Ted llegó a Calcuta un día de terrible calor, y después del polvoriento viaje se encaminó seguidamente al hotel. Su criado le había llevado ya las maletas y la ropa de cama y ahora se apresuraba a prepararle el baño y el té. En el vestíbulo del hotel, Ted se acercó al pupitre de recepción, esperando encontrar una carta de Agnes. En efecto, le entregaron una nota, una invitación, pero no para el próximo almuerzo, sino para el té de la tarde, que sería seguido de un partido de tenis. Se trataba de una nota fría, no desprovista quizá de un tono amistoso, pero algo seca en el fondo. ¿O era que así se lo imaginaba él? El papel, de un pálido color gris, era muy grueso y en su parte posterior tenía impreso el escudo de la Casa del Gobierno. Pero Ted recordó que la joven vivía en la Casa del Gobierno. Era la hija del gobernador, era una mujer inglesa en la India. Ted permaneció un rato con la misiva entre sus manos, recordando con súbito rubor la franqueza de sus propias cartas. Quizá le hubiera hecho el amor en ellas, pues es muy fácil hacer el amor. Se sentía muy solo, las noches eran largas y calurosas y él soñaba con tener una compañera.
Bien, dormiría, descansaría y leería. Tal vez incluso estudiaría sus lecciones de idiomas, pues estaba decidido a conseguir dominar no sólo el márata literario, sino también el indostánico y el vernáculo gujerati, y más tarde, si le era posible, los restantes idiomas principales de la India, a fin de poder hablar con la gente fuera donde fuese. Empezaba a decirse que Poona no sería su último hogar. Pero su futuro no quedaría claro hasta que hubiese visto y hablado con Agnes. El joven subió la escalera de mármol y se dirigió a su habitación. Su criado había bajado ya el mosquitero, echado las persianas y el punkah estaba en movimiento.
—Un baño inglés, sahib —dijo el fiel servidor; mostrando al sonreír sus blancos dientes y queriendo decir que allí había un gran baño de porcelana, una red de tuberías y grifos con agua fría y caliente.
—Está bien —contestó Ted—. Ahora tráeme algo de comer y luego vete tú también a dormir. Yo dormiré toda la mañana.
—Sí, sahib.
El hombre se marchó, cerrando la puerta silenciosamente. La habitación quedó sumida en un profundo silencio, pues las gruesas paredes alejaban los ruidos de la calle y sólo se oía el suave rumor del punkah, que se movía de un lado a otro.
Los jardines de la Casa del Gobierno eran un verdadero despliegue del esplendor imperial. No se dejaba que el calor marchitara las flores. La espuela de caballero inglesa se mezclaba con las lujuriantes flores hindúes, y las rosas y las orquídeas crecían bajo la sombra de enormes umbráculos. Las pistas de tenis alternaban con los verdes céspedes, y en el centro se alzaba una magnífica mansión, semejante a una enorme casa solariega inglesa. El coche alquilado por Ted avanzó por el camino que conducía hasta la escalinata de la entrada. Su criado saltó rápidamente del pescante y Ted se apeó.
—Vuelve dentro de dos horas, o espera —dijo Ted.
—Esperaré, sahib —repuso con toda dignidad el criado. Estaba muy guapo con sus limpias ropas blancas y se daba cuenta de que incluso allí hacía honor a su amo.
—Muy bien —murmuró Ted.
El joven subió la escalinata, y en la abierta puerta detrás de las pantallas contra los mosquitos, un criado, un sikh, alto y con barba, espléndido con su librea azul y oro, se le acercó, obsequioso.
—La señorita Linlay —dijo Ted.
—Está esperando, sahib —repuso el sikh suavemente guiándole hasta el salón de recepción, situado a la izquierda del enorme y cuadrado vestíbulo.
Allí quedó esperando Ted, pero sólo un instante, pues casi en el acto apareció la joven, que parecía fresca y hermosa con su blanco vestido de tenis. Traía su rubio cabello recogido en un ancho moño en la nuca, y a su pálido rostro asomó un débil y súbito rubor. En el escote llevaba prendida una rosa amarilla.
