Ted viajó de nuevo camino de su casa, en Poona. Pero no siguió el mismo camino que había llevado. No tomó un rápido tren transcontinental, no saltó de ciudad en ciudad. En lugar de ello, cumplió el consejo que Darya le había dado en la cárcel: «Ve a los pueblos».
El joven tomó un tren del oeste, que le llevaría durante unas cuantas millas, y más tarde, cuando se apeó de él, prosiguió su camino pasando toda clase de incomodidades a través de una red de pueblos, siempre acompañado de su escandalizado fámulo, a quien semejante conducta en un sahib le parecía peligrosa y absurda. A mitad de camino de las Provincias Unidas el criado le abandonó, y Ted continuó su camino solo. Por primera vez en su vida nadie se alzó entre él y la India, ni siquiera un hindú.
Ted comprendió por qué Darya no había intentado persuadirle, sino que se limitó a decir: «Ve a los pueblos». Los pueblos le hablaron con toda su muda miseria. Vio con sus propios ojos decenas de pueblos y se imaginó miles de ellos que no había visto. Los pueblos se apretujaban a lo largo de las montañas del norte de la India, se alzaban en las mesetas centrales y en las planicies del sur. Eran pequeños montículos construidos por manos humanas con el polvo y el barro de la tierra hindú. Eran cuevas que servían de abrigo contra las lluvias torrenciales y el implacable sol, contra el mordisco de los helados vientos que descendían de las montañas. Generaciones y generaciones habían habitado en aquellas cuevas, sin recuerdo ni esperanza de nada mejor. Ted contempló los rostros de la gente hambrienta, los rostros de la gente nacida en enjambres, porque en enjambres debían morir, pues la naturaleza apremiaba para el nacimiento, pues sabía que la muerte llegaba muy pronto. El hambre tenía la culpa. No el hambre de aquel instante, no el hambre que se convertía en una plaga, sino la lenta debilitación de los que jamás han comido bastante ni jamás lo comerán. De esto era responsable tanto el palacio del gobernador como la misión de su padre.
Su padre le dio la bienvenida a su manera un poco silenciosa, aunque no le hizo el menor reproche.
—Repartí tus clases entre los auxiliares. Ahora desearás hacerte cargo de ellas otra vez, ¿verdad?
—Sí, padre —contestó Ted.
El joven sabía que no permanecería allí mucho tiempo, pero no era el momento de decirlo. Después de algunos minutos se excusó y se fue a su habitación. No había escrito a Agnes durante las semanas de viaje ni tampoco esperaba recibir ninguna carta suya. En efecto, no había ninguna de ella entre las cartas apiladas sobre su escritorio. El largo y solitario viaje, durante el cual vio hombres, mujeres y niños en abundancia, le había alejado de todos sus amigos, é incluso Agnes le parecía distante. Había hecho el viaje solo, y ahora descubría por sí mismo lo que era, adónde había llegado y adónde debía ir. Como Saulo de Tarso, fue convertido en el camino.
En la quietud de la casa de la misión iba y venía realizando su trabajo diario. Los meses pasaron y llegó él verano. Leía las sagradas Escrituras constantemente, una y otra vez. Las lamentaciones de San Juan y las dulces frases de Jesús. Leía también los salmos de los santos máratas y, sobre todo, el siguiente:
¡Cómo puedo conocer la verdad yo,
pobre de mí!
Orgullo de conocimiento, ¡oh, Dios!,
no tengo ya ninguno.
En junio, el calor llegó al máximo y la ciudad esperó hora tras hora la noticia del comienzo de los monzones, que debían manifestarse primero en la costa oriental del país, donde las mesetas descendían más fácilmente hacia el mar. Durante aquel mes, el más duro y sofocante de todos, cuando los punkahs apenas producían aire en la ardiente atmósfera, Ted se peleó al fin con su padre. Rompiendo la apacible calma en que vivían, la discusión surgió como un monzón surge de un quieto mar tropical.
