VIII

El viento había cambiado, tomándose fresco, todo lo fresco que podía ser en Poona. Pero Olivia sentíase dominada por una marcada languidez. Pasaba los días de una manera rutinaria, y su vida le resultaba agradable a la vez que monótona, maravillándose de que no le importara lo más mínimo. Estaba volviéndose muy perezosa y tenía que hacer un esfuerzo para corresponder a las fiestas a que ella y David habían sido invitados. De entre ellas, la más importante de todas era la que tenía que ofrecer al gobernador y a su esposa. Olivia, pese a todo, hizo un esfuerzo, pues David insistía en que debían mostrarse amables con el Gobierno, o de lo contrario, no podría llevar adelante sus planes. Esto resultaba cada vez más difícil, pues el nacionalismo crecía por momentos, y el Gobierno se mostraba irritable e irritaba a su vez a las masas. Se sospechaba que los norteamericanos simpatizaban bastante con el movimiento nacionalista y, últimamente, con la independencia. La Historia estaba contra ellos.

—Me alegro mucho de que se muestre usted firme, señor MacArd —dijo el gobernador con expresión protectora durante la cena.

Olivia, que se encontraba en el extremo opuesto de la mesa, esperó la respuesta de David.

—Yo estoy contra la revolución, excelencia —contestó tranquilamente David—. Pero esto no quiere decir que sea opuesto al cambio de cosas. Yo hago lo que puedo por educar a los jóvenes hindúes, que sin duda tendrán que gobernar algún día a su propio país. Pero esto ocurrirá siguiendo un orden evolutivo, y probablemente no en mi tiempo ni en el de usted.

—¡Oh, bien! —exclamó el gobernador con acento tolerante—. Nosotros, desde luego, les iremos concediendo la independencia de una manera gradual a medida que vayan estando preparados para disfrutarla. Pero ahora, con cuatro quintas partes de su población analfabeta e ignorante, no lo están.

Olivia intervino en la conversación con inusitada viveza.

—Excelencia, me extraña mucho que sigan así después de llevar centenares de años bajo el Gobierno del Imperio británico.

La joven no se atrevió a mirar a su marido. En lugar de ello, fijó sus ojos con expresión desafiante en el digno y cuadrado rostro del gobernador. La voz de éste adquirió un tono cortante.

—¡Vamos, señora MacArd! No diga usted esas cosas. Para hacer cambiar a la India se necesitarían más de unos cuantos centenares de años. Piense en la situación en que se encontraban cuando nosotros vinimos aquí y lo mucho que nos ha costado establecer un orden. Tuvieron que pasar cien años antes de que pudiéramos empezar realmente a gobernar. Tal como están ahora las cosas no somos del todo responsables de lo que sucede en buena parte del país. Están los príncipes indígenas. Nosotros no somos tiranos, ¿comprende usted?, y no hacemos nada para que las gargantas hindúes se traguen nuestras cosas.

Todos los invitados hicieron un esfuerzo para iniciar una conversación general, como obedeciendo a un común impulso de disimular lo que Olivia había dicho. No se debía hablar más de aquello, y la breve frase de Olivia fue olvidada. La joven se dio por vencida, como se iba dando por vencida en todo. Permaneció sonriendo tranquilamente mientras comía con excelente apetito, pues comía siempre con ganas, aunque notaba, con verdadera sorpresa, que los alimentos no le proporcionaban más energía.

La velada tocó a su fin, y cuando todos los invitados se hubieron marchado, la joven esperó que su marido le hiciera algún reproche por lo que había dicho. Pero David no dijo nada. Su esposo se mostró reservado, aunque bien es verdad que solía estarlo. La joven suponía que esto era debido a lo muy atareado que andaba siempre. Los edificios se levantaban rápidamente, y David había empezado ya a recibir estudiantes. Ramsay iba a verle todos los días, y en algunas ocasiones ambos pasaban toda la jornada juntos. Olivia veía poco a su marido.

Los criados apagaron las luces y se fueron a sus habitaciones. Olivia se colgó entonces del brazo de su marido y ambos atravesaron el zaguán.

—¿Estás cansada? —preguntó David.