—¡Agnes!
Ted cogió las dos manos de la joven y contempló su sonriente rostro. Los ojos de Agnes le parecieron aún más azules de lo que él recordaba y sus labios más dulces. El joven sintió el impulso de inclinarse para besar aquellos labios, un impulso tan fuerte que sólo pudo dominarlo gracias a un esfuerzo de voluntad. Comprendió que Agnes se hubiera sentido profundamente ofendida, y no quiso correr tal riesgo.
Agnes le miraba sonriendo, aunque parecía distante, y Ted pensó que había cambiado, que se mostraba, en fin, menos espontánea que en el barco. Pero Ted estaba preparado para ello.
—Ha recibido usted mi carta a tiempo, por lo que veo, pues se ha presentado usted a la hora en punto —dijo la joven—. Pero temo que haga todavía demasiado calor para jugar al tenis. Quizás haga aquí más fresco que en cualquiera otra parte.
La joven se sentó en una alta silla de teca y Ted arrastró un pequeño taburete dorado cerca de ella, y, sentándose, la miró francamente, con verdadero placer, dispuesto a no permitir que se apartara de él.
—He venido desde muy lejos para verla a usted y he esperado mucho tiempo para hacerlo. Quería venir el otoño pasado, cuando fui a las Provincias Unidas para visitar a un viejo amigo. Pero usted me disuadió. Luego, más tarde…
La joven eludió la respuesta.
—¿Y quién es ese viejo? —preguntó.
—Un hindú amigo de mi padre. Yo le llamo tío. Se trata de Darya Sapru.
—¡Ah! Ese nombre me suena —exclamó la joven—. Mi padre dice que hubiera podido obtener un título de caballero el año pasado si no se hubiese unido a Gandhi.
—¿De veras? Pero no creo que él lo hubiese aceptado.
Ted percibió la dura expresión que se reflejó en los bellos ojos azules de Agnes y se apresuró a cambiar de conversación.
—Sea lo que fuere, mi padre y él son amigos de toda la vida, aunque ahora están un poco distanciados debido a que mi padre opina que Gandhi está equivocado.
Se detuvo de pronto, sintiéndose culpable.
—Me alegra saber que su padre piensa de ese modo —dijo Agnes.
—Sí, y, por lo tanto, yo no debo colocarme detrás de mi padre —contestó Ted con resolución—. No sé si Gandhi tiene razón o no. Hay muchas cosas que no entiendo. La vieja India me parecía antes muy clara, pero quizá se debiera a que yo era entonces un niño. Ahora todo me parece excesivamente complejo. Tuve que escuchar a Darya, naturalmente. Me produjo una gran confusión verle en la cárcel.
—¿Por qué? —preguntó Agnes—. Realizó un acto de rebeldía durante el Durbar de Bombay.
—Es de usted de quien yo he venido a hablar —repuso Ted—, no del príncipe, de Darya y mucho menos de Gandhi y de los políticos, ni siquiera de la India, sino sólo de usted.
Ted cogió la pequeña y blanca mano que la joven mantenía sobre su rodilla y la apretó el tiempo suficiente para obtener una respuesta. Pero no obtuvo ninguna, y Ted soltó la mano de nuevo. Agnes se puso en pie casi en el acto.
—Vamos a las pistas. Después de todo, hay sombra en ellas, y la oscuridad llega rápidamente al ponerse el sol. Mi padre regresará pronto a casa.
Agnes miró a Ted de arriba abajo.
—Estoy dispuesto —repuso Ted sonriendo, sometiéndose gustoso a la inspección de la joven.
—Muy elegante —contestó la joven con una sonrisa de aprobación.
Los dos jóvenes atravesaron el verde césped hasta llegar a las pistas. Había ya gente jugando, y varias señoras estaban sentadas bajo los parasoles de rayas verdes, mientras criados hindúes, con librea, les ofrecían té, emparedados y bebidas frías. Agnes fue presentando a Ted con la mayor naturalidad a medida que pasaban ante los demás invitados.
