El sol se hundía en el mar Rojo envuelto en un manto de intenso color. Una neblina producida por el calor flotaba sobre el horizonte e inflamaba el cielo, y cuando el sol tocó el agua, sus ardientes rayos se deslizaron por ella como si fueran metal líquido.
—No había visto una puesta de sol como ésta desde que salí de la India —dijo el joven.
—¡Es impresionante! —repuso la muchacha con expresión pensativa.
La joven era esbelta y vestía de blanco. Su rubio cabello de inglesa circundaba un pálido rostro ovalado. Él era alto y estrecho de hombros, y su cabello tenía un brillante tono pardo rojizo, mientras sus ojos eran grises y de mirada profunda. Ambos, Ted MacArd y Agnes Linlay, regresaban a su casa. Se habían conocido en el barco, sintiéndose atraído el uno hacia el otro por la sencilla razón de que los dos habían salido de la India y regresaban a ella. El padre de la joven era gobernador general de una provincia del Este, y si el padre de Ted hubiese sido un misionero vulgar, ella no hubiera hecho tan rápidamente amistad con él. Pero todo el mundo conocía en la India a David MacArd, el famoso misionero, padre de Ted. Además, el joven era nieto de MacArd, un financiero norteamericano. Sin embargo, aunque era simpático y se comportaba con soltura tanto en el salón de baile como con los misioneros, que siempre le seguían, la joven ignoraba aún lo lejos que ella deseaba llevar aquella amistad, y también hasta donde deseaba llegar él. El joven no la perseguía; sin embargo, cuando ella aparecía en cubierta después del té, Ted se encontraba allí como si estuviese esperándola. De todas formas, ella no acababa de estar segura de que fuera así.
—¿Qué piensa usted de la India? —preguntó Ted de pronto.
Agnes enarcó sus bien dibujadas cejas de color castaño.
—¿En qué sentido?
—¿Es nuestro hogar o no lo es?
La joven quería ser sincera y pensó un momento antes de contestar.
—No lo sé. Deseo ver a mis padres de nuevo, naturalmente, y donde ellos están, está nuestro hogar. En cambio, no estoy segura de que me guste volver a la India. Sin embargo, fragmentos de recuerdos vuelan por mi imaginación y lo han estado haciendo todo el tiempo que he permanecido ausente. Por ejemplo, las primeras horas de la mañana, cuando el aire era todavía fresco y oía al bulbul cantar en el jardín, o al atardecer, durante la polvorienta puesta de sol, cuando veía a mi ayah doblar mis trajes limpios.
—Y la triste música de noche —añadió Ted.
—Me gustaría saber por qué hay siempre música de noche —murmuró la joven.
—Hay tanta gente…
—Ya lo sé.
Guardaron silencio y contemplaron el flamante cielo, del que el sol había desaparecido súbitamente. El ígneo río del sol había ido esfumándose en el aceitoso mar, y las ondulaciones de la estela que iba dejando el barco captaron largos reflejos purpúreos venidos del ocaso.
—Quizá nunca nos sintamos en nuestro hogar en parte alguna —murmuró la joven—. Cuando nos encontramos en la India hablamos de ir a nuestro país, Inglaterra para mí, Norteamérica para usted. Y cuando estaba en Inglaterra, pensaba constantemente en la India.
—Lo mismo me sucedía a mí en Norteamérica.
Más allá de la puesta del sol se encontraba el país que Ted había dejado, y que amaba porque había vivido mucho tiempo desterrado de él. Una vez, durante los diez años de residencia en los Estados Unidos, había pasado unas vacaciones con su padre en la India, y en dos ocasiones su padre fue a visitar a su hijo a los Estados Unidos. Se había divertido mucho en la escuela preparatoria y más tarde, mientras estudiaba la segunda enseñanza, aunque aún recordaba las lágrimas que vertió a escondidas cuando salió de Poona a los doce años. Pero pronto lo olvidó, y su abuelo, que se había encariñado con él, le compraba todo lo que deseaba. El joven pasaba sus vacaciones con el abuelo, en la vieja mansión de la Quinta Avenida, tan pasada de moda, pero al mismo tiempo tan cómoda. Ted no había vivido solo nunca, pues siempre llevaba amigos a casa de su abuelo y, además, sentía la vida de la casa y de la familia y se sentía orgulloso de ello. Cuando su padre le visitó se reunieron tres generaciones de MacArd, si bien las mujeres que habían sido los eslabones entre ellos estaban muertas. Ted contemplaba a menudo sus retratos, encontrando a ambas mujeres bellas y aristocráticas. Su abuela le parecía gentil y su madre de porte orgullosa.
—Pero tu madre cambió —le dijo su una vez que contemplaban un retrato de Olivia—. Era una muchacha altiva y orgullosa, pero después de nuestro matrimonio su orgullo se esfumé por alguna razón qué ignoro, y a menudo se mostraba humilde y dulce.
—¿Fue ella la que cambió o fuiste tú, papá? —pregunto Ted.
—No lo sé —contestó su padre—. La India hace cambiar a todos los hombres.
Aquel verano, sólo dos años antes, su abuelo se había ablandado, pues su fuerte constitución estaba muy debilitada. Hubo una reconciliación entre su padre y su abuelo que a Ted le llenó de alegría. El joven había temido decirle a su abuelo que también él deseaba volver a la India, pero su abuelo no protestó lo más mínimo cuando le expuso sus intenciones.
