XV

En el pueblo, Ted esperaba al primer visitante forastero. Darya se encontraba en libertad y se dirigía a Vhai. Mientras se encontraba en la cárcel había oído hablar del brioso joven blanco, un norteamericano —un inglés hubiera sido incapaz de hacer semejante cosa—, que tras de abandonar su hogar se había instalado en Vhai para vivir en aquel pueblo como hindú, aunque se trataba de un cristiano. El padre de aquel joven era un hombre rico.

—¿Y cómo se llama ese hombre rico? —preguntó Darya sospechando ya de quién se trataba.

—MacArd, sahib.

—¡Ah! —exclamó Darya—. Fui yo el que le dije a ese joven que se fuera a vivir a un pueblo.

—Pues él le obedeció —exclamó con acento de admiración el preso recién ingresado en la cárcel.

—¡Ah! —contestó Darya—. He visto nacer a ese joven.

Una vez libre, Darya se dirigió inmediatamente a Vhai, donde encontró a Ted con su blanca piel ennegrecida por el sol y sus azules ojos brillando como lámparas en la oscuridad.

Todo el pueblo se hallaba en plena agitación ante la llegada de Darya, cuyo nombre era casi tan conocido como el de Gandhi, y a consecuencia de esto la fama de Ted aumentó.

—Ahora —dijo Darya mirando al alto joven que había adelgazado mucho de resultas del régimen de vida que llevaba en el pueblo—, ahora eres un verdadero hindú. Con esos ojos azules pareces natural de Cachemira. Incluso vistes un dhoti, que llevas con mucha propiedad.

—Gracias —repuso Ted—. Resulta más fresco que cualquier otra prenda.

La multitud permanecía inmóvil, escuchantes, admirada de lo que veía.

—¿Y ésta es tu casa? —continuó Darya fijando su mirada en la limpia casa de tierra, ahora agrandada con dos habitaciones más y una pequeña veranda, hechas con madera sin pulir y cubierta de bálago—. ¿Y cómo te mantienes?

—Vivo manteniéndome de la vieja generosidad —repuso Ted.

—Pobreza cara, ¿eh? —dijo Darya medio en broma—. La tradición de los sadhus es buena, pero tú no viajas, ¿verdad?

—No he aprendido todavía todo lo que deseo saber.

El joven hizo un amplio movimiento con ambas manos para incluir a la multitud, y luego se apartaron unos pasos y se sonrieron tímida y suavemente.

—El mejor de los maestros —declaró Darya cortés y solemnemente.

Ambos entraron en la pequeña casa, sentándose en el piso de tierra sobre unas esterillas, y empezaron a hablar.

Darya sentía grandes deseos de charla después de haber permanecido tantos meses en la cárcel, y Ted anhelaba escuchar a alguien que fuera superior a él, para recibir en lugar de dar. Los pueblerinos eran amables y buenos y le enseñaban mucho. Pero sus palabras eran en extremo infantiles, mientras que el lenguaje de Darya fluía unas veces en indostánico, otras en márata, en gujerati, o bien en inglés, francés o alemán. Podía empezar cualquier idioma de éstos, y en todos hablaba con suma fluidez y soltura.

—Gandhi se encuentra ahora en la prisión de Yarvada —empezó—. No está bien de salud y me he enterado de que tal vez tengan que operarle. Si es así, le dejarán en libertad. Hasta que no pueda hablar con él no me es posible planear la nueva estrategia. La resistencia pasiva exige la mayor prudencia, tanto en fuerza como en duración. La violencia es sencilla y fácil. Es la espada del estúpido, del iracundo, y siempre conduce al caos. Pero tomar una resolución positiva sin recurrir a la violencia, ¡ah!, ése es el reto del inteligente.

Darya hablaba con verdadero entusiasmo y alegría, con una expresión de alegre vivacidad en su alegre y vivido rostro. La prisión había afilado y pulido tanto el cuerpo como la inteligencia de aquel hombre, inundando su espíritu de ardiente energía.

—¿Es Gandhi el jefe absoluto? —preguntó Ted.

