VII

Olivia se levantó al despertar el día y contempló las costas de la India. El cielo, sobre Bombay, era de color rosado, y las luces palidecían ante el sol naciente, mientras la luna, que se hundía en el horizonte, se tornaba de un color de plata vieja. Una ligera niebla se alzó del puerto, suavizando las líneas de los distantes edificios. Entre éstos sobresalía un viejo fuerte o castillo. La joven no podía decir lo que era. La rosada niebla, la pálida lima y el brillo del sol se mezclaban para formar una atmósfera de misterio que envolvía toda aquella tierra.

El vapor había anclado a unas dos millas de la costa, pues las aguas del puerto tenían poco calado, según había dicho el capitán. Para llevar a los pasajeros y sus equipajes a tierra vendrían algunas lanchas.

Olivia oyó la voz de un hombre que la llamaba. Era un joven funcionario de la India.

—¿A punto, señorita Dessard?

Se trataba de un inglés que se había interesado vagamente por la hermosa muchacha norteamericana que iba a la India para casarse con un misionero. Una noche, en los intermedios de un baile, había intentado tan delicadamente como le fue posible bucear en el misterio de aquella joven.

—No puedo menos de abrigar esperanza de que conseguirá usted persuadir a su novio para que abandone ese trágico país —había dicho.

Se trataba de un oxoniense, de un joven que esperaba hacer carrera, de uno de los innumerables hijos menores de las familias inglesas que eran enviados a la India, si no a conquistar fama, por lo menos a hacer fortuna.

—Pero usted no se marchará de la India —repuso Olivia dando pruebas de sagacidad.

—¡Oh! La India es nuestro trabajo —contestó el inglés—. Además —añadió después de pensarlo un momento—, es tan desesperanzador ser misionero… Realmente lo es. Sólo los hindúes peores se tornan cristianos.

Olivia no repuso. La música había empezado a sonar de nuevo y la joven se puso en pie. Le gustaba bailar y sabía que en Poona no tendría ocasión de hacerlo. Fue encantador bailar en el barco. Las subidas y bajadas del barco hacían que se sintiese más ligera que el aire.

—Completamente a punto —contestó con voz tranquila al joven inglés.

—Bien. Entonces adiós y buena suerte —dijo el joven oficial ofreciéndole la mano.

Era una despedida final a algo que empezaba a nacer dentro de él, y Olivia tuvo la sensación de que era así.

—Adiós —contestó la joven rozando apenas la mano que le tendían.

Olivia saltó a la lancha una hora más tarde, seguida por su madre. La lancha formó una estela de espuma en el agua y la pequeña embarcación india se balanceó sobre las olas.

—Siéntate, mamá —dijo Olivia a su madre.

La señora Dessard obedeció. Era una apacible figura vestida de gris. En su pálido rostro, bajo el sombrero de paja blanca, había una expresión de ansiedad. Después de haber insistido una y otra vez en que no le era posible ir a la India, decidió en el último momento que no podía permitir que Olivia se marchara tan lejos sola para casarse con un hombre al que apenas conocía. La señora Dessard no había sentido la menor alegría durante el largo viaje, y continuaba sin sentirla. Había oído decir que en la India hacía mucho calor y ella odiaba el calor y tenía miedo de las serpientes. Una vez que la vida matrimonial de Olivia estuviera en marcha, ella se apresuraría a regresar a su país.

Olivia, en cambio, no tomó asiento. La joven permaneció junto a la borda mirando el muelle, que se acercaba rápidamente, y el brillo cegador del sol hirió sus pupilas.

Se había levantado al amanecer, pero el sol no tardó en borrar la misteriosa belleza de la madrugada. La isla sobre la que estaba construido Bombay brillaba al otro lado del agua, y su perfil parecía temblar bajo la neblina producida por él calor. Alrededor de la lancha, que seguía avanzando hacia tierra, un activo y ardiente viento formaba en el agua pequeñas olas azules festoneadas de espuma.

La señora Dessard permanecía sentada en silencio en una silla de cubierta mirando con expresión titubeante hacia el embarcadero. También Olivia permanecía callada. Unos cuantos minutos más y vería a David. La primera entrevista entre ellos era de suma importancia. Pero ella no debía permitir que fuera demasiado importante, pues ya era demasiado tarde para cambiar de parecer o volverse atrás. Realmente, no había dejado en su patria nada digno de que volviera a ella.

De pronto descubrió a David en el muelle. El joven, alto y distinguido, muy rígido, irradiaba blancura con su traje de hilo y su salacot, entre el vivido enjambre de gente que le rodeaba. Olivia se inclinó sobre la borda y agitó su chal de seda verde. David la vio y levantó su casco.

Permanecieron mirándose el uno al otro a través de la movediza multitud y la franja de agua que se estrechaba por momentos, buscando ambos lo que todavía no podían ver. ¿Habría cambiado David? La joven se dijo que sí parecía cambiado y mucho más alto. ¿Sería que ella había olvidado cómo era, o bien se debía a aquel extraño traje blanco que llevaba? Se había dejado crecer la barba, una barba de color castaño, y aunque la llevaba cuidadosamente recortada, le hacía parecer, muy diferente del joven que ella recordaba. Aparentaba más edad, tenía el rostro más oscuro, pero esto era efecto de la barba. El joven permaneció inmóvil, con las manos cruzadas delante mientras la lancha atracaba. Pero en el momento en que fue colocada la escalerilla, David se adelantó y entonces fue ella la que permaneció esperando. Por primera vez su corazón empezó a latir desordenadamente. Se había entregado y había entregado su vida no solamente a David, sino a la India, a un hombre que no conocía y a un país que desconocía. La joven se volvió de espaldas al muelle y se apoyó en la borda. El aire había dejado de soplar súbitamente y el calor era sofocante. Su traje de viaje, de hilo verde, se le pegaba al cuerpo y la estrecha ala de su sombrero de paja apenas le protegía el rostro contra el sol. Pero si se alejaba de allí tal vez David no pudiera encontrarla entre la multitud, así que resolvió esperar. La espera fue de breves minutos, tal vez demasiado corta, pues antes de que tuviera tiempo de aquietar su corazón, vio la blanca figura de su novio que avanzaba por entre la gente que ya descendía a tierra, los mozos de equipaje empleados de los hoteles y los ingleses que se adelantaban a saludar a los amigos.

El joven se acercó con toda sencillez a Olivia, la cual no le pareció nada tímida pues David se inclino sobre ella y la besó en la mejilla. Olivia sintió el roce de su barba en el rostro, sorprendiéndole la cordialidad que brillaba en sus oscuros ojos. David entonces le tomó una mano y se la apretó cordialmente.

