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Cynthia estaba de pie frente a la casa de dos plantas de la calle Hickory. No es que viera la casa de su infancia por primera vez en casi veinticinco años: seguía viviendo en Milford, y había pasado por allí con el coche de vez en cuando. Me mostró la casa en una ocasión antes de que nos casáramos, un vistazo rápido desde el coche.

—Ahí está —dijo, y continuó.

Casi nunca se detenía, y si lo hacía, no bajaba del coche. Nunca se quedaba en el camino de entrada para mirarla.

Y desde luego hacía mucho tiempo que no atravesaba la puerta principal.

En aquel momento parecía haber echado raíces en el camino de entrada, como si fuera incapaz de dar un solo paso hacia la casa. Me hubiera gustado acercarme a ella, acompañarla a la puerta. El camino sólo tenía diez metros, pero se adentraba un cuarto de siglo en el pasado. Me imaginaba que para Cynthia debía de ser como mirar por el lado equivocado de unos binoculares: podías caminar un día entero y no llegarías nunca.

Pero no me moví de mi sitio, en el otro lado de la calle, mirando su espalda, su pelo corto y rojo. Me habían dado órdenes.

Cynthia se quedó allí parada, como si esperara que le dieran permiso para avanzar. Y entonces llegó.

—¿Preparada, señora Archer? Empiece a caminar hacia la casa. No demasiado rápido; como si dudara, ya sabe; como si fuera la primera vez que entra desde que tenía catorce años.

Cynthia miró por encima del hombro a una mujer vestida con tejanos y zapatillas de deporte, y una cola de caballo que le salía por la abertura de la parte trasera de su gorra de béisbol. Era una de las tres ayudantes de producción.

Es la primera vez —replicó Cynthia.

—Claro, claro, pero no me mire a mí —indicó la chica de la cola de caballo—. Mire hacia la casa y empiece a subir por el camino, recordando aquella época, hace veinticinco años, cuando sucedió todo, ¿de acuerdo?

Cynthia me miró desde el otro lado de la calle, hizo una mueca y yo le contesté con una débil sonrisa, como si ambos nos estuviéramos diciendo «¡qué le vamos a hacer!».

Y lentamente, ella empezó a avanzar por el camino de entrada. Si la cámara no hubiera estado grabando, ¿se habría aproximado del mismo modo? ¿Con esa mezcla de deliberación y de aprensión? Probablemente. Pero ahora parecía falso, forzado.

Sin embargo, a medida que subía los escalones hacia la puerta y alargaba la mano, pude ver cómo temblaba. Una emoción honesta, lo cual significaba, supuse, que la cámara no la captaría.

Tenía la mano en el picaporte; lo giró y estaba a punto de empujar la puerta cuando la chica de la coleta gritó:

—¡Perfecto! ¡Es buena! Quédate ahí —y añadió dirigiéndose al cámara—: Muy bien; montemos todo el equipo dentro para cogerla cuando entre.

—Tiene que ser una jodida broma —dije lo suficientemente alto para que todo el equipo (media docena de personas además de Paula Malloy, con sus dientes relucientes y sus vestidos de Donna Karan, y que se ocupaba de presentar el reportaje y de las voces en off) pudiera oírlo.

La propia Paula se acercó a mí.

—Señor Archer —dijo, alargando ambas manos y tocándome justo bajo los hombros, una marca de la casa Malloy—, ¿va todo bien?

—¿Cómo puede hacerle eso? —le repliqué—. Mi mujer está a punto de entrar ahí por primera vez desde que su familia desapareció, ¿y usted se limita a gritar «corten»?

—Terry —dijo ella, acercándose a mí con aire insinuante—; ¿puedo llamarte Terry?

Yo no contesté.

—Terry, lo siento mucho, pero tenemos que colocar la cámara, y queremos captar la expresión de la cara de Cynthia cuando entre en la casa después de todos estos años; queremos que sea genuina. Nuestra intención es que todo esto sea honesto, y creo que vosotros deseáis lo mismo.

Ésa sí que era buena: que una periodista del magazine televisivo Deadline —que cuando no estaba desenterrando extraños crímenes cometidos muchos años atrás se dedicaba a perseguir al último famoso al que habían pillado conduciendo borracho o a dar caza a cualquier estrella del pop que se hubiera olvidado de ponerle el cinturón de seguridad a su hijo— se jactara de ser honesta.

