XVI

Livy, tendré que decírselo a tu padre —dijo Ruth.

Y miró a la morena y hermosa muchacha que era su hija mayor. Hubieran tenido que enviar a Livy a la escuela de Ohio hacía mucho tiempo, pero no lo habían hecho incluso después de enviar a los tres niños varones, que eran más jóvenes. Livy se había empeñado en no moverse de la India, pues decía que en Norteamérica no tenía amigos.

—Pronto los tendrás —respondía su padre.

—Pero aquí los tengo ya —se apresuraba a contestar Livy.

Mientras miraba a su hija con preocupados ojos, Ruth pensó que tendrían que enviarla a los Estados Unidos fuera como fuese. Diez años era lo más que se podía tener a una niña en la India, y Livy tenía ya dieciséis. El curso anterior había estado interna en una escuela inglesa, y la muchacha se encontraba de nuevo en Vhai para pasar sus largas vacaciones. La joven había sufrido un profundo cambio en aquel año, o quizá fuera que ellos no habían notado su rápido crecimiento. Las muchachas crecen muy de prisa en el ardiente clima de la India, y Livy era ya una muchacha esbelta, con un seno abultado y un rostro que había perdido sus líneas infantiles. Se parecía mucho al retrato de la madre de Ted.

—A mí no me asusta papá —repuso Livy a su madre.

Hablaba con un suave acento inglés, que se le había pegado de sus compañeras de escuela y que le gustaba mucho.

Era una muchacha tranquila, contenida, pero, que se rebelaba contra los profundos sentimientos de casta de las muchachas inglesas. Aceptaba apasionadamente las ideas de su madre, que consideraba a todos los hindúes como seres humanos. Su padre las aceptaba también. Pero Livy era aguda e inteligente y hacía años que se había dado cuenta de que su padre y su madre eran dos personas completamente distintas. Como cristiano, su padre creía que los hindúes debían ser tratados exactamente igual que si fueran blancos, y cuidaba mucho de hacerlo así. Pero en esto estribaba la diferencia. Tenía demasiado cuidado, mientras que su madre procedía sin preocupación alguna, pues no podía evitar el tratar a todo el mundo de la misma manera. Livy sabía que de los dos, su madre era la más poderosa. Su padre no pertenecía enteramente a Vhai, pero su madre sí. Pertenecía a aquel pueblo lo mismo que la higuera de Bengala con sus centenares de raíces.

La muchacha había contado con la comprensión de su madre, que no podía fallar. En el fondo se sentía horrorizada ante lo ocurrido. Se había enamorado de Jatin. Era inexplicable. Ignoraba cómo podía haber sucedido, puesto que conocía a Jatin desde hacía años, lo menos tres, y jamás pensó que un día pudiera amarle. Jatin había llegado a Vhai procedente de Poona, donde se graduó con los más altos honores en la Facultad de Medicina de la Universidad MacArd, y el padre de la muchacha le había invitado a ir a Vhai para ponerse al frente de una clínica rural y de un pequeño hospital. Livy habla oído los elogios que su padre le prodigaba, así como también que era la persona que se necesitaba allí. El joven podría llevar a cabo las obras de mejora de todo el pueblo, cuyos efectos se dejarían sentir en toda la provincia y quizás en toda la India, que acababa de conseguir su independencia. El nuevo Gobierno hindú hablaba de crear centros para la educación de la gente que habitaba en los pueblos y para atender a la salud pública y a la administración tal como su padre lo había hecho en Vhai. El pueblo resultaba muy agradable y la muchacha no se cansaba nunca de oír lo distinto que era antes. Pero no se le había ocurrido pensar que podría enamorarse. Livy amaba al pueblo con todo su corazón. De todas formas, esto no tenía nada que ver con el hecho de haberse enamorado de Jatin.