—No sé lo que veis en ese maldito país. Pero haz lo que quieras —repuso el anciano MacArd medio a la fuerza, y a continuación, con una voz súbitamente enérgica, añadió—: La segunda vez ya no duele. Los hijos no pagan lo que cuestan y yo he aprendido a manejarme solo.
A pesar de esto, fue un verano feliz. Su abuelo habló incluso de abrir la casa de Maine, cerrada desde hacía mucho tiempo. Pero al final permanecieron ambos en la ciudad, y Ted se alegró de poder estar al lado de su padre. Los dos hombres de más edad sostenían largas conversaciones mientras él escuchaba como de costumbre. Ted no era un gran hablador, excepto cuando se trataba de las charlas superficiales entre muchachos de su propia generación. Quizá se debiera esto también a la India. Ted guardaba un mundo de recuerdos en el fondo de su alma del cual no sabían nada los demás jóvenes y del que no podía explicarles nada, pues no le comprenderían. Recuerdos de noches completamente negras, durante las cuales se despertaba para contemplar la pequeña luz de petróleo encendida junto a la cama de su ayah, luz que ardía con una llama un poco mayor que la de una cerilla, pero que, no obstante, hacia que se sintiera seguro; recuerdos de un río inacabable de personas envueltas en telas blancas que transitaban por las calles inmediatas a la misión; o bien los estudiantes de la escuela de su padre, que se detenían para saludarle y para practicar con él el inglés. Aún recordaba el olor que exhalaba la limpia carne morena cuando le apretaban entre sus brazos, un olor de hierba fresca recién cortada, pues como eran hindúes no comían carne. También recordaba lo oscuros que eran sus ojos y que el blanco del ojo parecía teñido ligeramente de azul. Y, sobre todo, recordaba la infinita amabilidad con que le trataban. Jamás había echado de menos el cariño de su madre ni tampoco a su atareado padre, tan a menudo ausente, pues siempre había tenido mucha gente que le besaba, le acariciaba y le cogía entre sus brazos. Esto era lo que primero recordaba al pensar en la India, el afecto sin límites que sentían hacia él, no por lo que era, sino porque se trataba de un niño y quizá también porque era huérfano de madre. Las mujeres de la calle, las ancianas, las madres jóvenes que iban a la fuente a buscar agua con los cacharros sobre sus cabezas, las hermanas de los estudiantes, todas se detenían para hablarle, para darle un poco de fruta o un dulce hindú, y él lo aceptaba todo y comía cosas que hubieran aterrorizado a su padre de haberlo sabido, pero él nunca contaba a su padre ni a nadie lo que compartía por sí solo con la India. Muy pronto comprendió que su India y la de su padre eran completamente distintas, y que para él sólo había una: la suya.
No había conocido a fondo a ninguna muchacha hasta que empezó a conocer a Agnes. En su niñez no tuvo compañeras de juego. Bien es verdad que la señora Fordham, con asombro e incluso con cierta turbación, había dado a luz una hija tardía. Pero Ruthie, tres años más joven que él era una niña de rostro y ojos redondos con la que él se hubiera sentido avergonzado de jugar. Cuando Ted visitó a su padre, la niña había sido ya enviada a una escuela religiosa de Ohio, y la señora Fordham seguía viviendo tan sin hijos como antes. Y a Ted le había parecido en extremo difícil explicar a las muchachas norteamericanas por qué pensaba volver a la India, y como ellas probablemente no le hubieran comprendido, prefirió guardar silencio a pesar de que sostenía con ellas alegres conversaciones. Esto le había preservado de enamorarse, y ahora no deseaba ser de Agnes más que un buen amigo. Algún día, naturalmente, debería pensar en el matrimonio y en tener hijos. Su abuelo se había mostrado muy claro y concluyente a este respecto.
—Eres el único descendiente de la familia, Ted —le dijo la noche antes de marcharse.
El viejo estaba echado en la cama, muy tieso y delgado, y sólo su enorme osamenta hacía que siguiera pareciendo corpulento. Se cansaba fácilmente y solía acostarse temprano, pero le gustaba que Ted entrara en la habitación un rato para charlar.
—Tu padre no se casó por segunda vez, aunque a mí me hubiera gustado que lo hiciera. Pero yo no soy el indicado para hablar de ello, pues un segundo casamiento también me hubiera resultado imposible a mí. Los MacArd somos fieles a nuestras esposas.
MacArd apretó las mandíbulas bajo su barba, ahora blanca como la nieve, y que no se cuidaba de recortar, y apartó su mirada de Ted para fijarla en el retrato que había encima de la chimenea, enfrente de su cama. En la actualidad no conseguía verlo con claridad, pero el recuerdo iluminaba las líneas del rostro amado.
—Cásate con una buena muchacha —aconsejó a su nieto con voz fuerte—. Cásate y ten un montón de hijos. Tu abuela deseaba tener muchos hijos, pero sólo tuvimos uno, y tu madre hubiera podido tener una docena, pues era muy fuerte, pero la India la mató.
MacArd cerró los ojos, vencido por el profundo sueño que ahora se apoderaba de él a cada instante, y Ted esperó. Un instante después su abuelo abrió de súbito los ojos.
—¿Para qué diablos quieres volver a la India? —preguntó.
—No lo sé aún —repuso Ted—. Deseo ir allí, aunque quizá no me quede.