—Un poco —contestó Olivia. Al día siguiente pensaba decir a David que siempre estaba cansada y que quizás algo no marchaba bien en ella. Pero no quería decírselo aquella noche. Sentíase demasiado fatigada para andar con explicaciones. David se echó a un lado para que Olivia entrara en el dormitorio, y la joven pasó delante de él recogiéndose la larga falda de seda.

En el umbral la joven hizo una pausa.

—¿Tengo buen aspecto esta noche? —preguntó a David.

David titubeó y Olivia observó que en sus ojos se reflejaba una mirada cautelosa.

—Excelente —contestó David con voz tranquila.

«Entonces ¿por qué no me besas?», estuvo a punto de decir Olivia, pero cuando vio que la mirada de su marido se apartaba de ella, se adelantó para depositar un beso en su mejilla.

—Buenas noches, David.

—Buenas noches, Olivia. Pero ¿por qué me las das ahora, querida?

—Creo que esta noche voy a dormir en la habitación de los invitados. Me siento muy cansada.

David guardó silencio uno o dos segundos antes de responder.

—Es una buena idea. Estás un poco pálida.

Olivia se volvió y dejó a su marido, y por primera vez desde su matrimonio se fue a la cama sola.

«¡Por lo visto, no le importo mucho a David!». Esto era lo que Olivia empezaba a pensar. David no la llamó para decirle que volviera. Él no la amaba ya como ella le amaba a él, y la joven empezó a llorar suavemente, pues por aquellos días lloraba con extremada facilidad.

La tarde siguiente, abrumada por aquella nueva y extraña soledad, Olivia pensó visitar a una amiga y fue recordándolas a todas una tras otra. Desechó a la señora Fordham, que le hubiera dado consejos desaprobatorios, ya que Olivia nunca acudía a las reuniones de la plegaria y rara vez a la iglesia. Tampoco le interesaba la pequeña señorita Parker, que siempre la entristecía, y mucho menos ninguna de las adustas damas inglesas, que no sentían la menor simpatía por los norteamericanos. ¿Quién quedaba entonces? Leilamani. Al pensar en la joven hindú, Olivia sintió que su corazón se aquietaba. Inmediatamente, ordenó que dispusieran el coche, y sin decir nada a nadie, pues ignoraba dónde podría encontrarse David, dijo al cochero que atravesara la ciudad y la condujera a casa de Darya.

Olivia se encontró con que Darya no estaba en su casa y que el portero titubeaba en dejarla pasar. El hombre conferenció largo rato con el cochero en márata, y de todo lo que el cochero le dijo luego a ella Olivia entendió tan sólo que Leilamani no recibía jamás a las damas inglesas.

—Pero yo no soy inglesa —exclamó Olivia, la cual comprendió que con hablar el márata había suficiente para aclarar la cuestión.

Ninguna dama inglesa hablaba el márata, y el portero le dejó pasar en el acto, enviando una criada al interior de la casa para que dijera a su ama que tenía una visita.

Mientras tanto, Olivia estuvo esperando en el bello jardín, donde los pájaros, atados hábilmente a las ramas de los árboles, cantaban con tanta dulzura como si fueran completamente libres, y donde una gacela domesticada, traída quizá de las montañas que se extendían al pie del Himalaya, llegó saltando hasta ella para olerle la manó en busca de pasteles. Olivia tocó su húmedo hocico y la gacela dio un salto hacia atrás, mirándola con ojos inocentes y asustados.

La criada apareció al fin e invitó a entrar a Olivia, y cuando la joven hubo atravesado tres puertas, vio que Leilamani en persona avanzaba hacia ella con las manos extendidas para coger las suyas y estrechárselas.

—Hermana, ¿has venido sola? —preguntó Leilamani—. Ahora podremos hablar. Me alegro de que hayas venido.

—Habla lentamente —repuso Olivia—. Mi conocimiento del márata es todavía muy imperfecto.

—No, lo hablas muy bien —afirmó Leilamani—. ¡Y yo que todavía no sé nada de inglés! ¡Soy tan estúpida! Él intenta enseñarme. Pero yo me echo a reír y entonces… —Se interrumpió muerta de risa y movió la cabeza—. Entra, entra, hermana.

