El hambre es crónica en la India, señor MacArd —dijo el gobernador general de Bombay.
Era un alto y guapo inglés, un hombre todo orgullo y dignidad, recto e íntegro.
—¿Y tiene que ser así? —preguntó David.
—Siempre lo ha sido —replicó el gobernador—. Hemos reducido los males, construido ferrocarriles, obras de riego, incluso pantanos y depósitos para guardar las aguas del Himalaya. Estamos alimentando a millones de personas y también estamos dando empleo a otros millones para que puedan comprarse la comida importada. Sin embargo, a pesar de todo esto, calculo que sólo en el distrito de Bombay desaparecerá durante los próximos tres meses un quince por ciento de su población. En algunas provincias el porcentaje llegará al veinticinco por ciento. Las estadísticas no son nunca exactas en la India.
David escuchaba con el debido respeto. El gobernador general se había mostrado siempre muy cortés con él, primero, seguramente, porque era hijo de un gran financiero norteamericano, pero también, después de los años transcurridos, por sus propios méritos. David había cumplido siempre en sus relaciones con el Gobierno y estaba construyendo una escuela de tal importancia que sus alumnos podrían ingresar en el Servicio Civil hindú. Los alumnos de la escuela MacArd estarían bien preparados y serían leales, y en aquellos días la lealtad no tenía precio.
—Mi padre diría que la India necesita más ferrocarriles —sugirió David—. Tengo entendido que hay bastante comida en el norte. Es un asunto de simple distribución.
Al gobernador general le irritó aquella afirmación, pero hizo esfuerzos para no demostrar su estado de ánimo.
—¡Ah! La cosa no es de tan fácil solución como parece, MacArd. El verdadero problema es la superpoblación. Los hindúes viven obsesionados por el miedo a no tener bastantes hijos. Los periódicos indígenas aparecen llenos de remedios para evitar la esterilidad. Sin embargo, yo jamás he encontrado un hombre o una mujer que fueran estériles. No, MacArd. Todos los recursos del Imperio son impotentes para luchar contra el aumento de población de la India. Algunos hindúes están condenados a morir de hambre.
David reflexionaba. Sabía muy bien lo que Darya contestaría, pues él se había atrevido una vez a sostener lo mismo que ahora sostenía el representante del Gobierno, y el resultado fue que Darya estallara en una apasionada diatriba.
—Con eso no me convences, David. Ésa ha sido siempre la excusa de las negligencias de todos los Gobiernos. Pero si nosotros, por dar gusto a los ingleses, no nos propagásemos con esta rapidez, la India ya habría dejado de existir. Considera el promedio de la duración de nuestra vida: ¡veintisiete años! ¿Tenemos nosotros la culpa de ello? La mitad de nuestros hijos mueren antes de ver cumplido el año. ¿Nos podemos permitir no tener muchos hijos? Nos encontramos indefensos ante el peor clima del mundo y ante un Gobierno indiferente.
Estas palabras no podían ser repetidas ante el gobernador, y David obró prudentemente. Tenía que pedir ciertos favores y no quería enfadar a aquel perfecto inglés. Además, Darya podía estar equivocado. A menudo lo estaba.
El joven se puso en pie.
—Bien, excelencia. Supongo que tendremos que desenvolvernos en medio del hambre. A mí, personalmente, no me alcanza, pues mi escuela está más llena de lo habitual.
—Supongo que las familias se han dado prisa por colocar a sus hijos en un lugar seguro, donde no les pueda alcanzar la enfermedad. Creo que esto es lo peor del hambre periódica, que trae siempre un cortejo de epidemias. Nosotros, naturalmente, ya nos estamos preparando para hacer frente a lo que pueda venir.
—No dudo de ello. Pero tengo que despedirme, excelencia.
—Hasta la vista, señor MacArd. Estoy seguro de que usted sabe perfectamente lo mucho que aprecio la obra que está llevando usted a cabo.
—Gracias.
Los dos hombres cambiaron un apretón de manos y el gobernador dirigió a David una sonrisa aprobatoria. Aquel alto y grave joven norteamericano no era un misionero vulgar. Había abandonado un mundo de riquezas y placeres para transformarse en un maestro de escuela misionero, lo cual era un acto muy cristiano.