Pero Ted estaba más que seguro de que se quedaría. No había encontrado lugar para él en los Estados Unidos. Norteamérica le resultaba muy agradable, sí, y todo el mundo se mostraba deseoso de ser amigo suyo. Era un mozalbete cuando estalló la guerra, y pasó aquellos años en la escuela primaria, y más tarde, una vez terminada la enseñanza media, se encontró con un mundo que le era por completo desconocido, brillante, alegre, corrupto y que le asediaba por todos lados. El heredero de los millones de MacArd podía escapar con dificultad de las manos que trataban de asirle, pero Ted se había retirado rápidamente a la vieja casa en que habitaba su abuelo, mostrándose bastante remiso en aceptar invitaciones y adoptando un continente que extrañaba a las madres y a las hijas, que le consideraban un joven elegible.
Ni siquiera su padre le apremiaba para que regresara a la India.
No creas que tienes que volver por fuerza a la India —escribió a Ted—. Aquí, desde luego, hay siempre un puesto para ti, y yo abrigo esperanzas de que por lo menos vengas y pases unos cuantos años, para que aprendamos a conocernos de nuevo mutuamente. Pero yo no seguí los consejos de mi padre, y tú puedes hacer lo mismo conmigo.
Pero no era su padre el que le llamaba, sino la India. Ahora regresaba a algo que conocía, a un viejo mundo, un mundo amable, a menudo pobre y hambriento, pero siempre bondadoso. Nadie ni nada le necesitaba a él en los Estados Unidos, pero quizá la India le necesitase.
Ted sabía que la suya no era la India que Agnes conocía. A los pocos días de haber conocido a la joven en el barco, pudo darse cuenta de que no debía discutir con ella sobre Gandhi, el nacionalismo ni sobre ninguna de las materias sobre las que el tío Darya le había escrito. Siendo niño había visto muy raras veces a Darya y, según recordaba, cuando éste iba a la casa de la misión a ver a su padre, solían enzarzarse en grandes discusiones, que casi degeneraban en peleas. Una vez que le pareció que se peleaban demasiado seriamente, había preguntado a su padre lleno de perplejidad:
—¿Es Darya un hombre malo?
Pero su padre replicó rápidamente, con acento firme:
—Es un hombre todo bondad y creo, además, que va a ser un gran hombre.
—Entonces, ¿por qué no sois amigos?
Su padre trató de explicárselo.
—Ted, vivimos una época muy extraña que nadie logra comprender. Hay muchas cosas que están mal y la gente buena trata de ponerlas bien. Yo creo que mi manera de hacer las cosas es la mejor. Pero tu tío Darya las quiere hacer de otro modo, que, según, él, es el mejor.
—¿Y no podéis ser amigos? —insistió Ted.
—Espero que sí —contestó su padre.
Pocos meses antes, de un modo inesperado, Darya había empezado a escribir a Ted:
Querido Ted: Tu padre me escribe que te dispones a regresar a la India. Te escribo sin su autorización. Creo que debes conocer esa India a la que vuelves, pues no esta misma que dejaste.
A partir de entonces las cartas de Darya habían llegado con cierta regularidad en ellas explicaba a Ted los cambios con que se encontraría. Naturalmente, Darya le dijo que la vieja India continuaba manteniéndose casi intacta en los pueblos. Se necesitaban muchos años de independencia para mejorar los pueblos, y quizá tuviera que haber otra guerra mundial para que la India pudiera ser libre, pero estaban forjándose las armas de la independencia y Gandhi conducía a los pueblos a la lucha como nadie más podía hacerlo. Había que contar con la ayuda de los campesinos, ya que la mayoría de los habitantes de la India vivían en los pueblos, y sólo Gandhi podía lograr su ayuda.
Nada podía soñar más natural a Ted que esto, pues concordaba con sus recuerdos. Pero sentía curiosidad por la cuestión y habló a Agnes de su curiosidad. Con gran sorpresa, aunque hubiera debido esperarlo, según se dijo más tarde, la joven le escuchó con visible frialdad. Estaban bailando, y él sintió de una manera física la repentina frialdad de la joven. Agnes se apartó de él en mitad del primer baile.
—¿Le importa a usted que nos sentemos? —preguntó.
Así lo hicieron, observando a los bailarines hasta que pasados unos instantes Agnes volvió su bello y pálido rostro hacia Ted.
—No puedo olvidar lo que usted ha dicho a propósito de ese desgraciado hombrecillo llamado Gandhi. Me extraña que ignore lo perverso que es y la forma en que altera de continuo la paz de la India. Cuando pienso en mi padre y en todos los sacrificios que ha hecho por el Imperio y lo amable que es con todos los hindúes, mucho más amable y caritativo que con los funcionarios ingleses, se lo aseguro: me parecen una ingratitud los procedimientos que emplean esos nuevos hindúes desleales al Gobierno.
Ted replicó con acento apacible:
—Comprendo muy bien sus sentimientos, Agnes. ¿Quiere usted que volvamos a bailar?
Agnes le perdonó al fin, y el joven tuvo buen cuidado, a partir de entonces, de no volver a hablar de Gandhi ni de su tío Darya. A su manera reservada, la joven acudía en auxilio de la amenazada amistad, y a Ted le fue simpática a pesar de esto, pues era muy sencilla y tenía los modales de la muchacha inglesa bien educada. Sentía simpatía hacia ella porque no mostraba la menor coquetería, y al mismo tiempo era tan femenina que él deseaba estar a su lado constantemente, pues jamás había tenido amistad con ninguna muchacha. Había algo delicioso en ella, o quizá resultara delicioso permanecer junto a la muchacha. La encontraba muy incitante, no sólo físicamente, sino por su manera de hablar y de pensar. Miraban la misma escena, pero ella veía las cosas distintas. Ted nunca sabía de fijo lo que ella sentía, y, por lo tanto, siempre estaba recibiendo sorpresas. Agnes era nueva para Ted todas las mañanas y él la esperaba con verdadero anhelo, habiéndose acostumbrado a presenciar juntos la puesta del sol, como estaban haciendo en aquel momento.
