XVIII

Mientras tanto, Ted se preocupaba por dejar en buen orden sus dominios, para que cuando regresara de nuevo a Vhai no se hubieran perdido demasiadas cosas. Le gustaba aquel trabajo, pues le mantenía atareado día y noche, y así evitaba el tener que mirarse en el espejo de su propia alma. Ahora no podía decidir lo que estaba bien y lo que estaba mal. Necesitaba tiempo para considerar, para pesar las cosas y para meditar. Lo sucedido era que Livy se había enamorado del joven que tenía más cerca, que dio la casualidad de ser Jatin. Este hecho, en apariencia vulgar para cada padre, según suponía Ted, tenía extrañas raíces dentro de él. ¿Por qué se sublevaban su carne y su espíritu al saber que Livy deseaba casarse con Jatin? No podía contestarse a esta pregunta, pero se sentía tan perplejo ante la misma, que hasta le disgustaba la vista de Livy, que se movía por la casa con suave silencio. Cuando tuviera tiempo, bien en el barco o en los Estados Unidos, buscaría el oculto espejo y se miraría en él. Pero esto no podía hacerlo allí, sobre aquel suelo. Necesitaba salir de la India y que también saliera Livy para quedar libre de la fastidiosa preocupación de saber dónde se encontraba su hija en cada momento del día. Sólo cuando el ayah salía de la habitación de su Livy por la noche dejándola segura en el lecho, podía descansar. Pero incluso entonces no era un descanso demasiado completo, pues allí estaba Ruth, su esposa que le observaba pensativamente sin formular la menor pregunta. Ted sabía que ella tenía preguntas que formular, pero no las hacía, y él no podía arriesgarse a pedirle que las formulase. Quedaban pendientes. Pendían de los labios de ella y Ted no se atrevía a dejarlas caer, ni tampoco deseaba saber lo que su esposa estaba pensando, si es que pensaba algo, que quizá no fuera así, ya que Ruth tenía la costumbre hindú de dejar que los problemas descansaran en su alma hasta que, en silenció, crecían y adoptaban una forma peculiar, y entonces se tornaba locuaz e insistente. Que esto sucediera en el barco o en Norteamérica, cuando tuvieran ya a Livy segura. No pedía más.

Ted no sabía —¿cómo podía saberlo?— que todos los hindúes del pueblo observaban a Livy y la protegían contra él por medio del más completo silencio. Cuando él se marchaba, hablaban sin cesar, pero siempre protegían a la muchacha a la pequeña Livy que había crecido entre ellos, y que era parte de ellos, mientras que él no lo era ni nunca lo sería. Él pertenecía al grupo de los hombres blancos. Pero ella, una solitaria y pequeña figura humana, se había vuelto hacia ellos. Cuando miraba a Jatin los miraba a ellos. Sentían deseos de extender sus brazos para atraerla hacia ellos, pero esperaban en silencio para ver si era Jatin el que se la llevaba. No hacían la menor alusión al secreto, y una parte del escudo protector fue la obediencia a Ted, una completa buena voluntad para ayudarle a prepararlo todo.

Sin embargo, Jehar, el sadhu, que se dirigía allí oyó el rumor, una noticia no propalada al parecer, por nadie, pero que era transmitida de boca en boca y de pueblo en pueblo hasta que llegó a sus oídos. Entonces se dirigió rápidamente a Vhai, imaginando lo que debía de suceder en la casa de paredes de tierra. Llegó al pueblo una tarde, cuando el sol se estaba poniendo sobre los verdes campos. Los monzones habían terminado, los campos no estaban secos aún del todo y el sol desaparecía detrás del horizonte cuando llegó ante la puerta de la casa.

Ted miró por la abierta ventana de su despacho al darse cuenta de que alguien había pasado ante ella, y al ver la conocida y bien amada figura se levantó rápidamente y fue hasta la puerta.

—¡Jehar! —exclamó—. No hay a nadie a quien vea con más gusto en este momento.

Alzó una mano y cogió la suave y larga mano de Jehar, haciendo entrar a su amigo en la casa y luego en el despacho. Una vez en su interior, Ted cerró la puerta y los dos amigos se miraron francamente. Jehar estaba más alto. Era una poderosa figura, adquiriendo mayor relieve su estatura debido al pequeño turbante que cubría su cabeza y el flotante vuelo de su túnica de color de azafrán.

—Siéntate —dijo Ted—. ¿Tienes hambre o sed?

—No. Nada —repuso Jehar.

Su voz era profunda y pausada y en sus grandes ojos, intensamente oscuros, había una mirada suave y afectuosa. La negrura de su barba y de sus cejas hacían que su tez olivácea pareciera pálida, pero no falta de color. Iba descalzo. Con los pies desnudos había andado mucho por el mundo, incluso por las nieves del Tíbet. También había estado en Europa, en el Continente y en Inglaterra, y al final en los Estados Unidos, mostrándose en todas partes el mismo.