No obstante, había sucedido. Al regresar de la escuela, hacía sólo un mes, se enamoró de Jatin a primera vista. Naturalmente, no era la primera vez que le veía. Le había visto centenares de veces antes. Ahora, sin embargo, fue distinto, aunque no del todo, pues cuando ella llegó a su casa de vuelta del colegio, tuvo que visitar a todos los que conocía, y así, una brillante mañana fue al dispensario para ver a las dos enfermeras hindúes y también a Jatin, claro, y la joven se detuvo en el umbral para mirar alrededor. Jatin era la única persona que se encontraba en la pequeña estancia y en aquel momento se estaba poniendo su bata blanca, y al verla a ella la miró como si viera a un ángel. Ésta fue por lo menos la sensación que experimentó Livy. Nadie más podía haberla mirado de aquella manera, y la joven notó que se ruborizaba.

—¡Livy, qué hermosa te has vuelto! —exclamó el hindú.

Luego avanzó hacia ella y le cogió las manos, mirándola con tanta ternura y amabilidad, que el corazón de la muchacha se estremeció.

—Estoy lo mismo que siempre —tartamudeó.

—¡No, no! —insistió Jatin—. Has crecido y te has tornado muy hermosa.

Livy retiró las manos y permaneció contemplando al hindú. Pero, a poco, se presentaron las enfermeras y todo terminó. Ni qué decir tiene que volvieron a verse casi en seguida y solos. Livy no podía apartarse de él y pretendió que debía ayudar en la clínica. Y era cierto que quería ayudar, pero era porque Jatin estaba allí, y después de algunos días pareció natural que se quedara hasta más tarde. Y dos semanas después estaban solos cada día, o casi cada día. Jatin temía mucho a los chismes y se apartaba de ella en cuanto se habían besado. El día anterior, Jatin se mostró muy preocupado, pues estaba seguro de que la mujer encargada de la limpieza de la clínica los había visto.

—No importa —contestó Livy—. Tenemos que casarnos, naturalmente, Jatin. Eso es lo que se hace cuando dos se enamoran.

Jatin se turbó y una expresión de tristeza apareció en sus bellos ojos.

—Eso no es posible entre nosotros, Livy.

—Sí, lo es, sí, lo es —replicó la joven—. Mi padre y mi madre no son como la demás gente blanca.

—¡Ah! —exclamó Jatin con su acento sosegado—. No lo son sin duda, pero ¿estarán conformes en que nos casemos? Yo creo que no.

—Entonces… ¿no crees que sean cristianos? —preguntó Livy.

—No hables así, Livy —suplicó Jatin con su voz más suave—. Tú sabes bien que son cristianos, pero…

—¿Qué? —preguntó Livy.

—Es muy difícil llegar a la última consecuencia.

Livy no comprendió lo que Jatin quería decir, así que siguió repitiendo:

—Si consienten, Jatin, ¿nos casaremos en seguida?

—Tengamos esperanza, querida —se limitó a responder Jatin.

—Creo que podemos tenerla —declaró Livy con seguridad.

Y ahora, Livy se hallaba sentada en compañía de su madre ante el cesto de la ropa por remendar, una tarea que ella detestaba, pero que no podía encargarse que la hiciera una criada hindú, pues las mujeres de la India no saben coser bien. Los saris no había que coserlos y los niños no llevaban ropas cuando eran pequeños, a excepción de una bufanda liada alrededor de su cuerpo cuando la noche era fría. Sin embargo, aquella mañana Livy había recibido muy bien lo de quedarse a solas con su madre, pues era su madre la que debía saber la noticia en primer lugar, a fin de que más tarde hablara con su padre. Tenía que seguirse una estrategia.

—Papá dará su conformidad para que me case con Jatin. Siempre está diciendo que Jatin es maravilloso.

—Y lo es —replicó su madre—. Pero esto es diferente.

Ruth miró a su hija. En sus oscuros ojos de pensamiento había un asomo de ansiedad. Los monzones se habían presentado temprano aquel año y aunque se sentía tan contenta como los demás, las largas e incesantes lluvias le producían una sensación de melancolía. Tenían que esperar otra semana aún antes de que las lluvias terminasen y apareciese el cielo de color púrpura del verano. Mientras tanto, cosía, y de este modo descansaba. Livy había dejado el almohadón que estaba zurciendo y se paseaba por la habitación con expresión mohína.

—Siéntate, Livy, y no pongas esa cara. Ven aquí a deshacer este dobladillo. Sara crece mucho más de prisa de lo qué yo puedo alargarle los vestidos. Yo acabaré el almohadón.