—El sol se ha hundido en el mar —dijo la joven—. Pronto amanecerá en Inglaterra.
—¿Qué es lo que ve usted cuando piensa en el amanecer de Inglaterra? —preguntó Ted.
—La luz de ámbar brillando sobre las colinas de Cotswold. Las Veía desde las ventanas de la casa de mi abuela. La luz llega a ellas como un río que corriera por los valles. ¿Qué ve usted al pensar en el amanecer de los Estados Unidos?
—Las torres de los altos edificios de Nueva York son las primeras que reciben la luz del amanecer. Pero es plateada. El ámbar me hace pensar en la tarde.
—Quizás —asintió Agnes.
El crepúsculo avanzó rápidamente y los rayos de la luna, casi llena, extendieron su pálida luz sobre la oscura agua. El primer golpe de batintín llamando para la cena lanzó una serie de notas musicales al aire, y la joven se apartó de mala gana de la borda.
—¿Irá usted a bailar esta noche? —preguntó Ted.
—Sí. ¿Y usted? —contestó Agnes.
—Sí. ¿Nos encontraremos en el sitio de costumbre?
—Sí.
Sus miradas se cruzaron un instante, los dos jóvenes se hicieron una ligera inclinación de cabeza y Agnes se marchó.
Ted permaneció en el mismo sitio, pues le costaba un esfuerzo abandonar la contemplación del pacífico mar y del sereno cielo. La vida que tenía ante sí le era tan familiar como su niñez y, sin embargo, sabía que le resultaría completamente nueva. No era ya un niño, sino un hombre, joven, naturalmente, pero un hombre, y como un hombre debía enfrentarse con su padre y conquistar su propia independencia. No le había parecido oportuno insistir sobre ello en presencia de su abuelo, pues no iban a vivir en la misma casa. Por lo tanto, se había plegado a todos los deseos del viejo con alegre condescendencia. Pero ahora sería diferente con su padre. Iba a la India como maestro de su escuela y no podía permitir que su padre le dominara, aunque fuera sólo con su poderosa, persuasiva y cortés presencia.
Sonó la segunda llamada y Ted bajó la escalerilla en busca de su camarote. El barco no estaba completamente lleno y dispuso del pequeño departamento para él solo mientras se ponía su traje de etiqueta: los serios pantalones negros, la corta chaqueta blanca, la corbata negra y el negro cummerbund de los trópicos, un conjunto que sentaba muy bien a un alto y delgado joven de ojos grises y cabello rojo. Se parecía a su abuelo pero el tono moreno de su madre había atemperado el rojo del abuelo. Se había afeitado perfectamente, pero su barba era de las que crecen muy de prisa, y aquella noche se afeitó de nuevo.
Sin embargo, se encontraba a punto cuando sonó la tercera llamada, pues en sus años de escuela había aprendido a vestirse rápidamente, la práctica de los deportes le había enseñado una coordinación de movimientos para no malgastar el tiempo ni las energías. Durante los escasos minutos que aún le quedaban, hizo una cosa que había llegado a ser un hábito en él. Sacó un pequeño libro de su bolsillo y abrió las páginas por un lugar ya señalado. Era el Nuevo Testamento, y aquellos días estaba leyendo el Evangelio de San Juan. Su padre no había tratado jamás de atraerle hacia la religión cristiana, pero cuando salió de la India, siendo niño, su padre le pidió que leyera cada día el Nuevo Testamento. Ted se lo prometió y lo cumplió, aunque a veces no le resultaba fácil. Las palabras santas habían entrado sin el menor esfuerzo en su cerebro, y aunque en los años primeros le parecieron a veces carentes de sentido, ahora, cuando su juvenil inteligencia depuraba cada idea y cada sentimiento, comprendía perfectamente su significado, a la vez poético y profundo.
Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Mas el mismo Jesús no se confiaba a sí mismo de ellos, porque Él conocía a todos, y no tenía necesidad que alguien le diese testimonio del hombre; porque Él sabía lo que había en el hombre.
Lo que acababa de leer le pareció tan sencillo como siempre, pero las significativas y profundas palabras agitaron su imaginación. El joven cerró el libro con ademán pensativo y volvió a guardárselo en el bolsillo. Pero las palabras continuaron persiguiéndole mientras bajaba la escalera para llegar al comedor. Tenía asiento en la mesa del capitán porque era el joven MacArd, esto era innegable. Pero había conseguido que el hecho no tuviera la menor importancia para él. Tomó parte en la conversación de la mesa, sonriente, de buen humor, observando a todos, e intentando también a su manera conocer lo que había en el hombre.
Mientras tanto, David MacArd se encontraba en Bombay en espera del Durbar organizado en honor del príncipe de Gales y asimismo para esperar la llegada del barco que le devolvía a su hijo. No era un tiempo muy adecuado para un Durbar. La India estaba llena de descontentos, y Darya había hecho una de sus raras visitas a Poona hacía unos meses para protestar contra aquella afirmación imperial y rogarle que advirtiera al virrey de ello.