«Déjalo todo y sígueme», y todo lo demás. Pero esto no era llevado con frecuencia a la práctica.
Ya fuera de la verja del palacio, donde los altos sikhs de la guardia permanecían inmóviles ataviados con sus uniformes escarlatas, David se metió en su coche de alquiler y regresó al hotel. Se sentía a la vez triste y perplejo, el seco y polvoriento aire que se extendía sobre la ciudad era como un presagio de enfermedades. El joven hubiera deseado no haber llevado a Bombay a Olivia y al niño, pero en Poona había parecido excelente idea. La joven necesitaba un cambio de aires y a David no le pareció conveniente llevarle la contraria. Por esta razón, Olivia y el niño le habían acompañado en su viaje, además el ayah y un criado con una sombrilla abierta para que no le diera el sol al niño, que el ayah llevaba en sus brazos. Los pocos días pasados en Bombay habían beneficiado mucho a Olivia.
Aquella tarde, cuando David entró en sus habitaciones, Olivia parecía muy alegre. Se había vestido, para cenar, con un traje de muselina blanco y en sus mejillas tenía un suave color rosado. El ambiente de las habitaciones era apacible y sedante.
—¿Está durmiendo Ted? —preguntó David.
Olivia le hizo una pequeña mueca.
—Sí, Theodore está durmiendo.
Habían puesto al pequeño el nombre de Theodore, presente dé Dios, y Olivia no quería que le llamaran por ningún diminutivo.
—Pues prepárate para cuando vaya al colegio y forme parte del equipo de fútbol —repuso David en tono de broma.
—Yo siempre le llamaré Theodore —contestó Olivia con decisión.
La joven se acercó para que su marido la besara. Pero David la apartó.
—Espera, querida. Me he de lavar antes. Siempre tenemos que lavarnos cuando vengamos de la calle. No lo olvides nunca. ¿Me lo prometes?
—Pero si ya lo hago —protestó Olivia.
—Está bien, está bien.
David se enjabonó las manos y el rostro en el lavabo de porcelana que había en el cuarto de baño, y a poco salió frotándose el rostro con una toalla. Su mujer se encontraba ante el espejo, poniéndose un collar.
—¿Es bonito? —preguntó Olivia a la imagen de su marido reflejada en el espejo.
—Muy bonito —contestó David—. ¿Qué son?
—Cristales —repuso Olivia—. Los he comprado hoy en la ciudad indígena.
David dejó caer la toalla que tenía en las manos.
—¿En la ciudad indígena, Olivia?
—Sí. El empleado del hotel me dijo que las tiendas de allí eran maravillosas, y, en efecto, lo son.
David contuvo la exclamación que acudió a sus labios. No hubiera debido ir allí, y él hubiera debido advertírselo. Olivia era todavía nueva en la India e ignoraba los peligros de las épocas de hambre. Pero David prefirió no asustarla por el momento. Estaban al principio de la estación y las epidemias solían presentarse más tarde.
—No vayas más, Olivia —le dijo, sin embargo—. Es mejor permanecer lejos de las multitudes en tiempos de hambre.
—Muy bien, David. Lo haré como dices.
—Perfectamente.
Se inclinó hacia ella y le dio el acostumbrado beso, satisfecho de no haberla asustado. Los oscuros ojos de la joven brillaban alegremente, y su marido se dijo que estaba más bella que nunca.
—Estos cristales te sientan muy bien —dijo—. Bajemos a cenar.