Sin soltar la mano de Olivia, la condujo hasta la habitación donde estaban jugando sus hijos. Los dos niños se adelantaron con las manos juntas para saludar a Olivia, y ésta depositó un beso en sus mejillas. A continuación, obedeciendo a un signo de la joven hindú, Olivia se sentó sobre los almohadones.

El ambiente de aquella estancia era muy agradable y Olivia se sintió descansada y tranquila. El sol de la tarde brillaba en la abierta puerta y los niños jugaban tranquilamente en un rincón de la ancha habitación. Altos jarrones de bronce contenían fragantes lirios y el aire, inmóvil, estaba ligeramente perfumado.

—¡Es tan tranquilo esto! —murmuró Olivia—. ¿Cómo es que tu casa está siempre tan tranquila a pesar de haber chiquillos en ella?

—No está tan tranquila cuando él se encuentra aquí ni cuando vienen nuestros parientes —repuso Leilamani—. Es que yo estoy tranquila porque me gusta estarlo. Los demás hablan, pero yo me limito a escuchar. Duerme, hermana, pareces cansada.

Olivia sonrió y apoyándose en los almohadones, cerró los ojos.

—No quiero dormirme —murmuró—, sino simplemente descansar algunos minutos.

Pero no pudo descansar, y al abrir los ojos se encontró que Leilamani la estaba observando con mirada intensa. Olivia desvió los ojos, volviendo la cabeza para admirar una colgadura. Luego empezó a hablar a los niños. Las criadas trajeron el acostumbrado jugo de frutas y pasteles, que Olivia tomó con sus constantes hambre y sed, siempre bajo la mirada observadora de Leilamani. Olivia acabó también por mirar francamente a la hindú, hasta que ésta dejó escapar una carcajada y palmoteó alegremente.

—¡También tú, hermana! —gritó la hindú, que se inclinó sobre Olivia y posó en su cintura las dos manos.

Olivia se la quedó mirando sin comprender.

—Sí, estoy segura —continuó Leilamani medio cantando; luego apoyó la mano en su propio y abultado vientre—. Mírame, hermana, otro muchacho. Sí, noto lo grande que es, lo mismo que notaba a los otros dos. Así que también será otro muchacho. Dentro de algunos meses te podré decir si el tuyo es también un muchacho.

Un ardiente rubor corrió por todo el cuerpo de Olivia. Acababa de comprender. Sí, quizá tuviera razón Leilamani. Era la razón de que se sintiera tan lánguida, tan hambrienta, de que le importaba tan poco lo que le sucedía en la casa.

—No lo sabía ni yo misma —balbuceó.

—¡Ah, qué alegría haber sido yo la primera en decírtelo! —exclamó alegremente Leilamani—. ¡He sido la portadora de la buena nueva! Estoy segura de que no me equivoco. Se lo voy a decir a él, al padre de mis hijos. Se sentirá muy feliz al oír la noticia y se lo querrá decir a su hermano de tu casa y todos seremos muy felices.

La hindú se incorporó para escuchar.

—¿Es él? Sí, le oigo. Se lo voy a decir ahora mismo.

—¡No, no! Haz el favor —suplicó Olivia—. Yo se lo he de decir primero a mi marido. Debo irme a casa inmediatamente.

Olivia no ponía en duda la seguridad de Leilamani. Instintivamente sentía que la hindú estaba en lo cierto. Esto explicaba todo lo que antes no comprendía.

—Ve, pues —dijo excitada Leilamani—. Ve y vuelve pronto. Rogaré a Sita porque sea un varón.

Cuando Olivia llegó a su casa vio que David la estaba esperando. En su mano tenía una carta. Olivia se detuvo en el umbral al contemplar el grave rostro de su marido.

—He ido a ver a Leilamani —dijo.

—Eso me ha dicho el portero. Yo he recibido una carta del gobernador, Olivia. Está disgustado, por lo que tú le dijiste anoche y se toma un gran trabajo en explicarme…

Olivia estalló en violentas e inexplicables lágrimas.

—¡No me riñas, David! Ahora, no. Voy a tener un hijo…

La joven se arrojó en los brazos de su marido y sintió que David la abrazaba mientras la carta caía al suelo.

Fueron a las colinas a pasar una semana solos. Una semana entera de su vida que David le entregaba a ella como si fuese un regalo, debido a que estaba embarazada. Era cierto. El médico inglés de Poona se lo había confirmado, dándole al mismo tiempo un consejo.