Sus caminos se habían separado hacía cinco años. Darya eligió a Gandhi, sometiendo su poderosa personalidad al firme hombrecillo que era el jefe del movimiento que David no aprobaba.
Pero la visita no había aproximado a los dos amigos. David notó en el acto que Darya era ahora una fuerza disparada en una sola dirección, pues se había entregado con toda su alma y su inteligencia a un único propósito: la independencia de la India. El hindú había abandonado la casa de su padre y distribuido su herencia entre sus hermanos. Anonadado por la muerte de Leilamani, de sus hijos y de su hija recién nacida, Darya vagabundeó durante los primeros años de pueblo en pueblo, convertido en un sadhu, en un santo sin religión, en un mendigo que no necesitaba mendigar. De esta forma había llegado a conocer a su propio pueblo y la amargura de su vida. Pero tampoco era bien visto por la gente pobre. Era un aristócrata, un hombre instruido y rico, y todos le temían. Darya no podía soportar esto. Los campesinos, hambrientos y medio desnudos, caían en tierra ante él y apartaban el polvo de sus pies, y, lo que era aún peor, si él los levantaba del suelo y les impedía postrarse de nuevo, le miraban con ojos incrédulos y echaban a correr muertos de miedo. Darya no podía conseguir que el pobre y el ignorante tuvieran confianza en él, y sin confianza no le seguirían. Disgustado consigo mismo y con los campesinos, había abandonado entonces los pueblos para seguir a Gandhi, aquel hombre extraordinario en quien Darya reconoció al jefe que necesitaban todos. Con una falta del egoísmo que Gandhi no pareció notar, Darya se sometió por completo al jefe elegido. El joven sometió su espíritu y su inteligencia, mucho más sutiles y complejos que los del jefe, al práctico hombrecillo que no era ni aristócrata ni campesino, pero que, sin embargo, sabía comprender a ambos.
—David —había dicho Darya en su visita—, debes valerte de tu influencia con el virrey para evitar esa visita del príncipe de Gales. No es ocasión de alardes imperialistas. Te lo digo yo. Los nacionalistas no pasarán por ello. Están todavía furiosos por haber sido arrastrados a la guerra mundial contra nuestro deseo y voluntad, habiendo aumentado nuestra pobreza como consecuencia de ello. Habrán algaradas y la vida del príncipe estará en peligro. Te lo advierto. El Congreso boicoteará el Durbar y, cuando el príncipe desembarque aquí, declararemos en Bombay el hartal.
Estaban en otoño. El calor se mantenía tercamente y los campos que rodeaban el colegio se hallaban atestados de estudiantes. David había percibido el malestar, pero hizo todo lo posible por ignorarlo. Los años de vivir dirigiendo a muchachas y muchachos le habían proporcionado sentido del orden y dotes de mando. Y no veía el menor orden en las vociferantes multitudes que pululaban alrededor de Gandhi y, por lo tanto, no le tomaba en consideración como caudillo. Atajó el movimiento gandhista en sus escuelas y admiró la tranquila firmeza del Gobierno, aunque le repugnaba el uso de la fuerza. El bombardeo de los pueblos pathanes turbó su espíritu de cristiano, a pesar de que sus habitantes habían sido advertidos de antemano para que abandonasen los lugares. Protestó ante el mismo virrey por el ametrallamiento de las multitudes. No obstante, toda la India se hallaba en plena revuelta, iniciada por aquel desharrapado de Gandhi, con su resistencia pasiva, el movimiento de no cooperación que un año antes del Congreso había adoptado como política. David se sentía penosamente impresionado, pues como cristiano no podía aprobar la aplicación de la ley marcial en el Penyad, donde millares de seres inocentes habían caído a manos de los soldados británicos. También le llegó al alma la matanza de Amritsar, donde los muertos y los moribundos fueron abandonados en el lugar en donde cayeron durante el ataque del general Dyer y sus hombres. Ni siquiera se habían preocupado de los heridos. «Esto no es asunto mío», declaró el general.
—Ya sabes que yo estoy de acuerdo con el virrey en que la India no está aún preparada para la independencia —contestó vivamente David a su amigo.
Aquel día se encontraban sentados en el despacho de David. Eran dos hombres de mediana edad, muy distintos de los dos jóvenes que en otro tiempo, después de la tragedia, estuvieron aún más unidos que antes. Sí, David y Darya habían llorado juntos el día en que David supo la muerte le Leilamani, ocurrida después de la de Olivia y David se sentía culpable, incluso ahora, pues solo le había quedado su hijo y Darya no tenía ninguno.
—Sabes también que yo fui a ver al virrey después de lo de Amritsar —prosiguió David con acento irritado, quitándose los lentes y manoseándose su grisácea barba—. El virrey no quedó muy satisfecho de mi intromisión. Soy un simple norteamericano.
—Eres el hijo de MacArd —repuso David con amargura.
—Soy también cristiano —añadió David—, y todos somos sospechosos.
—¿Quién puede sospechar de ti? —exclamó Darya—. Eres conservador, tienes éxito y posees una gran fortuna. Nadie puede creer que sientas simpatías por nosotros.
David se sintió profundamente ofendido. Durante unos segundos le fue imposible pronunciar una sola palabra. Luego, con gran serenidad dijo.
