Ya hemos llegado —dijo David a su hijo.
El viaje en tren les resultó largo y pesado. Hacía demasiado calor y el gris y fino polvo se metía a través de las cerradas ventanillas, subía del estremecido suelo de los vagones, se filtraba a través de los techos de madera. La verde hierba, las colgantes enredaderas, la sombra acogedora de los árboles y los grandes edificios de ladrillo hacían que, por contraste, los alrededores de la misión y la misión misma parecieran el cielo.
—¡Cómo ha cambiado todo esto! —exclamó Ted.
—He realizado todos los planes que elaboré antes que tú nacieras —repuso gravemente su padre—. La Escuela de Química que ves allí es el último edificio construido. Los dormitorios están todos listos y ocupados. Además de las escudas superiores tengo una red de escuelas elementales dirigidas por nuestros titulados, pero siempre bajo la dirección de la Universidad. —David señaló con la cabeza un edificio bajo y bello que se alzaba en la parte sur, en el que podían admirarse graciosas muestras de la arquitectura hindú—, es el edificio de las mujeres. Le he bautizado con el nombre de Fundación Olivia MacArd, en nombré de tu madre.
Una campana sonó en aquel momento y una bandada de muchachas ataviadas con saris de colores pálidos, salió por sus abiertas puertas riendo y charlando alegremente. Al ver a los dos hombres, todas echaron sus saris sobre la cabeza. Sabían que el hijo del director estaba a punto de llegar a Poona dispuesto a encargarse de una parte de su enseñanza y dirigieron rápidas miradas a aquel alto y guapo joven que no se parecía en nada a su padre. Pero volvieron sus rostros antes de que Ted pudiera verlas, pues también Ted las miró con curiosidad y medio fascinado. En cierto sentido, él les pertenecía a ellas y ellas le pertenecían a él. Todos suponían que algún día Ted sucedería a su padre, uno de los más grandes educadores cristianos de la India. Sin embargo, había un asomo de hostilidad en las miradas de las hindúes. Gandhi y el doctor MacArd no eran amigos. En cambio, los estudiantes eran todos, o casi todos, seguidores de Gandhi en secreto, aunque gracias a la habilidad del doctor MacArd, no se habían producido hasta entonces tentativas de reunirse al movimiento de resistencia pasiva. Aquel guapo joven podía seguir o no el camino de su padre. Las jóvenes se alejaron rápidamente en busca de la cena, pues tenían apetito juvenil.
—¿Estaba mi madre interesada en todo esto? —preguntó Ted.
David titubeó como siempre le ocurría cuando Ted le hacía una pregunta directa sobre su madre. Luego, rompiendo con un esfuerzo el silencio en que se había sumido, repuso:
—Tu madre murió tan joven que no tuvo tiempo de sentirse atraída por nada. Nos casamos, y al año siguiente naciste tú. Tuvo que acostumbrarse al mismo tiempo a la India y al matrimonio. Pero yo creo que, si hubiese vivido, se hubiera interesado por todo esto. Estaba llena de energía, de vitalidad y de ingenio. Poseía muchos dones.
—Y, además, belleza —murmuró Ted.
—Si —dijo su padre concisamente, y volviéndose hacia la casa añadió—: Tenemos que entrar y lavarnos para la cena.
En la amplia veranda, los criados se habían reunido para dar la bienvenida al hijo de la casa. Llevaban guirnaldas de flores, y uno por uno fueron acercándose, sonrientes, humildes, serviciales y colocaron las guirnaldas en el cuello de David. Luego se agacharon para quitar el polvo de sus pies y le escoltaron hasta el interior de la casa como si se tratase de un príncipe.
David se mostró muy paciente ante aquella ceremonia, pero al mismo tiempo parecía abstraído. Ya en el zaguán, Ted cogió dos sobres que había encima de la mesa.
—De los Fordham —dijo abriendo la primera carta y leyéndola en voz alta.
Bien venido al hogar, querido Ted. Los dejamos a ustedes solos en esta primera noche. Nos veremos mañana.