Ted se sentó junto a él y apoyó ambas manos en las rodillas de su amigo, sin dejar de mirarle a los ojos.

—No tenía la menor idea de que te encontraras cerca de Vhai.

—No lo estaba —contestó Jehar—. He andado en el país de los sikhs. Mientras me encontraba allí supe que te preparabas para regresar a tu patria, y he venido para preguntarte si es verdad y cuándo volverás a reunirte con nosotros.

—Es cierto —repuso Ted.

Titubeó un momento, y de pronto sintió la necesidad de confiar a su amigo la pena que le aquejaba. No había nadie a quien pudiera hablar tan libremente como a Jehar, nadie que pudiera comprender tan bien como él que Livy no se podía casar con Jatin, aunque Jatin fuera un muchacho honrado y bueno. Contó a Jehar punto por punto todo lo que había sucedido y por qué se llevaba a Livy. Jehar escuchó haciendo movimientos de asentimiento con la cabeza de vez en cuando.

—Comprendo —dijo—. Comprendo. Quizá no hubiera comprendido de no haber visto tu casa de Norteamérica. Ted, hermano mío, nunca te he dicho que vi a tu padre en Nueva York.

—Sí, mi padre me lo escribió —replicó Ted con cierta turbación.

Su padre le había escrito bastante irritado que Jehar había procedido en Nueva York lo mismo que si estuviera en la India, habiendo producido a todos la impresión, no de que se trataba de un cristiano, sino de que era un swami, un faquir, un ser extraño e incluso falso.

No le han pedido que hable en ningún púlpito importante —escribió su padre—. Resulta algo desastroso verle con el traje hindú, los pies desnudos y todo lo demás. Nos pareció lamentable a todos.

—Quizá no te haya dicho que creyó su deber rechazarme —dijo Jehar con una sonrisa—. Yo acepté su desaire porque sabía que debía hacérmelo. Pero seguí fiel a mí mismo. «Yo no soy un swami —le dije—, pues esa palabra significa señor, y yo no soy un señor. Yo sólo soy un sadhu, esto es, un hombre religioso, y siendo hindú debo emplear esa palabra, aun cuando veo a Dios a través de Jesucristo».

—¿Y no lo comprendió mi padre? —preguntó Ted.

Jehar permaneció pensativo unos momentos, y Ted, acostumbrado a tales silencios, esperó. Cuando Jehar habló de nuevo, no fue para mencionar el nombre de Livy.

—Recordarás los versos del Mahabharata, que a Gandhi le gusta tanto recitar.

Hizo una pausa, contuvo el aliento, cerró los ojos y luego empezó a recitar con profundo ritmo:

El individuo debe ser sacrificado a la familia.

La familia debe ser sacrificada al pueblo.

El pueblo debe ser sacrificado a la provincia.

La provincia debe ser sacrificada al país.

Pero por la conciencia, sin embargo, sacrifícalo todo.

Jehar abrió los ojos y miró con ansiedad a Ted, y sus oscuros y penetrantes ojos parecieron hacer correr un calor físico por la carne de Ted, o por lo menos, así se lo imaginó éste.

—¿Y qué dice tu conciencia? —inquirió Jehar.

—No lo sé —replicó Ted—. Sólo he actuado como creía que debía hacerlo.

Jehar le escuchaba con expresión afectuosa.

—Ahora estás muy atareado, pero cuando todo esté acabado tendrás tiempo de escuchar. La conciencia es distinta una de otra, y la mía no debe hablar en lugar de la tuya. ¿Qué es la conciencia? Es la parte más completamente desarrollada del ser humano, el corazón del espíritu, lo más sensible, lo más delicado. Es moldeada por la mayoría de una sociedad determinada, pero es desarrollada hacia la sabiduría a través de la experiencia individual, mantenida por la fuerza de la voluntad. Tu conciencia es distinta de la mía y la mía es distinta de cualquier otra. Yo he encontrado que era de razón vivir la vida de un sadhu a la manera hindú, aunque predicara sólo a Cristo. Como dije a tu padre, amor, hogar y riqueza no eran para mí, aunque podían ser para otros, y he obtenido mi recompensa. Tú has realizado en Vhai una gran labor, y has renunciado a mucho más que todos los hombres de tu clase, obteniendo tu recompensa como yo he tenido la mía. Tu padre no puede comprender esto, lo mismo que no me puede comprender a mí. No importa. Tú tienes tu premio como yo tengo el mío. Pero ahora…

Sacudió la cabeza y Ted entrevió en los insondables ojos del hindú la antigua luz anunciadora del éxtasis.