—Estás enfadado, Darya, y me juzgas injustamente. Yo no he dicho que no sienta simpatía por vosotros, sino que no obtendréis nada con la rebelión. Ante todo tenéis que poneros en condiciones de poder gobernaros por vosotros mismos.
Darya se puso en pie de un salto. Era una alta y delgada figura, casi negra por el sol, acentuada la oscuridad de su piel por las prendas de blanco algodón que vestía y el pequeño gorro de algodón blanco a lo Gandhi colocado sobre su cabeza. Con una voz vibrante de ira, gritó a David:
—¿Cómo puede mi pueblo prepararse como tú dices? Está hambriento, ha sido desposeído de todo, robado, abandonado. Durante todos los años que los ingleses llevan viviendo en la India como nuestros amos, han permanecido sin conocernos, no han intentado comprender nuestra alma ni nuestros sentimientos. Nos gobiernan por la fuerza y sólo por la fuerza, gracias a su vasta organización militar y política. Jamás han tratado de ganarse nuestro amor y nuestra lealtad, aunque estábamos dispuestos a quererles; incluso yo amaba a Inglaterra en los años de Cambridge. A pesar de lo que ocurría en la India, había allí algo que amar, y ellos podían habernos conquistado con el corazón, pero prefirieron confiar en sus cañones. Ahora se lamentan de lo que llaman nuestra deslealtad. Sí, sí, tenéis razón. Ellos actúan en su propia defensa, pero ¿por qué nos temen? Te lo diré. Porque han conseguido que los odiemos. Es muy tarde, David. Lo que está en marcha ya no puede ser detenido. Vendrán años de lucha, y al final ganaremos.
El hindú salió de la casa con arrogante paso, y David permaneció mucho tiempo presa de turbados pensamientos. Si la ley y el orden del Imperio británicos eran destruidos, sobrevendría el caos. La universidad creada por él, todo su trabajo, la red de escuelas de habla márata construidas en la India, el bello hospital, nada de todo esto podría funcionar en un país sin ley. Era necesario tiempo, pues cuando los jóvenes de ambos sexos que salían de aquellos centros pudieran, por su número, llegar a todos los ámbitos del país, la independencia sería el lógico final de una pacífica evolución. Pero Darya, arrastrado por el fervor de Gandhi, estaba forzando el tiempo. David suspiró sin saber qué hacer, hasta que de pronto, tomando una súbita resolución, cogió una hoja de papel y escribió una breve nota dirigida al virrey, previniéndole contra los peligros del Durbar. No obtuvo respuesta. El Durbar continuó organizándose de acuerdo con los planes trazados de antemano.
David presenció el espectáculo de la mañana del diecisiete de noviembre. Estaba amaneciendo mientras la luna, en cuarto creciente, se aproximaba al horizonte. Grandes reflectores colocados en la orilla jugaban con la rosada luz del sol que iba surgiendo y se posaban sobre el Renown y sobre las lanchas que conducían a las autoridades inglesas e hindúes que iban a dar la bienvenida al príncipe de Gales. Habían dejado la costa a la temprana luz del amanecer, entre el tronar de los cañones. Primero el vicealmirante, luego el virrey que lucía sólo la Estrella de la India sobre su gris uniforme de mañana. Les acompañaban los más importantes príncipes de la India, tres maharajás y dos nababs, los cuales tenían que guiar al príncipe en su excursión por la India. Más tarde, cuando estuvieron en tierra y de acuerdo con el programa previsto, se incorporarían tres personajes más. El rajá sir Hari Singh de Cachemira, el maharajá Kumar de Bikaner y Nawazada Haji Hamidullah, Khan de Bhopal.
No podía negarse que el espectáculo resultaba soberbio. El sol surgió del horizonte, claro y glorioso, y un vivo viento rizó las aguas del puerto, El Renown se encontraba demasiado distante para que David pudiera observar lo que sucedía en sus cubiertas. Pero sí alcanzaba a ver las banderas desplegadas. Todos los barcos surtos en el puerto aparecían empavesados. Sólo los de los pescadores hindúes estaban sin adornos ni gallardetes. El calor, que ya empezaba a levantarse del agua, daba una calidad de espejismo a toda la escena; era una luminosa y trémula niebla. Pronto Hizo demasiado calor para permanecer en el puerto, por lo que David se dirigió hacia el enorme anfiteatro qua había sido levantado para la asamblea del día. Una larga alfombra roja llevaba hasta la entrada del pabellón de recepción con sus alminares y cúpulas doradas. Sobre la cúpula central brillaba el escudo de las armas reales.
David exhibió su tarjeta de entrada, y ante él apareció un inmenso espacio cerrado por torres adornadas con estandartes. En aquel espacio, donde había treinta filas de asientos debidamente escalonados, miles de personas esperaban sentadas. Muchas de ellas eran hindúes, funcionarios y ricos, con sus brillantes y multicolores ropas que brillaban al sol y sus turbantes centelleantes de joyas. El sobrio traje negro de los europeos resaltaba aquí y allá. Pero sólo el azul, el escarlata y el oro imperial de los oficiales ingleses podía competir con el esplendor de los trajes hindúes.