Otra nota, que era de color de rosa y estaba dirigida a Ted, procedía de la señorita Parker. Ted la abrió y leyó sus desiguales renglones mientras recordaba a la tita May, como ella quería que le llamara cuando él era niño. Ted la había querido mucho, pero siempre a cierta distancia, pues no había tardado en darse cuenta de que si ella le quería era debido a su padre. A pesar de sus cortos años, Ted adivinó que la señorita Parker alimentaba ciertos sueños, y que el más brillante de éstos era que algún día David MacArd le pidiera que fuese su segunda esposa. Los años habían marchitado su sueño, pues su padre jamás pensó en semejante posibilidad, y Ted, que lo sabía, llegó a sentir lástima de la mujer que se estaba aproximando a la vejez sin tener la compañía de nadie.
Querido Ted: Recibe mi bienvenida especial. Para mí es como si llegara un hijo, mi propio hijo. Pero no puedo explicar lo que siento. Guardo muchos recuerdos tuyos, y ahora regresas para ser apoyo y ayuda de tu noble padre. Con el más tierno cariño de
Tiíta May.
Su padre no dijo una palabra sobre la nota de color de rosa. No era necesario. Ambos subieron hasta la habitación que Ted conocía tan bien, donde había crecido solitario, y, sin embargo, nunca solo, pues era querido, adorado y mimado por la gente de piel oscura, por cada uno de ellos, guardado y protegido incluso de su enérgico padre, aunque, a pesar de todo, él siempre había querido a su padre más que a nada en el mundo.
—Bajaré dentro de media hora —dijo David ceremoniosamente.
Ted comprendió que su padre se sentía extraño ante él, que buscaba crear entre ellos una nueva relación, una relación de padre a hijo, es cierto, pero también de hombre a hombre, de maestro a director, camaradas en Cristo. El corazón de Ted se enterneció súbitamente. Se conmovía siempre muy pronto.
—A propósito —dijo el padre—. Te he cambiado de habitación. He pensado que la antigua era demasiado pequeña. Te he puesto en la habitación de delante, la que utilizábamos como de cuarto de huéspedes. ¿Te acuerdas?
—Gracias —repuso Ted.
El cambio le sorprendió. Su antigua habitación era pequeña, pero estaba próxima a la habitación de su padre. Quizá no le interesara a éste tener cerca a su hijo.
—Te echaré de menos —añadió su padre con una tímida sonrisa medio oculta por la gris barba—. Pero debes disponer ahora de más espacio.
—Gracias, papá —repitió Ted.
Después de todo se alegraba de no tener que permanecer ya en la pequeña habitación. La delantera era más ancha y alegre, y en la actualidad casi fresca, pues las sombras de la veranda amortiguaban el calor del sol. No había flores. No recordaba haber visto jamás flores en aquella casa, sino tan sólo ramas verdes, helechos, hojas de palmera, que los criados disponían a su gusto.
Un punkah colocado sobre su cabeza empezó a moverse lentamente y una extraña soledad y nostalgia le invadieron de pronto como si fuera una niebla venida del pasado, cuando aquel mundo era el único mundo que conocía. A menudo había experimentado la misma sensación en los Estados Unidos, aunque sabía que él era un norteamericano y que la tierra donde se encontraba era su patria. Pero echaba de menos la India. Ahora, rodeado por el pasado familiar, sintió nostalgia de la casa de su abuelo, de la limpia avenida, de los taxis, de la gente bien vestida, de sus compañeros de raza, del frío y cortante aire. Quizás en Nueva York estuviera nevando en aquel momento. Faltaban sólo dos semanas para el Día de Acción de Gracias. Ted no despegó los labios mientras avanzaban camino de su casa en el viejo coche tirado por un buey que habían cogido hacía una hora al bajar del tren. No habló de las calles que recordaba tan bien. No habían cambiado lo más mínimo en todos aquellos años; los oscuros y desencajados rostros llenos de ansiedad, demasiado cansados por el calor y el hambre; los cuerpos delgados y oscuros; la vida de las calles que se desarrollaba ante los viandantes; las casas sin pintar; las habitaciones sin muebles de la gente pobre; las callejuelas atestadas de vehículos, bueyes y gente; los sacerdotes y los mendigos, y, acurrucados contra las paredes, vendedores de especias y granos, sentados sobre el polvo con las piernas cruzadas; mujeres que acarreaban agua de las fuentes llevando sus cacharros sobre la cabeza, tintoreros que extendían brillantes tiras de color verde, naranja y amarillo sobre el suelo, y más allá de todo esto, el ruido de la máquina de un tejedor, al otro lado de una delgada pared. Toda la India burbujeaba en las calles, y aunque él se encontraba en un oasis de quietud, la India estaba allí, seguía estando.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el pequeño tomo del Nuevo Testamento. Las cubiertas de piel del librito estaban húmedas de sudor. David abrió el libro y empezó a leer:
—Porque Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo fuera salvado por mediación de Él.