—Pero ahora —continuó Jehar— se te ha presentado una nueva oportunidad. No soy yo el que tiene que aconsejarte. La oportunidad viene a ti de Dios, como todas las cosas vienen de Dios. ¿Qué significa esto? Debes preguntarte: ¿es que no he hecho ya bastante? Si sientes que has hecho bastante, si tu conciencia te dice que es bastante, entonces es que sí es bastante, y tendrás tu premio. Pero si cuando estés gozando de la quietud del barco tu conciencia te dice que lo que has hecho no es suficiente, y que Dios te ofrece la oportunidad de hacer más, entonces escucha a tu conciencia. La escalera que lleva al cielo está formada por escalones. En cada escalón pensamos que hemos llegado a la meta, pero queda siempre otro escalón más, y al final, alcanzamos las puertas de Dios cuando nos hemos desprendido de todo egoísmo.

Ted procuró rehuir la magia de los ojos oscuros de la poderosa y suave voz, echándose a reír.

—Jehar, soy terriblemente estadounidense. Aunque tengo confianza en ser tan buen cristiano como tú.

Jehar sonrió.

—¿Por qué voy yo a querer hacer de ti lo que no eres de nacimiento? Precisamente porque eres norteamericano me encanta llamarte mi hermano, y he podido comprobar con mis propios ojos lo mucho que abandonaste para ser un cristiano en la India. Lo que dejaste no es nada en comparación con las riquezas, los placeres y los honores que podías haber conquistado en tu propio país. Pero tú elegiste vivir aquí, en un pueblo hindú, en una casa con paredes de tierra y techo de bálago. Me siento profundamente humilde ante ti. Tú incluso has criado a tus hijos aquí, y yo no tengo hijos, No sé lo que es tener un hijo al que se me pida en sacrificio. En mi humildad veo que has vivido tan por completo la vida de un cristiano en mi país, que ahora te encuentras en el trance de tener que aceptar a un hindú como hijo y sus hijos como nietos. Ahora te es posible dar el paso de la completa hermandad, tanto en la carne como en el espíritu. Dios ha hecho posible que pudieras completarla en vida.

El mismo aire temblaba ante la intensidad del momento. La grave voz de Jehar parecía palpitar, alzó su magnífica cabeza, cerró los ojos y se sumió en una silenciosa plegaria.

También Ted fue atraído por el silencio. No podía rezar, pero permanecía inmóvil, sin pensar ni sentir, resistiendo con toda su voluntad el magnetismo que fluía de Jehar. Se negaba a dejarse arrastrar.

Un momento después terminó todo. Jehar abrió sus ojos y dedicó a su amigo su natural y viva sonrisa. Luego se puso en pie.

—Me alegra de que te hayas confiado a mí. Otros me contarán seguramente lo ocurrido, y yo les diré entonces que conozco el asunto y que lo que haces está de acuerdo con tu conciencia. Y ahora, Ted, mi querido hermano, tengo que irme.

—Quédate con nosotros esta noche, Jehar.

Hizo la invitación, pero no insistió. Se había sentido súbitamente muy cansado y, por alguna razón deprimido. Por lo general, Jehar elevaba su espíritu. Pero aquella noche no había llegado a su corazón.

—No puedo, Ted —respondió Jehar—. Me esperan mañana a unas treinta millas al sur de Vhai y tengo que andar durante la noche.

Se estrecharon de nuevo la mano y Jehar apoyó su mano izquierda sobre las manos entrelazadas.

—Regresa —dijo—. Por lo menos, regresa a la India.

—Naturalmente —repuso Ted.

Jehar no dijo más. Dio un paso hacia atrás y mirando a Ted a los ojos juntó las palmas de su mano de acuerdo con el viejo saludo hindú.

Ted hizo una reverencia y permaneció observando con toda su atención al hombre que caminaba con los pies desnudos hacia el Sur.

Y después que Jehar se hubo marchado, Ted se preguntó: «¿Por qué se ha referido Jehar a la India y no a Vhai?».

Cuando llegó el último día de su estancia en Vhai, Ted llamó a Jatin.

—Jatin —dijo—, te dejo al frente de todo esto. Tú cuidarás del trabajo médico, y he mandado llamar a un joven de Poona para que se encargue de las escuelas. Jehar pasará por aquí de vez en cuando. No me echaréis mucho de menos.

—Le echaremos de menos —repuso Jatin.

El joven permanecía ante Ted vestido con su bata de hospital, alto y firme, con los brazos cruzados.

—Siéntate —dijo Ted.

Jatin obedeció. Cumpliendo con su deber, no diría nada de las siete noches. Éstas quedarían sepultadas en su memoria, profundas como joyas debajo del mar. La vida fluiría sobre ellas, pero nadie sabría nada jamás.

