Tú ves perfectamente que es imposible —insistía Ted.
—¡Oh, sí! Claro que lo veo —replicaba Ruth. No había dejado de coser, aunque en cuanto apareció su marido, supuso que Livy debía de haberle hablado. Después de todo, tenía que saberlo más tarde o más temprano.
Ruth levantó su mirada de la costura.
—¿Qué piensas hacer?
—Querrás decir qué vamos a hacer —corrigió Ted, y sin esperar respuesta de su esposa, continuó hablando—. Voy a comprar pasajes para el primer barco que salga de Bombay. Nos vamos todos a los Estados Unidos. Pondremos a Livy en un colegio de muchachas.
—Livy no es ya una niña —repuso Ruth—. Se ha convertido en una mujer como se vuelven aquí todas las muchachas.
—Es una niña por su edad y por su espíritu —insistió Ted—. Cuando se encuentre en nuestra patria, tomará su puesto entre otras muchachas.
Ted se levantó de la silla de bambú donde se había dejado caer, anduvo de un lado para otro a lo largo de la habitación y se volvió a sentar, esperando que Ruth le diera la razón. Pero Ruth seguía cosiendo en silencio, tal como la había visto centenares de veces a lo largo de sus años de matrimonio. Ted suponía que Ruth encontraba una tranquilidad espiritual al coser. La tenía por una buena esposa y había aprendido a amarla sin estar enamorado de ella.
¿Qué era el amor? No se podía plantar una palmera en el patio en unión de otra persona sin sentir una especie de cariño, y él y Ruth lo habían hecho todo juntos: edificar la casa y criar a los hijos, enseñar, predicar y atender al hospital, siempre aislados, dos personas blancas en un mundo de personas de color. Habían creído en la bondad de lo que estaban haciendo, seguros de su fe, entregándose en cuerpo y alma a sus afanes, y Ted no se había parado jamás a preguntarse si amaba a Ruth como una vez había soñado amar a una mujer. Todos los hombres sueñan, se decía a sí mismo. Pero la realidad era mucho mejor. Porque sólo la realidad no es egoísta en amor. Exhaustos a menudo como consecuencia del terrible clima en que vivían, cansados más allá de toda resistencia, fatigados ante las desesperadas peticiones de la gente del pueblo, él y Ruth se pegaban uno al otro y se sostenían en pie mutuamente, y esto también era amor, un amor que producía visibles frutos en centenares de vidas humanas.
Sí, Ruth podía permanecer silenciosa mientras cosía.
—¿Y bien? —exclamó Ted impaciente—. ¿Tienes tú algún otro plan?
—No —repuso Ruth lentamente—. No tengo ningún plan. Lo que sucede es que no me gusta irme de Vhai. Me parece que tienes razón, Ted. Lo mejor es hacer salir a Livy de la India.
—¿Se lo dices tú, o se lo digo yo?
—Será mejor que se lo digas tú —repuso Ruth sin levantar la cabeza.
Por lo tanto, Ted se lo dijo a Livy a la tarde siguiente, con expresión a la vez suave y dura. Estaba sentado en la veranda, durante la rápida puesta de sol, observando cómo la joven jugaba a la pelota con Sara, el único de sus hijos que se encontraba aún en la niñez. Sara era como su bisabuelo, una niña vehemente y apasionada de huesos finos, que quería mucho a su hermana mayor. Ted miraba a Livy, muy linda con su sari de color de rosa, que se movía de un lado a otro con rápidos movimientos, para coger la pelota de trapo que Sara le enviaba hábilmente.
—¡Livy! —gritó Ted desde la oscuridad.
—Ya voy, papá —contestó la joven.
Livy parecía estar de buen humor y con una suave expresión de alegría en su dulce rostro acudió a la llamada de su padre.
La India era su ambiente ideal y no la deprimía. Parecía siempre fresca, aunque la noche fuera tan húmeda como aquélla.
—Siéntate, hija —dijo Ted.
Livy se sentó en el sofá de bambú que había cerca de su padre, y Sara, que se había quedado sola, gritó con una aguda voz infantil y acento cantarino, como hacían los hindúes:
—Pronto oscurecerá. Ven a jugar, Livy.
—También a ti te interesa esto —repuso Ted.
La niña se acercó y se colocó entre su padre y su hermana.