La causa fue un joven sikh llamado Jehar Singh, cuyo padre, un hombre muy rico y ambicioso, le había enviado a la Universidad MacArd para que recibiera la mejor educación occidental que se daba en la India. Sirdar Singh no quería que su hijo fuera iniciado en la tradición inglesa y, por lo tanto, no le había enviado a Inglaterra. Presentía, aunque sin tomar parte en la revolución incruenta de Gandhi, que el Imperio, en el viejo sentido inglés, estaba caducado y que, saliera o no victorioso Gandhi, el Imperio tocaba a su fin debido a la enorme presión que ejercía el comunismo ruso. Todo lo que aquellos días escuchaba en relación a Rusia le producía verdadero pánico, y al observar lo que sucedía en el mundo ponía toda su atención en los Estados Unidos, la única potencia capaz de enfrentarse con Rusia cuando llegara el momento de la crisis, como temía que llegara. Por lo tanto, decidió que Jehar, su único y querido hijo, fuera educado por norteamericanos, en quienes se podía tener confianza de que le inculcarían los principios de la propiedad individual, ya que eran los dueños de tan enorme extensión de tierra. No obstante, sentíase un poco intranquilo, pues la Universidad MacArd eran una institución de misioneros. Pero, por otro lado, le tranquilizaba saber que el doctor MacArd, el director, era, sin la menor duda, un caballero, un hombre de cultura y rico, además de cristiano. Por otra parte, era hijo de los grandes capitalistas de Norteamérica y, a la sombra de su padre, había construido un magnífico barrio en torno a la misión, lleno de lujos y donde se practicaban las costumbres norteamericanas. Si Jehar se educaba allí, no era probable que saliera luego con ideas de renunciación y pobreza, pescado en la red que Gandhi tendía para atraerse a los jóvenes idealistas. A Sirdar Singh le complacía en grado sumo lo que veía en la Escuela MacArd, especialmente en su director, con quien habló y a quien explicó que su hijo era el heredero de una de las más grandes fortunas de la India al mismo tiempo que el último vástago de una poderosísima y vieja familia. El director había aceptado la responsabilidad y dado la bienvenida al alto y soñador joven con aspecto de poeta que empezó a ir a la Universidad a principios del siguiente semestre.
El joven Jehar había asistido a la Escuela MacArd durante cuatro años y ahora se iba a graduar con los máximos honores. ¡Cuál no sería la sorpresa y el horror de Sirdar Singh cuando al llegar, revestido de toda su magnificencia, para estar presente en el momento en que su hijo recibiera los máximos honores, descubrió que su único descendiente deseaba convertirse al cristianismo! Jehar se lo comunicó la tarde siguiente a la de la celebración del importante acto de la entrega de los premios, pues el muchacho había querido ocultarlo hasta que su graduación fuera un hecho. En el momento en que su padre hablaba con él muy satisfecho a propósito del matrimonio, de los negocios, de un viaje por el extranjero y todos esos importantes temas que siempre están presentes en la mente de los padres cuando piensan, en sus hijos, Jehar irguió su hermosa cabeza y le interrumpió diciendo:
—Padre mío, para mí ninguna de esas cosas tiene la menor importancia. Estoy tratando de llegar a ser un sadhu.
Sirdar Singh no experimentó en aquel instante todo el horror que sentiría más tarde. Un sadhu era un santo hindú, y ser un santo hindú significaba renunciación y pobreza, algo terrible para los oídos de un rico. Pero las palabras que a continuación pronunció su hijo produjeron en él un efecto aún más desolador.
—No quiero decir un sadhu hindú, padre mío. Quiero decir un sadhu cristiano.
—¿Y qué es un sadhu cristiano? —preguntó Sirdar Singh.
Era un hombre alto y fuerte, como suelen ser los sikhs. Pero en los últimos años había abandonado todo cuidado, habiéndose tornado excesivamente grueso, así que su figura resultaba en la actualidad enorme.
—Viajaré a pie por la India —continuó Jehar— enseñando y predicando como hacía Jesús. Pero seguiré siendo hindú. Como tal, representaré a un Cristo hindú, tal como Él hubiera hecho de haber nacido entre nosotros.
—¿Dónde se te ocurrió esa absurda idea? —preguntó angustiado Sirdar Singh—. Estoy seguro de que eso no te lo ha metido en la cabeza el doctor MacArd.
—No me lo ha metido nadie… —repuso Jehar—. Se me ocurrió a mí leyendo las Escrituras cristianas.
Aunque ya pasaba de la medianoche y todo era silencio alrededor, Sirdar Singh no podía pensar más que en una cosa.
—Vamos a ver al doctor MacArd —dijo a su hijo—. Creo que él me ayudará.