—Claro —respondí cansado y tratando de pensar con perspectiva: quizá, después de todos estos años, un poco de publicidad en televisión podría por fin ofrecer algunas respuestas a Cynthia—. Claro, lo que sea.

Paula mostró sus dientes perfectos y cruzó la calle con brío, taconeando sonoramente sobre el asfalto.

Había intentado por todos los medios mantenerme en segundo plano desde que Cynthia y yo habíamos llegado. El director del colegio en el que trabajaba, que también era mi mejor amigo, Rolly Carruthers, sabía lo importante que era para ella hacer aquel programa de televisión, y había conseguido un profesor sustituto para dar mis clases de inglés y escritura creativa. Cynthia se había tomado el día libre en Pamela’s, la tienda de ropa en la que trabajaba, y de camino habíamos dejado a nuestra hija de ocho años, Grace, en la escuela. A Grace le habría gustado ver cómo trabajaba el equipo, pero su iniciación en el mundo de la producción televisiva no iba a formar parte de la tragedia de su propia madre.

Los productores habían pagado a la gente que ahora vivía en la casa, una pareja jubilada que se había mudado allí desde Hartford una década antes para estar más cerca de su barco en la bahía de Milford, para que pasaran el día fuera, de modo que ellos pudieran moverse por el lugar con total libertad. El equipo de rodaje se había dedicado a quitar los adornos y las fotos de las paredes en un intento de que la casa tuviera, si no el mismo aspecto que cuando Cynthia vivía allí, al menos un aire lo más impersonal posible.

Antes de que los dueños partieran para pasar el día navegando, habían dicho algunas palabras frente a las cámaras, en el jardín delantero.

Marido: «Es difícil imaginar lo que pudo ocurrir aquí, en esta casa, en aquella época. A veces te preguntas si los descuartizaron a todos en el sótano o algo por el estilo».

Mujer: «Hay momentos en los que me parece oír voces, ¿sabe? Como si sus fantasmas anduvieran todavía por la casa. A veces, estoy sentada a la mesa de la cocina y de repente noto un escalofrío, como si la madre o el padre, o el chico, acabaran de pasar».

Marido: «Cuando compramos la casa ni siquiera sabíamos lo que había sucedido aquí. Alguien se la había comprado a la chica y luego nos la vendió a nosotros, pero cuando descubrí lo que había ocurrido busqué información en la biblioteca de Milford y no puedes más que preguntarte: ¿por qué se libró ella? Parece un poco extraño, ¿no?».

Cynthia, que lo observaba todo desde uno de los camiones del equipo, había gritado:

—¡Disculpe! ¿Qué se supone que quiere decir eso?

Uno de los miembros del equipo se había dado la vuelta y la había hecho callar, pero Cynthia no se había dado por aludida.

—Ni se te ocurra hacerme callar —dijo. Y luego le gritó al marido—: ¿Qué está insinuando?

El hombre había mirado a su alrededor, sobresaltado. No debía de tener ni la menor idea de que la persona de la que estaba hablando se encontraba de hecho allí. Mientras, la productora de cola de caballo había cogido a Cynthia del codo y la había acompañado con amabilidad pero con firmeza a la parte trasera del camión.

—¿Qué gilipollez es ésta? —había preguntado Cynthia—. ¿Qué intenta decir?, ¿que yo tuve algo que ver con la desaparición de mi familia? Ya he tenido que aguantar mierda como ésta durante mucho…

—No le hagas caso —le dijo la productora.

—Dijiste que el objetivo de todo esto era ayudarme —replicó Cynthia—; ayudarme a descubrir lo que les sucedió. Es la única razón por la que accedí a hacerlo. ¿Vas a emitir eso? ¿Lo que ha dicho el tipo? ¿Qué va a pensar la gente cuando le oiga?

—No te preocupes por eso —le había asegurado la productora—. No vamos a usarlo.

Debían de haberse asustado al pensar que Cynthia iba a largarse en ese preciso momento, antes de que hubieran filmado ni una sola toma de ella, así que hubo un montón de palabras tranquilizadoras, cameladoras, promesas de que cuando el programa se emitiera seguro que lo vería alguien que supiera algo. Eso solía ocurrir, dijeron. Habían resuelto un montón de casos abiertos en todo el país gracias al programa.