—Olivia, querida…

—¡David!

Era imposible decir más en medio de aquella multitud. Ambos permanecieron con las manos cogidas, mirándose el uno al otro. Pero no demasiado tiempo, pues la señora Dessard se acercó a ellos.

—David, me alegro mucho de verle. Ha sido un viaje terriblemente largo. ¡Cielos, así que esto es la India!

La señora Dessard cambió un apretón de manos con David y luego señaló hacia la orilla.

—¡Cuánta gente!

—En la India hay gente en todos los sitios adonde se vaya —afirmó David—. Pero uno acaba acostumbrándose. En la actualidad la gente es buena, quiero decir que se muestra amistosa. ¿Dónde están las maletas, Olivia? Tendremos que llevarlas a la Aduana.

David hizo un signo a un mozo del «Grand Hotel», donde había tomado habitaciones; el hombre se acercó David le dio las ordeñes con la mayor tranquilidad.

«Sí —pensó Olivia mientras le observaba—. Ha cambiado. Siente más seguridad en sí mismo. Hasta parece que se da aires de superioridad. La antigua timidez ha desaparecido, y con ello algo dé su emotivo encanto». Ahora era más hombre, y a Olivia le gustaba que fuera así. ¿Le amaba? Era difícil decidirlo en aquél instante, cuando le encontraba tan cambiado. Quizá le amara fácilmente. Resultaba muy excitante casarse con alguien a quién no se conoce.

—Haríamos bien alejándonos de este sol —dijo David con tranquila autoridad—. Tengo un coche esperando a la salida del muelle. Podemos ir al hotel, y cuando usted haya descansado, señora Dessard, hablaremos de nuestros planes. Supongo, Olivia, que querrás ir a Poona cuanto antes. Todos te están esperando, y a mí la espera me ha parecido muy larga.

—Sois vosotros los jóvenes los que tenéis que decidir —repuso la señora Dessard.

El sol era abrasador, y la señora Dessard sintió que las gotas de sudor resbalaban por su rostro. Las dos mujeres siguieron a David. Éste había entregado las llaves de las maletas al empleado del hotel y dijo a la señora Dessard que no se preocupara, pues las maletas estaban seguras.

—Los hindúes no son más honrados que los demás hombres —observó mientras avanzaban—. Pero cuando se confía una tarea a un hindú, se puede tener la seguridad de que será honrado por lo menos hasta que haya realizado su trabajo.

Olivia parecía distinta, y David pensó que representaba más edad y estaba más hermosa. ¿Tendría valor, cuando se quedaran solos, de besarla como había soñado hacerlo? El beso soñado debía dárselo cuando se encontraran, pero le pareció imposible darlo o recibirlo en medio de la multitud. Tampoco hubiera podido dar a Olivia su primer beso delante de la señora Dessard. Sin embargo, tenía que darse prisa antes de que llegaran a Poona. La señora Fordham le había hablado con toda claridad a propósito del amor.

—Los hindúes no están acostumbrados a nuestra libertad de costumbres entre ambos sexos —dijo—. Es muy importante que nunca se quede usted a solas con su novia. Creo que la boda debe realizarse lo más pronto posible. Mientras tanto, por favor, ninguna demostración, ninguna ternura, ningún beso.

El coche estaba esperando y David ayudó a la señora Dessard a subir. Tras ella subió Olivia y a continuación él, no tardando en coger la firme y pequeña mano de la joven, que oprimió entre los pliegues de la amplia falda verde de la joven Olivia, presentaba un aspecto fresco y agradable con sus ropas color verde. El calor no echaba a perder su encantadora apariencia y su sombrero de paja sombreaba sus oscuros ojos. David sintió una especie de sofocación al sentarse junto a ella. El esbelto muslo de la joven se apretaba delicadamente contra el suyo, y para dominar su amor, que no podía aún ser explicado ni demostrado, David empezó a hablar de las calles por donde pasaban y de la gente y su vestimenta: hindúes, musulmanes, parsis, judíos, negros, etc. Pero mientras hablaba a la señora Dessard, acariciaba apasionadamente la mano de Olivia, sus dedos, la palma. La joven permanecía inmóvil, sin oír lo que él decía, mirando al exterior, aunque no lograba ver nada a pesar de poner toda su atención, pues su ser entero estaba pendiente de la mano y de los inquietos dedos de David. Olivia no hubiera podido decir en aquel momento si le gustaban o no aquellas caricias. Sin embargo, no retiraba su mano.

David encontró al fin su momento y lo aprovechó cumplidamente. Mientras la señora Dessard se hallaba en su habitación atenta a las maletas, el joven abrió la puerta de la habitación contigua.

—Ésta es tu habitación, Olivia. La mía se encuentra en el otro piso.

Empujó la puerta, aunque sin cerrarla del todo, y una vez detrás de ella tomó al fin a la joven entre sus brazos y la besó en la boca, un largo y profundo beso, como el de sus sueños, su primer beso de novios.

—¡Olivia! —gritó la señora Dessard—. ¿Dónde estás? El mozo quiere entrar tus maletas.

La joven volvió a su ser.

—Aquí, mamá.

Pero tuvieron tiempo de cambiar una mirada tan ardiente, tan rebosante de promesas, que la joven empezó a sentir una especie de vértigo. Olivia siempre había sido muy rápida en sus decisiones y muy rápida en comprender las cosas. Sí se enamoraría de David. Todo marchaba perfectamente y la India era gloriosa.

En el piso de arriba, cuando pagó al mozo y la puerta se cerró, David cayó de rodillas en una muda oración de gracias. No había pecado amando a Olivia y Dios comprendería. Él había creado al varón y a la hembra, al marido y a la mujer. Sin embargo, aquella felicidad no debía absorber por entero su corazón y su alma. Al principio sería bastante duro, pero él aprendería incluso a dominar su arrebato por amor a Cristo. Lo que él había soñado era de una dulzura terrible, pero la religión le resultaba todavía más dulce y fuerte. Olivia era mucho más hermosa de lo que él recordaba. Elevó su muda plegaria para obtener fuerzas y obligó a su pensamiento a pensar en Cristo, y entonces se le ocurrió lo que jamás se le había ocurrido antes, Cristo, el segundo miembro de la Trinidad, el único de los tres que había sido hombre y a quien con tanta naturalidad dirigía él sus plegarias, había muerto y subido de nuevo a los cielos. Pero nunca conoció amor de mujer. Su plegaria titubeó, perdió sus alas y se abatió en tierra. No, él no podía pedir ayuda para amar menos a Olivia. Por el contrario, debía amar a Dios todavía más, y de esta manera el amor más grande dominaría en él. Éste era el camino: no menos amor, sino más.