La quietud que reinaba en la misión se vio alterada de pronto y todos sus habitantes fueron despertados por los terribles golpes que daban en la puerta los criados de Sirdar Singh, acompañados por los gritos del mismo Sirdar. El portero abrió la puerta y corrió a llamar a su amo.
—Sahib, sahib —gritó en la puerta de la habitación de David—. Sirdar está abajo lleno de preocupación. Algo malo sucede con su hijo.
Ted oyó las voces desde su cuarto, pues había dejado la puerta abierta a causa del calor. El joven saltó del lecho y, poniéndose su batín de seda, atravesó el zaguán y se dirigió a la habitación de su padre. Éste tenía ya encendida la luz, y Ted llamó y entró, encontrando a su padre, que estaba vistiéndose apresuradamente, pero al mismo tiempo con sumo cuidado.
Mientras tanto, los sikhs, padre e hijo, esperaban abajo.
—¿Bajo yo también, papá? —preguntó Ted.
David le miró.
—Sí, pero vístete.
—Ahora mismo, papá.
Pocos minutos más tarde, cuando Ted bajó, encontró la puerta del salón cerrada y todos los criados esperando en la puerta de fuera. El joven abrió la puerta y penetró en la habitación. Sirdar estaba sentado en el sofá mientras Jehar se hallaba cerca de él en una silla, escuchando lo que decía su padre. Pero en el joven no había la menor expresión de arrepentimiento, si bien escuchaba con profunda atención y respeto.
Ted conocía al joven, pues le había enseñado literatura inglesa y le recordaba especialmente porque había revelado talento poético y una rápida percepción para aquilatar la belleza.
Cuando la puerta se abrió, Sirdar contuvo lo que evidentemente era un torrente verbal.
—Mi hijo —dijo David—. Ha sido el maestro de Jehar y le he pedido que estuviera presente.
Sirdar dejó escapar un profundo suspiro.
—¿Es cristiano? —preguntó.
—Claro que lo es —contestó David.
Sirdar se volvió hacia Jehar.
—Ves, aquí tienes a un joven que también es cristiano, pero que no habla de ser un sadhu. Será el consuelo de su padre. Enseña en la Universidad de su padre, obedece a su padre, y su padre tiene confianza en él.
Jehar volvió la cabeza para mirar a Ted, y le dirigió una tímida sonrisa.
—¿Es usted cristiano? —preguntó el joven.
Tan completa era la sinceridad con que había formulado esta pregunta, que Ted se sintió humilde.
—Deseo serlo —repuso—, y creo que lo soy.
Sirdar Singh oyó estas palabras, exhaló un nuevo suspiro y se volvió hacia el padre de Ted. Una vez más empezó a lamentarse.
—Puse a mi hijo en sus manos, señor MacArd. Quería que le enseñaran la forma en que los norteamericanos lo hacen todo. Los norteamericanos son fuertes, ricos y muy poderosos, y aún lo serán más. Serán los únicos que podrán hacer frente a Rusia cuando llegue el día que todos presentimos. Hemos tenido una Guerra Mundial y puede haber otra. Todo el mundo lo dice. Después de la próxima Guerra Mundial los ingleses serán débiles, pero los norteamericanos serán aún más fuertes que ahora. Yo quiero estar al lado de los norteamericanos cuando llegue ese momento. Por esta razón le traje a mi hijo a usted. Claro que no esperaba que se me hiciera cristiano. No era esa mi intención.
El inglés de Sirdar era excelente, pero habla empezado a encontrar dificultad en su pronunciación.
—Creo, Sirdar —repuso tranquilamente David—, que al decidir usted llevar a su hijo a la escuela de una misión debía de haber pensado que corría el riesgo de que se hiciera cristiano. Pero no espere usted que yo me muestre de acuerdo en que ser cristiano representa un destino tan terrible como usted se imagina. Un buen número de nuestros estudiantes se convierten al cristianismo antes de graduarse, y aunque yo no hago nada deliberadamente en ese sentido, supongo que la atmósfera de la Universidad MacArd es favorable al desarrollo de la fe cristiana. Sin embargo, no los impulsamos a que se hagan cristianos. Creemos en la libertad.