—Deseo darte las gracias —continuó Ted—. Me has sido muy fiel. Livy es joven y tú podías haber despertado en ella emociones que no pudiera dominar. En lugar de eso, has sido amable y fuerte. Le has hecho comprender que debía olvidar la infantil preferencia que sentía hacia ti. Te estoy agradecido por ello. Sin embargo, creo que en cierto modo debo disculparme, pues en todo este asunto noto un defecto en mí. Digo que Livy es demasiado joven, y ciertamente lo es. Pero si yo soy honrado conmigo mismo, como deseo serlo, sé que… existe alguna razón más para apartarla de ti.

Hablaba aún impulsado por la huella que habían dejado en él las palabras de Jehar.

—Por favor, no continúe, señor MacArd —exclamó Jatin—. Lo comprendo. Es natural en los padres pensar que sus hijos tienen que casarse de acuerdo con la clase a que pertenecen. Así debe ser. De todos modos, no es mi deseo insistir. Hay un karma entre su hija y yo. El destino ha querido que nos amáramos el uno al otro. Pero por nuestro nacimiento el destino nos prohíbe que nos casemos. Sé esto y lo acepto.

—Pues yo debo añadir más —insistió Ted—. Soy cristiano, Jatin, y como cristiano tal vez no debiera sentir lo que siento. Pensé que había entregado mi vida a Dios. Pero acaso no haya sido así. No se trata de Livy, sino de mí. Yo tal vez estaría dispuesto a llevar el significado del amor a sus últimas consecuencias. La esencia del amor cristiano nos conduce siempre a las últimas consecuencias. Pero noto una falla en mí. No estoy preparado para enfrentarme con las últimas consecuencias ni para aceptarlas.

Ted parecía sorprendido ante el fervor que dejaba transparentar el rostro de Jatin.

—Querido señor —dijo el hindú impulsivamente—. Haga el favor de no sentirse poco menos que como una persona que ha fracasado. El amor de que usted habla es no sólo cristiano, sino humano, y no puede ser forzado. Livy lo puede sentir, pero es que ha nacido una generación después que usted. Yo lo siento. Pero es que yo también he nacido una generación después que mi padre. No me casaré con Livy. Se lo prometo a usted, señor MacArd. No está escrito en mi destino. Livy también lo sabe, Pero algún día, cuando Livy esté casada con un hombre de su propia raza, si la hija de Livy desea lo que nosotros hemos deseado entonces ella permitirá que se case con el elegido de su corazón. El tiempo y las generaciones trabajan al compás del destino, señor. Así es como yo siento.

—Me haces sentirme muy pequeño —repuso Ted confundido.

—Entonces he hecho mal —murmuró Jatin.

El joven se puso en pie.

—No hablemos más y no piense en ello. Lo que ha sido no puede ser cambiado, y lo que va a suceder ha sido ya decidido.

Aquella noche Livy visitó a Jatin por última vez. Hablaron largamente en voz baja, muy cerca el uno del otro, y al cabo Jatin exteriorizó su miedo.

—¿Y si tuviéramos un hijo, Livy?

—¡Oh! Confío que sí —gritó la muchacha.

—No, Livy. Yo abrigo la esperanza de que no lo tengamos. Pero si lo tenemos, no te quedes con él.

—Sí, me quedaré con él, Jatin.

—No, te lo prohíbo. Yo no podría vivir en paz si tú tuvieras la carga de un hijo y yo no pudiese compartir esa carga contigo.

—Pero ¿qué podría hacer?

—Entregárselo a alguien. Será de piel tan oscura como yo. La oscuridad de nuestro pueblo, Livy. Dáselo a la gente oscura de tu país.

—Pero nuestro hijo no será negro —gritó Livy sorprendida ante aquella orden.

—¡Chitón! —Jatin le puso la mano en la boca—. Deja que pertenezca a ellos, ya que no podría pertenecer a nosotros. Pero quizá no nazca nunca. Eso sería lo mejor, pues tú debes quedar completamente libre de mí y yo debo quedar libre de ti. Nuestro fardo no debe pesar sobre un hijo. Tal es nuestro destino, y así debe ser.

Jatin la abrazó fuertemente, pues sólo les quedaban unos minutos de estar solos. Livy le abrazó a su vez, pero se apartó suavemente y fue hacia la puerta.

—Ahora es el fin —murmuró Jatin—. Todo ha terminado. Lo hemos tenido todo, pero ahora nos lo quitan todo. Hasta la vista, Livy, hasta la vista.

Jatin cerró la puerta y permaneció inmóvil oyendo cómo sollozaba Livy contra la puerta. Él sollozó también, pero no se movió, hasta que al fin oyó; que la joven se alejaba.