—¿He hecho algo malo? —preguntó.
—Nada —contestó su padre.
—Soy yo la que ha hecho algo malo —dijo Livy suavemente—. Soy yo la que he sido traviesa y ahora papá va a castigarme.
—Livy no es traviesa —replicó Sara—. Nunca ha hecho nada malo.
—Sí, a veces lo hago —insistió Livy.
Sus oscuros ojos se endurecieron, brillando intensamente cuando la joven los posó en su padre. Pero éste rehuyó el manifiesto reto que le lanzaba su hija.
—No se puede llamar castigo ir a Norteamérica, y eso es lo que vamos a hacer. La carta conteniendo los pasajes ya está echada al correo. Quizá podamos marchamos dentro de muy pocos días.
Sara se acercó a su hermana y la abrazó. Ir a los Estados Unidos era para ella a la vez un sueño y un motivo de terror. La niña había formulado centenares de preguntas acerca de los Estados Unidos y a veces permanecía despierta parte de noche pensando en el bello e imaginario lugar. Pero ahora su padre había hablado con tanta naturalidad de que ya tenía los pasajes pedidos, que Vhai le resultaba muy difícil de abandonar a pesar de que en los Estados Unidos no había serpientes en los jardines y de que los escorpiones no se metían en los zapatos por la noche.
—¿No es una buena noticia, Sara? —preguntó el padre.
—Quizá las niñas de allí no me quieran —contestó la pequeña Sara.
—No son buenas noticias, papá —repuso por su parte Livy.
En su voz había cierta cautela y una expresión de ira se reflejó en sus oscuros ojos, que se clavaron de nuevo en el rostro de su padre.
—No son buenas noticias, papá —repitió Sara como un eco, abrazada a su hermana—. Si Livy lo cree así, yo también lo creo.
—Sin embargo, nos iremos —repuso el padre—, y todos permaneceremos allí un año, excepto Livy, que estará cuatro, pues va a ingresar en un colegio. Allí, en el colegio, aprenderá a ser una muchacha norteamericana, y quizá se case con un norteamericano y se quede en los Estados Unidos.
—¡Oh, no, no! —gritó Sara—. Porque entonces, ¿cómo va a poder vivir con nosotros en Vhai?
—Quizá entonces ya no quiera vivir en Vhai —contestó el padre—. Norteamérica es un país lujoso donde hay amplias calles, automóviles y grandes trenes, e incluso aviones que vuelan en todas direcciones. Livy tendrá vestidos muy bonitos, aprenderá a cantar y a tocar el piano, y en el verano podrá ir a Inglaterra y a Francia.
—Déjame ponerme en pie, Sara —dijo Livy retirando los brazos de la niña de su cintura.
Ted no la detuvo ni le preguntó dónde pensaba ir. Convenía dejar que su hija asimilara la noticia como pudiera.
—Ven a sentarte en mi regazo, Sara —continuó Ted sin hacer caso de Livy—. Quiero seguir contándote cosas de los Estados Unidos.
La niña dejó de apretar la cintura de su hermana y contenta por la invitación corrió hacia su padre. En la oscuridad, rasgada sólo por la luz que brotaba a través de las abiertas puertas y ventanas procedentes de las lámparas que los criados iban encendiendo dentro de la casa, Ted siguió hablando a Sara de los Estados Unidos, de las montañas sin fin y de los largos ríos, de las grandes ciudades y de la casa donde vivía su abuelo y donde antes de su abuelo había vivido su bisabuelo, a quien ella nunca vería, pues estaba muerto.
—Los Estados Unidos son tu patria, ¿sabes? —dijo Ted a la niña—. La India no es tu verdadera patria, y Vhai no es el sitio en que tienes que vivir en realidad.
—No lo sabía —exclamó Sara maravillada—. Creí que tendría que vivir aquí siempre.
Ted permaneció silencioso y afligido mientras la niña pronunciaba las últimas palabras, pues su corazón le hacía grandes reproches mientras escuchaba la melancólica música que el viento producía en las calles de Vhai ahora envueltas en sombras.
