Gracias a la insistencia de Leilamani, la carta de Darya llegó al barco en el último momento, mientras la de David no salió hasta el barco siguiente. Esto hizo que las dos cartas llegaran a manos de Olivia con un intervalo de más de dos semanas. La joven, por lo tanto, tuvo tiempo en esas dos semanas, primero, de reírse de la buena voluntad de Darya, y, más tarde, de preguntarse si David le escribiría o no, y si lo hacía, qué era lo que ella debía responder.
Cuando la carta de David llegó al fin, su corazón estaba preparado, todo debido a Leilamani, a quien no conocía ni de nombre. Olivia cogió la carta de David y la leyó de nuevo.
Puede usted decir que no se le ha perdido nada en las misiones. Bien, querida, no se preocupe por eso. No es necesario que la esposa sea también misionera. La esposa del misionero debe ayudar a su marido, debe sostenerle y consolarle, debe ser su compañera. Al escribir estas palabras pensando en usted, me estremezco de amor. ¿Podré yo gozar de tales cosas?
Olivia dejó que las páginas de la carta cayeran en su regazo y miró por la abierta ventana junto a la cual estaba sentada. Desde allí se veía el parque que se extendía, al otro lado de la calle. Ella y su madre vivían ahora en una parte de Nueva York que distaba mucho de estar de moda. El parque era muy pequeño, y en los bancos, bajo la sombra de unos cuantos árboles raquíticos, se sentaban algunos viejos. La joven se estremeció, fascinada, como a menudo le ocurría, por la miseria, la vejez, la soledad y la pobreza de aquellas gentes. En otro tiempo habían sido todos jóvenes pero ahora eran viejos, y a esto se reducía la historia de sus vidas. Sería una misma historia cuando los años pasaran. ¡Oh! Pero ella vivía muy atareada. En la actualidad contaba con amigos. Sin embargo, no tenía nada verdaderamente suyo excepto su madre, y su madre podía irse con ella a la India. David había incluido en su carta una pequeña fotografía de la misión, y ésta parecía cómoda, estaba situada en el barrio europeo y rodeada por verandas de tejado con mucha inclinación. Además, tenía un aire romántico.
Olivia se puso en pie con decisión y la carta cayó de su regazo al suelo. Luego abrió el escritorio de caoba que había junto a la pared y empezó a escribir rápidamente, con súbita resolución.
Apreciado David:
Bien; esto era lo mejor que le podía decir. No había aprendido a utilizar las palabras corrientes del amor ni pretendía hacerlo.
Hace horas que estoy aquí, sentada junto a la ventana, con su carta entre mis manos. La he leído una y otra vez preguntándome qué es lo que en realidad deseo hacer. Y ahora, cuando ya lo he decidido, me pregunto si soy enteramente justa con usted. Porque voy a decir que sí, David. Seré su esposa. Ignoro si estoy enamorada de usted. Si tuviera que decidirlo ahora, debería decir que no, por lo menos no todavía. No sé cómo es usted en la actualidad. Pero algo me dice que le amaré a usted en cuanto estemos juntos, así que muy pronto partiré para la India…
A Olivia le costó bastante esfuerzo escribir aquella carta. Las palabras no acudían con facilidad a su pluma. Nunca había hablado a nadie con la facilidad que a Darya. Pero esto fue porque el hindú hablaba con la misma naturalidad que respiraba, y la luz de sus extraordinarios ojos iluminaban la conversación. Ella nunca la había olvidado, y su recuerdo hizo que la India le pareciera fácil de imaginar. Olivia hizo una pausa y permaneció reflexionando de nuevo largo rato. Más tarde escribió unas frases más.
Por lo menos, querido David, deseo intentarlo, ya que usted me lo pide, y habiendo dado mi palabra no me volveré atrás.
Cuando Olivia terminó de escribir cerró la carta, la franqueó y, poniéndose el sombrero y la chaqueta, fue hasta la esquina para echarla en el buzón.