—Espiritualmente, sí —respondió Darya— y hasta que no conocemos sus sentimientos ninguno de nosotros actúa. La situación se presenta cada día más compleja. La esperanza de libertad parece sencilla, ¿no es verdad? Pero la esperanza es una fuerza libertadora, y lo que ella desata no siempre es sencillo y claro. Tú puedes pensar que es bastante soñar que la India sea libre. Pero no, existen otras pequeñas libertades que también deben desearse. Los musulmanes no pueden ser sólo hindúes libres; también quieren ser musulmanes libres. Y lo mismo ocurre con los indostánicos y ahora incluso con los sikhs. Y no se trata solamente de la libertad, sino del trabajo. Algunos trabajadores tiran hacia la izquierda, hacia Rusia, y otros hacia la derecha. El trabajo desea verse libre del capital. Mientras tanto, el ochenta y siete por ciento del capital invertido en la India es inglés, y el capital hindú desea verse libre del capital británico, y, sobre todo, hay una cosa por la que yo lucharé durante toda mi vida, y ésta es la libertad de los campesinos que son oprimidos por los arrendatarios y por los prestamistas. Ahora esos dos tipos se están convirtiendo en un terrible mal, pues toda la tierra está cayendo en sus manos, ya que los terratenientes ni siquiera se acercan a ella. Viven en las ciudades y envían a sus gentes a quitarles la tierra a los campesinos que no pueden pagar sus rentas.

Era cierto. Prestamistas y arrendatarios estaban convirtiéndose en uno solo, y como consecuencia, los campesinos eran arrojados de la tierra.

—De la frontera de Rusia llegan peligrosos rumores —continuó Darya—. Dulces promesas para quitar la tierra a los arrendatarios y dársela de nuevo a los campesinos. Mientras Gandhi insiste en la resistencia pasiva y no en la violencia, el pueblo habla en voz baja de sus deseos; de emplear la fuerza. He preguntado a Gandhi qué pensaba hacer en el caso de que los campesinos se decidieran por el empleo de la violencia.

Ted no contestó. Estaba aún aprendiendo a conocer la profunda inquietud que palpitaba en el corazón de la India y no había visto aún a Gandhi.

Durante los siguientes días hablaron todo lo que les fue posible. Pero Darya tenía que detenerse a menudo para saludar a los visitantes pues en cuanto se supo que se encontraba allí, los hombres caminaban durante millas y millas con el solo fin de verle, de escuchar su voz, de tocar sus manos y preguntarle:

—¿Cuándo seremos libres, Punditji? ¿Y cuándo se nos dará la tierra de nuevo?

Darya daba a todos la misma respuesta:

—Nuestra única esperanza está en Gandhi.

Por la noche, Ted podía hablar en inglés sin miedo a ofender a los que no le entendían, ya que nunca quería hacerlo durante el día hablando en un lenguaje extraño a los campesinos, delicadeza que Darya no tenía. Como Ted comprobó muy pronto, Darya, a pesar de su entusiasmo y preocupación por los campesinos, no era uno de tantos. Se mostraba a veces impaciente con ellos y les hablaba con inconsciente arrogancia, mientras Ted, el norteamericano, no establecía la menor diferencia entre un campesino y cualquier otro hombre. Ted reflexionó sobre esta evidente falla de Darya, pero no sabía cómo hablar a su amigo. La comprensión es un don, y Darya no la demostraba con todos los hombres que venían a él. Ésta era la falla y el pecado del hindú intelectual, y Ted se dijo más de una vez que si la revolución fracasaba, sería precisamente a causa de esto. Nadie más rápido para descubrir esta arrogancia que los propios campesinos, y pasados algunos días los aldeanos empezaron a alejarse de Darya, mientras que, en cambio, se aproximaban a él, un extraño. Los campesinos se mostraban corteses y amables a pesar de todo, y Darya no pareció notarlo.

Después que Darya hubo partido a pie, con su altiva cabeza erguida y el pensamiento rebosante de planes para lograr la libertad de su pueblo y el corazón lleno de deseos para lograr su bienestar, los pueblerinos, a pesar de que el que se marchaba lo había abandonado todo por ellos, tras de esperar un tiempo conveniente para que estuviera lo suficientemente lejos, se presentaron en la pequeña casa en que habitaba Ted para formular algunas preguntas acerca de Gandhi y lo que aún tardaría en llegar la ansiada libertad. Respetaban a Darya y le tenían como a un jefe. Pero sabían también que aunque hubiera dado su vida por ellos, no podía comer con ellos ni dormir bajo sus tejados de bálago.

El día siguiente a aquel en que se marchó Darya, Ted recibió una carta, llevada como de costumbre por un peatón. El sobre era cuadrado y el papel, barato y de color de rosa, tenía un membrete con el apellido Fordham. Pero la letra no era la de la señora Fordham y, ciertamente, él no tenía por qué recibir una carta escrita en papel de color de rosa por la señora Fordham. El joven abrió el sobre, encontrándose en su interior con dos pliegos llenos de una letra de trazo infantil escrita con tinta roja. La firma estampada al pie de aquellas líneas era la de Ruthie, y el joven se sintió tan sorprendido como confuso… Ruthie decía con toda franqueza que le escribía sin haberlo consultado con sus padres, pero que se había decidido a hacerlo porque se sentía muy sola. No tenía amigas de su edad, tenía diecinueve años, y sus padres no la dejaban reunirse con los ingleses que tenían negocios en Poona o bien ocupaban cargos oficiales, a menos que se dieran los preliminares necesarios para establecer una amistad.