—Está un poco nerviosa, señor MacArd. Llévela fuera a pasar unas cortas vacaciones.

En las colinas, lejos del valle, los dos esposos oían al anochecer el tembloroso canto que era el canto de la India, la música humana de los pueblos.

Ara en mi corazón, oh Bien Querido,

como yo estoy arando esta tierra,

y hazme Tuyo,

como yo estoy haciendo mía esta tierra.

Ara en mi corazón, ¡oh Amado!

En algún lugar de aquel rápido anochecer, un hombre seguía trabajando la tierra y cantaba mientras lo hacía, y David sintió la nerviosa presión de la mano de su esposa.

—¿Qué te pasa, Olivia?

Estaban sentados en la cerrada veranda, protegidos contra los insectos de la noche, en la casa de la colina, y el fresco aire les resultaba vivificante y tonificados. Aunque David había decidido pasar aquella semana solo con su esposa, no podía dejar de reflexionar sobre sus asuntos de Poona, planes de expansiones. A veces pensaba que su vida estaba formada por una serie de enérgicos pasos dados hacia delante, seguidos de largas pausas de dudas. ¿Era prudente y sabio levantar aquellos grandes edificios? ¿Edificaba impulsado por su fe en Dios, o se estaba comportando simplemente como el hijo de MacArd, arrastrado por la herencia a crear enormes formas de ladrillo y piedra? Sin embargo, la India por sí sola impulsaba a concebir enormes pensamientos y grandes proyectos. Existían millones de seres humanos que esperaban, y él no podía considerar las cosas de una manera individual, de uno en uno.

—Esa canción me hace sentirme terriblemente solitaria —murmuró Olivia.

—¿Por qué?

—Aunque esté en tu compañía, me siento sola. Siento una especie de soledad que me es imposible explicar.

—Quizá se deba a que no puedes ver el rostro del hombre que canta —sugirió David.

—Quizá sea eso.

Permanecieron silenciosos, pues Olivia pensó que necesitaría un gran esfuerzo para explicarte a su marido lo que le sucedía. Pero aunque ella hubiera podido hacerlo, la mente de David no hubiera estado atenta a lo que ella dijera. La voz del hombre que cantaba había hecho que David pareciera alejarse de allí. Estaba entregado a sus grandes sueños, y aunque amaba a su esposa, y ésta estaba segura de su amor, ella sabía ahora que no era su único amor. Debía compartir a David con millones de personas con aquellos hombres que cantaban en la noche, cuyos rostros él no podía ver aunque estaba de continuo con ellos, con sus pensamientos y con sus sueños. Ella le había perdido en el sentido de que no lo tenía para ella sola. Aquellos pocos días vividos en las colinas, demostraron a Olivia con toda claridad que jamás poseería a David, pues éste era ya poseído por otras ideas, y que su influencia sobre él, cualquiera que ésta fuera, tan sólo podría crecer si ella llegaba a ser una parte de todo lo que él amaba. Esto es, que ella también tenía que darse a la India. Ni siquiera el hijo que les iba a nacer conseguiría que David fuera de ella por completo.

Durante un terrible momento, Olivia sintió una profunda nostalgia de su patria, de su hogar, incluso de su madre y, desde luego, de las calles de Nueva York. ¿Qué estaba ella haciendo en aquellos solitarios campos, encaramada en aquellas colinas encantadas que se alzaban sobre los valles de la India? Apretó la mano de su marido. Pero no obtuvo la menor respuesta, aunque tampoco recibió la menor repulsa. David se limitó a dejar que le estrechara la mano.

Si ella hubiera sido capaz de amar a David cuando éste se arrojó a sus pies implorando su amor, a aquel muchacho que parecía tan desgraciado e infantil, no el hombre capaz de ser amado por una muchacha fuerte como ella; si ella hubiera presentido al hombre que David era ahora y hubiese podido amar al muchacho tímido, ¿la habría amado David sólo a ella y con todo su corazón? ¡Ah!, si ella le hubiese amado entonces y le hubiese dejado que le amara, no se habría transformado jamás en el hombre que ella adoraba porque jamás se inclinaba ante ella.