—Yo también creo en la libertad —dijo con apasionamiento Sirdar—. Yo he concedido siempre a mi hijo mucha libertad. Pero él debía haber pensado que es mi hijo y que no puede adentrarse por los caminos que un hijo mío no puede seguir. No puede convertirse en un sadhu y renunciar a la riqueza que heredará de mí.
David no pudo dominar su sorpresa.
—¿Un sadhu?
—Sí, desea ser un sadhu cristiano —gritó Sirdar más agitado que antes.
—Eso es imposible —contestó David—. Un sadhu es un hindú, pero no un cristiano.
—Un sadhu es un santo —afirmó Jehar—, y yo seré un sadhu cristiano.
—Nunca he oído hablar de nada semejante —exclamó David.
—Lo oirá usted de mí —repuso Jehar con voz suave.
—¿Oyen ustedes? —exclamó Sirdar.
El hindú extendió sus anchas y gruesas manos.
—¿Qué puede usted hacer, señor MacArd? Ese muchacho es muy terco. Lo sé bien. Ha sido terco desde su nacimiento, y su madre ha muerto. ¿No me puede ayudar?
«¡Ah! ¿Qué podrá hacer mi padre?», pensó Ted. Sentíase muy excitado ante lo que estaba sucediendo. El joven hindú era extraordinario, y su rostro, siempre tan delicadamente bello, adquiría a la luz de las lámparas una belleza no terrena. Aparecía revestido de una serena gracia con sus manos ligeramente cruzadas sobre el regazo y envuelto en sus blancas vestiduras.
—¿Harás lo que hacen los sadhus? —preguntó Ted—. ¿Vagabundearás de pueblo en pueblo?
—Lo mismo que hacía Jesús —contestó Jehar, y la mirada de sus grandes ojos aparecía inundada de paz y serenidad.
—¿Lo oyen? ¿Lo oyen? —murmuró en tono lastimero Sirdar.
—Sirdar Singh —dijo David con súbita decisión—, deje este asunto en mis manos, haga el favor. Está muy claro que Jehar no sabe lo que se dice, Confunde dos religiones, la hindú y la cristiana, que no deben ser confundidas. Supongo que no objetará usted nada si él desea ser simplemente cristiano.
—Claro que no —repuso Sirdar con apasionado acento—. Que sea cristiano si quiere, como usted lo es, señor MacArd. Todo lo que yo deseo es que, cristiano o no, sea un hombre razonable. Lo que no puede ser es un sadhu.
—Pues déjelo en mis manos —repitió David—. Es muy tarde y están cansados, y Jehar ha llevado un día de mucha excitación. Mañana hablaré con él y le explicaré a fondo lo que significa ser cristiano. Pero no puede ser un sadhu. La Iglesia cristiana no le autoriza a serlo.
—Gracias, señor. Muchas gracias, señor MacArd —murmuró Sirdar juntado sus manos sobre el pecho—. Si usted supiera… Mi única esperanza es usted. Ahora me doy cuenta de que mi hijo no ha escuchado nunca a su padre. Lo he hecho todo por él. He gastado mucho dinero para que viniera aquí durante cuatro años. ¡Y ahora termina hablándome de sadhus! Ya ha visto usted de qué forma ha desperdiciado mi dinero. Realmente, le cabe a usted alguna responsabilidad, mi querido señor MacArd.
—La acepto —repuso David con acento firme—. Y ahora vuélvase a las habitaciones de los invitados, Sirdar, y tú, Jehar, no disgustes más a tu padre esta noche. Ven a mi despacho mañana por la mañana a las nueve.
Jehar se puso en pie.
—Gracias, señor MacArd —dijo—. Iré, pero lo hago por mi padre.
El joven alzó su brazo derecho hacia su padre y éste se apoyó en él, y después de unos breves saludos los dos hindúes se marcharon.
David se había vuelto ya para apagar la luz cuando Ted empezó a hablar.
—Espera un segundo, papá.
David se detuvo con el brazo en el aire y miró a su hijo.
—Tengo que decirte algo.
—¿Qué es ello?
—Supongo que no intentarás hacer cambiar de modo de pensar a Jehar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David.
—Jehar ha tenido una gran idea. La de revivir el espíritu de Cristo en la India.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Papá, un Cristo hindú.
—Pero eso es una blasfemia, Ted… o lo sería si no fuera absurdo.
—Ni es una blasfemia ni es absurdo, papá.