Olivia mantuvo en secreto su compromiso, pues se suponía comprometida. La joven se preguntaba si debía decírselo o no al señor MacArd. David no decía nada en su carta que pudiera orientarla. Quizá debiera esperar a recibir otra. O tal vez escribir a David preguntándoselo. Pero una premeditada delicadeza le hizo tomar la decisión de no volver a escribir al joven hasta que éste no respondiera a la suya, y esto significaba meses de espera. Además, no estaba segura de que… deseaba conocer la última decisión de David. Quizá debiera seguir su propio impulso. De todos modos, no diría nada a su madre hasta que se hubiera decidido a contárselo todo al señor MacArd.
Los vacíos días del verano fueron deslizándose lentamente. Sus amigas se habían ausentado, pero ella y su madre no pensaban ir a ninguna parte. Ella había nacido demasiado tarde en la vida de su madre; ahora se daba cuenta de ello. Su madre encontrábase en una edad en la que nada le importaba, salvo la inquietud de quedarse sola. Cuando al fin dejaron la mansión, pareció como si se fundiera la última energía. La anciana se aseguró bien de que el dinero recibido de MacArd era empleado de forma que les permitiera vivir, y desde este punto y hora cesó de pensar. Olivia encontró un departamento que podían pagar perfectamente y metió sus muebles en él, a la vez que tomaba una criada irlandesa. Su madre asentía a todo. Los antiguos días de lucha habían pasado. El tiempo y la juventud dieron a Olivia la victoria, pero, con gran sorpresa por su parte, vio que no se recreaba en el triunfo. Esto significaba que la niñez había pasado y que de ahora en adelante ella sería la responsable de todos sus actos.
Al fin decidió Olivia, después de algunos días de inquietud y desasosiego, visitar al señor MacArd. Lo debía hacer, pues de este modo su futuro quedaría más claro. El futuro se le presentaba algunas veces bastante nebuloso e incierto, a pesar de la carta de David, que leía una y otra vez, pues la joven era impaciente por naturaleza y el largo silencio tras de haber contestado a David, le resultaba insoportable. Sabía que la causa de aquel silencio no era otra que la distancia y veía con la imaginación el océano y luego millas y millas de tierra perteneciente a muchos países y el mar de nuevo. Pero las horas iban pasando, y la joven deseaba que la vida empezase para ella cuanto antes.
Una mañana, Olivia se despertó y vio que el aire era límpido y que el sol brillaba con todo su esplendor. Un huracán había azotado las aguas del sur la semana anterior y los frescos vientos arrastraron el bochornoso calor que se cernía sobre la ciudad. La joven sintió que sus nervios se aligeraban, que sus músculos anhelaban movimiento y que su cuerpo apremiaba a su voluntad. Iría aquel mismo día a la parte baja de la ciudad y anunciaría con toda sencillez que deseaba ver al señor MacArd. El vestido asumió de pronto una gran importancia, aunque durante días y días no se había preocupado lo más mínimo de lo que llevaba. Eligió un traje de chaqueta de seda gris y una suave blusa de tono amarillo claro. Luego se estuvo probando un sombrero tras otro, hasta que acabó eligiendo un fieltro también de color de crema de anchas alas. Decidió que aquel día tenía que parecer lo más femenina posible y cogió unos guantes de cabritilla también cremosos. Una vez a punto, entró de puntillas en la habitación de su madre, a la que encontró dormida, y salió de la misma forma que había entrado. Irene, la criada, se encontraba en la cocina, y la joven le dijo que salía a dar un gran paseo. Olivia anduvo por las calles con paso rápido, obligada por su juvenil energía y por la excitación que la dominaba. Fue un largo paseo, pero el fresco viento que soplaba le pareció delicioso, sus mejillas adquirieron un tono rosado y sus ojos se tornaron brillantes. Observó su aspecto en las puertas de cristal del edificio de MacArd, y el bello rostro que vio reflejado en ellos le proporcionó la última seguridad que necesitaba.
—El señor MacArd, haga el favor —dijo a la empleada que primero le salió al paso—. Soy la señorita Olivia Dessard.
La aburrida rubia que estaba detrás del escritorio le lanzó usa rápida mirada.