Era extraordinario. No era supersticioso. Pero la India debía ser salvada y no condenada. El miedo que el joven sentía desapareció al instante e incluso experimentó una sensación de contento, había ido a la India a trabajar y tenía una tarea que cumplir. La enorme y vieja mansión de la Quinta Avenida se encontraba a miles de millas de allí y transcurrirían muchos años antes de que Ted entrara en ella de nuevo.
—¿Dónde está el tío Darya? —preguntó Ted a su padre.
Se hallaban sentados ante la mesa de caoba, solos, como habían estado siempre durante las comidas cuando Ted era pequeño. Pero ahora su sitio se hallaba en el extremo de la mesa de forma oval, en lugar de a la derecha de su padre, que le colocaba allí para poderle cortar la carne. El joven supuso que su padre debía de haber dado la orden de que le pusieran el plato en el nuevo sitio. Los criados, vestidos con su traje de algodón blanco como la nieve, sirvieron pollo y arroz con curry, el arroz teñido de amarillo por el azafrán.
—Darya hubiera venido para saludarte —repuso David—, pero ha sido detenido. Se encuentra en la cárcel.
—¡En la cárcel! —exclamó Ted.
—Darya se ha hecho muy amigo de ese individuo llamado Gandhi.
La voz del padre era tranquila, pero Ted le conocía lo suficiente para advertir los signos de preocupación, si no eran de agitación, que denotaban sus labios apretados fuertemente.
—¡Pero en la cárcel! —murmuró Ted.
—Darya estaba empeñado en ir a la cárcel. Pero yo no consigo imaginarme lo que va a suceder en la India. Existe una verdadera locura por ir a la cárcel, un deseo de martirio, una verdadera perversión del patriotismo. El virrey está de veras preocupado, pues cree firmemente que la India tiene razón en buscar su independencia. Se trata tan sólo de saber cuando la gente estará en condiciones de gozar de ella. Pero Darya se ha tornado casi tan fanático como el mismo Gandhi e incluso protestó en el Durbar.
—Yo nunca creí que el tío Darya fuera un fanático —afirmó Ted—. Parecía un poco triste, eso sí, o por lo menos así lo recuerdo yo.
—Se volvió un hombre diferente cuando perdió a su familia. Yo te tenía a ti, pero él no tenía a nadie más que a sus hermanos y a los hijos de sus hermanos. Es un hombre muy especial, como son todos los hindúes, afectuoso y todo lo demás. Era difícil para él someterse a la vida. Un hindú corriente hubiera vuelto a casarse. Pero parece que Darya amaba de veras a su mujer. ¿Sabes que su mujer se llamaba Leilamani? Tu abuela se llamaba Leila.
—Ya lo sé. Y ahora ¿qué es lo que va a suceder?
El criado les sirvió espinacas cocinadas hasta adquirir un tono gris, y también guisantes con pimienta. Ted había olvidado aquellas verduras condimentadas a la manera hindú, pero su padre estaba acostumbrado a ellas y Ted hizo todo lo posible por comerlas.
—Más tarde o más temprano, Gandhi será denotado —estaba diciendo su padre con súbito vigor—. El Gobierno no puede tolerar lo que está sucediendo. Lo de la resistencia pasiva suena muy bien, mas puede ocasionar un grave trastorno. Eso de que la gente se lance a la vía del tren, por ejemplo, con absoluto desprecio de sus vidas, que desde luego no pueden ser aplastadas, pues entonces todo el país se amotinaría contra los ingleses… No me sorprendería nada que hubiera algaradas cualquier día con motivo de la estancia del príncipe de Gales.
—¿Has visto alguna vez a Gandhi? —preguntó Ted.
—Sólo de lejos —contestó su padre—. Se trata de un insignificante y feo hombrecillo. Me sorprende que Darya encuentre algo en él.