Intentó decir algo de esto a Olivia la tarde de aquel mismo día. Olivia deseaba pasear, quería ver las calles, así que salieron del hotel y David la condujo hasta las orillas de la Sack Bay. El sol se había puesto ya, pero una franja roja se extendía sobre el horizonte, y las olas producían un sordo rumor al chocar contra la orilla. Las verdes cumbres de Malabar Hill se veían aún claramente, aunque se iban apagando en el rápido anochecer. Los relojes de la gran ciudad dieron las siete y la gente empezó a alejarse de la playa. Sacerdotes parsis, vestidos con grandes trajes blancos, permanecían contemplando la última luz del sol sin prestar atención a la gente que los rodeaba, y los ingleses y sus esposas marchaban hacia sus casas a lo largo de la playa, mientras los niños blancos continuaban jugando, negándose a dar por terminado el día.

—Si yo parezco a veces ausente —dijo David a Olivia cuando estaban en la playa con las manos cogidas y el rostro vuelto hacia occidente— no es que mi amor decaiga. Es simplemente que las tareas de mi vocación exigen toda mi atención y toda la fuerza de mi corazón.

—No me importará —repuso Olivia con perfecta calma.

Más allá del agitado mar, el lucero vespertino brilló súbitamente, dorado, suave y transparente.

Una semana después estaban casados. La pequeña iglesia de Poona se llenó de hindúes cristianos que cuchicheaban entre sí. Como de costumbre, estaban sentados en el suelo. Pero había tantos, que el camino hasta el altar resultaba estrecho de veras. Olivia avanzó hacia el altar y si vio los rostros que había a sus pies y los que la miraban desde las ventanas, no dio pruebas de ello. Su madre andaba junto a ella, y David esperaba ante el altar teniendo a un lado a Darya y al otro al señor Fordham revestido para la ceremonia.

Olivia estaba muy pálida y se movía con gran dignidad. Pero David, que no olvidaba el modo de pensar de los hindúes, no le dirigió más que una rápida minada. Por su parte, Olivia, que también estaba advertida, mantenía la cabeza ligeramente inclinada bajo su corto velo. La señora Fordham tocó el pequeño órgano hasta que oyó que Olivia llegaba al presbiterio. Entonces dejó que la melodiosa música muriera lentamente, y Cuando esto ocurrió la solemne voz nasal del señor Fordham empezó a decir las palabras sagradas. La señora Dessard, con el pañuelo en la boca, sollozaba suavemente.

—¿Quién da a esta mujer? —preguntó el señor Fordham.

—Yo, yo la doy —murmuró sollozando la señora Dessard.

Todo era cosa de Olivia. Los Fordham era gente vulgar y no importaba lo que hicieran. Pero David MacArd y su hija no tenían por qué ser misioneros. El viejo MacArd estaba en lo cierto, Olivia le había contado muy enfadada la escena con el padre, pero cuando ella regresara a Nueva York escribiría una carta al señor MacArd para decirle que tenía razón. La India era un país horrible. Aquella misma mañana, al coger ella la esponja de baño, un ciempiés había saltado de ella haciendo que casi se desmayara, aunque por fortuna el peligroso insecto había caído en la bañera desde su hombro derecho y desaparecido por el desagüe. La señora Dessard fue cultivando la rebeldía en su corazón hasta que de pronto el armonio sonó de nuevo alegremente y David y Olivia empezaron a recorrer en sentido inverso el pasillo, y ella echó a andar detrás de ellos. Una semana más tarde, o quizá dos días después, ella se encontraría en un barco de regreso a un país cristiano.

—¡Pobre mamá! —exclamó Olivia súbitamente.

Llevaban cuatro días de casados.

—¿Por qué? —preguntó. David con expresión distraída.

—Por todo esto —repuso Olivia señalando con una mano la línea de colinas que rodeaban a Poona por todos lados—. Me hubiera gustado que no lo hubiese visto. Ahora nunca creerá que la India no es lo que ella se imagina.

—Mucho de lo que piensa es verdad —observó David.

—Sí, pero hay algo más —insistió Olivia.

La joven era feliz, profunda y completamente feliz. Estaba enamorada. Había sentido mucho miedo, pero se hallaba enamorada de aquel hombre extraño, su marido. Cuando recordaba al esbelto muchacho que se había arrojado a sus pies y al que ella rechazó rápidamente porque parecía tan infantil, tan tierno, tan inocente, le costaba creer que hubiera podido transformarse en el tranquilo y arrogante hombre que le decía a veces con tanto aplomo que deseaba estar solo, que se retiraba mañana y tarde para decir sus oraciones, que estaba decidido a ser su propio dueño y a quien, sin embargo, ella rendía culto. Se había sometido a él y experimentaba un verdadero deleite en la sumisión. Le obedecía a ciegas, sorprendiéndose al mismo tiempo de que le gustara la obediencia. Había vivido sola tanto tiempo, durante el cual había hecho siempre su santa voluntad sin que su madre fuera capaz de dominarla, que ahora le resultaba en extremo excitante comprobar que, aunque David la amaba con toda su pasión, ello no representaba toda su vida. Era su bienamada, pero el amor no lo era todo para aquel hombre. Ignoraba lo que su marido albergaba en el pensamiento, y la imaginación de la joven se estremecía al pensar en ello. Pero a Olivia le gustaba hasta la barba de su marido, pues el muchacho que había conocido tenía el perfil estropeado debido a su delicada barbilla. La delicadeza de los párpados y de la nariz continuaban aún, pero su boca era firme y su mentón había desaparecido bajo la barba.

—¡Oh, te amo! —exclamó la joven en un súbito arrebato de amor.

Estaban sentados en una veranda desde donde las montañas se escalonaban hacia el horizonte, y tan abruptamente descendían que las copas de los primeros árboles rozaban la barandilla.

La joven cayó de rodillas ante su marido, y David sorprendió en sus ojos la llama de un inesperado culto. Aquélla era Olivia, que le sorprendía con su amor, una mujer que fácilmente podía no haberle amado, pero que por alguna gracia de Dios le quería ahora rendidamente. David sabía que su mujer era capaz de amar con todo su ser o no amar en absoluto, y aunque temblaba a veces ante su ardor, por otro lado se sentía tranquilizado. Si ella no se hubiera entregado tan completamente, a él no le hubiese sido posible evitar el asediarla, y en tal persecución tal vez se hubiera alejado de Dios. Pero ahora ella era por completo suya. No necesitaba perseguirla y, por lo tanto, quedaba libre. La amaba con pasión, pero no de una forma pecaminosa, pues ella no le destruía. El centro de su corazón permanecía tranquilo y sereno, y allí habitaba Dios, no Olivia. David tenía la sensación de que todo estaba ordenado de un modo perfecto, y de que el equilibrio era perfectamente mantenido.