—¿Tiene usted cita?
—Dígale que traigo una carta de su hijo, haga el favor.
La joven tomó asiento en un sillón de cuero rojo y espero unos minutos hasta que apareció un hombre.
—El señor MacArd la recibirá a usted, señorita Dessard. Haga el favor de pasar.
Olivia se puso en pie y siguió al hombre a lo largo de una serie de corredores y habitaciones llenas de hombres y mujeres, de máquinas de escribir y de toda clase, y luego, de nuevo a través de corredores hasta que llegaron ante unas macizas dobles puertas de caoba que formaban una especie de barrera. El hombre abrió las puertas, y volvieron a aparecer otros corredores y oficinas, pero éstas estaban alfombradas y eran más tranquilas, no tardando en llegar ante otras macizas puertas de caoba, las cuales fueron abiertas por el hombre; allí, detrás de una enorme mesa de despacho, también de caoba, Olivia vio a MacArd sentado y leyendo una carta. Tenía puestos los lentes, de los que colgaba una gruesa cinta negra, y su traje era de fino paño negro. Llevaba un tieso cuello de pajarita, más blanco que la nieve; y una negra corbata de raso. La joven captó todo esto con una simple mirada, así como la triste expresión que había en el grisáceo rostro, con su barba y sus cejas entre rojizas y canosas. Debajo de éstas, muy hundidos, los pequeños ojos grises se posaron en ella, y los lentes, sujetos por la cinta, cayeron de su nariz.
—¡Bien, señorita Dessard! Siéntese.
El hombre que la había acompañado se marchó, cerrando suavemente la puerta y la muchacha se sentó, en el alto sillón con respaldo colocado ante la mesa.
—Buenos días, señor MacArd.
—Buenos días, señorita. ¿Qué puedo hacer por usted?
La joven no se quitó sus guantes, pero alargó su mano por encima de la mesa. MacArd pareció sorprendido. Sin embargo, estrechó la mano que le ofrecían sin ponerse de pie.
Olivia sonrió y apoyó sus codos en la mesa.
—No me extraña que le sorprenda a usted mi visita, señor MacArd. Pero he creído que mi deber era venir a verle, aunque sé muy bien lo ocupado que está siempre. He recibido una carta de su hijo.
—¿De veras?
MacArd dejó la carta que todavía conservaba en su mano y miró a la joven con las cejas fruncidas. La muchacha continuó hablando.
—David me ha pedido que me case con él, señor MacArd, y yo le he contestado en sentido afirmativo. Pero he pensado que debía saberlo usted.
Olivia esperó inmóvil, con su mirada fija en los grises ojos del señor MacArd. Unos puntitos luminosos brillaban en aquellos profundos ojos, hasta que de súbito MacArd se echó a reír.
—¡Por fin ha recobrado el sentido! —gritó con su peludo rostro surcado de arrugas.
Ante aquella repentina risa la joven miró con expresión interrogante al señor MacArd.
—¿Quiere usted decir que…?
MacArd golpeó la mesa con las palmas de sus manos.
—Quiero decir que va a volver a los Estados Unidos. ¿No es así? Tendrá que venir para casarse con usted, ¿no es verdad?
—De ningún modo —replicó Olivia sorprendida—. Ni a él ni a mí se nos ha ocurrido nada semejante. Me pide que vaya a la India a reunirme con él.
MacArd se puso en pie y se inclinó hacia la joven apoyado en sus puños cerrados.
—¡Cómo! Pero usted no irá, ¿verdad? No creo que sea usted tan loca.
La joven ladeó ligeramente la cabeza para mirarle mejor.
—¡Claro que pienso ir!
—¿Ha estado usted alguna vez allí?
—No. Pero no tengo miedo.
—Pues espere a que llegue allí. Encontrará serpientes, calor, mendigos, suciedad, hombres desnudos que pretenden ser santos…
—Yo creía que usted había creado la Fundación MacArd para mejorar todas esas cosas…
—¡No existe ninguna Fundación MacArd! —gritó MacArd, el cual se dejó caer de pronto en su asiento, y su enorme cuerpo pareció hundirse en él.