—A mí me gustaría hablar con Gandhi —afirmó Ted.
—Te aconsejo que te apartes de él y de todas sus obras —dijo David con cierta energía.
Siguieron comiendo en silencio durante algunos minutos. Ted pensaba que debía decir a su padre que ahora ya era un hombre, un hombre joven, cierto, pero dueño en absoluto de sí mismo, lo que haría y lo que diría.
—Pero, por lo menos, me permitirás visitar a tío Darya en la prisión.
David titubeó.
—No tengo inconveniente. Pero no estará en la cárcel mucho tiempo. El Gobierno desea simplemente hacer un escarmiento. El virrey me ha hablado de medidas estratégicas.
—Verdaderamente ha sido una lástima que se hayan empeñado en celebrar el Durbar en este momento, ¿no crees? Una especie de demostración de su poder, ¿no es así?
Su padre le corrigió.
—Un despliegue de fuerzas, no de poder, y la fuerza es esencial.
«Ahora o nunca —pensó Ted—. Por primera vez en mi vida voy a tener el valor de disentir de mi padre».
—Me pregunto, sin embargo, si eso será prudente —dijo afectando buen humor—. La gente aquí siente la mayor indiferencia hacia sí mismo. Tienen muy poco que perder: una choza de barro, dos trozos de tela de algodón, un puñado de legumbres o de trigo… No les importa la muerte. Ésta viene pronto de todos modos. La vida media aquí son veintisiete años, ¿no es así? Y supongo que para la mayoría de ellos el estar en la cárcel les resuelve el problema, pues por lo menos les dan de comer.
—Estoy de acuerdo en que tienen muy poco —contestó David—, y todo el afán de mi vida ha sido crear buenos mandos que pudieran mejorar las condiciones de vida de sus compatriotas. Creo que estoy haciendo todo lo más que se puede hacer, procurándoles jefes hindúes y cristianos si es posible. Cuando la cosa esté a punto, la independencia podrá convertirse en una realidad. Inglaterra daría la bienvenida a jefes hindúes que tuvieran concepto de la responsabilidad, pero no se la dará a un fanático que insiste en llevar un dhoti y se pasa la mitad del tiempo hilando con una rueda primitiva para que la gente se acostumbre a no comprar buen paño inglés.
—Sé muy poco de lo que ocurre para decir si estoy de acuerdo o no —repuso Ted sinceramente—. Pero, de todos modos, iré a ver al tío Darya.
Su padre no contestó. Los platos fueron retirados de la mesa y el criado trajo lo que la señorita Parker solía llamar, Ted lo recordaba muy bien, un molde. Se trataba de un tembloroso bloque de blanc-mange[4] rodeado por un espeso círculo de corteza amarilla. Ted empezó a comer el conocido plato, lo que hizo sin gran dificultad.
—Ve a los pueblos —dijo Darya.
El guardián concedió al alto norteamericano del cabello rojo un favor especial. Y Ted no tuvo que hablar con el preso a través de los barrotes, sino que se le permitió traspasar la puerta de madera, una vez abierta, y entrar en la desnuda habitación que daba a un polvoriento trozo de tierra. Allí encontró a Darya solo, escribiendo en una mesa hecha con tablas colocadas sobre dos postes clavados en el suelo. Darya levantó la cabeza, sorprendido, y durante un segundo no reconoció a su visitante. Cuando se dio cuenta de quién era se puso en pie en el acto y extendió los brazos hacia él.
—¡Ted, amigo mío, mi hijo!
—¡Tío Darya! He venido en cuanto he sabido que, estabas aquí.
—¿Tu padre no ha hecho ninguna objeción?
—No.
De este modo iniciaron su conversación. Ted se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, rehusando el taburete que Darya le ofreció.
—Tío Darya, ¿cómo viniste aquí?
—Debes saberlo —contestó Darya.
Y dio comienzo al relató de la historia de su vida desde el momento en que vio morir a su hijo menor, luego al mayor, más tarde a Leilamani y, por último, a su hijita.