Era evidente que la muchacha deseaba tan sólo cartearse con un joven, y que le había elegido a él sin saber por qué, obedeciendo a un bullir de la sangre que él, no debía alentar, aunque resultaba conmovedor.

Ted no había escrito a Agnes más que una carta deseándole muchas felicidades, pero su presencia en la casa de la misión haría imposible para él permanecer en ella. Su padre le había escrito, sin embargo, que proyectaba construir una casa para él y Agnes en un recinto aparte, cuando regresaran a Poona, dejando la casa de la misión para otros. Agnes deseaba vivir entre ingleses y él no veía ningún inconveniente en ello, pues no había aceptado jamás fondos de la misión y podía considerarse por tal motivo independiente. Tal vez hubiera llegado el tiempo —proseguía su padre— en que deseara abandonar la dirección activa de la Universidad para convertirse en un enlace entre la Iglesia y el Gobierno. El virrey quería que se encargara de esta misión más importante, y a Agnes le encantarla viajar.

Ted no podía leer el nombre de la joven sin experimentar un vivo dolor. Pero su padre escribía con pulso firme y completa tranquilidad, dando por sentado que su hijo sabía bien cuáles debían ser sus sentimientos en relación con la esposa de su padre.

¡Cómo te envidio! —escribía Ruthie con grandes y redondos caracteres—. A mí también me gustaría vivir en un pueblo. Me gustan la comida hindú y los niños hindúes. Me gustaría bañar a los niños y enseñar a las madres cómo deben cuidarlos. He leído muchos libros sobre los cuidados que se deben prestar a los niños. Es lástima que una tenga que pensar en las conveniencias sociales.

De este modo se inició una amistad sin artificio, que hasta cierto punto servía de diversión a Ted. La joven le envió su retrato, una instantánea tomada a toda luz. Aparecía en ella con sus redondos brazos desnudos y su cabello convertido en una masa de cortos rizos. Se había cortado el cabello, según escribió a Ted, porque hacía demasiado calor. Esto había disgustado a su madre. Pero ella no podía pasarse la vida haciendo caso de lo que decía su madre.

Mamá espera ver tus cartas, pues, naturalmente, sabe que son tuyas, ya que nadie más me escribe, salvo una compañera de colegio de Ohio. Pero yo no se las dejo ver. No hay ningún motivo para que ella no las pueda ver. Pero yo debo tener algo mío propio.

La joven añadía que estaba enseñando en la escuela elemental. Enseñaba la Biblia y el inglés. Pero afirmaba que no le divertía enseñar a niñas ya mayores. Era a los niños pequeños a quienes ella amaba.

«¿Ni siquiera vendrás a Poona para Navidad?», preguntó la joven una vez.

«Ni siquiera para Navidad —contestó Ted—. Vhai es ahora mi hogar».

Sí, Vhai era su hogar, el hogar de su alma. Ted sabía que su padre estaba convencido de que un día él acabaría regresando a Poona. Pero él no volvería jamás. No enseñaría en aquella confortable casa, tan lejos de los millones de seres humanos que constituían la verdadera India. ¿Y por qué sólo la India? Eran la gente de todo el mundo. El mundo estaba lleno de seres como aquéllos, y hasta que no fueran salvados, hasta que su enfermedad no diera paso a la salud, hasta que su ignorancia no fuera iluminada, no había nada que hacer, y todo esto debía ser realizado sin privar a aquella gente de su honradez y de su encantadora amabilidad, porque no existe gente más encantadora que los que no tienen otra cosa que dar que su amor. Por lo tanto, él ya no podía volver a Poona, a Bombay o a Nueva York, del mismo modo que no podía volver a Calcuta, a Londres o a París. Su sitio en el mundo estaba allí.