La epidemia se extendía en la gran ciudad de Bombay, aunque ignorada por los blancos, pues en los barrios habitados por los indígenas escondían los muertos. La ciudad parecía tan bella y atrayente como siempre, debido a que los blancos habían aprendido hacía mucho tiempo a no prestar atención a los moribundos ni a los hambrientos que no podían salvar. Contemplaban las montañas y las palmeras, el gran número de barcos anclados en el gran puerto, las grandes tiendas por donde los ricos de todas las naciones y razas iban y venían. Miraban hacia lo pasado y lo futuro pues no deseaban ver lo presente. Centenares de años antes, cuando cierto número de comerciantes ingleses llegaron al puerto, Bombay era un puñado de islas con el mar circulando entre ellas, un pequeño puerto, una agrupación de casas y pescadores que se dedicaban a secar su medio podrido pescado. Pero los ingleses eligieron aquel lugar porque las arenas habían obstruido el puerto de Tapti y, por lo tanto, sólo quedaba el gran puerto natural de Bombay. Durante los centenares de años que mediaban entre el día en que arribaron unos cuantos ingleses y el día en que el gobernador se instaló en su palacio de Malabar Point, la ciudad había ido creciendo hasta convertirse en un lugar lleno de grandes mansiones y hoteles, colegios y templos, es decir, una ciudad magnífica y moderna.
Pero la India seguía siendo la India a despecho de los ingleses, y en aquel año en que los monzones no soplaron y como consecuencia apareció el hambre, la epidemia se extendía por las calles en que no habitaba ningún hombre blanco, y los criados del «Grand Hotel», que por la noche se iban a dormir a las calles atacadas por la epidemia, volvían al día siguiente a servir a los hombres blancos, pero no les contaban a éstos lo que había sucedido por la noche.
Cuando David, Olivia y el niño regresaron a Poona, Olivia sintió una mañana dolor de cabeza, un insoportable dolor unido a fuertes mareos. Acababa de despertar y se sorprendió al sentir una debilidad sorprendente. David había dejado ya el lecho y ella intentó levantarse para ver si el niño estaba despierto en la habitación contigua. Pero ni siquiera pudo apartar la cortina del mosquitero y cayó de nuevo sobre las almohadas.
David, que se encontraba arrodillado en su despacho, tuvo la súbita sensación de que le llamaban urgentemente con una llamada muda y, no obstante, demasiado fuerte para negarse a acudir. El joven se puso en pie un poco a regañadientes y echó a andar por el ancho zaguán, todavía fresco como consecuencia del fresco de la noche, hasta llegar a la habitación donde una hora antes había dejado durmiendo a su esposa. Pero Olivia no dormía. A través de la niebla que formaba el blanco mosquitero podía verla tendida con la cabeza apoyada en las almohadas, los ojos abiertos y apagados.
—¡Olivia! —gritó—. ¿Qué te pasa?
—No lo sé —murmuró la joven—. De pronto he sentido una gran debilidad. La cabeza… me duele terriblemente.
David apartó el mosquitero y le cogió las manos. Estaban calientes y lacias.
—Mandaré por el médico inmediatamente… Estate quieta, querida.
Olivia intentó sonreír. Era evidente que no podía hacer otra cosa que permanecer quieta. Los párpados cayeron sobre sus ojos. Una gran palidez cubría su rostro. David atravesó de nuevo el zaguán en dirección a su despacho, tiró de la cuerda de la campanilla para llamar a un criado y redactó una nota dirigida al médico inglés del hospital.
—Lleva esto, muchacho —ordenó al criado que estaba ya esperando—. Lleva esto al hospital y trae al médico contigo.
El criado salió de la habitación como una rauda sombra y una hora después o poco menos el médico se encontraba en la casa. David había permanecido sentado al lado del lecho, aguardando. A Olivia le fue imposible beber un poco de té y ni siquiera pudo levantar la cabeza para beber un sorbo de agua.
—Dejadme sola —pedía casi sin aliento.
Pero David se quedó a su lado, manteniéndole cogida entre las suyas la ardiente mano sin vida y cuando el médico se presentó, David, con los labios apretados, le señaló con la cabeza a su esposa. El médico, alto y delgado, vestido con un fresco traje de hilo blanco, se acercó a la cama y examinó a la enferma. Olivia no hablaba, y cuando el médico le hizo una pregunta, contestó con un ligero movimiento de cabeza, que le costó un enorme esfuerzo. Sí, el dolor era insoportable y casi no la dejaba respirar, produciéndole un terrible vértigo que le impedía ver con claridad el rostro del médico.
El médico se incorporó al fin y cubrió a la enferma con la sábana. Olivia se sentía demasiado indiferente para preocuparse de lo que pudiera pensar el médico. Éste hizo entonces un signo a David para que le acompañase al vestíbulo.