En la oscuridad, Livy caminaba con rápidos y seguros pasos, sin preocuparse de las serpientes ni de los insectos de la noche, el vuelo del sari cogido con una mano y sobre su cabeza la banda de tela que ocultaba su rotundo perfil. A aquella hora, Jatin debía de hallarse en su habitación inmediata al hospital, el pequeño anexo que su padre había construido para el joven cuando éste llegó para hacerse cargo del hospital. Livy no había estado jamás en aquellas habitaciones, excepto el día en que quedaron terminadas, cuando sus padres fueron a inspeccionarlas. El anexo se componía de cuatro habitaciones, las suficientes para, albergar a su familia cuando Jatin se casara. Porque, naturalmente, Jatin se casaría, según afirmaba el padre de Livy, y cuatro habitaciones constituirían un departamento más que suficiente en Vhai. Y cuatro habitaciones constituirían también un departamento espacioso para ella. ¡Pensar que podría haber formado un hogar allí con Jatin! Había soñado en ello e incluso hablado con Jatin del asunto, aunque éste jamás la quiso escuchar.
—Nunca sucederá eso. Nunca podrá ser —contestaba Jatin una y otra vez.
—Jatin, siempre te muestras pesimista —replicaba la muchacha—. Debes ser osado, debes insistir. Cuando yo quiero algo, siempre insisto.
A esto, Jatin respondía con una mirada inundada de tristeza. Sus ojos, trágicos en su forma y en su color, grandes y líquidos, provistos de largas y espesas pestañas, llevaban entre sus sombras el recuerdo de desconocidas penas, un profundo dolor de raza heredado y que ahora yacía en su propia naturaleza. Jatin tenía el pleno convencimiento de que sucedería lo peor, y no estaba dispuesto a levantar una mano contra el destino porque no creía en la felicidad y aceptaba la desgracia antes de que ésta se presentase.
«Esta noche —se dijo Livy— tiene que comprender. Esta noche debe ver claramente que cuando un hombre tiene algo suyo, y yo soy de él, debe cogerlo». Los pies de la muchacha apenas tocaban la hierba. Corría empujada por el miedo tanto como por el amor. Miedo de la muerte y miedo de la vida. ¿Qué importaba que una serpiente le mordiera si Jatin no iba a tener el coraje necesario? Él la amaba, de esto estaba Livy plenamente segura, pues era de profundos sentimientos y apasionado. Sin embargo, el amor no le haría lo bastante fuerte. Jatin se declaraba vencido demasiado pronto. Se rendía rápidamente tanto en sus pequeños deseos como en sus grandes anhelos. Pero aquella noche ella insistiría, sí, insistiría hasta convencerle.
Livy salvó los tres escalones que conducían a la pequeña veranda. La luz brillaba en el interior, la luz amarilla de la lámpara de petróleo, y Livy llamó en la abierta puerta. El joven estaba sentado en su despacho y no podía verla, pero un rayo de luz caía en el pequeño zaguán de la entrada. Jatin oyó la llamada y salió en el acto. Estaba descalzo y vestía un cuerpo sin mangas y un dhoti, pues no esperaba a nadie, a no ser una llamada del hospital.
—¡Livy! —gritó con expresión de horror—. ¿Qué haces aquí?
—Déjame entrar, Jatin —masculló la joven.
La pantalla contra los insectos estaba puesta y Livy la sacudió ligeramente. Jatin la desenganchó y la joven entró en la casa.
—Debo apagar la luz —murmuró Jatin con expresión de inquietud—. Te pueden ver. Quizás alguien te haya visto ya.
—No me importa lo más mínimo —repuso Livy con su voz más natural—. Y no hables en voz baja, Jatin. ¿Qué importa que la gente lo sepa si ahora ya lo saben mis padres?
Jatin, sin embargo, se mostraba intranquilo y anhelante.
—Muy bien entonces —exclamó la joven—. Nos sentaremos entre las sombras del recibidor. No me quedaré, ya que tienes tanto miedo, pero tengo que decirte una cosa. Papá ha pedido por correo pasajes para el primer barco que salga de Bombay. Nos vamos a los Estados Unidos y no dejarán que vuelva aquí. Ellos permanecerán allí un año, pero yo tendré que estar cuatro. ¿Y cómo voy a volver a Vhai si él no me deja? Así que debes pedirme en matrimonio, Jatin. Y si no nos dejan casar abiertamente, entonces nos casaremos en secreto.