—Dije que me convertiría en sadhu —declaró Darya con sus grandes ojos más oscuros que antes, en su inquieto rostro una expresión trágica—. Repartí mi dinero entre mis hermanos, me puse trajes y sandalias, utilicé mis pies para viajar por los pueblos. Pero no mendigué como los verdaderos sadhus deben hacer, pues yo era más rico que la gente de los pueblos, podía mantenerme sobradamente e incluso darles algo cuando los veía hambrientos. ¡Oh, Ted! Si quieres conocer la India, debes ir de pueblo en pueblo.
Ted guardaba silencio. Mirando por encima de sus rodillas cruzadas, escuchaba atentamente con la mirada fija en el hermoso rostro del amigo de su padre.
—Estuve en el Norte y en el Sur —decía Darya—. En el este y en oeste, solo y siempre a pie, y dormí por la noche con los campesinos, comí con ellos, los oí hablar, permaneciendo a veces durante días y semanas en un mismo lugar a fin de llegar a conocer a la gente como a mí mismo. Enterré sus penas en mis penas, olvidé la muerte de los míos porque ellos habían muerto a millares y a millares de millares. Vi mi India, unos desgraciados seres que sufrían, que vivían sobre un rico suelo que jamás es suyo, oprimidos por los ávidos terratenientes y arruinados por las deudas y los impuestos. Todo el país se mueve de un lado a otro impulsado por la angustia de la miseria, y yo me olvidé de todo lo que había sido antes. He llegado a ser otro hombre, y aquí arde una sola llama. —Apretó las manos entrelazadas contra su pecho—. Entonces encontré a Gandhi. —Sus manos cayeron—. No soy un ciego seguidor de ese hombre. No, de ninguna manera. Le veo tal como es, pero le sigo ciegamente porque no lucha en su propio beneficio. Ted, te lo digo yo, la renunciación es la prueba definitiva. Si un hombre renuncia a todo lo que posee por los otros, ese hombre es digno de toda confianza. Sin renunciación previa, no tengas confianza en nadie.
El calor que reinaba en la pequeña habitación producía el efecto de un peso de plomo. Las altas paredes alejaban toda esperanza de que pudiera llegar hasta allí un poco de aire, y el polvoriento trozo de tierra que se extendía más allá de la puerta y donde ni una mata podía crecer, reflejaba un sol todavía más intenso, que si cayera directamente. No había nada que pudiera evitar el resol.
—¿Y qué haces aquí? —preguntó angustiado Ted—. El calor irá aumentando hasta que lleguen los monzones, y aún falta bastante tiempo para, ello.
—Contemplo las nubes —contestó Darya—. Mañana y tarde las nubes pasan por mi trozo de cielo; yo salgo a ese pedazo de tierra cubierto de polvo, las miro e imagino que siguen corriendo. Vienen del norte, del Himalaya, y de las montañas cubiertas de nieve, y sueño en los valles de flores que se alimentan de las nubes cuando se derriten.
Su voz, dura y fría momentos antes, se había tornado de súbito suave, acariciadora, una voz maravillosa y flexible, lenta y suave, hábil y poderosa, que respondía perfectamente a sus pensamientos y sentimientos más profundos. Ted la oyó, pero no quería que aquella magnífica y bella voz se hiciera dueña de sus emociones. Tampoco quería que el bello rostro y el espíritu de aquel hombre, el encanto que emanaba de su renunciación, fuera el encanto que le arrastrara. No dudaba de que existía una dulzura en la rendición total, completa, del propio ser. Producía un placer rendirse, placer que él había probado, pero al que se resistía temeroso de lo lejos que podía llevarle. Observó el rostro de Darya, pero no sorprendió en él el menor signo de amargura, ni tampoco cólera ni tristeza. Sólo descubrió contento, alegría y exaltación.
—Tío Darya, ¿cuáles son tus esperanzas?
—Ver libre a mi pueblo —repuso el hindú—. Llegar a ver que es capaz de ayudarse a sí mismo, verle propietario de su propia tierra, eligiendo su propio Gobierno, viviendo en un ambiente de decencia, de propio respeto y de mutua cooperación. —Elevó su rostro hacia el triste cuadrado de blanco cielo donde la luz parecía un ardiente metal—. Y un día llegaremos a verlo. Veré carne sobre los huesos de la gente, y los niños no llorarán más, pues serán alimentados y nadie padecerá hambre.
—¿Por la gracia de Dios?
El rostro de Darya cambió y el hindú abrió sus ojos y miró al joven blanco.
