El barco empezó a apartarse del muelle y Ted observó las orillas de Bombay, que se iban alejando. La última luz del sol poniente brillaba en el Oeste, tras de las grandes alturas de Malabar Point. Un alto reloj de torre cazó el último rayo y dejó ver la hora, mientras en la calle inmediata a la orilla los trajes de la gente brillaban con súbito fulgor, destacándose las túnicas de los sacerdotes parsis, que eran blancas.
Ted experimentó una sensación de perplejidad. ¿Vería de nuevo aquellas costas? ¿Dejaría la India para siempre lo mismo que su padre? ¿Había cambiado algo en él haciéndole perder alguna virtud? Lo ignoraba.
De pronto sintió que le tocaban en el brazo y al volverse vio a Ruth a su lado. De nuevo, como tantas veces le sucedía, la vio muy distinta de él, una mujer robusta, con las mejillas de manzana, siempre limpia, y ahora casi desconocida con su traje sastre de sarga azul.
—¿Dónde está Livy? —preguntó Ted contra su voluntad.
—Abajo, deshaciendo las maletas —repuso Ruth cogiéndole del brazo.
—Bien. Hemos logrado sacarla de la India sana y salva —exclamó Ted.
La franja de agua que se extendía entre el barco y la orilla aumentaba por momentos. Veinte pies, veinticinco, pronto cincuenta, y luego miles y miles de millas.
—Así lo supongo —repuso Ruth.
Ted no hizo la menor pregunta sobre las dudas que podía abrigar su mujer. Sentíase cansado y agotado. Tal vez hubiera vivido en Vhai demasiado tiempo. Durante años había vivido entregado a la gente del pueblo, y ahora se sentía vacío y débil. No había comido mucho durante las pasadas semanas, preocupado por lo de Livy y por la precipitada marcha. Sería bueno sumirse en la cómoda vida de la vieja mansión, donde su padre y Agnes los estaban esperando.
El gong de la comida sonó a lo largo de los pasillos del barco y por las cubiertas.
—Creo que tengo hambre —dijo Ted.
—Entonces, descendamos al comedor —repuso Ruth.
Pero permanecieron allí un momento más.
El sol se deslizaba por detrás del horizonte de Bombay y las sombras de la noche se enseñoreaban rápidamente de la ciudad y del mar.
—Espero que Livy no se ponga el sari —dijo Ted de pronto.
—Le dije que no se lo pusiera más —contestó Ruth en voz baja.
—¿Puso algún inconveniente?
—No. Dijo que había decidido no ponérselo más.
Ted pensó que a menudo las conversaciones que sostenía con su esposa resultaban de lo más vulgares, meras preguntas y respuestas. Sin embargo, de nuevo comprendió que albergaba pensamientos que guardaba para sí misma, y que detrás de sus palabras escondía otras cosas. Ted rara vez inquiría cuáles eran éstas, y ahora tampoco lo hizo. Se había levantado una súbita brisa.
—Vamos —dijo Ted—. No hacemos nada aquí. Bajemos.
En la cubierta superior Livy continuó sola, mirando la noche. Las luces del barco iluminaban la suave y aceitosa agua de la bahía y las esbeltas líneas de la proa del barco. Pero Livy no veía las cercanas aguas ni tampoco las luces de Bombay que brillaban a lo lejos. Los ojos de su imaginación; estaban fijos en Vhai, y vio a Jatin solo en su pequeña casa. Jatin estaría ocupado en alguna cosa como siempre lo estaba, leyendo sus libros o comiendo su sencilla comida. Una hora más tarde se encontraría en el hospital haciendo su última visita a los enfermos que yacían sobre jergones colocados en el suelo, o bien en bajas camas de madera con colchón de cuerdas, lo mismo que las que tenían en sus propios hogares. El padre de Livy había insistido siempre en que en Vhai todo tenía que ser hindú, y en Vhai no había nada que se pareciera a lo que había en los bellos colegios y en el hospital MacArd de Poona. Y, sin embargo, la joven jamás se sintió defraudada. Livy había pensado y creído siempre, que su padre hablaba con absoluta sinceridad cuando enseñaba a tratar con cortesía a la gente de Vhai y de toda la India; cuando les hacía aprender la lengua que se hablaba en Vhai y cuando les animaba a llevar el sari, al extremo de que a ella le pareciera más natural y más cómodo un sari que un vestido con botones. Hacer que el tejido cayera formando pliegues desde el talle, formando así una graciosa falda, y luego echarse el otro extremo sobre el hombro era mucho más cómodo que ponerse un vestido con mangas, ceñirse un cinturón y abrocharse los botones de la espalda. Su padre le había animado para que jugara con los niños de Vhai y para que considerase a éstos como hermanos y hermanas, diciéndole que Dios era el Padre de todos y que todos formaban una gran familia. La joven había creído que su padre hablaba sinceramente. Pero ahora sabía bien que no era así, pues si hubiera creído realmente en lo que predicaba, hubiese consentido e incluso se habría alegrado de que su hija se casara con Jatin, porque ésta era la última consecuencia, porque si no se aceptan las últimas consecuencias de las cosas, entonces no se acepta nada.