—Lady Fenley, le presento a Ted MacArd, Poona, Sir Agnus, Ted MacArd. Lady Mary Fenley, Ted MacArd. Frederick Payne, Ted MacArd. Bart Lankester y el señor y la señora Oscar Wayne…
Ted repartió apretones de mano, sonrió, repitió nombres. Agnes se desembarazó pronto de sus invitados y propuso a Ted jugar un partido individual en una pista vacante en aquel momento. Ted probó, algunas raquetas, eligió una más bien pesada, y la joven ganó el sorteo del campo.
Ted suponía que Agnes jugaba bien, pero no podía imaginar que lo hiciera de un modo superlativo. Pero así era. La joven parecía no moverse apenas en la pista, pero las pelotas que le enviaba Ted eran devueltas con rápida seguridad, cayendo en los lugares menos convenientes. Agnes no empleaba trucos. Realizaba un juego limpio, aunque devastador y duro. Ted hizo cuanto pudo para contrarrestar aquel juego, perdiendo los tres primeros juegos por apenas un tanto. Entonces se encolerizó, olvidó quién era ella, olvidó que estaba a punto de enamorarse de aquella joven, y concentrándose en el juego como si estuviese jugando contra un enemigo, ganó dos sets de tres por un pequeño margen. Derrotada, Agnes se acercó a la red y ambos jóvenes se estrecharon la mano de acuerdo con la costumbre. La clara piel de la joven había adquirido un tinte rosado y los mechones de cabello de su frente estaban húmedos.
—Juega usted demasiado bien —dijo Ted.
—Demasiado bien no —repuso Agnes—, puesto que me ha ganado.
—Sí, pero tuve que hacer un gran esfuerzo —replicó Ted con una sonrisa.
—¿Y por qué no? —replicó Agnes.
Juntos fueron hacia los quitasoles y Agnes tomó una taza de té caliente.
—No tome usted esa bebida fría —dijo Agnes al ver que Ted se disponía a beber un vaso de limonada—. Es peligroso cuando se está sudando.
—No para un norteamericano —replicó Ted, resuelto, por alguna razón que se le escapaba, a no rendirse ante ella—. Estamos acostumbrados a lo frío y a lo caliente al mismo tiempo.
—Ahí está mi padre —exclamó de pronto la joven señalando la cabeza hacia el verde césped.
Ted vio un alto inglés que avanzaba lentamente.
—Parece cansado —añadió la joven—. Desde el Durbar las cosas han vuelto a ponerse difíciles.
Todo el mundo se puso en pie cuando el gobernador se aproximó, y la joven presentó con toda ceremonia a Ted.
—Papá, te presento al señor MacArd. Ya te dije que fuimos compañeros de barco. Es norteamericano, ¿recuerdas?
—¡Ah sí!
El gobernador cambió un débil apretón de manos con Ted.
—Creo que alguna vez me he encontrado con su padre. Naturalmente, conozco a su abuelo.
—Gracias, excelencia —repuso con voz clara Ted.
El joven volvió a sentarse cuando el gobernador tomó asiento, dedicándose a hablar con Lady Fenley. Miró a Agnes una o dos veces con cierto resentimiento, pues comprendió que su visita no pasaría de aquello. No podría sostener una conversación a solas con ella bajo la gran higuera de Bengala que se alzaba en el extremo del prado, ni tampoco aceptó ella la oportunidad que Ted le brindó al mirar hacia los rosales. Al cabo de una hora el joven se puso en pie, dominado por un súbito enfado.
—Tengo que marcharme —dijo conteniéndose para no pronunciar el nombre de la joven.
—¿De veras tiene usted que irse?
—No me marcharé de Calcuta hasta pasado mañana —continuó Ted.