Livy se sentó de nuevo y se puso el dedal en su dedo medio. Era una muchacha alta y se movía con la indolente a la vez que activa gracia que había adquirido dé las muchachas hindúes, que eran sus mejores amigas; no sólo las muchachas del pueblo, sino las hijas de los hombres que su padre había reunido a su alrededor. La muchacha sabía que su padre había ido a Vhai hacía mucho tiempo, decidido a vivir como vivían los campesinos. Más tarde, su madre se unió a él, y al año siguiente, ella había nacido en una de las habitaciones que formaban la primera parte de la casa. Ésta seguía siendo de tierra con tejado de bálago, pero se le habían añadido diez habitaciones más y bajo el bálago se extendía una gruesa tela de algodón tejida en casa y especial para techos, a fin de que las lagartijas, los insectos y las serpientes no pudieran descender del techo para morderles sus pies desnudos, aunque como niños que eran no tenían el menor miedo a aquellos animales. Estaban acostumbrados cuando por la mañana buscaban sus zapatos o zapatillas, a mirar en su interior antes de calzárselos, y Vhai era el hogar de aquellos niños. Alrededor de la amplia y achaparrada casa, su madre había plantado hierba y flores, por lo que ahora no se parecía en nada a aquella en la que entró por primera vez de recién casada.

Vhai también había cambiado. Cuando su padre fue a vivir allí contra la voluntad de su abuelo, como la muchacha sabía muy bien, el pueblo de Vhai era tan estéril como un desierto. En realidad, todos los pueblos lo eran. Pero su padre y su madre, mientras compartían la vida del pueblo, le habían mejorado, primero en pequeña escala y luego en grande. Su padre había incluso hecho traer de Bombay las herramientas necesarias para construir pozos artesianos consiguiendo así disponer de más de veinte pozos en corto plazo. Otros pueblos habían comprendido el beneficio de los campos regados y también construyeron sus pozos. Así que toda la región de Vhai era ahora bella y productiva. Se trataba de terrenos bajos, protegidos por las distantes montañas del Himalaya, y en la época de los monzones la tierra se convertía en un lago. Pero el padre de Livy había enseñado a los campesinos a construir diques con ladrillos hechos en la alfarería del pueblo. Gracias a esto, en Vhai por lo menos, las aguas no pudrían la tierra. Su padre no salía nunca de Vhai, pues decía que la gente oiría hablar de lo que estaban haciendo e irían a comprobarlo por sí mismos. Así sucedía, pero no tanto como él esperaba, por lo que a veces se sentía triste. Pero Jatin había dicho: «¿Cómo va a andar esa gente medio hambrienta centenares de millas para ver algo que jamás tendrán la fuerza necesaria para imitar? Primero tienen que comer y adquirir las suficientes energías para poder trabajar. ¡Ay! No tienen comida. Deles usted comida y habrá resuelto el problema más difícil».

Jatin era inteligente, fuerte y guapo, y Livy le amaba porque era capaz de decir cosas como ésta incluso a su padre. Entonces… ¿por qué se mostraba tan tímido ahora? Podían casarse y vivir siempre en Vhai, pues ella amaba a Vhai casi tanto como a él.

Sin embargo, ella nunca logró explicar a las muchachas inglesas y norteamericanas que había en la escuela cómo era en realidad Vhai.

—¿Es feo el pueblo donde vives?

Tal era la pregunta que aquellas muchachas solían hacerle.

—Es un pueblo, pero no es un pueblo feo —contestaba Livy.

Sin embargo, no intentaba decir nada más, pues era imposible que la comprendieran. ¿Cómo podían comprenderla? Cuando pensaban en la India, pensaban en grandes casas rodeadas de verandas en uniformados sirvientes hindúes y en cenas en las que los invitados eran siempre blancos. Ninguna de ellas hablaba una lengua hindú, excepto la jerga de los criados, el inglés chapurrado que habían aprendido de sus ayahs. ¿Cómo podían comprender la profundidad de su amor por Vhai aquel pueblo rebosante de gente, cuyos habitantes la amaban todos, no sólo por sí misma, sino porque era la hija de sus padres? Y tampoco podría explicarles lo mucho que le gustaba aquella casa, que era lo bastante grande para tener habitaciones para ella, sus hermanos y su hermana, pero cuyo suelo era frotado cada mañana con estiércol de vaca. Esto no podría explicarlo jamás, pues sus compañeras hubieran empezado a lanzar gritos de horror, y jamás hubieran creído lo frescos y suaves que resultan los suelos de tierra bajo los pies desnudos, aquellos suelos de tierra batida hasta hacerla tan dura como mármol y que eran fregados con el agua de un cubo en el que se echaba un puñado de estiércol, removiéndose la mezcla hasta que se formaba una masa compacta. Cuando el piso quedaba seco adquiría el color de la caoba vieja y brillante como el raso. ¿Cómo podían imaginar semejante cosa las muchachas inglesas?