—Me quieres, gracias a Dios —dijo David contemplando los oscuros ojos que le adoraban.

—¿Y por qué gracias a Dios? —preguntó Olivia.

—Porque de otro modo yo me hubiera destruido a mí mismo. Podía haber perdido incluso mi alma.

Olivia no comprendió lo que él quería decir, pero escuchó atentamente. No se le ocurría pensar que tenía un rival, o que su lugar estaba ya ocupado. Ella era la segunda, no la primera. Ella era el corazón de él, pero no su alma. Olivia, sin embargo, no acertaba a ver la diferencia.

—Tómame en tus brazos —murmuró la joven.

David le tomó entre sus brazos, seguro de que nadie le veía en la suave noche hindú. La oscuridad era completa. El rápido crepúsculo había terminado, y a no ser por las estrellas que se encendieron en el horizonte no hubiera podido ver, la densa línea de montañas que se dibujaban contra el cielo. La felicidad fluía del hombre a la mujer, y a Olivia le bastaba con aquello. Lo era todo. Pero para David aquello era sólo algo humano, y aunque dulce, se trataba sólo de una satisfacción y nada más. Para él el divino milagro no estaba allí, en la tierra, ni siquiera en sus brazos. La mantenía abrazada, pero sus ojos buscaban el cielo; más allá de las estrellas. Estaba en comunicación con Dios. Ahora lo sabía, y se sentía seguro.

Ante su propia sorpresa, Olivia vio que le gustaba la India, o quizá su particular fragmento de la India. Por la mañana, los bien enseñados criados le servían el té con tostadas. Aquel día permanecía en la cama fingiendo dormir hasta que oyó el rumor de las silenciosas pisadas.

Memsahib.

Olivia oyó el suave murmullo y, abriendo los ojos, vio la frágil figura de un muchacho, un adolescente de piel oscura que era hijo del cocinero. El criado depositó la bandeja sobre la mesa.

—Gracias —dijo Olivia con voz soñolienta.

El muchacho salió andando con sus pies descalzos y Olivia se desperezó indolentemente. David había abandonado el enorme lecho una hora antes. Las frescas horas de la mañana eran las mejores para el estudio y para rezar sus plegarias. La joven saltó del lecho y examinó sus zapatillas por si algún insecto se hubiera metido en ellas durante la noche. Las zapatillas no tenían nada y Olivia se las calzó. Hacía media hora que el sol había surgido en el horizonte. Pero la habitación estaba ya caliente y Olivia se peinó y se trenzó el cabello, dirigiéndose al cuarto de baño después de sacar de la garrafa agua hervida. Toda agua que se usara debía estar hervida, según le habían dicho. Luego se quitó la camisa de dormir, de muselina y se echó encima un jarro de agua tibia. El agua resbaló por su esbelto cuerpo hasta el suelo de losas, que hacía, pendiente hacia el desagüe. A Olivia le gustaba aquella especie de baño, pues era rápido y refrescante. Luego se secó con una toalla suave y se puso una camisa de día. Había aprendido ya a vestirse cómodamente. La señora Fordham seguía llevando todavía corsé. Pero Olivia había guardado los suyos en el baúl de las prendas que no podía llevar en la India. Una camisa, una enagua y encima la bata de muselina; sandalias en los pies desnudos, y nada más. Sus faldas eran largas y no servían para la India. Mientras se vestía, sorbió el fuerte té hindú y se comió las tostadas sin mojarlas. No tomaba manteca. La manteca la traían en latas de estaño desde Australia y cuando se abría la lata no se encontraba más que un suave aceite amarillento. No la utilizaban ni siquiera en las verduras. Pero las tostadas secas y el oscuro y casi amargo té con leche condensada eran un buen desayuno después de una noche de calor. No comería hasta las doce. Luego, un té inglés, a las cuatro, y cenaría al oscurecer. En aquel clima se necesitaba comer a menudo, pero nunca mucho de una vez. Olivia dejó la habitación sin arreglar, con sus prendas esparcidas aquí y allí, tal como habían quedado por la noche. En la casa había suficientes criados, algunos paganos y otros que servían únicamente a cambio de las sobras de la cocina. Olivia no preguntaba nunca cuántos eran. La señora Fordham tenía que vivir con el simple salario de misionero. Su caso era muy distinto. El viejo MacArd ingresaba los cheques sin previo aviso en un banco inglés de Bombay, y ella, pese a lo que le había dicho a su suegro, encontraba aquello muy agradable. Por otra parte, David no hacía preguntas. Dejaba hacer a su esposa todo lo que quería, y cuando la señora Fordham sugirió un día que Olivia no era una verdadera esposa de misionero, David se mostró conforme con su punto de vista.

—Pedí a Olivia que fuera mi esposa —dijo con la firmeza que había aprendido a emplear con los Fordham—. Pero no le pedí que fuese misionera. Eso no entraba dentro de mis posibilidades.

Olivia, sin embargo, intentaba ser agradable a aquellos firmes cristianos. Estimaba a la señora Fordham y mostraba gran simpatía por el señor Fordham. Eran buenos. Mas… ¿no desperdiciaban el tiempo preocupándose tanto del pobre y de la casta baja? La joven se lo había preguntado una vez a David, añadiendo:

—Si hay muchos hindúes como Darya, ¿por qué no los hacéis cristianos entre tú y los Fordham?

Pero también el señor y la señora Fordham habían puesto sus ojos en el altivo y rico hindú.

—Si le pudiera usted ganar para Cristo… —decían a David con expresión pensativa.

Pero Darya eludía a Cristo con su habitual ligereza y su gracia irónica.

—La religión es algo tan personal como el casamiento —declaraba el hindú—. Jamás se me ocurriría, David, tratar de atraerte a mi fe hindú, y tú, amigo mío, eres demasiado parecido a mí para que intentes cambiarme. ¿No es eso lo que ocurre entre nosotros?

¿Quién podría negar su encanto? Olivia lo encontraba delicioso y debía evitarse a toda costa que se tornara receloso.

—Dejad a Darya con su religión —dijo Olivia a David, a lo que éste no replicó.

Olivia no conocía aún a Leilamani, ni tampoco había cambiado con Darya más que algunos saludos y unas cuantas frases. Darya se había mostrado casi tímido en su presencia.

—Después que esté usted instalada y que pasé su luna de miel —dijo el hindú—, cuando ya se haya usted acostumbrado a Poona, la invitaré a mi casa para que conozca a Leilamani.