Ted miró a su padre con sus claros ojos sintiendo que su corazón empezaba a arder.
—Yo debía haber pensado en ello, pero no soy hindú. Me gustaría serlo. Ver el espíritu de Cristo encarnado de nuevo en un hindú.
—Ted, no sigas por ahí porque no te escucharé.
—Pero, papá…
—Es muy tarde y estoy muy cansado.
—Bien, papá. Pero te advierto que yo también hablaré mañana con Jehar.
—Te suplico que no lo hagas. Tengo contraída una obligación con Sirdar Singh, y es muy desconsolador para un padre ver que su único hijo…
—¿Vas a intentar evitar que Jehar se convierta al cristianismo?
—De ningún modo. ¿Cómo voy a hacerlo si he dedicado toda mi vida a la educación cristiana? Simplemente, procuraré hacerle comprender lo que significa ser cristiano en el lugar donde Dios le ha colocado, o sea en la casa de Sirdar Singh, y la gran influencia que puede ejercer desde ella como cristiano. Sería una locura que abandonase esa oportunidad.
—Pero, papá…
—Ni una palabra más, haz el favor, Ted.
El padre apagó la luz y empezó a subir la escalera. Ted se quedó solo en la oscuridad, y durante un largo momento permaneció inmóvil recordando el rostro de Jehar, hasta que de súbito, involuntariamente, alzó los ojos para atravesar la noche que le envolvía. El joven rezó en silencio, pero sí, con toda su alma, pidiendo una guía y una luz que le iluminara. ¿De dónde viene la guía del alma y adónde se encuentra el manantial de la luz? ¿Dónde se encuentra, ¡oh!, la luz que inundó el alma de Jehar?
La oscuridad siguió siendo tan densa como antes, y Ted subió las escaleras en busca de su habitación, donde se puso a leer las Santas Escrituras. Luego rezó como jamás había rezado, pues su plegaria era muy sencilla, ya que no pedía otra cosa que luz. Sin embargo, ninguna luz apareció y al cabo se fue de nuevo a la cama… para levantarse antes del amanecer, en cuanto la sombría oscuridad empezó a esfumarse delicadamente por el este, en el borde de una nube. Se lavó con agua fría y se encaminó a la pequeña capilla donde a veces rezaban los estudiantes cristianos. Allí, como lo sospechaba, se encontró con Jehar. El joven se mantenía silencioso ante el altar, con la cabeza erguida y los ojos abiertos.
—¡Jehar! —dijo Ted.
Jehar se volvió al oír su nombre, vio a Ted y sonrió.
—Maestro —contestó.
—Pensé que te encontraría aquí —murmuró Ted—. Esto es bueno. Hablemos sobre lo que ha sucedido. ¿Cómo es que no me dijiste nada?
—No le conocía a usted bien —repuso Jehar sin la menor desconfianza—. No creía que usted necesitara saber nada de mí.
Ted se sintió herido.
—¿Qué habré hecho para que un alumno mío crea que yo no debo saber nada de lo que le concierne? Ven y siéntate en este banco.
Jehar avanzó por, el pasillo, muy airoso y elegante con su fresca prenda de algodón blanco, y al llegar junto a Ted tomó asiento y esperó, con su fresca sonrisa todavía en los labios. Sus grandes y oscuros ojos estaban llenos de claridad y el joven no mostraba el menor signo de cansancio, falta de sueño o miedo. La paz estaba con él.
—¿No te vas con tu padre a casa hoy? —preguntó Ted.
—Sí, iré a mi casa —repuso Jehar—. Iré a casa con él para vivir allí una temporada hasta que él comprenda mis sentimientos.
—¿Y si no los comprende?
El rostro de Jehar permanecía inmutable, todo su continente rebosaba dignidad.
—Entonces abandonaré la casa de mi padre.
—Eres muy joven, Jehar.
—No soy tan joven como para no darme cuenta de lo que debo hacer. Si no hubiese descubierto mi camino, también me estaría preparando para la tarea de mi vida, ya fuera la administración de las propiedades de mi padre o bien para ser un abogado o algo por el estilo. Pero ahora sé ya cuál es la tarea que debo cumplir en este mundo.
—En realidad no necesitarás mendigar tu comida como hacen los sadhus. La gente sabe quién eres.
—No necesitaré mendigar. Dios me concederá lo que sea necesario.