La joven había aprendido a vivir dos vidas separadas por completo. Una, la de las muchachas inglesas, ya que era una MacArd, pues las muchachas inglesas la trataban mejor que a la hija de un misionero vulgar, esas personas que son un poco mejor que los anglohindúes; y otra vida, la que llevaba cuando vivía en Vhai. ¡Oh!, la gran comodidad que gozaba en Vhai, donde podía andar con sandalias y donde, a menudo, después de tomar el baño de la mañana, se ponía un simple sari de algodón con una blusa de manga corta, cruzando los largos extremos en su estrecha cintura como si fuera una muchacha indígena. Y, ciertamente, ella era una hindú, pues no sólo la sangre forma a los seres humanos, sino también el aire que se respira, el agua que se bebe, el alimento que se toma, los ruidos que se oyen, el lenguaje que se habla, las personas que nos rodean, y los que rodeaban a la muchacha eran todos hindúes. Estaba más encariñada con su madre que con su padre, porque su madre era casi una mujer hindú, aunque por sus venas corría sangre de norteamericana blanca, lo cual no quería decir lo mismo que inglesa blanca.

Sin embargo, su madre no comprendía el amor que ella sentía por Jatin. La joven tenía casi la certeza de que lo comprendería, pues no dudaba de que la India que ella amaba y la que amaba su madre eran la misma. Amaban las pequeñas cosas de Vhai, la manera de pelearse los monos en los árboles, a pesar de que sus riñas los despertaban por la mañana; amaban el ruido del molino, el tintineo de plata de las pulseras y de las ajorcas de los tobillos que llevaban las mujeres que iban y venían con sus cacharros sobre la cabeza; el tableteo de las ruedas de hilar, pues todos intentaban hilar por lo menos una hora al día, ya que Gandhi era el Mahatma, el jefe de todas las almas de la India.

—No quiero que pienses que apruebo tu conducta —decía su madre—, pues no es así, Livy. No puedo ir tan lejos como para pensar que está bien que una muchacha blanca norteamericana se case con un hindú. Jatin no es siquiera anglohindú.

—Hablas como si se tratase de un intocable —repuso Livy con súbita ira.

Su madre rechazó esta insinuación.

—Livy, no debías decir eso después de lo que tu padre ha hecho por los intocables. Cuando Gandhi adoptó como hija a una muchacha intocable, tu padre dijo que esto era una prueba de su sinceridad, y desde entonces ha creído en él. ¿He demostrado yo alguna vez en esta casa le concedía importancia a las castas?

—Jatin y yo nos queremos casar, mamá —insistió Livy nuevamente.

Ruth suspiró. ¡Oh, la terrible terquedad de Livy! Había sido una verdadera MacArd desde que nació, aunque, gracias a Dios, sus otros hijos no se le parecían. Sara era como ella, y los muchachos eran también más Fordham que MacArd. Ruth se alegraba de haber enviado a los niños a los Estados Unidos y ahora estaban seguros en una escuela de Ohio. Lo mismo hubieran tenido que hacer con Livy, pero la muchacha se negaba a ir, y año tras año había ido creciendo en la India hasta suceder aquello.

—No me obligues a decírselo a tu padre, Livy —suplicó la madre.

Había sido incapaz de disciplinar a sus hijos y utilizaba sin el menor rebozo el amor que éstos sentían por ella como escudo contra los reproches de Ted.

—No tendrás que decírselo. Se lo diremos Jatin y yo.