Una vez hubieron convencido de nuevo a Cynthia de que sus intenciones eran honradas, y los viejos imbéciles que vivían en la casa se hubieron largado, el espectáculo continuó.

Yo seguí a dos cámaras dentro de la casa, y luego me aparté mientras ellos se colocaban para captar la expresión de aprensión y déjà vu de Cynthia desde diferentes ángulos. Me imaginé que antes de que el programa se emitiera por la tele habría un montón de trabajo de edición; quizá darían a la imagen una textura granulada y escarbarían en su caja de trucos para dar más dramatismo a un suceso que los productores de televisión de las décadas anteriores hubieran encontrado suficientemente dramático de por sí.

Llevaron a Cynthia al piso de arriba, a su antigua habitación. Ella parecía ida. Querían algunas secuencias de ella entrando en el cuarto, pero Cynthia tuvo que hacerlo dos veces. La primera, el cámara esperó dentro con la puerta cerrada, para conseguir un plano de Cynthia mientras ésta entraba vacilante en su habitación. Luego volvieron a rodarla, esta vez desde el pasillo, con la cámara enfocando por encima de su hombro. Cuando lo emitieran, seguramente se vería que habían usado un objetivo de ojo de pez para que la escena resultara más terrorífica, como si fuéramos a encontrarnos a Jason[1] escondido detrás de la puerta con una máscara.

Paula Malloy, que había empezado su carrera como chica del tiempo, se hizo retocar el maquillaje y atusar el pelo. Luego les colocaron a ella y a Cynthia las petacas de sonido en la parte de atrás de la falda, les pasaron los cables por debajo de la blusa y les sujetaron el micrófono justo debajo del cuello. Paula dejó que su hombro rozara el de Cynthia, como si fueran buenas amigas que recordaran, de mala gana, los malos tiempos en lugar de los buenos. Al entrar en la cocina, con las cámaras en marcha, Paula preguntó:

—¿Qué pensaste en ese momento? —Cynthia parecía estar avanzando a través de un sueño—. No se oye un ruido en toda la casa, tu hermano no está en el piso de arriba, bajas aquí a la cocina y no hay señales de vida.

—No sabía lo que estaba ocurriendo —explicó Cynthia en voz baja—. Creía que todos se habían marchado pronto, que mi padre se había ido a trabajar y que mi madre había llevado a mi hermano a la escuela. Pensé que debían de estar enfadados conmigo, por haberme portado mal la noche anterior.

—¿Eras una adolescente difícil? —preguntó Paula.

—Tenía… mis momentos. Había salido la noche antes con un chico que mis padres no aprobaban, y había bebido. Pero no era como algunos chicos… Quiero decir que quería a mis padres, y creo que —la voz se le rompió— ellos me querían a mí.

—Los informes policiales de aquel entonces señalan que habías discutido con tus padres.

—Sí —reconoció Cynthia—. No volví a casa a la hora que había dicho, y les había mentido. Dije algunas cosas desagradables.

—¿Como cuáles?

—Oh. —Cynthia dudó—. Ya sabes, los adolescentes pueden decir cosas bastante odiosas a sus padres que realmente no piensan.

—¿Y dónde crees que están ellos hoy, dos décadas y media después?

Cynthia sacudió la cabeza con tristeza.

—No pasa un solo día sin que me lo pregunte.

—Si pudieras decirles algo en este momento, aquí, en Deadline, si aún estuvieran vivos… ¿qué les dirías?

Cynthia, perpleja, lanzó una mirada desesperanzada por la ventana de la cocina.

—Mira hacia allí, hacia la cámara —le ordenó Paula Malloy poniendo su mano sobre el hombro de Cynthia. Yo me mantenía a un lado, y era todo lo que podía hacer para no entrar en plano y arrancarle la máscara a Paula—. Sólo pregúntales lo que has estado deseando preguntarles todos estos años.

Cynthia, con los ojos brillantes, hizo lo que le decían: miró a la cámara y en un primer momento lo único que pudo decir fue:

—¿Por qué?