El joven empezó a experimentar un sencillo consuelo con las cartas que recibía de Ruthie, que menudeaban cada vez más a medida que pasaban los meses, y como él tenía que llenar las páginas de algún modo cuando le contestaba, y le gustaba escribirle porque ella nunca le pedía nada y se divertía mucho con todo lo que le contaba, se decidió a recoger los pequeños incidentes del pueblo y sus pequeñas observaciones. Darya había hablado al joven de la compañía qué suelen hacer los pequeños animales y los insectos cuando se está en la prisión, describiéndole la vida secreta, que existía en las grietas de las paredes de la cárcel. Pensando que esto podía interesar a la juvenil imaginación de Ruthie, Ted empezó a observar por sí mismo la presencia de otras vidas en las paredes de su casa. El sol secaba la tierra y en las paredes se producían resquebrajaduras, y de las resquebrajaduras salían esbeltas lagartijas, algunas de ellas con la cola azul. Las lagartijas se movían hábilmente. Pero a veces permanecían inmóviles durante horas en cualquier lugar de la pared o del techo, y cuando una mosca o una polilla se detenía cerca de ellas, el animal sacaba una brillante lengua y se tragaba al despreocupado insecto. Escarabajos y escorpiones producían, en pequeña escala, los mismos terrores que los leones y tigres en la cercana jungla. Pero la verdadera diversión de cada día la proporcionaban los rapaces monos. Algunos tenían el pelo de un tono rojizo, y otros azul, lo que resultaba muy espectacular. Pero la mayoría de ellos eran de color castaño, pequeños y muy ruidosos. Aquellas vidas que compartían su casa y la vida de su pueblo no le parecían extrañas a una muchacha que había crecido en una misión de la India. Pero para divertir a la joven, Ted dotó de personalidad a los insectos que más frecuentaban su casa y a los huéspedes que tenía en ella, los cuales no mataba nunca, a menos que representaran una amenaza. El viejo Mossbak, el padre de las lagartijas, era su compañero nocturno, un gris reptil incapaz de una mala acción; excepto la de procurarse su sustento. También tenía Ted muy mimada a una pequeña mona a la que su madre había arrojado a tierra, quedando herida de una pata. La mónita se pegaba a sus pantalones como una niña y lloraba si la apartaba de su lado, habiéndole puesto por nombre, sin que hubiera ninguna razón para ello, Loüise.

Ted describía la simple rutina de sus días y hablaba de que, al anochecer, los pueblerinos se reunían ante su puerta y él les leía el Bhagavad Gita, o bien los Sagrados Libros, o les contaba historias de otros países de más allá de las «aguají negras», como ellos llamaban a los mares. A veces, Ted les explicaba cuentos sacados de la historia de su propio país, que ninguno de ellos sabía leer. Después que Ted terminaba, los campesinos comentaban la lectura entre sí, hacían preguntas o bien buscaban en los rincones de su memoria historias que conocían, experiencias y maravillas, y después que todos habían hablado cuanto deseaban, Ted hacía que la conversación recayera en algún tema que llevara hacia Dios. Y más tarde rezaba las oraciones, que ellos comprendían.

Ni siquiera por la noche —escribía Ted— está el pueblo tranquilo. A veces se oyen los gritos de los animales de la jungla, a veces un niño llora porque está enfermo. Pero cuando nosotros nos despedimos al anochecer, todo es paz y sosiego aquí.

Entre los dos jóvenes fueron cruzándose esta clase de cartas, hasta que un día, cuando ya llevaba más de un año en Vhai y sabía que transcurrirían bastantes antes de que saliera de él, Ted recibió una carta de Ruthie, la cual hacía tiempo sospechaba que acabaría por llegar, carta que temía y casi esperaba al mismo tiempo, y en la que no había querido pensar antes porque ignoraba qué era lo que debía pensar. La carta llegó al fin y ya al abrirla tuvo el presentimiento de que era la que aguardaba.

Déjame ir a ese pueblo —escribía Ruthie—. Déjame ir y ser tu mujer. Ni siquiera necesitarás amarme. Pero yo te amo.

Las demandas de su joven cuerpo eran muy poderosas, pero estaban sometidas por la plegaria y la fatiga. A veces, cuando no podía dormirse levantaba y encendía la lámpara, poniéndose a leer, aunque esto significaba oír pisadas en la noche, pues sus amables vecinos irían a ver si estaba enfermo, quizá porque ellos también lo estaban o bien porque no podían dormir.

La India no es lugar para gozar de largas horas de sueño, ni siquiera bajo la negra noche. El intenso calor, el desasosiego producido por los insectos y bichos, los frágiles niños que lloraban mientras dormían o bien porque tuvieran hambre, todos estos ruidos, por lo general, interrumpían el descanso de Ted, a menos que estuviera rendido por un intenso día de trabajo, cosa que el joven procuraba que ocurriera. Sin embargo, su más profundo sueño solía gozarlo al filo del despertar, y cuando a todo lo demás se añadía su propia intranquilidad, entonces le era imposible dormir en absoluto. Pero a poco de abrir los ojos se encontraba con que ya le estaban esperando.