Livy se estremeció poseída por una infinita tristeza al pensar en Jatin. No era culpa suya, sin duda, pues Jatin jamás había sido desairado por su padre. Sobre esto giró la primera discusión que tuvieron ella y Jatin.
—Te lo digo yo, Jatin. Mi padre se sentirá muy feliz. Él te quiere y te acogerá como a un hijo.
Livy había insistido en sus palabras, pero Jatin sonrió con su triste sonrisa de siempre.
—Entonces, ¿no crees en mi padre? —preguntó la joven con acento de reproche.
—Creo en él —replicó Jatin—. Sin embargo, creo que su alma va más allá que el resto de él. Su fe se remonta hasta allí —y Jatin señaló el cénit—. Pero su carne es más prudente que su alma y permanece sobre la tierra, y su mente se mantiene incierta. Cree en sus ideales y los considera necesarios. Pero dice que tardarán mucho en poderse realizar, mucho tiempo. Lo que él no sabe es que si los ideales no se ponen en práctica, éstos se pierden, mueren, a menos que se les traiga rápidamente a la realidad.
Mucho de lo dicho por Jatin le resultó a la joven poco menos que incomprensible debido a que la presencia de su novio la agitaba profundamente. No prestaba atención a las palabras que pronunciaba. Sus oídos estaban fascinados por sus labios. Al recordar aquellos labios, su corazón se estremecía por efecto de una dolorosa y ardiente pena. No volvería a ver ya más su rostro. Estaba segura da ello. Su padre no hubiera debido separarlos, pensó la joven con súbita rebeldía. Pero luego comprendió que el mismo Jatin la había apartado de él. Si Jatin hubiese sentido el menor deseo de desafiar a su padre, podrían haberlo conseguido. Pero no deseaba hacerlo, y no por miedo, sino porque estaba convencido de que aquél era su destino, que el mundo era así.
—Te irás a tu patria —le había dicho—, y cuando acabes de estudiar te casarás con un buen hombre.
—No lo haré —repuso Livy con acento apasionado, las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—Pues debes hacerlo —insistió Jatin con su grave voz—. Y ahora, Livy, voy a darte un consejo. No le hables de mí. Te lo digo por tu bien, pues si tu padre, que es un hombre tan bueno, no puede resistir la idea de nuestro amor, menos lo podrá resistir tu marido. Se apartaría de ti porque una vez me amaste.
—Te amaré siempre —declaró la joven—, y no me casaré con nadie.
Jatin no replicó. Lo único que hizo fue acariciar sus mejillas con sus poderosas manos. Aun en el tiempo más calmoso sus palmas estaban siempre secas y frescas y parecían poseer un poder curativo. Jamás encontraría un hombre como él, jamás vería a un hombre que pudiera comparársele. Pero como la suave piel que cubría su cuerpo era oscura, nunca podrían ser marido y mujer. Era algo muy sutil, pues si se la atravesaba con un alfiler, la carne era tan pálida como la suya y la sangre tan roja. Sin embargo, era aquello oscuro, tan fino como el papel, lo que empujaba a cada uno de ellos por caminos distintos y hacia lados opuestos del mundo.
Livy, a pesar de todo, no estaba de acuerdo con todo lo que él había dispuesto. Tenía puestas sus esperanzas. Si nacía, regresaría a la India e insistiría en que Jatin se casara con ella y reconociera a su hijo. Ella no sería como su padre. Ella predicaría con el ejemplo: «Amaos los uno a los otros», dicen las Escrituras, y ella había amado a la India, había amado a Vhai y a la gente de Vhai, y también a los niños y a las mujeres, y la carne de su ayah le había parecido tan real como la de su propia madre. Y, por último, había amado a Jatin.
La joven se apoyó en la borda y cerró los ojos, murmurando una fervorosa súplica: «¡Oh, Dios! Dame un hijo; que yo pueda volver junto a Jatin».
La intensidad de su acento era tan profundo que la muchacha tuvo la seguridad de que había sido escuchada. Un suave viento nocturno sopló en aquel instante. Un momento antes, todo estaba en calma y ahora de súbito se había levantado. Un signo y una promesa. La joven abrió los ojos bajo los efectos de un éxtasis de esperanza y sintió que el barco subía y bajaba bajo sus pies. Se encontraban más allá de la bahía, en alta mar. Pero ella volvería a la India, pues Dios la habría escuchado. Durante un instante, la joven pensó que debía decírselo a su madre. Pero luego decidió guardar silencio. No, todavía no. Tendría que pasar más tiempo antes de que estuviese segura.