—¿Han estado ustedes recientemente en Bombay? —preguntó con voz grave.
—La semana pasada —repuso David.
—¿Estuvo en la ciudad indígena? —siguió preguntando el médico.
—Una vez —contestó David.
—Temo que exista allí una epidemia de peste bubónica. Ayer oí decir que se había presentado. Doscientos muertos diarios.
A David le era imposible hablar. ¡La terrible compañera del hambre, una enfermedad que casi era la muerte, había alcanzado a su bien amada!
—¿Y qué puedo hacer? —gritó.
—No se puede hacer nada —contestó el médico—. Tan sólo nos resta esperar. Enviaré una enfermera inglesa. Sabremos a qué atenernos dentro de cuarenta y ocho horas.
Transcurrieron las cuarenta y ocho horas, durante las cuales David no comió ni durmió, y entonces aparecieron los fríos de la muerte. En el esbelto cuerpo de Olivia las bubas inguinales se hincharon. El médico palpó sus suaves ingles buscando los terribles síntomas.
—Debe usted prepararse —dijo a David.
David permanecía esperando junto al lecho donde Olivia yacía inconsciente.
—No pasará de mañana —continuó el médico—. Nada puede salvarla.
—Rogaré toda la noche —repuso David con los labios secos.
—Hágalo, si así lo desea —murmuró el médico.
Dio unas cuantas instrucciones a la fiel enfermera inglesa, una mujer de mediana edad. Las enfermeras más jóvenes no hubieran querido encargarse de aquel caso. Pero la buena señora Fortescue no dudó en presentarse.
—¡Oh! ¡Qué triste morir con lo joven que es y con un niño tan pequeño! —se lamentó.
—El niño puede salir bien parado —replicó el médico—. La naturaleza cuida de los recién nacidos. —Se volvió de nuevo a David—. Señor MacArd, usted tiene ahora que vivir para su hijo. Márchese a descansar, o… a rezar.
David titubeó un instante, hasta que al fin acabó por obedecer. Salió de la habitación y, atravesando el zaguán, se metió en su despacho, y, después de haber cerrado la puerta, se hincó de rodillas para rezar, no con palabras, sino con toda la angustia y el dolor que albergaba en su atribulado corazón, pidiendo a Dios que dejara vivir a su amada esposa.
En la pequeña iglesia del barrio blanco los Fordham se reunieron con los pocos hindúes cristianos que había, y David estuvo oyendo el rumor de sus oraciones durante toda la noche.
Cerca del amanecer la enfermera le tocó en el hombro.
—Su esposa se ha marchado, señor MacArd.
David levantó la cabeza. ¡Mientras rogaba para que viviera, Olivia había muerto! Aturdido y con el corazón latiéndole fuertemente, el joven se puso en pie.
—Nada puede usted hacer ahora —afirmó la enfermera—. Intente pensar en su hijito.
Pero David sólo podía pensar en Olivia. Balbuceó algunas palabras mirando fijamente a la enfermera.
—He de verla.
—No, no. Piense en el niño, señor.
La enfermera alzó los brazos para impedirle el paso. Pero antes de que David pudiera protestar, oyeron un triste canto. Alguien había llevado la noticia a los cristianos, y éstos elevaban sus voces entonando el himno cristiano: Más cerca, Señor, de Ti.
Era música extranjera para los hindúes, y la afinación resultaba incierta. Súbitamente, el canto fue ahogado por un terrible lamento que se extendió por los alrededores. Todos los criados y todos los vecinos alzaron sus voces impregnadas de la instintiva tristeza de la India, siempre dispuesta a manifestarse, para entonar un canto tan viejo como los siglos.
—Ram… Ram es el verdadero…
El grito de profunda fe ante la presencia de la muerte se alzó en el amanecer, viejas palabras paganas brotadas del corazón de la India, y David las oyó y no levantó la cabeza.
La epidemia se extendió por toda Poona, muriendo un habitante de cada diez. Entre los muertos figuraban los dos hijos de Darya, a los que siguieron Leilamani y su hija recién nacida, y Darya quedó solo en la hermosa casa construida sobre el manantial de agua corriente.
Pero el hijo de David no murió.