En Vhai, Ted constituía la preocupación de todos, que parecían depender de él por completo. Ignoraba lo que dirían si se casaba. Nadie le había sugerido jamás la idea del matrimonio. Le consideraban en parte un sadhu y en parte un sahib, aunque Ted protestaba cuando le aplicaban ambos adjetivos.

No podía imaginarse a una mujer blanca viviendo en Vhai, excepto Ruthie, y él no la amaba. Sentía una extraña ternura, medio divertida, hacia ella. Pero no se imaginaba a sí mismo amándola, ni tampoco deseaba amar a ninguna mujer. El amor malograría por completo la vida que había elegido. Jehar acudió a su memoria. No sabía nada del joven, y Ted se preguntó si se habría casado ya o si se casaría andando el tiempo. Pero no, no se casaría, pues se había convertido en un sadhu. Mas ¿era la primera necesidad de un hombre? ¿O habría adoptado Jehar la idea de los faquires, la idea de que deben fecundar a las mujeres? Pero no sabía dónde se encontraría Jehar ni a nadie a quien dirigirse en busca de consejo.

Su carta de respuesta seguía sin ser escrita. No podía contestar, si quería ser sincero, que sentía repulsión ante la idea de tener a su lado a una muchacha tan alegre e infantil como Ruthie, ni tampoco podía utilizar la excusa de que a ella le sería imposible soportar la vida que se llevaba en Vhai. La joven podría soportarla tan bien, o quizá mejor que él. La gruesa muchacha era probablemente inmune a todos los gérmenes de la India; lo mismo que al calor. El joven buscó alivio en la oración y en la lectura. Pero las páginas parecían abrirse a propósito por lugares que alentaban la vida, y Ted leyó:

Ven, ¡oh amado mío!, salgamos al campo,

moremos en las aldeas.

Y también leyó en el Sanharacharya:

Sólo cuando una persona es dos

y cuando los dos son uno otra vez,

no será la verdad buscada en vano.

Buscó guía y la encontró finalmente no en una voz ni en una respuesta, sino en la creciente convicción de su propio corazón. Había elegido el sitio donde debía estar su hogar y Ruthie era la única mujer que deseaba vivir con él. Además, nunca había vivido con una mujer que fuera suya. Su abuela había muerto mucho antes de que él naciera; su madre había muerto antes que él pudiera recordarla y ya no podía volver nunca más a casa de su padre. En respuesta a la carta de Ruthie escribió la más corta de las misivas:

Si me aceptas tal como soy, Ruthie, nos casaremos.

—Ted y yo vamos a casarnos muy pronto —dijo Ruthie a su madre.

De nuevo vivían en la misión donde había nacido y crecido la muchacha. David MacArd no había regresado, y, en privado, la señora Fordham solía decir que había desertado de las filas de los misioneros, aunque su esposo, que era menos espiritual que ella, pensaba que el hecho de que se hubiera casado con la hija de un gobernador inglés representaba una ventaja.

Los esposos se sintieron un tanto sorprendidos ante las exclamaciones proferidas por la pequeña y vieja señorita Parker.

—¡Adoradores de Mammón! ¡Eso es lo que son ustedes! David MacArd no ha sido jamás misionero y ustedes sabían perfectamente que no lo era. Lo que él deseaba era su propia gloria. ¡Un humilde y contrito corazón, oh señor!

Súbitamente, la mujer empezó a llorar ante la consternación de los Fordham.

—Está loca —exclamó la señora Fordham.

—Mucho lo temo —asintió el señor Fordham.

Pero compadecía a aquella pequeña alma sollozante y unos cuantos días después el mismo señor Fordham la llevó a Bombay y la subió a bordo de un barco que partía rumbo a su patria. En un tranquilo y pequeño asilo de New Hampshire trascurriría a partir de entonces la vida de la señorita Parker, que se negaría a hablar con los que la cuidaban otro idioma que el márata y se olvidaría incluso de los Fordham.

—No creo que debas casarte antes de que regrese el padre de Ted —dijo la señora Fordham a su hija.

La señor Fordham se daba perfecta cuenta, cuando miraba a su atractiva hija, de que no la comprendía lo más mínimo. Ruthie no se parecía en absoluto a ella cuando siendo joven vivía en un pueblo de Ohio. La madre temía que Ruthie careciera de sentimientos religiosos y no cuidara mucho de su conciencia. Sin embargo, los hindúes sentían por la muchacha verdadera adoración, cosa que la madre no acababa de comprender.

