta vez no se cabrean tanto. Quizá se hayan enterado de algo y hayan pensado que era una tontería, que sólo era un chalado, y puede que en realidad sea algo importante. Tuvimos suerte de que un investigador recordara lo que me ocurrió y decidiera que valía la pena revisarlo.
La cogí con suavidad por los brazos y levanté su barbilla para poder mirarla a los ojos.
—Muy bien; haz lo que tengas que hacer —le dije—. Te quiero, ya lo sabes.
—Yo también te quiero —me contestó—. Ya sé… que no es fácil vivir conmigo y con esta carga. Sé que es duro para Grace. Soy consciente de mi preocupación, y de que de algún modo se la contagio. Pero últimamente, con lo del programa, de repente todo ha vuelto a ser muy real para mí.
—Lo sé —dije—. Sólo quiero que también vivas en el presente, y no siempre obsesionada por el pasado.
Noté que sus hombros se movían.
—¿Obsesionada? —espetó—. ¿Crees que lo estoy?
Había elegido una mala palabra. Lo normal habría sido que un profesor de inglés eligiera una mejor.
—No seas condescendiente conmigo —continuó—. Crees que me entiendes, pero no es cierto. Nunca podrás entenderme.
No había mucho que pudiera replicar a eso, porque era verdad. Me incliné, la besé en el cabello y me fui a trabajar.