Darya seguía sin invitarla y cuando un día Olivia se lamentó en voz alta de la dilación, David repuso:

—Darya hace siempre lo que quiere. Tendrás que esperar.

Las maneras de David eran remotas y su firme voz y sus miradas indicaron a Olivia que se trataba del otro David, del misionero. Pero ella era demasiado feliz para sentirse agraviada. Contenta era, quizá, la palabra más adecuada para designar su estado de ánimo, pues el contento era tan profundo y la felicidad tan intensa y particular, que debía ser reservada para los momentos especiales.

Aquella mañana Olivia acabó el té y las tostadas y salió de su habitación. Todas las persianas estaban echadas para proteger la casa del sol, lo que al andar por ella se disfrutaba de una sensación de frescura, aunque sólo fuera en apariencia. Los desnudos suelos estaban pulidos, los muebles limpios de polvo y una criada había llenado los jarrones con flores frescas. Olivia no había intentado cultivar flores que ella desconocía. Algunas veces eran sólo enormes tallos de helecho y pequeñas ramas de palmera. La joven anduvo a través de las grandes y desnudas habitaciones para las que no había comprado muebles en Bombay. No quiso comprar nada para una casa que todavía no había visto. Los escasos muebles, de un exquisito trabajo manual, algunas mesas chinas y aparadores y los brocados hindúes colocados sobre sus oscuras y brillantes superficies bastaban por el momento. No había puesto cortinas, pues las celosías le parecían suficientes. Tampoco le gustaban las pinturas en las paredes. Despreciaba los interiores ingleses, las habitaciones atestadas de objetos de Londres, y todavía le gustaban menos los efectos, muy parecidos a los ingleses, y que de una manera harto barata lograba la señora Fordham a fuerza de juncos y mimbres. Olivia no quería tampoco cojines, que le resultaban agobiantes bajo el calor de la India y los insectos.

—La casa queda un poco desnuda —le había dicho la señora Fordham.

—Me gusta la desnudez —repuso Olivia.

Iba en busca de David, aunque sin muchas esperanzas de dar con él, pues a aquella hora podía encontrarse en cualquier sitio insospechado, hablando con algún pesado visitante o bien trabajando en compañía del arquitecto que estaba dando forma a sus grandes planes para fundar una enorme escuela.

David se había lanzado a la tarea con el mismo ímpetu de su padre, aunque los propósitos del hijo eran muy distintos. La joven sabía que su esposo planeaba la construcción de todo un barrio, un centro de educación, de salud y de religión. Algún día, aquel centro sería conocido en toda la India gracias a los millones de MacArd. ¿Qué hubiera sido David caso de ser hijo de un hombre pobre?

Olivia encontró a David en su despacho, ante la enorme mesa que se había hecho construir para poder examinar los planos. Un joven arquitecto anglohindú le acompañaba, y ambos estaban entregados a la tarea de confeccionar los planos de un nuevo dormitorio que debía añadirse a la sección de hombres.

El anglohindú fue el primero en verla. Se trataba de un joven delgado y pulcro, cuya piel olivácea, ojos medio azules y liso cabello, de un tono oscuro sin llegar al negro, ponían de manifiesto la mezcla de razas que existía en él. Era inglés, y su aspecto le proclamaba hijo de padre inglés. Pero olvidaba con todo propósito a su madre de la cual había heredado las facciones, pues ella era hindú.

—Buenos días, señora MacArd —dijo con un acento de Oxford ligeramente exagerado, una pequeña extravagancia que revelaba su sangre hindú—. Tenía esperanzas de que viniera usted. Posee usted tan extraordinario sentido del dibujo; un ojo tan rápido para percibir el equilibrio… Siempre es un alivio que le señalen a uno los defectos de una manera tan deliciosa.

Olivia sonrió y le tendió la mano, segura de parecer encantadora con su suave vestido de muselina blanca. La India la había hecho femenina, proporcionándole una suave languidez. Sus labios no se mantenían ya apretados ni su cuerpo tenso. Pero esto tal vez se debiera en parte al matrimonio y a la certidumbre de que amaba al hombre con quien se había casado. La religión, la vocación, había hecho a David fuerte y dominante, en tanto que a ella el amor le había enseñado el goce de la sumisión. La joven estaba convencida de que siempre había sentido deseos de someterse, y ahora podía hacerlo sin la menor pérdida de sí misma. Olivia sorprendió en los ojos del anglohindú un desagradable brillo y se apresuró a retirar su mano.

—Buenos días, Olivia —exclamó David, que siempre tenía el mayor cuidado de no demostrar la menor ternura marital ante los hindúes o ante anglohindúes, que son siempre más hindúes que ingleses—. Siéntate y danos tu consejo, como sugiere Ramsay. Pero primero explicaré mi idea. Quiero aquí un vasto cuadrilátero —y apoyó un dedo en el lugar del plano a que se refería—, que tenga una fuente en el centro y que sea algo verdaderamente bello. Deseo tentar a los jóvenes para que vengan aquí.

—¿Y qué pasará cuando los hayas cazado con tu red? —preguntó Olivia inclinándose sobre su marido, sintiendo un exquisito placer.

—Una vez estén aquí me dedicaré a sus almas —replicó David con acento enérgico—. No les daré ocasión, por ejemplo, para que sigan cultivando su espíritu de casta.

Ramsay movió su cabeza con expresión dubitativa y durante un segundo se dedicó a atusarse su pequeño y largo bigote.

—Habrá disgustos. Esa gente está acostumbrada a dividirse en castas. ¿Comprende usted? Y el márata es un pueblo muy fuerte, muy poderoso y todo lo demás. Será tan liberal como usted quiera, pero de repente, sin saber por qué, se torna súbitamente supersticioso. No hay más que reparar en el culto que rinden en el presente a esa terrible vieja. Entre sus seguidores se encuentran en la actualidad hindúes de gran cultura. Es descorazonador, créanme.

La terrible vieja a que se refería Ramsay no era otra que una mendiga medio loca que vagabundeaba por Poona y de la que se afirmaba que tenía ciento cincuenta años y podía resucitar a los muertos. Era cierto que había jóvenes hindúes, incluso algunos educados en Oxford y Cambridge, que creían o medio creían en ella. Hasta Darya, que en principio tomó la cosa a broma, pero que al mismo tiempo había alquilado a un swami para que exorcizara su casa en ocasión de que los criados estaban aterrorizados porque creían que un espíritu maligno se había introducido entre las vigas.

—Es una tontería eso de que los hindúes sean espirituales —continuó Ramsay con el aire de bravata y el lastimoso desprecio propio del hombre que cree que debe avergonzarse de sus antepasados—. Los hindúes no son espirituales, sino simplemente supersticiosos, y muchos de ellos no creen en nada.