Olivia tenía lo que siempre había deseado; un hombre completamente dueño de sí mismo dedicado por entero a su trabajo. Pero quizás un hombre como aquél no pudiera amar solamente a una mujer, ni siquiera a ella, pues su rival era la India.

—El viento se está tornando húmedo —dijo Olivia.

—¿Entramos? —preguntó David.

—Sí, estoy cansada.

Caminaron juntos hasta la gran habitación central. La lámpara estaba muy baja y producía escasa luz. David abrazó a su esposa y ésta se recostó contra él.

—David, me alegro de que tengamos un hijo.

—Dime por qué. —David se mostró de pronto tierno—. Ya sé, querida. Yo siento como si fuera una bendición de Dios. Pero dime tú por qué.

Olivia no le pudo decir la verdad tal como ésta se le apareció de súbito. Si ella tenía un hijo, si más tarde venían otros a quienes atender, entonces ella no dispondría de la libertad necesaria para darse por completo a la India. No tendría tiempo para ello, pues el deber de cuidar a sus hijos debía ser lo primero.

—Deseo tener por lo menos cuatro hijos —dijo Olivia con la cabeza apoyada en el pecho de su marido—. Y mientras tú realizas tu trabajo, yo tendré cuidado de ellos. No te pido nada, David. Te dejaré libre para que lleves a cabo tu tarea.

—Eres la perfecta esposa —murmuró David.

Olivia sintió que la mano de su marido le acariciaba el cabello, y cerró los ojos y se apretó fieramente contra él. ¡Oh!, ella viviría su vida junto a la de él. El amor de ella seria la atmósfera que su marido respiraría.

Al final de la semana regresaron a Poona, a la casa de la misión, y Olivia despidió a su maestra de márata. Deseaba romper toda comunicación con la India. Ella quería ser únicamente la esposa de David. Envió un billete a Leilamani diciéndole que no se encontraba bien y no le era posible visitarla, y cuando Darya regresó de las colinas, Olivia se mostró bastante fría con él, cosa que Darya no le reprochó lo más mínimo, pues Leilamani le había dicho, aunque él ya lo sabía por propia experiencia, que las mujeres embarazadas se mostraban voluntariosas, llenas de antojos y de humor cambiable.

—Me cansa estudiar —dijo Olivia a David cuando vio que su marido parecía disgustado por haber despedido ella a la maestra de márata.

La fatiga natural producida por el clima extraordinariamente cálido de la India sería de ahora en adelante el arma de Olivia, y David no protestó lo más mínimo. ¿Cómo puede un hombre protestar? La mujer llevaba el fardo del hijo al mismo tiempo que el de ella misma. Necesitaba doble energía, dos veces la cantidad de sueño. Y el apetito le había empezado a fallar. No debía molestarla, tenía que mostrarse tierno y considerado con ella, habida cuenta de la inmensa tarea que ella debía cumplir por sí sola. La besó suavemente y la perdonó por su brusca réplica.

—¡No estoy hecha de vidrio, David! No me beses como si fuese algo que se pudiera romper.

David miró a su esposa sorprendido ante el súbito enfado que brillaba en sus oscuros ojos. Entonces se echó a reír.

—Eres la misma tentación —murmuró.

Y dando un paso hacia ella la hizo caer en sus brazos y la besó fuerte y largamente.

—¿Está así mejor?

—Sí. Pero hazlo otra vez —murmuró Olivia.

En medio de su largo abrazo, estando en el centro de la habitación, con sus cuerpos pegados uno al otro, la puerta se abrió y el ayah asomó la cabeza, los vio y cerró la puerta precipitadamente, con el horror pintado en su asombrado rostro. David y Olivia volvieron la cabeza y sorprendieron la mirada, David se apartó inmediatamente de su mujer.

—¡Oh, ese ayah! —exclamó Olivia entre dientes.

—Después de todo, Olivia, estamos aún en mitad de la tarde y yo debiera estar trabajando.

—En realidad no me habías besado desde hacía días. No me besabas desde que llegamos a Poona.

David, turbado, se echó a reír.

—Estamos casados, mi amor. Estamos juntos, ¿no es así? Y yo tengo que salir ahora.