David ocupó su asiento, uno de los adornados con más severidad, y esperó en unión de la multitud bajo el ardiente sol. Una hora antes del mediodía, el estampido de los cañonazos dio al príncipe la bienvenida, les dijo que el huésped imperial acababa de poner pie a tierra. No tuvieron que esperar mucho tiempo. David se puso en pie al mismo tiempo que los demás, viendo al joven príncipe de Gales que marchaba al lado del virrey encabezando una solemne procesión que se dirigía al pabellón donde flameaban las banderas. Tomaron asiento en unos sillones dorados, y una vez sentados, el príncipe fue recibiendo acatamiento de los príncipes reinantes de la India, de los dignatarios hindúes y, por último, de los miembros del Ayuntamiento de la ciudad.
Era un verdadero espectáculo, y David se dijo que, a pesar de las advertencias de Darya, constituía un éxito. Sin embargo, no podía anticiparse nada hasta el final, pues entre los suntuosos trajes y turbantes había entrevisto dos de los espartanos gorros a lo Gandhi, hechos con tela tejida en casa, privativos de los rebeldes. Con todo, el pueblo se apiñaba en las calles, y David oyó sus vítores al príncipe británico.
—¡Yuvraj ki jai! ¡Yuvraj ki jai!
Se alegró de que en el real desfile a través de la ciudad no estuviera incluido el barrio de Byculla, donde vivían los alborotadores, y donde, de haber motines, se producirían los principales focos. El hartal con que Darya había amenazado era por el momento un fracaso. Los mercados estaban cerrados, era cierto. Lo había observado aquella mañana, pues cuando se declaraba el hartal éste imponía a la gente la religiosa costumbre de guardar un período de luto en el interior de sus casas. Pero, por lo visto, el pueblo no había obedecido la orden de los rebeldes. No podían resistir el fausto real.
David admiró no solamente la bien organizada pompa imperial, sino también la gracia y la sinceridad de los que tomaron parte en ella, en especial, la gracia del joven príncipe. La esbelta y digna figura se adelantó unos pasos para leer con extraordinaria calma y claridad la alocución del rey. Era imposible no creer en su bondad y no sentirse emocionado ante su juventud. Con la misma natural complacencia el príncipe recibió el saludo de bienvenida de la ciudad, que le dirigió sir David Sassoon, y, en correspondencia, habló con tanta sencillez y sinceridad que a David le hubiera gustado que Darya se encontrase presente.
—Deseo conoceros —dijo el joven príncipe paseando su mirada por el vasto auditorio de la India—. Deseo conoceros y también deseo que vosotros me conozcáis a mí.
La belleza del orden, el dominio de sí mismo, el poder de la ley, todo estaba concentrado allí, y seguramente todo prevalecería, se dijo David.
La asamblea había concluido y la música llenó el aire con sus acordes. El grupo que rodeaba al príncipe se dispuso a descender del estrado y la multitud se puso en pie.
De pronto, en aquel mismo instante, David oyó su nombre pronunciado con un bisbiseo. Se volvió hacia el lugar de donde venía la voz y vio a Darya entre un grupo de hindúes que había detrás de él.
—Hasta yo —murmuró Darya, aunque David no le oyó debido a la música.
Entonces el hindú se inclinó hacia David para que su amigo pudiera oírle.
—Mírame bien, David —añadió—, pues no me verás durante mucho tiempo.
—¡Oh, Darya! —gritó David con expresión de ansiedad—. ¿Qué estás planeando ahora?
¿Cómo habían dejado pasar a Darya? Debía de haberse aprovechado de las aglomeraciones para entrar. Entre los vivos colores de los príncipes indígenas, resultaba peligrosamente sospechosa la blancura de sus prendas de algodón. El pequeño gorro a lo Gandhi resaltaba entre los fantásticos turbantes de color escarlata, azul y oro.
—Dentro de un momento me detendrán —dijo Darya con ojos brillantes de orgullo.
Permanecía con la cabeza alta y los brazos cruzados. Aquello duró sólo un instante, pues a poco avanzaron dos guardias británicos y posaron firmemente sus manos en los hombros de Darya.
—Haga el favor, señor —dijeron con acento respetuoso a la vez que autoritario.
Darya volvió la cabeza y sus ojos se posaron en los que le miraban. Sonrió de nuevo a David y echó a andar con la cabeza erguida, avanzando por el alfombrado pasillo entre los dos altos guardias ingleses. Durante un momento el grupo que escoltaba al príncipe de Gales se detuvo, aunque sin denotar la menor confusión, y a poco, cuando Darya hubo desaparecido, la banda volvió a sonar, reanudándose el espectáculo imperial.
Ted vio a su padre antes de que éste le viera a él. Su padre era un hombre alto, delgado, con barba, y tenía los ojos sombreados por la visera de su salacot. Ted se encontraba cerca de la pasarela, listo para ser el primero en descender a tierra; mientras esperaba, su padre le vio y agitó una mano. En respuesta al saludo de su padre, Ted se quitó su sombrero y también lo agitó en el aire mientras sonreía, aunque sólo un instante, pues inmediatamente fue colocada la pasarela. Las ágiles y morenas manos de los marineros del muelle ataron las cuerdas rápidamente, y Ted descendió la corta escalera.
—¡Papá, es maravilloso! —dijo cogiendo la mano de su padre.
—Me alegro de verte, hijo —repuso David.
Estaba completamente tostado por el sol y era tan moreno como los mismos hindúes. Su barba gris, muy corta, formaba un sorprendente contraste con su morena piel y sus trágicos ojos oscuros. No era un rostro sonriente, pero Ted no recordaba haber visto jamás una sonrisa, en los labios de su padre. Era amable y demostraba siempre mucha paciencia, aunque su serenidad resultaba demasiado impresionante. Tenía un rostro de expresión severa, tal como Ted lo recordaba, tanto en reposo como cuando oraba.