David escuchaba con su acostumbrada atención.

—Quizá sea mejor que los falsos dioses sean rechazados. Así podrá ser bien recibido el espíritu del verdadero Dios —observó.

—¡Oh! Los viejos yoguis no dejarán que eso ocurra —exclamó Ramsay con extraña pasión—. Pretenden ser santos, pero son perversos y crueles.

—Eso depende de la naturaleza del hombre —replicó David—. Hay yoguis tan amables, tan persuasivos y tan buenos, que yo los temo. Son nuestros verdaderos enemigos. ¿Recuerda usted lo que dice el poeta márata llamado Tukaram? El otro día leí su poema:

Para todo muestra él misericordia.

Para todo tiene un idéntico amor.

»Ése es el hombre a quien yo temo, Pero a los yoguis crueles, duros y llenos de suficiencia, ¡oh!, a ésos no los temo. La naturaleza se vuelve hacia el amor como las plantas al sol. «Guíanos de la oscuridad a la luz», dicen los libros hindúes, y este apasionado deseo es el que palpita en los corazones de esas gentes. Pero yo quiero mostrarles la verdadera luz.

Ramsay y Olivia escuchaban sojuzgados por su profunda sinceridad, Olivia se sentía maravillada ante el poder de atracción que ejercía aquel hombre amado. ¿De dónde procedía aquel poder, sino del manantial interior de su propia fe? Ella era cristiana, pero no se parecía en nada a su esposo. La religión formaba parte de la atmósfera en que vivía, el goce que encontraba en su amistad con los ingleses de Poona, la piedad que sentía ante la gran miseria que descubría en todas partes, el placer que experimentó en las montañas, donde ella y David habían ido a pasar unas breves vacaciones, el divertido afecto por los Fordham y otros como ellos, antes de tener que andar con un poco de cautela debido a que gozaba de unos beneficios que los demás no compartían.

La pobre señorita Parker, por ejemplo, chata y rechoncha, que consideraba el matrimonio de los jóvenes MacArd como algo demasiado próximo al cielo para que ella pudiera sentirse tranquila. ¡Oh, ella, Olivia, disfrutaba de muchas ventajas y debía mostrarse humilde!

—¿Qué significa esta señal? —preguntó Olivia apoyando un dedo en un ángulo del plano, aunque hizo la pregunta sólo para poder inclinarse de nuevo sobre el hombro de David.

—Quiero que Ramsay sitúe aquí un dormitorio para las mujeres —repuso David.

Ramsay le interrumpió con una voz quizá demasiado impetuosa.

—No es mi propósito criticar nada. Pero temo que vayamos demasiado de prisa, señor MacArd. No creo que los hindúes dejen entrar a sus muchachas en una agrupación de edificios donde haya estudiantes varones.

David se mostró firme en su idea.

—Si he de evitar que se reavive el hinduismo, he de atreverme a romper con todas las viejas costumbres. El pueblo ramkrishna conoce perfectamente los peligros de las viejas ideas sonnyasa, que enseñan que los hombres deben mostrarse indiferentes ante las penas del mundo, pues todo es ilusión. Los ramkrishnas creen que Dios toma innumerables formas y colores, apareciéndose por todas partes. «Sed dioses y haced dioses». Esto lo he oído yo mismo. Reavivarán el hinduismo con esas frases, y la India sería entonces apartada del mundo durante centurias. Son las mujeres las que más se adhieren a las supersticiones, y son las mujeres a las que tengo que educar hasta que consigan el nivel de los hombres.

Ramsay dejó escapar una breve e irónica exclamación.

—Si tiene usted miedo de los nuevos dioses, ¿por qué no tiene miedo del nacionalismo? Ahí es donde ahora desemboca la vieja fuerza.

—No tengo miedo del nacionalismo —repuso David—. Cuento con algo mucho más poderoso que todo lo que el nacionalismo pueda levantar. La fuerza de las masas hindúes y de la gente como ellos que existen en todo el mundo, hombres y mujeres que no saben leer ni escribir, los campesinos, los de abajo, los hombres que en la India van a arar sus resecas tierras con un arado no mejor que el que llevaban sus antepasados de hace mil años y que viven tan mal alimentados como aquéllos, mientras su esposa se queda en el hogar, sujeta, como las mujeres de la antigüedad, «a las tres cosas encorvadas: el molino de mano, el mortero y su jorobado señor».

—Y ustedes dos ¿cuándo se van a poner de acuerdo? —murmuró Olivia.

Ramsay se echó a reír.

—Por fortuna, no necesitamos ponernos de acuerdo. Es imposible ponerse de acuerdo sobre la India, ¿comprende usted? Ni siquiera se ponen de acuerdo dos hindúes, y eso que hablan de su propio país. Pero yo soy sólo un arquitecto inglés, así que nada me ata la lengua. Me habían informado muy mal sobre la India. He pasado en Inglaterra la mayor parte de mi vida.

Dijo esto con expresión distraída, sin mirar a los MacArd, mientras enrollaba las grandes hojas de papel azul, sosteniendo los extremos de las mismas con sus estrechas manos, unas extrañas manos oscuras, mucho más oscuras que su rostro, e innegablemente hindúes.

—Bien, buenos días, señora MacArd y señor MacArd —dijo—. Me alegro de que apruebe usted lo de la fuente, señor MacArd.

Hizo una reverencia un poco demasiado pronunciada para un inglés y salió. Una vez solos, Olivia dijo:

—¡Pobre hombre! Trata con todo su corazón de parecer inglés.

—Hace muy mal —repuso David—. Los hindúes le odian, pues saben que no es inglés.

—¡Oh!, déjale que sea lo que quiera —exclamó Olivia con inusitado ímpetu.

La joven parecía reacia a marcharse, aunque era demasiado orgullosa para pedir el beso de la mañana, pero David recordó la costumbre.

El joven se puso en pie, sonrió, abrió los brazos y Olivia se precipitó en ellos. Aquellos primeros meses de matrimonio eran peligrosamente dulces y casi demasiado bellos. Los dos poseían un temperamento apasionado y habían encontrado en sí mismos deseos y respuestas que jamás habían soñado que existieran. Ambos eran inocentemente sensuales, creyendo que la bendición de Dios los relevaba de dominarse, puesto que su matrimonio había sido santificado.

David la mantuvo abrazada largo tiempo y se inclinó para unir sus labios a los de ella.

Olivia fue la primera en apartarse, sin aliento, y tras de lanzar un suspiro dejó caer la cabeza sobre el hombro de su marido.

En aquel instante oyeron una discreta tos en la puerta. Entonces se separaron y Olivia murmuró:

—¿Cómo se las arreglarán para interrumpir siempre?