Ruthie no se preocupaba por mejorar a nadie ni era su intención llevar a cabo buenas obras. La muchacha era descuidada y no le importaba la suciedad ni el polvo, y, además, le gustaban los manjares hindúes, aunque estuvieran condimentados con muchas especias y pimienta. No experimentaba la menor sensación de vergüenza, y aunque comprendía el más ligero matiz de la diferencia de castas y nunca ofendía a nadie, se mezclaba con brahmanes e intocables, aunque nunca al mismo tiempo. Los niños se pegaban a ella, que les trataba con gran afecto y les dejaba hacer todo lo que querían, pues no le gustaba reñir a nadie. Para Ruthie, su casa estaba en todas partes, y la señora Fordham sabía que las damas que se encontraban en purdah contaban los días que mediaba de una a otra visita de Ruthie, pues la joven chismorreaba con todas, contaba todo lo que sabía y no conocía el significado de la palabra secreto. Luego, al llegar a casa, refería a sus padres historias increíbles que se desarrollaban detrás de las altas paredes de las casas en que ella era tan bien recibida, y aunque los cuentos eran horribles, la muchacha los relataba con la misma clara voz de niña con la que más tarde pedía una segunda tajada de mango. No tenía miedo a ningún insecto, e iba sin sombrero bajo el sol del mediodía si así se le antojaba, aunque solía seguir las costumbres hindúes, levantándose temprano y pasando las cuatro horas centrales del día durmiendo. Se negaba a que le movieran el punkah, pues afirmaba que era tedioso para el muchacho que tenía que tirar de la cuerda. No era una buena maestra en la escuela elemental, ya que dejaba que las niñas rieran y hablaran sin importarle lo que pudieran aprender. Cuando una niña de las que se alojan en los dormitorios de las forasteras caía enferma, y la familia se encontraba demasiado lejos para poder acudir a cuidarla, la muchacha llamaba siempre a Ruthie, que corría a sentarse junto a ella y le cogía la mano, diciéndole que no era necesario que se tomara las medicinas si no le gustaban, hablándole en el lenguaje que la niña entendía mejor. Junto a todo esto había, además, que Ruthie no rezaba sus oraciones todas las noches. La señora Fordham pensaba que, en muchos aspectos, Ruthie no podía ser considerada como misionera. La señora Fordham sabía que su hija no había hablado jamás a nadie de Jesús y cuando le hacía observar la oportunidad que estaba desperdiciando, Ruthie contestaba que no sabía bastante aún.

—Pero puedes aprender, Ruthie —contestaba a veces su madre.

—Sí, supongo que puedo —decía siempre Ruthie con la mayor amabilidad.

—No creo que el doctor MacArd esté dispuesto a permitir que Ted se case conmigo —afirmó ahora Ruthie sin rencor.

La joven no dijo a nadie que era ella la que había sugerido la idea del matrimonio a aquel alto y agradable joven de quien se había enamorado en cuanto le vio. Existían muchas cosas que no había contado a nadie a despecho que lo contaba todo.

—Entonces tendremos que esperar —repuso la señora Fordham visiblemente alarmada.

—¿Por qué? —preguntó Ruthie con inocencia—. Debemos activarlo todo para antes de que él venga.

El doctor Fordham, a quien se dirigieron madre e hija en busca de consejo, se mostró de acuerdo con su hija, no para escapar a la posible ira de MacArd, sino porque le indignaba que su hija pudiera ser considerada por alguien como no demasiado buena para esposa.

—Somos gente cristiana —dijo— y también somos lo bastante buenos incluso para los MacArd.

De modo que la boda quedó acordada, y Ruthie escribió a Ted que estaba dispuesta a casarse inmediatamente si él así lo deseaba. Podían pasar las Navidades juntos en Vhai. La boda sería sencilla y a ella le gustaría que no hubieran muchos blancos entre los invitados, por lo que sólo pediría que asistieran sus amigos hindúes. Pero si quería esperar hasta que su padre regresara, ella esperaría, aunque no lo haría de muy buena gana.

Esta carta la recibió Ted al final de un dial agotador pasado en la clínica, y la duda se apoderó de él. Probablemente estaba procediendo mal pero había ido demasiado lejos para poderse volver atrás. Tuvo el presentimiento de que hasta en aquello había sido influido por una sutil India. El matrimonio le parecía ahora no un asunto de amor romántico, sino la conveniencia de dos individuos. Sería muy conveniente y agradable tener una muchacha de buen carácter que trabajara en casa y lo dispusiera todo para su mayor comodidad. Una muchacha procedente de Norteamérica o de Inglaterra, o incluso de la sociedad blanca de la India, no se avendría jamás a vivir en Vhai, ni siquiera por amor. Ruthie era única.

Estos pensamientos le ocuparon varias horas durante la calurosa noche, mientras sentía sobre su pecho la presión de la ardiente oscuridad como un animal furioso. Al fin se durmió, convencido de que Ruthie era su destino.