No tenía plan alguno, aunque no dijo «mañana mismo» porque quería concederse a sí mismo un día más. Pero le advirtió a Agnes que se trataba sólo de un día. Un día era bastante para saber si ella deseaba o no verle de nuevo. La joven guardó silencio y le tendió la mano, que Ted soltó tras de un breve apretón. Luego hizo una reverencia dirigiéndose a todos los invitados, reunidos bajo los quitasoles verdes, y se marchó. El sol daba de lleno con toda su ferocidad sobre el templo de Kali cuando subió al coche, que empezó a rodar hacia la ciudad y más tarde a lo largo de la Chowringhi, la más famosa calle de Oriente, hasta llegar a su hotel. Continuaba aún enfadado y sus labios estaban tensos y blancos.
No pudo dormir aquella noche. El calor que sentía en el interior de su cuerpo le impedía hacerlo. Estuvo dando vueltas en el lecho, se incorporó, tiró las almohadas al suelo. Más tarde se levantó, encendiendo la lámpara de la mesilla de noche. A poco, cogió unas cuantas hojas de papel del hotel, ligeramente abarquilladas ya en sus extremos, aunque Ted supuso que las debían de haber colocado allí el día anterior. Entonces empezó a escribir todos los pensamientos que, en su enojo, le había estado diciendo a Agnes en la oscuridad mientras luchaba por dormir.
«¿Por qué me ha permitido usted que fuera a verla? —preguntaba—. ¿Por qué no decirme claramente que éramos amigos de barco y nada más? ¿Por qué aceptó usted mis cartas? ¿Por qué no me ha permitido que le diga que la amo y que deseo casarme con usted? Bien, se lo digo ahora. La quiero a usted y la quiero para que sea mi esposa. Hay mucha distancia entre nosotros, toda la India quizá. Pero yo la amo. Si usted puede amarme, entonces no habrá nada que nos separe, ni la India ni los mares que se extienden entre su país y el mío. Usted me dirá que soy muy impaciente. Siempre me decía usted en el barco que era impaciente. Sí, lo soy. Me parezco a mi abuelo, que es el hombre más impaciente que he conocido. En cuanto a mi padre, es el hombre más terco que he conocido, y yo me parezco a los dos. Iré a verla a usted mañana por la tarde, a las cuatro, para conocer su respuesta. Nada evitará que vaya».
Los primeros signos de un tormentoso amanecer empezaban a teñir el cielo de rojo cuando Ted terminó de escribir las palabras con que trataba de expresar su cólera. Cerró la carta y abrió la puerta, donde su criado dormía atravesado en el umbral. Le tocó con el pie y el hombre se levantó completamente despierto.
—Lleva esto a la Casa del Gobierno —le ordenó—, y quédate allí hasta que sea depositada en tu mano una respuesta, que me traerás inmediatamente. Yo estaré en esta habitación.
El criado se enderezó en silencio, se envolvió por dos veces en la tira de algodón que constituía toda su ropa y, colocándose bien el turbante, tomó la carta y partió.
Sobre la bandeja de plata, junto con el té, las tostadas y los maduros y amarillos mangles, Agnes vio la carta y reconoció la letra. Pero no la cogió inmediatamente. La joven se sentó en la cama y el ayah apiló las almohadas detrás de ella; luego le alargó el cepillo y el peine. Agnes empezó a cepillarse la larga y rubia trenza, que retorció luego alrededor de su cabeza. A continuación metió las manos en el cacharro de agua fría que el ayah había colocado al lado de la cama y cogiendo la toalla de hilo que había dentro del agua, la retorció hasta dejarla medio seca y se la pasó por la cara y el cuello.
—Ahora —dijo la joven— le toca el turno a mi chota hari.
—El hombre espera una respuesta, mi rosa, mi encanto —contestó la vieja ayah con tierna y cantarina voz.
—Leeré la carta después que haya tomado el té —repuso Agnes—. Entonces tocaré el timbre para que vengas.
—Vendré en el acto —murmuró el ayah.