Paula se permitió una pausa dramática y luego preguntó:

—¿Por qué qué, Cynthia?

—¿Por qué —repitió ella tratando de serenarse— me abandonasteis? Si podéis hacerlo, si aún estáis vivos, ¿por qué no os habéis puesto en contacto conmigo? ¿Por qué no me dejasteis ni siquiera una nota? ¿Por qué no pudisteis por lo menos despediros?

Podía percibir la tensión del equipo y los productores. Todos aguantaban la respiración. Yo sabía lo que estaban pensando: aquello iba a ser la hostia, televisión en estado puro. Les odiaba por explotar la desgracia de Cynthia, por exprimir su sufrimiento con el único propósito de proporcionar entretenimiento. Porque, en último término, de eso era de lo que se trataba: entretenimiento. Pero me mordí la lengua, porque sabía —Cynthia probablemente también lo sabía— que se estaban aprovechando de ella, que para ellos se trataba sólo de una historia más, un modo de llenar otra media hora de programa. Pero estaba deseando que la explotaran si eso significaba que alguien que la viera pudiera darle la llave que abriría el candado de su pasado.

Por indicación del programa, Cynthia había llevado un par de destartaladas cajas de zapatos con sus recuerdos. Recortes de periódico, Polaroids desvaídas, fotografías escolares, boletines de notas, todos los pequeños recuerdos que había podido llevarse de su casa antes de mudarse a vivir con su tía, la hermana de su madre, una mujer llamada Tess Berman.

Habían hecho sentar a Cynthia a la mesa de la cocina, con las cajas abiertas frente a ella; sacaba un recuerdo y luego otro, y los dejaba en la mesa como si estuviera a punto de empezar un puzle y buscara todas las piezas con los bordes lisos en un intento por montar el marco antes de empezar con el centro.

Pero no había piezas del marco en la caja de Cynthia, ni manera de trabajar el centro. En lugar de tener mil piezas para un solo puzle, parecía que tuviera una sola pieza para mil puzles distintos.

—Éstos somos nosotros —dijo mostrando una Polaroid—, en una excursión que hicimos a Vermont.

La cámara enfocó con un zoom a un Todd despeinado y a Cynthia, cada uno a un lado de su madre, con una tienda de campaña detrás. Cynthia debía de tener cinco años y su hermano, siete, y tenían las caras sucias de barro; su madre sonreía orgullosa y llevaba el pelo recogido con un pañuelo a cuadros rojos y blancos.

—No tengo ninguna foto de mi padre —se lamentó Cynthia—. Él era el que nos hacía las fotos a nosotros, así que ahora lo único que tengo es su recuerdo. Y todavía puedo verlo allí, de pie, alto, siempre con su sombrero, aquel Fedora, y la sombra del bigote. Era un hombre guapo; Todd se parecía a él. —Cogió un trozo amarillento de periódico—. Esto es un recorte —dijo Cynthia desdoblándolo cuidadosamente—; lo encontré entre las pocas cosas que había en el cajón de mi padre.

La cámara se movió de nuevo, tomando un primer plano del trozo de periódico. Era una foto descolorida en un tono sepia de un equipo de baloncesto. Una docena de chicos miraban a la cámara; algunos sonreían, otros ponían estúpidas muecas.

—Papá debió de guardarla porque salía Todd, cuando era más joven, aunque no pusieron su nombre en el pie de foto. Se sentía muy orgulloso de nosotros; no paraba de decírnoslo. Le gustaba bromear diciendo que éramos la mejor familia que había tenido nunca.

Entrevistaron al director de mi escuela, Rolly Carruthers.

—Es un misterio —afirmó—. Yo conocía a Clayton Bigge; fuimos juntos a pescar un par de veces. Era un buen hombre. No me puedo imaginar qué les pasó. Quizás había una especie de asesino en serie, ya sabe, que atravesaba el país, y la familia de Cynthia se encontraba en el sitio equivocado en el momento equivocado…

Entrevistaron a la tía Tess.

—Perdí a una hermana, a un cuñado y a un sobrino —explicó—. Pero Cynthia… Su pérdida fue mucho mayor. Sin embargo, consiguió superar la adversidad y convertirse en una gran chica, una gran persona.