—¿Cómo nos vamos a casar en secreto? —preguntó Jatin con agitada voz—. Tendríamos que ir al Consulado norteamericano de Poona y allí tu padre y tu abuelo son muy conocidos. El cónsul se lo diría antes de concedernos el permiso. No hay manera, Livy. Debemos abandonar el proyecto.
Livy se mordió los labios y volvió la espalda a Jatin.
—Sabía que contestarías eso. Sabía que no tendrías valor. No sé por qué te amo.
—Tampoco lo sé yo —repuso Jatin humildemente.
Estaban sentados uno junto a otro en un pequeño y recto sofá de mimbre, y el rayo de luz se extendía como una cortina entre ellos y la puerta abierta. Los dos miraron hacia ella, hacia la noche envuelta en sombras, tratando de horadar la oscuridad con sus ojos en busca de ocultas figuras, de los fisgoneadores y chismosos del pueblo. Nada permanecía oculto en Vhai, nada permanecía secreto. La gente lo sabía todo. La sangre de Jatin empezó a circular con ritmo más apresurado y su corazón latió con fuerza. Livy estaba sentada muy cerca de él y mantenía su esbelto muslo pegado a su pierna, desnuda bajo el dhoti. La joven guardaba silencio. Era una graciosa forma inclinada junto a él, y Jatin buscó su mano y la tomó entre las suyas, acariciándola gentilmente con los dedos entrecruzados. A poco Livy se apoyó contra él y entonces Jatin pasó un brazo alrededor de su talle. El amor podría ser contrariado, pero algunas veces se mostraba indomable. Allí, en la noche, cuando todo les estaba prohibido, el amor parecía indomable. Nadie la había visto ir y nadie la vería regresar. La noche estaba bastante avanzada ya. Jatin podía apagar la luz y la casa quedaría a oscuras. Ningún criado dormía en la casa, y si llegaba un mensaje urgente del hospital, Jatin tendría que ir a la puerta. Pero estaba también la puerta trasera, la que conducía a su cuarto de baño, y Livy podría deslizarse por ella. Los dioses de Vhai la protegerían de los insectos y de las serpientes, y una vez fuera volaría de nuevo a través del césped.
Jatin se puso en pie y enganchó la puerta. Luego fue a la otra habitación y apagó la luz, y en la oscuridad retrocedió hasta donde estaba Livy y se sentó de nuevo a su lado. Entonces comenzó a acariciarle las manos, los brazos y el cuello, las mejillas y las orejas. A continuación, con el mismo desesperado silencio, le desabrochó su blusa de manga corta.
—¿Y ahora qué, Livy? ¿Ahora qué? —murmuró.
La joven se estremeció, pasó sus brazos alrededor del cuello de Jatin y apoyó la cabeza en sus hombros, todo en silencio. Jatin interpretó aquel silencio por una respuesta. Livy murmuró algo con la cabeza apoyada contra su pecho.
—¿Qué dices, Livy?
—Digo que deseo… lo que tenga que suceder.
—Pero debemos mantenerlo secreto.
Jatin sabía desde el principio que no podrían casarse. Jamás había tenido la menor esperanza. Pero un amor sin esperanza era lo peor, lo más terrible, y aquello sería el final de él.
Sin embargo, ¿sería la falta de ella el final? Livy avanzó con paso silencioso por la oscuridad de regreso a su casa, y los picaros dioses protegieron sus pies desnudos de las serpientes y de todo mal. Pero aquello no sería el final de su amor.
La joven se sentía aterrorizada ante su perversidad. Ella, la hija de unos padres cristianos, que conocía los Mandamientos de la Ley de Dios y el significado del bien, de la pureza y de la honradez, que brillaban como soles sobre su cabeza y a cuya luz caminaba por la vida, era la que ahora volvía en la noche como una Magdalena. Ni por un momento confundía al Dios de su padre y de su abuelo, y también de su madre; con los dioses locales que había visto en el templo, no solamente allí, en Vhai, sino en los templos de Poona: Ganesh, el de la cabeza de elefante, y Kali, la depravada diosa que enardecía a las criaturas humanas con engaños para que rindieran culto a los malos deseos y al crimen. Siempre se había sentido repelida por la oscura confusión de aquel culto, en tanto que se sentía satisfecha con la clara simplicidad de su propia fe, recibida de sus padres. Sin embargo, allí estaba ella, no mejor y sin ninguna excusa que justificara su pecado.