—¡Oh, querida! —exclamó en tono de profunda lamentación su madre—. Creo que la noticia le matará. Te quiere a ti más que a todos nosotros juntos.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Livy.

Había acabado el dobladillo y ahora dobló con todo cuidado el vestidito, colocando en su sitio el dedal y la aguja.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —repitió Livy.

—No lo sé —suspiró su madre—. Jamás podía figurarme que sucediera una cosa semejante. Tanto como yo amo a la India…

Livy acabó la frase por su madre.

—Tanto como tú amas a la India, pero nunca hubieras podido amar a un hindú.

—No de esa manera —replicó su madre—. Tú no lo comprendes.

—Llevas razón. No lo comprendo. —Livy se puso en pie y empezó a andar por la habitación con su peculiar y suave gracia—. Jatin es un médico maravilloso. Tú y papá estáis cansados de decirlo. Abandonó un puesto importante que tenía al lado de su padre en Bombay y vino aquí porque cree en lo que papá está diciendo. Y Bapu Darya dice que será uno de los grandes hombres de India. Pero yo no comprendo. Contaba con tu apoyo, mamá.

—¡Oh, querida! —suspiró Ruth.

Sacudió la cabeza y cortó con los dientes la hebra de hilo. ¿Cómo podía explicarle nada a Livy si la muchacha ya conocía por anticipado todo lo que se le podía decir?

No era necesario que siguieran hablando. Livy salió de la habitación. Probablemente iría a encontrarse con Jatin en alguna parte. Ruth supuso que, en cierto sentido, debía de haber defraudado a su hija. Pero no podía enfrentarse con lo que esto significaba. Ella era todavía una mujer blanca y no debía permitir que su hija fuera absorbida por la masa de gente de piel oscura. El mismo Jatin no podría evitarlo, y Livy, por su parte, no podría elevar a Jatin. Livy, a despecho del amor que sentía por él, y Jatin, a despecho del amor que sentía por ella, no podrían evitar el hundirse. Ruth hubiera querido que aquello no sucediera. Era duro entre los hindúes, que poseían un espíritu unilateral. Esto era así, y no podrían lograr que fuera de otro modo.

Ruth suspiró de nuevo y dejó que su corazón se fuera sosegando. Hasta que al fin ya no pensó en nada. Sólo cosía, respirando al ritmo de las puntadas que iba dando.

Livy anduvo hasta la higuera de Bengala, donde las sombras eran más profundas, buscando instintivamente las serpientes con sus ojos, aunque la joven no sentía el menor miedo. La lluvia había amenguado en la última media hora y en aquel momento sólo chispeaba. Livy se había puesto su sari de algodón más grueso, echándose el extremo sobre su cabeza, y Jatin, que la estaba esperando, pensó al verla acercarse al lugar donde se encontraban habitualmente que parecía una verdadera muchacha hindú. El joven temía que el lugar de sus reuniones pudiera ser descubierto y entonces tendrían que abandonarlo. Pero si ocurría así, ¿dónde se verían? En el consultorio se veían siempre en presencia de los demás. Si los padres de Livy aprobaban su matrimonio, entonces ya no tendrían que esconderse de nadie. Pero Jatin no había conseguido disimular su natural y recóndita desconfianza. Él era un hindú, por mucho que despuntara en su profesión, y sólo gracias a que el padre de la joven sentía como un cristiano sincero era apreciada su cualidad humana, de la que él se sentía más hambriento que de comida. Pertenecía al señor MacArd y se sentía reo de ingratitud por haberse enamorado de Livy. Pero ¿cómo evitarlo al descubrir que ella también estaba enamorada de él? Había aceptado su amor aun sabiendo que era un disparate, el amor de una muchacha que volvía a su casa después de haber estado en un colegio interna, cuando él tenía ya veintiséis años y era médico del hospital de Vhai. A pesar de todo esto, Jatin había empezado a soñar, y cuando los ojos de Livy se posaban en los suyos con creciente significado o intención, ¿cómo podía dejar de amarla?

—¡Qué oscuro está! —dijo Livy avanzando hasta la sombra donde Jatin se encontraba—. Debe de ser más tarde de lo que yo creía.

—No podremos retrasamos mucho —repuso Jatin.