—¡Oh!, bien…

David vio la expresión de desagrado que asomaba al rostro de su mujer y cogiéndole el rostro entre sus manos y levantándole la barbilla, la besó cordialmente, aunque sin pasión, sonriendo al percibir el asomo de rebeldía que brillaba en los ojos de Olivia. Luego salió rápidamente.

Y Olivia se quedó allí, en medio de la habitación, convertida en un símbolo de lo que había sucedido. Era la India la que los había interrumpido y la que siempre los interrumpiría, separando a David de ella. ¿Qué podía hacer una mujer por sí sola contra aquella firme y eterna imagen?

Aquel año fallaron los monzones. Al principio, la gente, dominada por la ansiedad, se dijo que los vientos sagrados se retrasaban. A veces se retrasaban durante una semana e incluso un mes. El que se retrasaran, ya era de por sí bastante grave, pues los monzones retrasados significaban una estación de lluvia más corta y, por lo tanto, menos agua para los campos y para las necesidades anuales.

Transcurrió una semana y otra, hasta que la esperanza desapareció, dando paso a una triste certidumbre. Las tibias corrientes de aire se habían desviado, yéndose hacia otras regiones. El norte recibió abundantes chubascos. Pero en el oeste de la India, más allá de las altas mesetas centrales, no cayó ni una sola gota de agua, y David presintió la llegada de la inevitable hambre. La gente se entregó a la desesperación. Sí, se avecinaba un año de hambre. No había posibilidad alguna de evitarlo. El suministro de víveres, ya muy reducido, tuvo que ser limitado aun más y los pobres se dispusieron a morir.

En medio de aquella calamidad, Olivia dio a luz. No quiso ir al Hospital Inglés de Bombay siendo atendida por el médico inglés de la localidad. Una agradable enfermera euroasiática permanecería en la casa durante un mes.

Fue un niño. Vino al mundo a última hora de la tarde, mientras el calor se extendía sobre la ciudad. El aire era tan seco, según dijo con una especie de gruñido el médico, que le era imposible sudar. El hombre dio gracias a Dios porque su paciente fuera joven y fuerte. No le gustaba asistir a mujeres blancas, y había aconsejado siempre a Olivia qué se marchara a Bombay. Pero Olivia era terca y no hizo caso del consejo. Si hubiesen surgido complicaciones, el médico no hubiera quedado libre de responsabilidades. Pero no se presentó ninguna. La madre era fuerte y cumplió bien su cometido. Olivia pidió que avisaran a su marido, y cuando supo que David se había marchado a la ciudad indígena, aceptó la situación y se dispuso a hacer frente a ella por sí sola. El médico no creía en los anestésicos de moda que se aplicaban en los casos de parto, y dejó que siguiera el proceso, observando a Olivia constantemente y dándole ánimos.

—¡Bravo, señora MacArd! —murmuraba—. Tendrá usted un niño sano.

Pocas horas más tarde todo había pasado, y la madre, jadeante aún, dejó escapar un profundo suspiro.

—¿Es un niño sano? —preguntó.

—Un niño espléndido —contestó el médico—. Le felicito.

La rolliza y pequeña enfermera, siempre sonriente, levantó al pequeño recién nacido envuelto en un pañuelo de franela azul. Olivia miró a su hijo largamente y luego se echó a reír.

—¡Cómo! ¡Si es la misma imagen de su abuelo! —exclamó alegremente—. Tendrá cabello rojo, cejas rojas y mal humor.

Los demás se echaron a reír al oírla y el médico se retorció su ralo bigote. Era una lástima que el marido no estuviera allí. El valor demostrado por Olivia era raro. Las mujeres blancas, por lo general, se debilitaban en aquel clima. El médico, orgulloso de sí mismo, se dispuso a marcharse pero antes de salir se mostró muy firme con la enfermera, no fuera a estropearle el caso. No se podía confiar nunca en aquellas mujeres medio hindúes como se confiaría en una verdadera enfermera inglesa.

Cuando David apareció al fin, ya de noche, todas las luces estaban encendidas en la casa, y los criados salieron a su encuentro hablando con un murmullo de voz, los ojos encendidos de excitación.

Sahib

Sahib… tu hijo…

Sahib

Hablaban todos al mismo tiempo, intentado ser cada uno el primero que le diera la noticia. Pero cuando la enfermera les oyó, apareció con el bulto azul en sus brazos.