La mujer salió silenciosamente y Agnes dejó a taza y cogió la carta. La esperaba. No era propio de Ted marcharse sin decir nada más, ni tampoco deseaba ella que se comportara así. Tanto su padre como su madre le habían hecho muchas preguntas a propósito del norteamericano y no se habían mostrado muy conformes con la invitación. Sin embargo, sus padres la amaban con todo su cariño y sabían que podían tener confianza en ella.
—Los norteamericanos son tan raros… —había murmurado su madre—. Una nunca sabe lo que pueden hacer. Actualmente, algunos de ellos alientan a Gandhi, ¿comprendes, querida? Y esto resulta en extremo embarazoso para tu padre. Si los blancos no se unen, ¿sabes?, no se puede prever…
Su madre acababa raras veces las frases y aquélla quedó en el aire no como una pregunta, sino más bien como una afirmación. Era cierto que los tiempos parecían peligrosos. Pero Agnes no quería creer que el peligro tuviera nada que ver con su vida privada, aunque en realidad sí la tenía. La India tenía mucho que ver con su vida porque era la hija de su padre. Si no lo hubiese sido, nada hubiera importado con quien se casara. Entonces podría haberse permitido enamorarse de Ted con tanta facilidad como si se tratase de un inglés. Que fuera nieto del viejo Thomas MacArd constituía, desde luego, una ventaja e incluso también lo era que fuese hijo de David MacArd, ya que David MacArd podía considerarse famoso a su manera, aunque el padre de ella solía decir que era una lástima que le hubieran permitido ser misionero, cosa que debía haber disgustado enormemente a su poderoso padre, el cual, por supuesto, confiaría en que su único hijo se hiciera cargo con el tiempo de sus intereses financieros, que se extendían por casi todo el país. El virrey había afirmado, no obstante, que los graduados procedentes de la Universidad MacArd de Poona podían considerarse como los más leales, y que por esta razón había que estar agradecido a David MacArd.
La joven leyó la carta de Ted y cuando terminó de hacerlo volvió a leerla con más detenimiento. Luego se reclinó en las almohadas, dejando que el té y las tostadas se enfriasen todo lo que podían enfriarse allí, aunque no dejaba de ser extraño lo mucho que se deseaba una cosa muy caliente como contraste de la eterna tibieza de todo. Quizá se debiera a esto el que encontrase tan fascinador a aquel norteamericano decidido y resuelto. La mayor parte de los ingleses se tornaban tibios tras de haber pasado varios años en la India. Debía ser la única manera de soportar el clima, pero siempre se podía adivinar lo que iban a decir en cuanto abrían la boca para hablar, especialmente cuando se dirigían a ella. En cierto modo, a Agnes le hubiera gustado quedarse en Inglaterra, pese a que no le gustaba. Era un lugar pequeño, y todo, absolutamente todo, estaba establecido de acuerdo con unas normas que ella no podía romper ni quebrantar. Después de haber vivido en la India como hija de un gobernador, tener que someterse a una norma le resultaba fastidioso por demás. Lo malo era que en la India también existía una norma impuesta por las corrientes subterráneas y la intranquilidad en que vivía el país. Jamás se estaba seguro de los cimientos que sustentaban él edificio. Pero como no existía nada más poderoso ni más eterno que el Imperio británico, era simplemente cuestión de tiempo que los seguidores de Gandhi fueran derrotados, y los hombres como su padre llevarían esto a cabo de una manera suave y justiciera. Pero no se debía olvidar, empero, que los blancos eran muy pocos y muchos los que estaban frente a ellos. Incluso allí, en la Casa del Gobierno, vivía un pequeño puñado de ingleses rodeados de hindúes leales y que querían a sus amos, pero únicamente los que habían vivido en la India conocían a fondo la inestabilidad de los cimientos. Las raíces de su padre estaban en Inglaterra, pero las de ella estaban allí, en la India. ¡Cuántas cosas había visto y oído porque entendía un idioma que ellos desconocían! Los niños oyen y ven. He aquí por qué se sentía tan atraída por Ted. Éste también había vivido en la India siendo niño, un niño blanco en un país de gente de color.