—A mí me parece que todo eso es peligroso y extraño.
—Le parece así porque viene usted de occidente, señor. —La voz de Jehar era cortés, pero al mismo tiempo estaba llena de resolución—. Para nosotros los hindúes no es nada extraño eso de convertirse en un sadhu. Hay muchos sadhus, ¿comprende usted?, y la gente no se extraña de verlos. Eso es todo. Pero yo seré un sadhu cristiano, y también eso es todo.
Ted preguntó, interesado:
—¿Y a qué Iglesia te vas a acoger?
—A ninguna, porque si me acojo a una, las otras no querrán que pertenezca a ellas. He hablado de esto con mi maestro, el señor Fordham, que nos explica el cristianismo dos veces por semana, como usted sabe.
—¿Sabe el señor Fordham que te propones convertirte en un sadhu? —preguntó Ted.
—No se lo he dicho —contestó Jehar.
—¿Y qué te hace pensar que sabes cómo se ha de seguir a Cristo?
—No lo sé por nadie, sino que me lo dicta mi interior —repuso Jehar con su agradable sonrisa de muchacho—. No soy tan estúpido que me figure que es válido para los demás. Sólo lo es para mí.
—Así que cogerás una escudilla, una manta…
—Cogeré mi escudilla, mi manta y una túnica de color de azafrán, para que los hombres sepan que soy un sadhu. Pero rogaré sólo a Cristo.
—Jehar, me asustas. Pareces tan resuelto…
—¿Por qué se asusta usted? Haré simplemente lo que muchos han hecho ya antes que yo, excepto que yo lo haré por Cristo. Yo no condeno a Siva ni a Ram. No rendiré culto a Kali ni a Ganesh, pues no me parecen buenos ni bellos. Pero a Cristo lo veo bello, pues no cometió ningún crimen ni hizo daño a nadie y hablaba de Dios.
—Sólo te diré una sola cosa —murmuró Ted después de un momento—. Renuncias a la vida de hombre antes de saber lo que es. Yo he visto a otros hindúes renunciar a la vida, Jehar. He visto a Darya en la cárcel.
Toda la India conocía el nombre de Darya, y Jehar elevó la cabeza con súbito interés.
—¿Le ha visto usted de veras?
—Sí. Y también él ha renunciado a todo, sólo que lo hace por su país, o, por lo menos, así lo cree él. Pero Darya no es joven como tú. Ha estado casado y ha conocido la paternidad, y sólo después que hubo perdido todo eso aceptó la renunciación.
—Yo no tengo necesidad de esperar —contestó Jehar—. He tenido una visión. Quizá Darya no tuviera ninguna visión hasta que Dios le quitó a su esposa y a sus hijos.
—¿Qué visión has tenido? —inquirió Ted.
Era imposible no comportarse amablemente con Jehar.
—Sencillamente, vi a Cristo —contestó Jehar—. No fue una visión espiritual, ¿comprende usted? He tenido también estas visiones. Pero esta vez le vi con mis propios ojos. —Y se tocó los ojos con la punta de sus dedos.
»Yo había leído los libros —continuó el hindú—. Me sabía de memoria el Bhagavad Gita antes de que mi madre muriera. Ella me enseñó que ser un santo era lo más que un hombre puede ser. Pero pensaba que no podría llegar a serlo y me sentía desgraciado. Al principio de venir a esta Universidad me creía muy desgraciado y no quería saber nada de la nueva religión. No me parecía tan buena como nuestra antigua fe. Una vez rompí en trocitos la Biblia que el señor Fordham decía que debíamos utilizar en la clase. Me sentía muy desgraciado cuando tenía que leerla. No deseaba que me lo ordenaran. Pero entonces, súbitamente, vi a Cristo en mi solitaria habitación.
Ted suspiró.
—Espero que no habrás cambiado tu vida sólo a causa de esa… visión, como tú llamas.
—Sí, he cambiado mi vida a consecuencia de ella —contestó Jehar.
¿Qué más podía decirse? Jehar era sencillo, puro, su alma se hallaba inundada de serenidad, y era imposible hacerle cambiar de pensamiento. El sol teñía ya el horizonte de rojo y oro y el aire fresco de la noche desapareció. El día se iniciaba. Los jóvenes se pusieron en pie y atravesaron el césped, separándose con un apretón de manos sin pronunciar una sola palabra más.