La interrupción había sido hecha sin malicia alguna. El criado adolescente traía una carta sobre una pequeña bandeja de cobre y David la cogió.

—Es de Darya —dijo sonriendo—. Creo que es una invitación para ti.

Así era, en efecto. Los invitaba a una cena completamente hindú, y la invitación decía que Leilamani esperaba a Olivia, y Darya a su querido hermano y amigo.

Darya se encontraba en la puerta para darles la bienvenida, y Olivia vio que aquella noche Darya era un completo hindú. No se trataba sólo del vestido, aunque las ricas prendas hindúes y el turbante de brocado arrollado a la cabeza realzaban su belleza varonil. Su extática figura, de pie en el umbral, sus grandes y profundos ojos, que parecían mirar a la lejanía, la dignidad de su noble porte le hacían hindú y extraño. El joven unió las palmas de sus manos, haciendo el gracioso saludo de su gente, el símbolo, como una vez había dicho a Olivia, del reconocimiento de la existencia de algo divino en cada ser humano. Pero aquella noche el ademán le hizo parecer más alejado de ellos que nunca. Olivia se sintió repentinamente tímida y molesta, intentando disimular aquellas sensaciones, pero fracasó en su empeño. Por una vez, Darya no la ayudaba.

—Entren —dijo gravemente Darya—. Sean bien venidos a mi casa.

Y el joven los guió hasta una gran habitación de forma regular adornada con brocados. Sobre el suelo y bajo los almohadones había espesas alfombras. Darya los invitó a sentarse, y él se sentó cerca de ellos, dando a continuación unas breves palmadas. Instantes después aparecieron varios criados con bandejas en las que había jugo de frutas, agua con miel y dulces. Colocaron las bandejas ante David y Olivia, pero no ante Darya. Éste dijo algo en voz baja a un criado y luego hizo signos a sus invitados para que empezasen a comer.

David no hizo cumplidos. En cuanto a Olivia, se mostró sorprendida al principio, pero pronto siguió el ejemplo de su marido. Nunca había probado aquella comida y la encontró deliciosa. Pequeñas tartas, bolas calientes que parecían de mármol, hechas con pasta de verduras y muchas especias, tortas de miel, delicadas como pétalos de rosas y presentadas sobre frescas hojas verdes.

—Todo esto está destinado a ti, Olivia —dijo David después de algunos momentos—. A mí no me hicieron tal honor cuando vine aquí por vez primera.

El joven miró a Darya con expresión afectuosa y divertida, mirada a la que el hindú correspondió con una súbita carcajada. Darya se quitó el turbante, lo colocó en el suelo junto a él y cogió una torta de la bandeja de David.

—Es completamente cierto —afirmó—. Si usted fuese una dama hindú, Olivia, una dama moderna, se entiende, pues si fuera, anticuada no nos encontraríamos jamás, hubiera sido usted recibida de la misma forma que lo ha sido ahora.

—En la actualidad, Darya… —empezó a decir David.

Darya le interrumpió.

—Bien, digamos entonces que mi padre le hubiera recibido a usted de este modo. Yo he sido viciado por el mundo moderno, se lo aseguro. Además, soy perezoso. Cuesta un gran esfuerzo observar puntualmente las viejas costumbres. Todo lo que puedo hacer es intentar quedar decentemente. Lo que mis hijos hagan cuando sean mayores, eso ya no puedo decirlo. Mientras tanto…

Miró hacia la puerta, interrumpido por un rumor de voces infantiles, y se puso en pie.

—Aquí están ya —añadió.

Mientras hablaba, las cortinas se separaron para dejar paso a Leilamani, que venía acompañada por sus hijos, cogido uno de cada mano. Siempre que David pensó en ella más tarde la veía como la vio en aquel instante, una hermosa y tímida joven, una muchacha alta como lo son muchas mujeres máratas, con su esbelta figura envuelta en un largo sari de Poona, de color amarillo pálido, cuyos bordes eran de brocado de oro. La joven se había echado el extremo del sari sobre su rizado cabello negro y sus grandes y oscuros ojos brillaban bajo el amarillo tejido de la seda. Llevaba pintados de escarlata sus pequeños y llenos labios, y en medio de su frente se veía él pequeño círculo escarlata símbolo de su preclaro nacimiento.

Darya se puso en pie y Olivia le imitó, tendiendo maquinalmente sus manos hacia la bella joven hindú.

—Vamos —dijo Darya dirigiéndose a su esposa—. Éstos son nuestros amigos, y ésta es Olivia.

Leilamani avanzó lentamente, sus desnudos pies calzados con sandalias doradas, y llevando un niño a cada lado.

—Debes cambiar un apretón de manos con Olivia, pero no tienes que hacerlo con David —dijo Darya.

Hablaba con tono imperioso. Sin embargo, la mirada de sus ojos era amable y tierna, y la joven extendió hacia Olivia una suave y delgada mano, con las uñas pintadas de un escarlata tan intenso como sus labios.

—Di Olivia —le ordenó Darya.

—O-livia —dijo Leilamani a media voz, acentuando la primera letra.

—Leilamani —repuso Olivia estrechando la pequeña mano ligeramente durante un segundo.

—Y aquí están mis dos traviesos hijos —continuó Darya con expresión ligera, acariciando sus rizadas y oscuras cabezas—. Éste tiene cinco años y éste cuatro. Y dentro de seis meses tendremos otro, que no sabemos si será niño o niña.

Los niños se apartaron del sari de su madre. El mayor se inclinó hacia la bandeja de Olivia y ésta le dio un pastel. El más joven de los dos se apresuró entonces a extender la palma de su mano y Olivia le dio otro.

—Basta —exclamó Darya con acento autoritario—. Ahora, id a jugar.

Los dos niños obedecieron en el acto y se alejaron de allí cogidos de la mano y llevando en la boca el pastelillo que les había dado Olivia.

Leilamani tomó asiento junto a Darya, teniendo gran cuidado de no rozarlo y su marido la contempló con amoroso y solícito orgullo.

—Se porta muy bien, ¿eh? Esta mujer es mía, Olivia. Estaba en purdah hasta que se casó. Nunca vio a un extraño. Cuando salía con otras mujeres de su familia, lo hacía siempre en un coche provisto de cortinas. Recuerdo que cuando su padre compró un coche inglés con cristales hizo que éstos fueran pintados de manera que nadie pudiera ver el interior ni tampoco los que iban dentro pudieran ver la calle. ¿Verdad, Leilamani, que fue así?

Leilamani asintió sonriendo, pero no despegó los labios, aunque Darya la instó con suaves palabras a que hablase.