La joven se puso en pie de súbito y se dirigió a su pequeño escritorio de palo de rosa, donde escribió:
Querido Ted: Le espero a usted a las cuatro.
Agnes.
El gran salón de forma oval estaba lleno de sombras en su extremo más lejano. Pero Ted vio que Agnes se levantaba de un sofá forrado de raso y venía hacia él envuelta en un vaporoso traje blanco.
—Ésta es siempre la habitación más fresca —explicó la joven—, y no la utilizamos más que cuando hay grandes fiestas. No nos molestarán hoy.
—¡Oh! Me alegro de ello —repuso Ted gravemente—. Lo que tengo que decirle a usted no es para que nos interrumpan. Es, verdaderamente, muy importante.
—¡Oh, Ted! —exclamó Agnes con acento suave—. ¿No será demasiado pronto aún? ¡Somos tan jóvenes…!
—Ya lo sé —replicó Ted—. Pero no somos tan jóvenes como pueda hacer suponer nuestra edad, Agnes. Ya hablamos de esto en el barco, ¿recuerda usted? Dijimos que la India hace envejecer a la gente muy de prisa.
Agnes se volvió con rápido movimiento y tomó asiento de nuevo en el sofá dorado, uniéndose a ella Ted. Los almohadones, rellenos de pluma, resultaban inesperadamente blandos y el tupido raso parecía casi fresco al tacto.
—Y más todavía —continuó el joven colocando su mano sobre la de ella—. Creo que seremos forzados en algún otro sentido, Agnes. Su padre de usted se halla de un lado de la vida. En el mismo lado se encuentra mi padre. Pero yo puedo elegir el lado opuesto. Ahora deseo saber si, llegado el caso, usted pasaría a mi lado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó la joven.
Sus ojos permanecían firmemente clavados en los de Ted y su voz era tranquila.
—Lo sabe usted de sobra —contestó Ted.
—Pero deseo oírselo decir a usted —insistió la joven.
—Temía decirlo. Sin embargo, lo diré. Lo primero de todo es que, a despecho de la visita del príncipe, se avecina una gran lucha. Darya está en un lado, junto a Gandhi, y su padre y el mío se encuentran en el lado opuesto. Yo no sé en qué lado estoy, Agnes. Necesito tiempo para saberlo. Pero lo que ahora quiero saber es lo siguiente: ¿Está usted dispuesta a ir adonde yo vaya?
—¡Qué extraña me resulta esa cuestión enfocada del modo que usted lo hace! —exclamó la joven.
—¿Extraña?
—Se diría que está usted planeando algo terrible.
—Quizá fuera terrible para usted.
—No puedo imaginarme nada terrible que pueda sucederle a usted —exclamó Agnes empezando a sonreír.
Lo que ella quería decir era que nada le podía suceder a un alto y guapo joven descendiente de los MacArd.
—¿No está usted poniéndose teatral? —preguntó la joven.
—¿Y qué pasaría si me pusiera? —inquirió a su vez Ted.
—Yo podría echarme a reír —repuso la joven.
Ted dejó escapar un largo e impetuoso suspiro.
—Nos estamos batiendo. Yo ataco y usted me rechaza. Hablemos con claridad, Agnes. ¿Me ama usted?
La joven inclinó su rubia y graciosa cabeza.
—No lo sé.
—Quizá me ame usted —continuó Ted—. Si no lo sabe…
—Hay otras cosas además del amor.
—¡Otras cosas además del amor! —exclamó Ted con acento de reproche.
—No se debe decidir solamente de acuerdo con los sentimientos.
—¡Pues yo lo hago así!
—Pero una mujer…
—Una mujer inglesa, debe usted añadir —masculló Ted con amargura.
Agnes aceptó las palabras del joven norteamericano.
—Sí, una inglesa, una mujer inglesa, que vive aquí, en la India. Ser una inglesa aquí supone llevar más peso que en Inglaterra, sobre todo ahora.
—¿Por qué sobre todo ahora, si sólo se trata de usted y de mí?