—Eso es lo que vosotros decís siempre. Acuérdate: «No todos los que gritan Señor, Señor…». ¿No lo recuerdas?
La suave voz de antes se había transformado de repente en una especie de trueno y Ted guardó silencio. Tenía razón. En presencia de aquella renunciación, no tenía el menor derecho.
—Tío Darya, debo marcharme. —Se puso en pie y le tendió la mano—. Me has impresionado, lo confieso, y no por lo que has dicho, sino por lo que has hecho. Tienes razón. Te suplico que me perdones.
—Vete entonces. Pero vuelve otro día.
El joven se encaminó a su casa, asombrado de que Darya hubiera unido su vida a la de Gandhi. Ted, en sus relaciones con el tío Darya durante la niñez, había llegado a la conclusión de que el guapo e inteligente hindú amaba la vida, el placer físico, y que era exigente y le gustaba meditar. Y todo esto había sido sometido al feo hombrecillo a quien no le importaba lo que se comía mientras no fuera una comida mejor que la de un aldeano; un hombrecillo vestido con una prenda casera hecha de algodón blanco, un moreno asceta que había elegido para vivir una choza de barro y que andaba con los pies desnudos. Renunciación, honestidad, pureza, o como quiera llamarlo, pero en esto residía el encanto, y, además, debía tenerse en cuenta que Darya no era un hombre que pudiera ganarse fácilmente. Darya conocía lo mejor tanto como lo peor, no sólo de allí, de la India, sino también de Inglaterra, y sabía vestir chaqué, pantalón a rayas y sombrero de copa, no sólo con cultura, sino con manifiesta elegancia. Había vivido desde su nacimiento en un palacio, la mansión de su padre, y ahora había elegido la cárcel, ahora había elegido la pobreza, y la renunciación era algo precioso para él. Por amor al hombre.
Algo tembló en el corazón de Ted, una llama vacilante, una maravillosa luz. Mas no quiso seguir el reflejo de aquella luz. Por el momento no deseaba escrutar su alma. Era joven, su vida era agradable, el porvenir brillaba en el horizonte. Agnes Linlay estaba constantemente en su pensamiento. Tenía que oír su voz, verla en su ambiente, saber lo que existía entre ellos y lo que podía existir, antes de examinar su alma.
Día tras día, el país donde vivía su abuelo se alejaba más y más de su imaginación. Los antiguos hábitos de la niñez volvieron a él procedentes de las sombras donde habían esperado durante los años pasados en Norteamérica, y de nuevo las viejas costumbres medio hindúes fueron sus costumbres. Las noches ardientes, los días pasados en las sombreadas habitaciones, con las persianas de bambú echadas y bajo los punkahs que se balanceaban lentamente; las comidas condimentadas con mucha pimienta; los melones fríos; las floridas enredaderas del jardín; los criados vestidos de blanco que se apresuraban a cumplir todos sus deseos. También se acostumbró a los estudiantes, a los ávidos, quizá demasiado ávidos, rostros de los hindúes, a los tímidos y siempre encantadores rostros de las muchachas, que al verle se apresuraban a echarse el sari sobre la cabeza con un ademán a la vez lleno de modestia e incitante de coquetería y de severidad. Aquella India era más completa que la de Gandhi.
Agnes contestaba cada una o cada dos semanas a sus casi diarias cartas, las cartas que Ted le enviaba forzado por la necesidad de compañía que experimentaba, pues aunque quería y reverenciaba a su padre, no había posibilidad de ser el compañero de un hombre que vivía entregado en cuerpo y alma a su tarea, y aun más que esto, pues era un príncipe, un hombre a quien el virrey pedía consejo. El señor y la señora Fordham eran unos viejos ridículos que incitaban a la compasión. De todos sus hijos, sólo Ruthie se proponía regresar. Los padres hablaron mucho de ella e incluso le enseñaron a Ted su retrato. El joven pudo admirar una sencilla muchacha de cara redonda, y unos labios demasiado llenos en su agradable y vulgar rostro.