—¿Cómo, señor MacArd?
—Lo abandoné todo por considerarlo una tontería —repuso MacArd lentamente—. En lugar de ello, he montado allí unos talleres de aparatos de precisión.
—¡Una fábrica! —balbució la joven—. ¡Y en nuestra casa…!
—No, en la casa propiamente, no. Allí están la administración y el resto de las oficinas. Los talleres han sido instalados en los otros edificios.
—No lo sabía —murmuró Olivia.
La joven apartó la mirada de MacArd y miró a través de la gran ventana. Desde allí, más allá de la gran ciudad, podía ver el río, que torcía hacia el sur. El sol brillaba sobre el agua, que parecía de metal.
—Supongo que debería habérselo comunicado —dijo MacArd con voz pausada—. Sin embargo, la casa es mía, se la he comprado a ustedes. Debo decir que si David hubiese estado aquí yo hubiera llevado adelante mi idea. Pero cuando me dijo que iba a abandonarme para marcharse a la India como un alucinado misionero, no pude seguir adelante con mi proyecto. Mis sentimientos cambiaron.
—¿Sabía eso David antes de marcharse?
—Sí. Pero no le importó lo más mínimo. Sospecho que nada hubiera podido influir en él. Estaba decidido.
—Ya comprendo —repuso Olivia.
El hombre que ella veía ahora, mientras miraba hacia el río que se deslizaba camino del océano, era ciertamente un hombre distinto del que conocía. David se había atrevido a desafiar a su padre y a elegir su propio camino. Creía que esto era imposible, pero David lo había realizado. El joven creció en estatura e importancia ante sus ojos. Ya no era el hijo de su padre. La joven volvió a mirar a MacArd.
—Y ahora…
MacArd encogió sus anchos hombros.
—Estoy muy atareado. Tengo muchas cosas que me preocupan. Mire, esta misma carta. —Tomó la carta que había dejado sobre la mesa al entrar Olivia y se colocó los lentes sobre la nariz haciendo feas muecas—. Puede que no entienda usted nada de ello, pero el país está salvado. Ese tipo, Bryan, está ya fuera de combate. Ya no será nunca presidente. ¿Y sabe usted por qué? Gracias al cianuro potásico. Dos jóvenes escoceses han encontrado el procedimiento, y aquí está su carta. Yo los respaldaré todo lo que sea preciso. Oro en Australia, oro en África del Sur, oro en Klondike. Todo lo que usted quiera. Pero esto otro es el verdadero salvador. —Agitó en el aire las páginas de la carta—. Recuerde usted esta denominación: ¡cianuro potásico! Hará posible que se pueda extraer oro del mineral de baja calidad. Al fin puedo hacerlo. La plata de Bryan no nos interesa ya. Disponemos de oro, de todo el oro que queramos.
—¿Y qué significa el oro, señor MacArd? —preguntó Olivia.
—Significa que el país va a ser capaz de pagar sus deudas. Significa que los negocios prosperarán y que la gente irá a los espectáculos a gastar dinero y a divertirse. El país será sólido de nuevo apoyado en el oro.
Y a cada frase que pronunciaba, daba un golpe en la mesa con la carta.
—Pero para usted, ¿qué significa? —insistió Olivia.
MacArd encarnó sus rojas y canosas cejas.
—Para mí, joven, significa millones. Millones, ¿comprende?
—Comprendo.
Pero lo que ella comprendía era que de súbito había empezado a sentir odio contra aquel hombre pelirrojo y que deseaba huir de su presencia cuanto antes. Se puso en pie y le tendió su mano enguantada por encima de la mesa.
—Adiós, señor MacArd. Me voy. Veo que está usted muy ocupado.
—Hasta la vista, señorita Dessard, y muchas gracias por haber venido. También me alegro de que el loco de mi hijo se case con usted. Ya le enviaré un regalo de boda. Pero no; será mejor que deposite dinero en el banco a disposición de usted todos los años. A una mujer le gusta disponer de dinero suyo.
—Le ruego que no lo haga, señor MacArd —pidió Olivia dominada por una repentina angustia.