—Si, usted fuese amigo de Gandhi, por ejemplo —dijo la joven pensativamente—, la cosa me afectaría enormemente, caso de que yo accediera a ser su esposa. Me apartaría por completo del mundo a que pertenezco, incluso de mis padres. Debo tenerlo en cuenta, por lo tanto.
—Pero… ¿cree usted que eso podría llegar a separarnos? —preguntó Ted.
—¡Oh, sí! Quizá sí. Pero entonces sería que no estaba enamorada de usted. Todavía estoy a tiempo de detenerme.
El corazón de Ted se estremeció ante la posibilidad de que Agnes no le amara, lo cual significaba, por otra parte, que podría llegar a amarle, aunque no con el fuego y la pasión que sentía él, pues la joven era tan fría como una flor, aunque a juicio de Ted ésta era una de sus mejores cualidades. Cierto que Agnes había absorbido algo del calor de la India, pero, por contraste, se había tomado más fría aún, más apacible y tranquila.
—Eso quiere decir que está usted un poco enamorada de mí —afirmó Ted.
—Sé que podría amarle —repuso Agnes sinceramente—, y deseo amarle, Ted, Si pudiera estar segura…
—¿Segura de mí?
—Segura de que al convertirme en su esposa no destruía lo que ahora soy.
Se miraron el uno al otro con larga y angustiosa mirada. Agnes contra su voluntad, y Ted frenando su corazón.
—¿Dice usted eso porque soy un misionero?
La joven titubeó un momento. Escrutaba sus propios sentimientos, a la par que trataba de dominar el impulso que sentía de arrojarse en los brazos de Ted y empezar a amarle, cosa que podría hacer fácilmente.
—Si fuera solamente eso, no titubearía lo más mínimo, pues usted es aún usted mismo, aunque haya elegido ser misionero. Existe una gran variedad de misioneros, y algunos resultan repulsivos, se lo garantizo. Son ignorantes, tercos y muchas cosas más. Pero su padre de usted es un gran caballero y usted es su hijo. No, no es nada de eso.
—Entonces, ¿qué respondes, encanto?
Ted se mostraba tierno con ella, pues era evidente que la joven trataba de proceder con toda lealtad.
Inesperadamente, Agnes exclamó:
—Supongo que la mejor manera de decirlo es la siguiente: si fueras inglés, yo no titubearía. Pero eres norteamericano.
Ted se sintió anonadado.
—¿Y qué tiene eso qué ver? Me asombras, Agnes. No creía que fueras víctima de ciertos prejuicios.
—No son prejuicios, Ted. Es, simplemente, que, siendo norteamericano, no puedes comprender el punto de vista de los ingleses. Tú desconoces nuestra responsabilidad aquí. Te disgustarías conmigo si cuando fuera tu esposa me ponía al lado de mi padre si creyese que tú no tenías razón. Siempre estaríamos expuestos a una crisis, pues yo tendría que colocarme al lado de mi pueblo. Creo que tiene razón.
—Comprendo.
Sí, Ted lo comprendía. Agnes no podía casarse con él por él mismo y por ella. Era como todas las inglesas pertenecientes a su clase, y aceptaba el fardo de su destino. Ted tenía que admitir que en ello había cierta nobleza, aunque lo creyera un error.
—Me gustaría estrecharte entre mis brazos. ¿Me permites hacerlo?
Agnes sacudió la cabeza.
—De ningún modo, Ted. Es demasiado pronto, por favor. No me gustaría tomar una decisión contra ti, y creo que debo tomarla… si no dejo de pisar tierra firme.
—Muy bien entonces. —Ted se puso en pie y cogió la pequeña mano de la joven, que ella no retiró—. ¿Seguiremos siendo lo que hemos sido hasta ahora, querida o esto también quieres evitarlo?
—No, no deseo evitarlo, Ted. Es sencillamente que no quiero ir más allá. Por lo menos hasta que todo esté más claro.
—¿Todo? —repitió Ted.
—Bueno, tú, yo y la India —contestó Agnes.