Su atormentada sensibilidad percibió instantáneamente que había sucedido algo y no se adelantó para encontrarse con ella ni la tocó cuando estuvo a su lado.

—¿Has hablado con tu madre? —preguntó.

—Sí, y no consiente en nuestro matrimonio —repuso Livy.

—¡Hasta ella! —murmuró Jatin.

Hablaban en el dialecto de Vhai, el lenguaje de la niñez de la joven, que Jatin había aprendido en los años que llevaba allí.

—¿Qué haremos?

Instintivamente, Jatin dio a Livy el camino.

—Tendremos que ir a ver a mi padre y decírselo —contestó la joven.

—¿Los dos?

—¿No deseas estar a mi lado?

—Claro que sí. Pero supón que me echa.

—Entonces yo me iré contigo.

La joven sorprendió la sombra de desesperación que cruzó por el inteligente rostro de Jatin.

—¡Ah, Livy! —Ahora se expresó en inglés, que hablaba perfectamente, aunque nunca había salido de la India. Todos los graduados de la Universidad MacArd hablaban perfectamente el inglés—. ¡A ti te parece una cosa muy fácil!

—¿Por qué íbamos a esperar? —preguntó Livy con una expresión de estoicismo en su voz y en su mirada—. Quizá sea mi padre mucho más amable de lo que pensamos. Siempre ha sido amable con nosotros.

—Por separado —replicó Jatin.

—¡Oh, Jatin! —exclamó Livy con rápida y juvenil ira—. ¿Por qué hemos de sentirnos vencidos tan pronto? Acércate a mí.

Jatin la cogió de la mano y la atrajo hacia las sombras.

Ted se encontraba solo en su despacho. Era una pequeña y tranquila habitación, la última de la cadena de habitaciones que se abrían a un patio común, que también era jardín interior, rodeado por paredes de tierra. En uno de los lados de la habitación, Ted había colgado hacía años el retrato de su madre, que su abuelo le había legado a él en el testamento en lugar de a su padre. Hacía años que Ted estaba reconciliado con la idea de que Agnes era la esposa de su padre. Jamás se arrepintió de su casamiento con Ruth. Ésta le había ayudado a introducirse profundamente en la India, tan profundamente que no se había permitido ningunas vacaciones durante los diecisiete años de su matrimonio. Ni él ni Ruth quisieron interrumpir la continuación de los días y de los años. ¿Y dónde se hubiera dirigido si hubiese tenido que ir a Norteamérica? Las pequeñas raíces de los días del colegio habían desaparecido, y su abuelo hacía tiempo que estaba muerto. Ted era sincero consigo mismo. La idea de su padre y de Agnes viviendo en la vieja casa de la Quinta Avenida hacía que le pareciera imposible el retorno al único hogar que había conocido en su propio país. Una cosa era que se hubiera reconciliado con la idea del matrimonio de su padre y otra muy distinta entrar en la casa que ahora pertenecía a Agnes. Era absurdo pensar en ella como en una madrastra, y sin duda su influencia se dejaría sentir en la casa, ya que había sido ella la que consiguió que su padre no regresara a la India. Aunque había tratado de hacerlo, su padre no llegó a explicar con absoluta sinceridad los motivos de su retirada.

He acabado con la India —escribió a Ted su padre poco después de la muerte de su abuelo—. Hombres más jóvenes que yo pueden continuar mi tarea. Una vez abrigué la esperanza de que tú, hijo mío, continuaras lo comenzado por mí. Pero como no ha podido ser, el manantial se ha secado, y yo me sentiría muy solitario en esta vida a no ser por Agnes, mi joven y dulce esposa. Ella tiene derecho a vivir la vida que le corresponde aquí, en Nueva York.

Ted se ruborizó al leer la frase «mi dulce y joven esposa». Incluso ahora, al pensar en ello, sentía que un seco calor se extendía por debajo de su piel. Suponía, aunque en contra de su voluntad, que él tenía que reprocharse algo por aquel matrimonio. Si se hubiese quedado en la Universidad MacArd, como su padre deseaba, quizás hubiera sido él el que se casara con Agnes y los años transcurridos desde entonces habrían sido muy diferentes. Si no hubiese puesto en práctica lo que Darya le indicó, no hubiera ido a Vhai para vivir entre la gente más baja de la tierra, ¡qué diferente hubiera sido su Vida!