Un agradable destino, se dijo en mitad de la ceremonia de la boda. Tenía a Ruthie junto a él vestida con un corto vestido de hilo blanco. La joven se había dejado muy corto el cabello, que ahora se encaracolaba alrededor de su cabeza. Ted miró aquella masa de pluma de oro y vio la mejilla tostada por el sol, que tenía algo del suave contorno de una manzana. Los labios de Ruthie eran rojos y seria la expresión de sus ojos. El señor Fordham iba cumpliendo todos los ritos de la ceremonia. La capilla de la Universidad rebosaba de hindúes que miraban fijamente la escena. No se encontraba presente ningún inglés, salvo unos cuantos misioneros blancos pertenecientes a otras sectas establecidas en Poona. Ted los conocía a todos desde su niñez, pero muy pocos de sus hijos habían regresado a la India después de alcanzar la edad adulta.

—Theodore, ¿aceptas a esta mujer por esposa?

La voz del señor Fordham temblaba ligeramente. En aquel momento se preguntaba si había obrado bien al encargarse de aquella ceremonia en ausencia del doctor MacArd. Pero Ruthie había insistido tanto que, como de costumbre, acabó accediendo.

—Sí, quiero —repuso Ted casi con alegría.

—Y tú, Ruth, ¿aceptas a este hombre…?

Pronunciaba las palabras con toda claridad, casi con demasiada firmeza. Ruthie contestó con indiferencia:

—Sí, padre. Sí le acepto.

Terminada la ceremonia, los novios avanzaron por el pasillo a los acordes de la marcha nupcial, que la señora Fordham hacía brotar del pequeño y estropeado armonio. Nada de tirar arroz. El arroz era demasiado precioso para ser arrojado. Además, los hindúes no lo hubieran comprendido. Tampoco hubo recepción ni refresco, porque la cuestión de las castas lo hubiera complicado todo mucho. Ruthie regresó a la casa de la misión para ponerse un fino vestido de algodón color castaño para el viaje; luego se despidió de sus padres apretando sus suaves labios cordialmente contra sus mejillas, abrazó a su ayah y se volvió hacia Ted, que estaba esperando.

—Lista, Ted. Vámonos —exclamó.

Subieron a un tonga y el cochero pidió al caballo que se pusiera en marcha. De éste abandonaron la casa de la misión. El señor y la señora Fordham permanecieron en la veranda hasta que el coche traspuso la verja, y cuando ésta se cerró se volvieron uno hacia otro.

—¿Qué te parece? —preguntó el señor Fordham.

—No lo sé —repuso ella titubeando—. Nunca he visto una pareja como ésa.

—Tengo la sospecha que no hay ninguna pareja como ésa —replicó el señor Fordham—. Pero creo que están hechos el uno para el otro. Por lo menos, conocen la India y saben cómo hay que entendérselas con ella.

—Con lo que ellos tendrán que entendérselas —afirmó la señora Fordham— será el uno con el otro.

El señor Fordham eludió el tema y miró su reloj.

—Ya es hora de que vaya a la capilla del oeste. Con boda o sin boda, tengo que predicar allí esta tarde, y, de paso, llevaré un cargamento de estampas.

—Ruthie, deseo decirte algo.

Era media tarde del día de su boda, y el tren que les conducía se balanceaba envuelto en una nube de ardiente y asfixiante polvo.

—Pues hazlo —contestó Ruthie abriendo los ojos y bostezando—. Estoy avergonzada de haberme dormido, Ted, pero es que, por lo general, duermo siempre por la tarde.

Había almorzado en el tren, una pobre imitación de una comida inglesa, y cuando terminaron de comer regresaron a su compartimiento. Ruthie se acomodó entonces en uno de los bancos de madera, colocando su saco de tela como, almohadón. De este modo estuvo durmiendo durante dos horas. Ted se sentía un tanto perplejo, y cuando Ruthie se despertó, le dijo que si hubiese sabido que deseaba dormir se lo hubiera dicho al criado, a Baj, ahora criado dé ambos, para que abriera el coche cama, así ella hubiera estado más cómoda. Ruthie no contestó, pero Ted vio que sus mejillas adquirían un bello color de rosa, y comprendió que había llegado el momento de pronunciar las palabras que deseaba decir.

—No tenemos mucho tiempo para hablar —continuó—, pero, en cambio, hay mucho tiempo por delante, así que no debemos apresurar las cosas.