La actitud de Jehar, que había empezado de una manera tan inofensiva, se transformó en una extraña tormenta, pero no entre Sirdar Singh y su hijo, sino entre Ted y su padre, que no habían discutido nunca antes. Ted tenía esperanzas de que fuera llamado a la conferencia entre su padre y Jehar. A las siete de la mañana era servida la primera ligera comida del día, el chota hari, que cada cual tomaba allí donde se encontraba. Su padre estaba ya en su despacho. Ted aceptó la bandeja en una de las pequeñas mesas de la veranda y se sentó en una mecedora. Jehar pasó ante él y levantó sus manos, unidas por las palmas, para saludarle, y luego entró en el vestíbulo al que daba el despacho. La puerta del despacho se cerró y Ted permaneció esperando, terminándose el té, las tostadas y los maduros mangos, y continuó allí esperando oír la voz de su padre, que le llamara.
Pero la llamada no se produjo, y después de más de una hora la puerta se abrió de nuevo y apareció Jehar, muy pálido y con aspecto de cansancio. De nuevo pasó ante Ted, haciendo su silencioso saludo, y sin despegar los labios bajó los escalones y se alejó. Ted entonces se decidió a entrar en el despacho. Su padre, con el rostro muy grave, se hallaba sentado ante la mesa leyendo unos papeles.
—Papá…
Su padre levantó la cabeza.
—¿Cómo ha ido?
—¿Quienes decir la conferencia? Estoy convencido de que Jehar no ha cambiado de idea. Me ha hablado de visiones.
«Valor —se dijo Ted—. Valor para hablar, para colocarme al lado de Jehar».
—En las Escrituras se da testimonio de muchas visiones.
David miró fijamente a su hijo.
—No irás a justificar a Jehar, ¿eh?
—Sólo quiero decir que en las Escrituras…
—¿Qué quieres decir? —preguntó David.
—Quiero decir seguir el camino de la forma que nosotros venimos haciéndolo desde hace centenares de años, o sea, por medio de las iglesias, de los hospitales y de las universidades, cómo ahora hacemos aquí. Peto esto…
—¡Es hacer cristianos! —repuso irritado su padre—. Disponemos de una estadística, la cual prueba que su número va en aumento.
—Eso no es un verdadero aumento —repuso tercamente Ted—. Los pueblos siguen siendo como han sido durante centenares de años. La misma antigua pobreza, la misma vieja miseria, la misma avidez de los zamíndars y de los terratenientes, la misma crueldad del rico para con el pobre, el mismo triunfo del mal sobre el bien.
—Esas cosas han existido siempre y siempre existirán.
—Entonces… —dijo Ted apasionadamente.
El joven se encontró con la mirada de asombro de su padre, y comprendió lo que estaba pensando.
—¡Jehar tiene razón! —gritó—. Me gustaría poseer la fuerza moral suya para poder ser como él. Me gustaría poder dejarlo todo y seguir a Cristo.
Ted descubrió en los ojos de su padre una expresión tal de terror, que fue incapaz de enfrentarse con ella. Entonces giró sobre sus talones y salió del despacho.
¿Qué era lo que había dicho? Había dicho que deseaba dejar todo y seguir a Cristo. Pero… ¿qué significaba esto? Se detuvo en el enorme y vacío salón. Tan claramente como Jehar. Él también vio, y mientras sus ojos le hacían la pregunta, oyó que la puerta del despacho de su padre se cerraba de golpe.
Solo en su despacho, David cayó de rodillas. Había dado la vuelta a la llave, avergonzado o tal vez obligado por la timidez ante el temor de que alguien pudiera sorprenderle rezando a aquella hora. Pero se había visto impulsado a orar ante el miedo que le inspiraba la actitud de su querido y único hijo. Desde el regreso de Ted estaba esperando que se presentara el momento de poder hablar libremente con él para explicarle sus problemas y el terrible peso de sus tareas. Pero hasta la fecha no le había dicho nada. Se sentía confundido ante los recuerdos. Cuando miraba a Ted recordaba a su propio padre, a su padre cuando era joven. Sin embargo, Ted era también como Olivia y tenía los rápidos sentimientos de su esposa. Confundido por todo eso y acostumbrado a la soledad, no había hablado a su hijo, a pesar de sus temores y preocupaciones.