Sin embargo, había seguido la luz que brilló ante él, y si necesitó consuelo, Darya se lo proporcionó. No se veían a menudo, pues Darya estaba absorbido por el trabajo de su cargo en el nuevo Gobierno. Pero una vez había ido a Vhai. Fue un gran día. Acudió gente de varias millas a la redonda, y cincuenta mil personas se sentaron en los secos campos para escuchar a Darya, quien les dijo que la Nueva India estaba a punto de surgir. Darya se alzó ante la gente como un poderoso rey, su delgada figura todavía erguida, su blanco cabello flotando al aire y su enjuto rostro sin arrugas. El viento llevó su poderosa voz por encima de la multitud.

—En Vhai vosotros habéis encendido una luz que ilumina toda la nación. Lo que vosotros habéis hecho lo pueden hacer todos los pueblos de la India. Yo os quiero, pueblo de Vhai, y os quiero principalmente porque el hombre que ha encendido la lámpara para vosotros, lo mismo que vosotros la habéis encendido para otros, es un hombre que para mí es como mi propio hijo.

Aquel día Ted recibió su premio, y al pensar en ello ahora, como pensaba a menudo, se irguió y levantó la cabeza. Sí, aquello fue su premio. Al proclamarse la independencia de la India, muchos hombres blancos habían abandonado la India, pero ningún hindú protestó ante su marcha. Pero él Ted MacArd, había sido invitado a quedarse no sólo por el Primer Ministro y por Darya, sino por todo el pueblo de Vhai. La gente no le dejaba marchar. ¡Ah, sí! Había obtenido su recompensa. Jehar, que viajaba de un lado a otro a través de toda la India, llegaba a veces hasta su tranquila habitación, a primera hora de la mañana o, como ahora, al anochecer. Tukaram, el vendedor de granos de Sudra, había vivido en Dehu, un pueblo situado a unas dieciocho millas al norte de Poona. Tukaram había pasado por un Getsemaní, y el hambre, que blanqueaba la tierra, y la moribunda voz de su joven esposa, que pedía comida cuando no tenía nada que darle, le habían llevado al completo servicio de Dios.

Aquella tarde, Ted había estado leyendo de nuevo la historia de Tukaram, tan extrañamente parecida a la vida de San Francisco de Asís. Leyó que los pájaros se posaban sobre sus hombros, conociéndole como «un amigo del mundo». Lo mismo que los fariseos y saduceos habían perseguido a Jesús, así los brahmanes habían perseguido a Tukaram. Sentían antipatía hacia él debido a lo bajo de su nacimiento y también a que no compartía su creencia de que el Nirvana fuera el estado superior del alma humana. Tukaram compartía la vida de los hombres y cantaba así:

La madre conoce a su hijo, conoce los secretos de su corazón, su alegría y su pena.

Sólo el que tiene en sus manos el corazón del loco hombre puede decir adonde desea él ir.

Como siempre que se sentía conmovido por los poetas hindúes, Ted volvió al Nuevo Testamento, en el Nuevo Testamento leyó: «Hasta que no os volváis como niños…».

Al llegar aquí oyó pasos, un doble ritmo, los suaves pasos de una muchacha calzada con sandalias y los pasos más pesados de un hombre. Los dos se detuvieron ante la cortina, y Ted oyó la voz de su hija.

Bapu, ¿puedo entrar?

Livy empleó la versión usual del indostánico en Vhai. Pero Ted contestó en inglés.

—Entra, querida.

Era, en efecto, su querida hija, la más querida, y cuando levantó los ojos del libro vio que Jatin Das estaba a su lado. El corazón le dio un vuelco y dejó el Nuevo Testamento. Nada puede mantenerse secreto en un pueblo, y hasta sus oídos habían llegado ciertos chismes, unos titubeantes rumores, como si fuesen propalados contra la voluntad de los mismos propaladores, unos rumores que decían que Livy había sido vista a solas con Jatin. Ted no había prestado la menor atención a tales noticias, Livy era una muchacha norteamericana, y aunque había crecido en Vhai, no creía que su hija pudiera olvidar nunca su origen. Jatin pertenecía también a una familia hindú distinguida, habiendo sido criado en Bombay, donde los ingleses eran orgullosos, y el joven médico no aspiraría a lo que estaba más allá de sus posibilidades.