—No debemos permanecer aquí bajo este sol —dijo David.
Su hijo parecía tan joven, tan delicado, que David sintió en el acto ansiedad por él, el viejo miedo que siempre había sentido durante la niñez del niño, pasado en aquel clima endiablado. Veintidós años eran muy pocos para iniciar la vida allí. Pero tenía que elegir entre volver a la India o pudrirse en Norteamérica, y Ted había elegido la India.
—Me tendré que acostumbrar a este clima de nuevo —dijo Ted alegremente.
Había una verdadera alegría en todo cuanto decía o hacía. Era un chispeante joven que poseía la calidad de la primavera. Pese a que su estatura no alcanzaba la de su padre o la de su abuelo, el peculiar brillo de su blanca piel, sus ojos grises y el cabello ligeramente rojizo, formaban una mezcla muy atrayente. Era más esbelto que su padre y su abuelo, pues había heredado la esbeltez de su madre, y se movía lo mismo que ésta, con rápidos y graciosos movimientos. «Jovial, con facciones quizá demasiado finas, muy nervioso y excesivamente sensible para la India», pensó David. Aunque Ted no se parecía a Olivia de un modo extraordinario, poseía algo de la apariencia exterior de ella.
—He tomado habitaciones en el hotel —dijo David—. Ya nos traerán el equipaje.
Padre e hijo tomaron un coche, sentándose uno junto al otro bajo la sombra de la capota, y los caballos empezaron a andar lentamente.
—¿Piensas volver mañana mismo a Poona? —preguntó Ted a su padre.
—Sí, a menos que tú tengas alguna razón para quedarte aquí —replicó David.
Ted titubeó, pero al cabo decidió no mencionar a Agnes. Si lo hacía, su padre podía pensar que la amistad entre ellos era mucho más profunda de lo que era en realidad. Agnes no pensaba hospedarse en el hotel, pues sus padres se alojaban en la Casa del Gobierno, ni él tampoco había hablado a la joven de la posibilidad de verse en Bombay. Se habían despedido aquella mañana después del desayuno.
—Ya nos encontraremos —dijo Ted a la vez que cambiaba con ella un apretón de manos.
—Naturalmente —respondió Agnes.
—¿Puedo escribirle? —preguntó a continuación Ted.
—Espero que lo haga —contestó la joven.
Ted miró profundamente los encantadores ojos azules, los dulces y firmes ojos de inglesa buena y bien educada, y procuró grabar en su memoria el delicioso óvalo del rostro de la joven, la seria expresión de su boca, el firme mentón, el fresco y encantador cutis, la esbelta y delgada figura vestida con un traje de hilo blanco, la grave y bella voz inglesa. Algo tembló en él durante un momento. Las palabras acudieron a sus labios, pero el joven las contuvo. Era demasiado pronto. Ignoraba aún lo que iba a ser su vida. No podía hablar de compartir ésta con ella hasta que no supiera lo que iba a hacer.
—Le escribiré a usted en cuanto llegue a mi casa —dijo—. Y usted escríbame también. Cuénteme sus primeras impresiones en la India.
—Me parece que sentiremos algo parecido —contestó Agnes.
Se separaron con estas palabras, y la joven le había dejado antes que él viera a su padre. Más tarde, tuvo una rápida visión de Agnes acompañada por un alto y pálido inglés y por una delgada y pálida dama vestida con un traje verde. Seguramente que sus padres habían ido a buscarla y de paso a tomar parte en el Durbar. Pero la joven no se los presentó por lo que Ted no podía hablarle de ella ni tampoco podía ir a visitarla a la Casa del Gobierno. Sería demasiado significativo, especialmente celebrándose el Durbar.
—Me gustaría ir directamente a casa.
Se mantuvieron en silencio unos minutos. Ted fue observando las escenas que se desarrollaban alrededor, tan familiares y, sin embargo, tan nuevas al propio tiempo. Las calles atestadas de gente, los morenos rostros de los amables, atentos y orgullosos hindúes; los turbantes, de todas formas y colores; las mujeres, de las que había muchas más que antes en la calle, con sus brillantes saris, unas cuantas inglesas y algunas muchachas euroasiáticas, muy bellas con sus ropas inglesas y los siempre presentes mendigos, derrengados, deformados, esqueléticos, pidiendo misericordia a gritos, enhebrando su retahíla de todos los días y sin que nadie les hiciera caso.
—Me maravilla que no se haya hecho nada aún para alimentar a los mendigos y mantenerlos alejados de las calles —dijo Ted de pronto.
—Sospecho que todo sigue sucediendo como en tiempos de Cristo —repuso David—. El pobre debe estar siempre con nosotros.
Su padre pronunció estas palabras con evidente indiferencia, al menos así se lo pareció a Ted. Era como si la India no mereciera ya piedad ni misericordia, ni siquiera la esperanza de un cambio en lo futuro. Ted se rebeló. Viviera lo que viviera él en la India, no se tornaría jamás indiferente, Conservaría vivo y despierto su corazón.
No se quedaron en Bombay. Ted no sentía el menor deseo de presenciar el Durbar, y tomaron el primer tren que salía para Poona. El joven permanecía inmóvil, sentado junto a la polvorienta ventanilla, observando cómo desfilaba ante él el familiar paisaje, Aquello era más que regresar a su hogar, aquello era comenzar su vida.