Y pese a que los productores cumplieron su promesa y no emitieron los comentarios del hombre que vivía ahora en casa de Cynthia, consiguieron a alguien que dijo algo casi igual de siniestro.

Cynthia se quedó atónita cuando el programa se emitió un par de semanas más tarde, al ver al detective que la había interrogado en su casa después de que su vecina, la señora Jamison, llamara a la policía. Ahora estaba retirado y vivía en Arizona. En la parte baja de la pantalla podía leerse: «Detective retirado Bartholomew Finlay». Había dirigido la investigación en un primer momento, y al cabo de un año se la había sacado de encima, al ver que no llegaba a ningún lado. La productora envió un equipo de filmación de una de sus sedes en Phoenix para conseguir algunos comentarios de él, que aparecía sentado en el exterior de una reluciente caravana Airstream.

—Lo que nunca terminé de ver claro fue por qué ella sobrevivió. En el supuesto, claro, de que el resto de la familia estuviera muerta. Nunca me creí la teoría de que una familia se largara y dejara a uno de sus hijos atrás. Podría entender que la echaran porque era una adolescente problemática pero… ¿desaparecer para deshacerte de uno de tus chicos? No tenía ningún sentido, lo cual significaba que había algún tipo de acto criminal detrás; y eso me llevaba de nuevo a la pregunta original: ¿por qué ella había sobrevivido? No hay muchas respuestas posibles.

—¿Qué quiere decir con eso? —se oyó la voz de Paula Malloy, aunque la cámara no se apartó de Finlay.

La pregunta de Malloy se había editado más tarde, ya que ella no había ido a Arizona para la entrevista.

—Imagíneselo.

—¿Qué quiere decir con que me lo imagine? —preguntó la voz de Malloy.

—Eso es todo lo que tengo que decir.

Cuando vio la escena, Cynthia se puso furiosa.

—¡Por Dios, otra vez lo mismo! —le espetó al televisor—. Ese hijo de puta está insinuando que yo tuve algo que ver con todo aquello. He tenido que oír los mismos rumores durante muchos años, ¡y esa jodida Paula Malloy me aseguró que no iban a emitir declaraciones de este tipo!

Conseguí calmarla, ya que en general el programa había sido bastante positivo. Las partes en las que Cynthia aparecía en pantalla, andando por la casa, hablando con Paula de lo que había sucedido aquel día, transmitían sinceridad y verosimilitud.

—Si alguien sabe alguna cosa —le aseguré—, no le va a influir lo que diga un cabeza de alcornoque de poli retirado. De hecho, lo que ha dicho puede hacer que alguien se sienta aún más inclinado a dar señales de vida para contradecirle.

Así que el programa se emitió, pero tuvo que competir con la final de un reality en el que un puñado de aspirantes a estrellas de rock con sobrepeso tenían que convivir bajo el mismo techo y competir por ver cuál de ellos adelgazaba más para conseguir un contrato con una productora musical.

Cynthia se apostó a esperar junto al teléfono en cuanto el programa terminó, en la creencia de que alguien lo vería, alguien que supiera algo, y llamaría a la emisora de inmediato. Los productores se pondrían en contacto con ella antes de que amaneciera, el misterio se resolvería y ella por fin conocería la verdad.

Pero no hubo ninguna llamada, aparte de una mujer que afirmaba que su propia familia había sido abducida por los extraterrestres, y un hombre que le contó una teoría acerca de que sus padres habían atravesado una brecha en el continuo del tiempo, y ahora estaban o bien en la época de los dinosaurios, o bien en un futuro tipo Matrix en el que les estaban borrando la memoria.

No hubo ninguna llamada con información creíble.

Estaba claro que nadie que supiera alguna cosa había visto el programa. Y si lo había visto, no dijo nada.

Durante la primera semana, Cynthia llamó a los productores de Deadline cada día. Fueron bastante amables, y le dijeron que si se enteraban de algo la informarían de inmediato. La segunda semana, Cynthia volvió a llamar a diario, pero los productores empezaban a hartarse de ella y le dijeron que carecía de sentido que llamara, que no tenían respuestas, y que si se enteraban de cualquier cosa la avisarían.

Luego pasaron página y se ocuparon de otros temas.

Cynthia no tardó en convertirse en una vieja historia.