—Entra, Livy —dijo Ted con su acostumbrada amabilidad—. Y tú también, Jatin. Tomad asiento. ¿Ha cesado de llover?

—Sí, pero sigue lloviznando —repuso Livy.

La joven se sentó tranquilamente y cruzó las manos a la manera hindú, según pudo ver Ted, el cual vio también que su hija llevaba puesto un sari, como a menudo hacía. Pero de pronto recordó que no la había visto con otra ropa desde que regresara del colegio.

—¿Qué harás cuando vayas al colegio de los Estados Unidos y no puedas ponerte un sari? —preguntó con tono alegre.

—Padre, no deseo ir a Norteamérica —contestó Livy.

Ted pareció preocupado.

—Claro que irás, Livy. Tu abuelo se enfadaría mucho si no fueras. Y tu bisabuelo dejó dinero expresamente para ti, antes de que nacieras.

Livy miró a Jatin con el rabillo de sus grandes y oscuros ojos, suplicándole que hablara por ella.

—Señor —empezó a decir Jatin después de aclararse la garganta—, señor, estamos en un gran aprieto. Livy y yo… Nos queremos casar…

—Nos hemos enamorado —añadió Livy con voz clara.

—Sí, así es —se apresuró a decir Jatin, el cual, recobrando su valor después que las palabras difíciles habían sido pronunciadas, empezó a hablar rápidamente, triunfando de su desconfianza—. Ya no tiene remedio, señor MacArd. Es la lógica consecuencia de la enseñanza que hemos recibido de niños. Usted nos ha enseñado a amarnos los unos a los otros, y Livy ha aprendido al lado de usted, señor, a mirar a todos los seres humanos cómo a sus iguales, y yo, señor, estudiante en la Universidad MacArd de Poona, he tenido el valor de dejar de ser un hindú como era mi padre, convertido por Jehar, y nutrido por Darya en las ideas de independencia. No tengo miedo a amarla. Me enorgullezco de nuestro valor. Somos el fruto de todo el pasado. Somos la flor de nuestros antepasados, la prueba de nuestra fe.

Sus anhelantes miradas, sus fervientes palabras, la impetuosa gracia de sus manos extendidas, los largos dedos inclinados hacia abajo, los pulgares separados y tiesos, las blancas palmas, que contrastaban con la oscura piel, todo era hindú, y en uno de sus raros momentos de repulsión, que Ted consideraba su pecado secreto, sintió repugnancia y náuseas. ¡Cómo! ¡Su Livy, su querida hija! Ninguno de sus otros hijos poseía su belleza y su gracia, ni tampoco su brillante inteligencia. Ella era de los pies a la cabeza una MacArd. ¿Iba a abandonarlo todo por aquel extranjero? Durante un momento, su alma flotó en la oscuridad. No, y siempre no. Él había dado su vida a la India en Vhai. Pero a Livy no la daría. No le podían pedir semejante sacrificio.

—No. —Y la palabra brotó con toda energía de sus labios—. No puedo consentirlo.

Las manos de Jatin cayeron. Se volvió hacia Livy y ambos jóvenes cambiaron una larga mirada, Jatin de desesperación; Livy próxima a la ira.

—¡Livy! —gritó su padre—. ¿Se lo has dicho también a tu madre?

—Sí —repuso Livy—. Y dijo que no se atrevería a decírtelo. Pero yo sí me he atrevido.

Ted se puso en pie.

—¿Dónde está tu madre?

—En la casa de costura —contestó Livy.

Ted levantó la cortina de la puerta y salió. Entonces Livy alzó sus brazos hacia Jatin.

—Nunca te abandonaré —afirmó en voz baja—. Jatin, fe, esperanza y amor. Pero lo más grande es el amor.

Jatin desvió la cabeza.

—No nuestro amor.

—Sí, nuestro amor —insistió Livy.

Se inclinó hacia su novio, le pasó los brazos por el cuello y apretó la cabeza del joven contra su seno.

Y Jatin sintió en su mejilla el apresurado latir del corazón de Livy.