Además estaba también la pobre señorita Parker, pero a ésta Ted la evitaba, aunque sabía que al hacerlo era cruel. Mas no podía remediarlo. Estaba achacosa y carecía de salud, y ni siquiera la religión podía hacer que su piel fuera agradable. Al envejecer no se había vuelto seca y delgada. Al contrario, engordó aún más, y un olor agrio y crudo delataba su paso por cualquier habitación. Ted, sin embargo, reconocía que era difícil que los viejos se mantuvieran limpios, sobre todo bajo el calor tropical.
En su soledad, Ted leía y releía las cartas de Agnes, y al final de sus lecturas experimentaba un vago desasosiego. La joven no daba pie para establecer un intercambio. Aunque Ted ponía todos sus pensamientos y sentimientos en las cartas que escribía, su cordialidad no merecía como respuesta más que una fría cortesía y una suave amistad. Por dos veces había pedido a Agnes que le dejara ir a verla y por dos veces ella había soslayado la cuestión. La primera vez, cuando visitó a Darya, quiso seguir hacia el este para verla a ella, pero Agnes se excusó de no poderle recibir diciendo que tenía proyectado pasar unas vacaciones con sus padres en Cachemira, en donde al padre le gustaba cazar, y cuando en otra ocasión volvió a insistir en su deseo, Agnes contestó que todo el mundo estaba muy atareado haciendo los preparativos para recibir al príncipe de Gales, que pensaba llegar la víspera de Navidad.
La joven le escribió también que se esperaba se produjeran motines, pues corrían rumores de que los nacionalistas estaban enviando descontentos procedentes de las fábricas de cáñamo, pagándoles a cada uno de ellos seis annas al día a fin de que levantaran a la gente contra el príncipe. Pero el Gobierno estaba procediendo a su detención antes de la real visita, y más de tres mil rebeldes se encontraban ya en la cárcel. En cuanto al hartal…
En la actualidad, sería muy conveniente un completo hartal —escribía la joven—, pues de esta manera la gente permanecería en sus casas. De otro modo, muchos serán aplastados y muertos por la multitud que llenará las calles.
Las cartas de la joven adquirieron un tono entusiástico cuando llegó el príncipe de Gales, y Ted las leyó pensativamente, recordando la soledad de Darya en la celda de su prisión.
Ha sido un gran éxito —escribía la joven en el mes de enero—. Lo más satisfactorio para nosotros, naturalmente, fue la ceremonia celebrada el segundo día de Navidad, ofrecida enteramente por hindúes. Se celebró al aire libre, en el maida, y miles de personas acudieron allí para ver al príncipe. Fue muy consolador oír los vítores al príncipe proferidos por toda la gente. El príncipe subió al magnífico estrado y tomó asiento, aunque en cuanto se inició la ceremonia, se puso en pie para recibir las sagradas ofrendas: cocos de plata, arroz dulce, flores, todo en bandejas de plata. Finalmente te pusieron una guirnalda en el cuello y pudo sentarse de nuevo. Entonces avanzaron hacia él lentamente tres grandes procesiones. La primera era la de los sacerdotes, con sus túnicas color de azafrán, que cantaban himnos sánscritos acompañados por la más bella música, suave y al mismo tiempo viril y triste. Luego se presentaron trece carros tirados por bueyes, cada uno con un espectáculo, un cuadro de la vida de la India, con las figuras tan inmóviles que se hubiera podido jurar que eran de bronce en lugar de carne y hueso. Más tarde siguió la procesión de la danza tibetana. Pero, naturalmente, hubo algo más: danzarinas de Manipur, muy bonitas y jóvenes con sus tiesos corpiños de oro y sus oscuros cuerpos, y, finalmente, una tremenda escena histórica de la época Mogol. ¡Oh! Pero lo mejor fue cuando todo terminó y la multitud arrolló a las autoridades para mostrar su amor al príncipe, y él día 29, cuando el príncipe se marchó, la multitud se reunió en el río para verle partir, aunque el Pansy estaba anclado cerca de Outram Chat y se suponía que partiría de incógnito. Todos los que acudieron a despedirle pertenecían a la clase media y trabajadora. ¡Un gran triunfo para él Imperio británico! Mi padre está encantado, y también lo estamos todos.
Ted dejó la carta. La joven no se había mostrado nunca tan cordial ni tan excitada. Pero ninguna de aquellas emociones era motivada por él. Por lo tanto, había llegado el momento de ir a verla y enfrentarse con ella.