Ted había reflexionado mucho los días anteriores a su matrimonio, rezando más de lo acostumbrado con el fin de conseguir un perfecto dominio de sí mismo. Fruto de sus plegarias fue la resolución de no tomar a Ruthie en un rápido contacto. Tenían que ser amigos antes que amantes. Sólo de esta forma podría respetarse a sí mismo y respetarla a ella. Pero, sobre todo, a sí mismo, cosa que le era muy necesaria, pues comprendía que siendo ella tan mansa, tan dócil, tan infantil, haría todo lo que él quisiera sin llegar a conocer su necesidad más profunda, que no era física, sino espiritual.

—Di lo que tengas que decir —murmuró Ruthie—. No debes tener miedo de mí. No soy nada gazmoña. No creo que se pueda en la India, viendo todo lo que se llega a ver en ella.

Ted experimentó un gran alivio ante la franqueza de su esposa.

—Voy a decirte todo lo que he pensado —prosiguió Ted—. Y al mismo tiempo quiero que comprendas perfectamente por qué he llegado a tal decisión.

—¿Decisión? —repitió Ruthie abriendo mucho sus ojos.

—Supongo que soy un hombre normal —continuó Ted, siendo ahora él el que sentía vergüenza.

—Ya sé —repuso Ruthie—. Sigue.

—Pero a mí me gustaría… esperar hasta que significara para nosotros más que la carne. Te lo diré con un versículo:

Esta buena cosa que ha sido perpetrada dentro de ti mantiene cerca al Espíritu Santo que vive en nosotros.

»Creo que nuestro matrimonio es una buena cosa, Ruthie. Pero el espíritu debe ser lo primero.

La muchacha pensó un momento.

—¿No responde tu espíritu?

—No, todavía no —contestó Ted, pensando que resultaría muy duro para su esposa.

—Pues yo también siento —repuso Ruthie con leve expresión de tristeza—. Me gustaría tener muchos hijos.

Ted la miró. Ni una sola vez había pensado en la posibilidad de tener un hijo, pero, como era lógico, Ruthie sí lo había pensado. Su niñez, pasada sin la compañía de una madre, no le había enseñado a pensar en los hijos, llegando de este modo a pensar sólo en sí mismo, en su alma.

Pero Ruthie no pensaba en sí misma. Simplemente, deseaba tener un hijo. La gente que habitaba en Vhai, tenía razón. Casaban a sus hijos y a sus hijas para que tuvieran hijos cuanto antes. Pero él había dotado al matrimonio de una complejidad enteramente suya, una complejidad formada por el espíritu y la carne pecadora.

Ted se echó a reír súbitamente. Ruthie tenía razón y él estaba equivocado. No había ninguna razón para no tener hijos tan pronto como ella los deseaba. ¿Por qué negarle a su esposa los hijos solamente porque él quería probar la calidad de su alma?

—¿Qué es lo que te ha hecho reír? —preguntó Ruthie.

El calor del tren había hecho que brotaran pequeños ríos de sudor en ambas mejillas de la joven; los rizados cabellos de su frente estaban húmedos. El traqueteo del coche hacía que entrara polvo por sus rendijas, polvo que se mezclaba con el sudor y dibujaba en las mejillas de la joven finos surcos de barro.

—No sé si mi cara está tan sucia como la tuya —dijo Ted alegremente—. Ven aquí y déjame que te limpie.

Ruthie se acercó a su marido y Ted bendijo la soledad de los trenes ingleses que los dejaban solos en un compartimiento hasta que llegaran a la próxima estación, tres horas más tarde.

—No es suciedad —protestó Ruthie—. Es la tierra que sueltan los campos.

Ted sacó su pañuelo y le limpió las manchas, sintiendo al mismo tiempo que le invadía una deliciosa ternura. Los castaños ojos de la joven eran muy bellos, profundos y suaves, y las pestañas espesas y oscuras, y todo su rostro era realmente como un pensamiento, tal como había pensado la primera vez que la vio. El corazón de Ted empezó a latir con fuerza y su respiración se hizo más apresurada. Aquello no era amor, por supuesto, pero ya vendría el amor. Era imposible que sintiera todo aquello y no terminar en el amor. Ruthie tenía pequeñas las orejas, con muchos repliegues, y un bonito cuello. Ted miró hacia abajo y vio el comienzo de sus senos, en el sitio donde el vestido se abría. Entonces levantó rápidamente los ojos, sorprendiendo la mirada de Ruthie, en la que había una expresión suplicante.

La joven, a su honesta manera, dijo:

—No me has besado aún, Ted. ¿Tampoco piensas besarme?

—No lo sé —murmuró Ted desarmado—. No sé lo que he querido decir.

Miró los labios de Ruthie, entreabiertos y frescos, y los pequeños dientes blancos que asomaban detrás de ellos, y súbitamente inclinó la cabeza.