David, tan asombrado como si no supiera desde hacía meses que tenía que suceder aquello, contempló fijamente al redondo y firme rostro de su hijo.

—La señora MacArd dice que se parece al padre de usted —dijo la enfermera.

—Sí que se parece —repuso David.

Pero no estaba muy seguro de que le gustara la idea. Sin embargo, el parecido era completo. El niño miraba a su padre con sorprendente calma.

—No creo que me tenga mucha simpatía —dijo David.

La enfermera se echó a reír.

—No le ve, señor. Los recién nacidos no ven.

—Es un descanso.

David se sintió súbitamente contento a pesar del oprimente día. En la ciudad indígena las calles estaban ya atestadas de refugiados procedentes del campo. Había ido allí para comprobar por sí mismo lo que sucedía, escuchando lo que decía la gente sobre los graneros vacíos y la tierra resquebrajada. Todo el ganado había muerto y los pozos estaban secos. Sólo en la ciudad quedaban aún almacenes que guardaran comida, y los campesinos acudían a la ciudad para mendigar. David había decidido, mientras caminaba hacia su casa, recurrir al día siguiente al gobernador de la ciudad en busca de ayuda. Pero de sobra sabía que el displicente y pesimista inglés se limitaría a encogerse de hombros y a aconsejarle que se dirigiera al gobierno general de Bombay. Bien; si era necesario ir a Bombay, iría. Mientras tanto, y esto no dejaba de ser una ironía, su escuela estaba más llena que nunca. Sus discípulos eran los hijos de los ricos.

Pero todo esto lo había olvidado. Sonrió a su hijo e hizo ademán de entrar en la habitación donde se encontraba Olivia.

—Está durmiendo, señor —exclamó la enfermera.

Pero David entró a pesar de todo y se acercó andando de puntillas al lecho, junto al que ardía una vela. A través del tupido y blanco velo del mosquitero vio a Olivia tendida en la cama e inmóvil. Había sido arreglada, según supuso, por la enfermera, pues su oscuro cabello estaba cepillado y partido, formando dos largas trenzas cruzadas sobre el pecho. La sábana estaba muy subida y doblado su embozo, y los volantes terminados en puntillas de la blanca camisa de dormir de Olivia encuadraban su inmóvil rostro. La joven respiraba profunda y suavemente, y David notó lo que jamás había notado antes; es decir, lo largas que eran sus pestañas.

De pie ante ella, observándola sin ser visto, David sintió en su corazón una ráfaga de inefable y nuevo amor hacia ella. Qué hermosa estaba, qué fuerte parecía y qué valerosa había sido. Otra mujer se hubiera quejado de que la dejaran tanto tiempo sola, incluso a la hora de tener que pasar por el trance del parto. Pero Olivia nunca se quejaba. No había sabido apreciarla lo bastante, se dijo David, sintiendo un gran remordimiento. En lo sucesivo, teniendo el hijo entre ellos, tendría que demostrarle su amor más palpablemente. Pero David sintió deseos de hacerle saber en aquel mismo instante que la amaba, y levantando el mosquitero, se metió dentro y se sentó a los pies de la cama, apoyando suavemente su mano sobre la mano de su esposa.

Olivia abrió lentamente los ojos, como si regresara de algún lugar muy lejano, y vio a David.

—Querido David —murmuró todavía medio dormida.

David se inclinó sobre su esposa para balbucear:

—Ya le he visto, querida. He visto a nuestro hermoso hijo.

Una sonrisa jugueteó por los labios de Olivia.

—Es todo un MacArd.

—¿No te parece esto cómico? Pero quizá por dentro sea como tú.

—Pues yo deseo que sea como tú.

—Esperaremos y ya veremos cómo será.

—¡Oh! Pero tengo mucho sueño.

Su voz tembló por efecto del sueño y sus párpados se cerraron.

—Duerme, querida —susurró David—. No debí despertarte.

Los párpados de Olivia se alzaron y la joven posó en su marido una mirada de celestial felicidad antes de dormirse de nuevo.

David salió de la habitación cerrando la puertas tras él sin hacer el menor ruido y se encaminó a su despacho para estar solo cuando diera gracias a Dios.