—Sí, lo haré. Y no replique usted una palabra, pues lo haré de todos modos. ¿Por qué no? Lo quiero así.
La joven sintió que las lágrimas acudían a sus ojos contra su voluntad. No podía cambiarle. Continuaba siendo tan terco, tan odioso y tan digno de lástima como siempre. Jamás había visto nada como era realmente, y no podía cambiar. ¡Oh! Pero esto era lo terrible, que no podía cambiar. La joven intentó sonreír, pero luego echó a correr, pues jamás podría hacerle comprender que si sentía deseos de llorar era por él. Pero las tenía, no podía evitarlo.
Los monzones llegaron al fin, aunque tarde, y durante días la sedienta tierra fue absorbiendo la lluvia. Tanto en los hogares de los ricos como en los de los pobres la gente durmió noche y día arrullada por el rumor de los lejanos truenos. La terrible tensión producida por el calor y la sequía los había dejado a todos exhaustos, pues mientras esperaban las lluvias les había sido imposible dormir. Los animales habían estado vagabundeando inquietos de un lado para otro a través del campo y de las calles buscando comida y agua, en tanto que los hombres permanecían ociosos, pues de nada servía arañar la reseca superficie de la tierra con sus inútiles arados. Los negocios estaban paralizados en Poona. El dinero había desaparecido, y todos, excepto los ricos, vivían de prestado, en espera de las lluvias. Y ya que los vientos soplaban al fin, arrastrando las nubes por encima del mar y de las montañas; ya que caía la lluvia, la cansada gente dormía a pierna suelta durante horas y horas sin despertar. Cuando escampara, irían a los campos a trabajar, pero por el momento no era pecado dormir.
En la misión, David tampoco pudo permanecer despierto mucho tiempo. Su maestro de márata no se presentó en una semana y el joven, solo, luchó con los libros que estaba aprendiendo a leer. Uno de aquellos días el cartero apareció empapado de agua, y tarde, y le entregó algunas cartas envueltas en papel impermeable. David vio que una de ellas era de Olivia y, excitado, dio al cartero una moneda. El hombre sonrió y sus blancos dientes despidieron destellos a la par que su oscura piel brillaba por efecto de la lluvia. El cartero tiritaba, pues el calor del verano se habla trocado en húmeda frialdad. Sus prendas de algodón, muy escasas, se pegaban como papel mojado a su delgado cuerpo.
—Que las cartas le traigan buenas noticias, sahib —dijo antes de marcharse, tan complacido como si las buenas noticias fuesen para él.
David entró en la casa conmovido, como muy a menudo se sentía, por la cordialidad de los hindúes. La menor amabilidad que se tuviera a aquella gente, la gentileza más superficial, bastaba para ganarse su adoración. Siempre estaban dispuestos a amar a la gente. Sin embargo, no eran infantiles. Sencillamente, vivían desde hacía tanto tiempo en la miseria que sus corazones estaban a flor de piel y sus nervios se estremecían a la menor ocasión.
David rasgó el sobre, lleno de ansiedad y temeroso a la vez. Si las noticias eran buenas, si Olivia accedía a casarse con él, qué alegría la suya. Pero ¿y si no quería? Durante las semanas pasadas esperando aquella carta había tratado de calmar su impaciencia, negándose a dejarse dominar por la inquietud. Había utilizado conscientemente la plegaria, deseando por encima de todo que la voluntad de Dios se cumpliera. Si Olivia le rechazaba, él no se casaría jamás. Se dedicaría por entero a la India. La vida solitaria estudiando los antiguos textos hebreos, griegos y máratas, habían aguzado su espiritualidad y definido la realidad de Dios.