—Ahora, Leilamani, debes decir algo en inglés. Se lo he estado enseñando, Olivia. Le he dicho que debe aprender el inglés al mismo tiempo que usted aprende el márata. Es justo, ¿verdad?

—No estoy segura de que lo sea —repuso Olivia sonriendo a Leilamani—. Yo creo que el inglés es más fácil.

—¡Vamos, vamos! —exclamó Darya.

Todo eran bromas y alegre charla. David permaneció escuchando, sin tomar parte en la conversación, aunque disfrutaba de veras. Comprendía que Darya trataba con toda su amabilidad de ayudar a su esposa a olvidar su timidez. Poco a poco fue logrando lo que deseaba: primero delicados movimientos; luego la joven se comió un bocado favorito; más tarde, sonrió, y por último, lanzó una suave carcajada, y cuando Darya se tornó demasiado audaz le dio en la mejilla un suave golpe.

Olivia se sentía también encantada. Nunca había visto una mujer como Leilamani, una criatura tan joven, tan infantil, y, sin embargo, tan profundamente femenina. Leilamani era toda ella mujer, sin conciencia alguna de toda otra cosa que pudiera ser. La hindú se dio de súbito unos golpecitos en su pequeño y redondo vientre y luego palpó el liso talle de Olivia con dúctiles dedos.

—¿Sí? —preguntó suavemente.

—No —contestó Olivia moviendo la cabeza.

—¿Pronto? —inquirió Leilamani con graciosa esperanza.

—Quizá —murmuró Olivia sintiéndose un poco molesta.

Darya se echó a reír de nuevo.

—No debe usted hacer caso, Olivia. Como todas las mujeres hindúes que no han sido echadas a perder por la vida occidental, Leilamani basa todo su orgullo en su capacidad para tener hijos. Es una prueba de su cualidad de mujer. Las mujeres hindúes prefieren morir antes de ser estériles. ¿Está muy difícil para usted comprender esto?

—Creo que sí —repuso Olivia.

Ésta se dio cuenta de que Leilamani la observaba con enormes y reflexivos ojos. La hindú examinaba sin el menor rebozo su rostro, su cabello, su figura. Luego alzó la mano y tocó el suave vestido de seda azul de Olivia, y a continuación le cogió la mano con su mano izquierda y le dio golpecitos con la derecha a la vez que le sonreía franca y dulcemente, como queriendo ganarse su amistad.

Era un cuadro encantador, y los dos hombres disfrutaron contemplándolo.

—Le está diciendo que va a quererla a usted como a su hermana —explicó Darya—. Creemos que el amor es el mejor regalo de todos y que nunca debe de ser despreciado cuando se presenta. Puedo decirle a usted que Leilamani no lo ofrece fácilmente. Esta esposa mía tiene su pequeño orgullo.

—Dígale usted que me siento muy feliz por haber venido y que espero que me permita venir a menudo a visitarles —repuso Olivia.

Pero estas palabras eran demasiado pobres en comparación con la cordialidad, el afecto y la confianza que les demostraba Leilamani. Olivia se sentía confusa. Se daba perfecta cuenta de los extraños sentimientos que la dominaban, una mezcla de una fuerza interior que ignoraba que existiera en ella, de una ternura nacida en su corazón, una nueva concepción de la mujer, algo que poseía Leilamani y de lo que ella carecía y que no estaba segura que deseara poseer, aunque le atraía fuertemente. Leilamani era una mezcla de brujería y sabiduría, juventud y vejez, sencillez y complejidad, emotividad y agudo sentido común. A su lado, Olivia se sentía tosca, primitiva y con los huesos demasiado grandes. Deseaba marcharse y al propio tiempo le gustaba permanecer allí contemplando a Leilamani. Le repelía la hindú, y, a la vez, sentía deseos de besarla; estaba celosa de su belleza y encantada por ella. Fue una hora abrumadora y al mismo tiempo inexplicablemente excitante, y cuando al fin salieron, Olivia se sintió exhausta. La joven no estaba muy segura de que le gustara del todo la India.

Aquella noche, cuando David, ya en el lecho, empezaba a dormirse en la oscuridad y el zumbido de los mosquitos se iba apaciguando poco a poco en sus oídos, sintió un gran asombro al oír el rumor que producían los pies desnudos de Olivia al andar por el suelo. David se despabiló en el acto, pues jamás se había atrevido su mujer a andar por la noche en la oscuridad y descalza.

—¿Eres tú, Olivia?

David se había incorporado y buscaba las cerillas y la vela, que todas las noches dejaban junto al mosquitero.

—Sí, soy yo. Pero no enciendas la luz.

—¿Por qué no? ¿Qué sucede?

—No lo sé. ¡Oh, David, ámame!

—Pero, querida, si ya te amo.

—¡Oh!

La joven medio sollozaba y David permaneció indeciso unos minutos.

—Vamos, querida, ¿por qué lloras? ¿Estás enferma?

Olivia no contestó a ninguna de aquellas preguntas. David tenía ante sí a una Olivia que él no había conocido antes, deshecha en llanto y que se adhería a él suplicante.

—¡Oh, háblame, háblame! —seguía.

David se abandonó por fin a la pasión. Luego, el joven cayó en un completo abatimiento. Nunca, nunca se había dejado absorber de aquella forma, jamás había sido arrastrado más allá.

Cuando Olivia se hundió en el sueño, a él le fue imposible entregarse al descanso. Por primera vez desde su matrimonio experimentó la sensación de pecado. Lo que había hecho, lo que ella le había obligado a hacer, no era bueno. Jamás había visto antes aquella petición de amor en su mujer, y no era justo para él. El joven, profundamente preocupado, se levantó del lecho y se lavó de la cabeza a los pies. Luego se puso ropa limpia, se dirigió a su despacho y cerró la puerta. Encendiendo la lámpara, intentó leer las Escrituras, pero las palabras parecían carecer de todo significado y seguirían sin tenerlo hasta que hubiera confesado su pecado. Había sido arrastrado, pero no era válida esta excusa, tan vieja como el mismo Adán. Su alma pertenecía a Él y no había sabido conservarla impoluta.

Disminuyó la intensidad de la lámpara, se arrodilló junto a la mesa, e inclinando la cabeza, comenzó a rezar lleno de vergüenza y contrición.

—¡Dios mío, perdóname!

Después de un largo tiempo sintió que el consuelo inundaba lentamente su corazón, al igual que el sol naciente ilumina poco a poco una montaña. Pero su plegaria no había terminado aún. El joven elevó la cabeza y rogó de nuevo.

—¡Dios mío, concédeme fuerzas!

Y mientras él oraba, Olivia permanecía sumida en un profundo sueño.