La joven se estremeció súbitamente al sentir el fresco aire marino. Ella no se separaría de Jatin. Vhai estaba allí y siempre estaría allí. Aunque se la llevaran a los Estados Unidos, volvería… si es que no se había equivocado al interpretar la respuesta de Dios.
Sin embargo, la muchacha era joven y hubo horas en que casi se olvidó de todo. La compañía en el barco era alegre y divertida, jóvenes y muchachas la obligaban a participar en sus juegos, y cuando la convencían, Livy cantaba canciones hindúes, las dulces y emocionantes melodías de Vhai, haciéndolo con voz aguda que avanzaba como avanza un arroyo por entre las montañas.
Los pasajeros se mostraban encantados con ella, y Livy no podía hacer otra cosa que corresponder a sus atenciones, pues era muy agradable oírles decir que era bonita, que poseía una bella voz, que era una bailarina con dotes naturales y que debía pensar en Hollywood. La joven se mostraba tímida, contestaba a los cumplidos en voz baja y casi ruborizándose, con los párpados caídos. Pero cuando oyó lo de Hollywood, alzó los párpados con inconsciente halago. No, ella no había pensado en Hollywood. No creía que a su padre le gustara la idea, y a su abuelo era seguro que le gustaría mucho menos. Sí, ellos iban derechos a Nueva York, donde se hospedarían en la casa que había pertenecido a su bisabuelo. Sí, su bisabuelo era David Hardworth MacArd. Livy suponía que cuando la gente hablaba de MacArd se referían a este último, aunque el nombre de su abuelo era también David. Era tan joven, que le gustaba observar la pequeña pausa que se producía en la conversación después de haber pronunciado aquel nombre, y cuando se ponía en pie para marcharse, añadía dignidad a su gracia. Era biznieta de MacArd.
Pese a todo, su corazón continuaba fiel, y mañana y noche decía sus oraciones y pensaba en Jatin, y muchas veces durante el día el rostro del joven hindú aparecía ante ella. La joven miraba su reloj de oro de pulsera que su padre le había regalado en las últimas Navidades, y se preguntaba qué estaría haciendo Jatin en aquel momento y dónde se encontraría, y entonces le veía trabajando solo. No se había apartado de él, no podía apartarse mientras existiera posibilidad.
Pasaron los días. El barco se encontraba ya en mitad del océano, y una mañana apareció la certidumbre. La respuesta fue concluyente. No tendría un hijo. La naturaleza lo anunciaba. La joven comprendió que su amor no daría fruto. Livy se levantó temprano aquella mañana. El viento descansaba sobre el agua y el sol brillaba en el horizonte. La joven se había despertado muy alegre, pues era demasiado joven para persistir en su tristeza y de pronto, súbitamente, tuvo la sensación de que el día se había detenido al amanecer. Se metió de nuevo en el lecho, se echó el embozo encima y lloró silenciosamente entre las sábanas para que Sara no pudiera oiría desde la otra litera. Pero Sara la oyó, y como era muy avispada dijo que tenía que ir al cuarto de baño. Pero en vez de hacerlo corrió a llamar a su madre. Ruth apareció envuelta en su bata de algodón de color de rosa y tan de improviso que Livy no tuvo tiempo de enjugarse las mejillas, por lo que le fue imposible decir que no estaba llorando.
—¿Por qué lloras, hija? —preguntó Ruth.
—Es que no me encuentro bien —murmuró la joven intentando no mirar a su madre.
Pero las fuertes manos de Ruth la cogieron por la barbilla y la obligaron a levantar los brazos.
—¿Que no te encuentras bien? ¿Qué te pasa?
—Es que…
—¡Ah! —exclamó Ruth aliviada—. Pero ¿por qué lloras? Eso no es nada.
—La gente llora a veces por nada —repuso Livy con una sonrisa triste.
—Tú no —contestó Ruth.
Ruth contempló el rostro de su hija, viendo que tenía los ojos cerrados y que sus labios temblaban. La muchacha estaba pálida. Quizá las cosas hubieran llegado mucho más lejos de lo que ellos suponían. Ruth recordó entonces que ella también lloraba siempre cuando salía de la India. Pero ahora estaba Jatin, y ella ignoraba por completo lo que podía haber sucedido. Pero, fuera lo que fuese, Livy estaba a salvo. El amor no había pasado del corazón, y la herida podía cicatrizar.
—Tápate para que entres en calor —dijo la madre—. Haré que te traigan el desayuno.
Se inclinó y depositó un beso en la frente de su hija, contenta de ignorarlo todo. De nada sirve saber cuando nada se puede remediar, y, de todos modos, el asunto había terminado.