¡Y ahora, Jehar! Si el pueblo hindú estaba bastante contaminado de irrealidad como para seguir a un fanático, entonces era que su ignorancia alcanzaba magnitud aterradora y comprendía que todo cuanto él pudiera hacer no bastaría para salvar al país, pues Gandhi había encendido la hoguera.
¡Y ahora, Jehar! Si el Imperio se venía abajo su esfuerzo de tantos años también podría derrumbarse. Los millones de ignorantes campesinos que habitaban en los pueblos no podían ser enseñados fácilmente ni tampoco podría remediarse su pobreza para salvar el Imperio. Semejante tarea hubiera debido ser iniciada trescientos años antes. David sabía que sus alumnos eran todos desleales. Intentaba no darse cuenta de ello, pero las reuniones secretas, las consignas, los gorros a lo Gandhi, y las prendas de ropa tejidas en casa eran alarmantes. Y Ted le había desafiado, lo mismo que Jehar había desafiado el día anterior a su padre. ¡Ah, la crueldad de los hijos para con los padres!
Todavía de hinojos, recordó de pronto su propia juventud. También él había desafiado a su padre; toda su vida fue un constante desafío y continuaba siéndolo. Aquel anciano que ahora se pasaba casi toda su vida en el lecho de la vieja mansión, había sido abandonado por él de igual forma que Ted quería abandonarle ahora. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—¡Dios mío! Déjame que vuelva a mi padre y le explique…
Ésta era precisamente la plegaria que él esperaba pronunciar.
—¿He procedido equivocadamente, oh, Dios? ¿Tenía que haber obedecido en la tierra? ¿He sido castigado ahora en mi propio hijo? ¡Concédeme un poco de sabiduría para que acierte con lo que deba hacer!
David permaneció arrodillado durante largo tiempo, esperando, pero no llegó ninguna respuesta, hasta que al fin acabó poniéndose en pie. Hacía mucho tiempo que no obtenía respuesta a sus plegarias. Sin saberlo, parecía haber perdido la sensación de la presencia de Dios, pese a que toda su vida estaba dedicada a su servicio. La soledad descendió de nuevo sobre él, la terrible soledad del espíritu. Después de la muerte de Olivia, había conocido la soledad en el sentido de que nunca aprendió a vivir sin su esposa. Pero esta soledad no era tan absoluta como la de ahora, jamás se entregó a Olivia como se había dado a Dios. Voluntariamente subió a sus labios el grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?».
Ted atravesó el vestíbulo y entró en su despacho, donde permaneció inmóvil. Su corazón latía alegremente. Una alegría asombrosa, cuyo manantial desconocía, excepto que se encontraba fuera de él e inundaba su ser entero. Llenaba toda su alma una atmósfera refrescante y tonificadora. El joven rió en voz alta y sintió que el cabello se le ponía de punta y que las yemas de sus dedos le hormigueaban. Hubiera querido echar a correr, saltar, bailar. Aunque la visión tenida en el salón duró un instante, fue tan evidente que le pareció absurdo que no hubiera tomado una decisión antes. Debía irse de Poona; vivir en un pueblo. ¡Qué sencillo tomar una decisión! Durante todos los meses que siguieron a su visita a Darya, había estado luchando contra ello. Pero sólo la pureza infantil de Jehar y su firme resolución le condujeron al final.
«¿Por qué he de seguir los pasos de mi padre? Debo dejarle, ya que yo puedo vivir solo en la India. Hay en el norte un pequeño pueblo que me gustó mucho cuando pasé por él. Es allí donde viviré».
Ted cayó en un profundo éxtasis. Los hindúes estaban familiarizados con el estado de éxtasis, y lo que a él le sucedía ahora, según creía, era lo mismo que cuando se ha tomado una decisión consecuencia de un deseo de Dios, porque satisface los más profundos deseos no manifestados de un alma de los que el estado de éxtasis es la confirmación, brota del interior una profunda felicidad, un acuerdo completo con todo cuanto a uno le rodea.
Ted se sintió maravillado y agradecido, y después de algún tiempo la alegría y la paz continuaban inundando su corazón. El joven hizo planes y pensó en el pueblo, en Vhai, y en todo lo que podía hacer allí. Sí, y también aprender. Iría humildemente, lo mismo para aprender que para enseñar.