El joven miró las páginas de la carta y luego sus ojos la recorrieron desde el principio al final. Su corazón saltó alborozado. No creía que Olivia le aceptara, pero allí estaban las palabras que lo decían. Ella le aceptaba e iría a la India para vivir a su lado, para ser su esposa, para ser suya. David leyó la carta palabra por palabra, mientras la lluvia caía sobre el tejado, sobre su cabeza, para precipitarse a chorros desde los tejados de la veranda y caer sobre los macizos. Era una carta muy breve, escrita con la firme y clara letra de la joven sobre un papel azul pálido. En aquel instante no percibía otro rumor que el de la lluvia y el latido de la sangre en sus oídos cuando la tremenda certidumbre fluyó por todo su ser. Su vida iba a cambiar, habían terminado sus dificultades y su soledad.
El joven cayó de rodillas y alzó la cabeza, elevando la carta como para mostrársela a todos. Luego intentó rezar, pero no le fue posible, pues su corazón parecía a punto de estallar. La India le había modelado más de lo que él se imaginaba. Había vivido abrumado por la soledad, por el calor y la opresiva miseria que se extendía a su alrededor. Estaba muy delgado, tenía los nervios excesivamente tensos y su corazón se hallaba desnudo ante cualquier golpe. Aquella felicidad tan súbita le sacudió hasta las raíces de su ser y sintió ardientes e incontenibles lágrimas bajo sus cerrados párpados.
David deseaba hacer partícipe de aquellas gratas noticias a Darya, y algo después, cuando se sintió más tranquilo, se puso su impermeable inglés y, cogiendo un gran paraguas perteneciente al señor Fordham, se dispuso a atravesar la ciudad. Cuando llegó ante la mansión de Darya llamó en la cerrada verja, y un soñoliento portero salió del interior y miró a David a través de la cortina de lluvia. Iba descalzo y se rascaba el vientre.
—Mi amo está durmiendo, sahib —dijo—. Todos estamos durmiendo. No me atrevo a despertarle.
—¿Quieres ir a ver si duerme? —insistió David.
El joven permaneció junto a la verja esperando, hasta que pasado un largo tiempo el hombre regresó.
—Estaba durmiendo, sahib. Pero se volvió en su cama y yo le dije que estabas aquí, y entonces me ha dicho que entres. Pero todos los demás están durmiendo.
—No estaré mucho tiempo —prometió David.
David siguió al hombre a través de los estropeados jardines y entró en la casa donde vivía Darya. Era cierto que su amigo estaba tumbado sobre un sofá acolchado, con el cuerpo envuelto en una seda afgana para evitar la humedad. Darya levantó una lánguida mano al ver a David.
—David, ¿ha ocurrido algo? —exclamó con voz soñolienta.
—Perdóname que haya venido —repuso David mirando a su amigo. Ambos amigos tenían las manos cogidas—. He recibido una carta de Olivia y accede a casarse conmigo.
Darya se puso en pie y echó los brazos al cuello de David.
—¡Mi querido amigo! Nada más agradable podría oír en este momento. ¡Por fin vas a tener esposa!
—Me casaré aquí —añadió David—. Deseo que tú seas mi padrino de boda. Ya conoces nuestras costumbres.
—Haré todo lo que tú quieras —repuso con calor Darya—. Tú eres mi hermano y ella será mi hermana. Ven aquí, sentémonos uno al lado del otro y cuéntamelo todo.
—No hay nada más que contar —murmuró David.
Pero se sentó junto a su amigo, y Darya le cogió la mano de nuevo manteniéndola entre las suyas a la manera hindú. Mientras David permanecía silencioso, Darya empezó a hablar con su fluida y elocuente charla, describiendo a Olivia tal como él la recordaba y diciendo el aspecto que tendría cuando llegara. David escuchaba medio complacido, medio turbado. Todo aquello era muy hindú. Pero estaba solo con Darya y como la cosa no tenía importancia le resultaba muy agradable oírle hablar.
De súbito, Darya hizo una pausa y miró a David con una expresión traviesa en sus expresivos y oscuros ojos.
—¿Me atreveré a decírtelo?
—¿Decirme qué? —preguntó David.
Darya alzó sus largas piernas y cruzó sus brazos sobre las rodillas.
—¿Me prometes no enfadarte conmigo?
—¿Por qué iba yo a enfadarme?
—No se pueden prever nunca las reacciones de los hombres occidentales. Os enfadáis inesperadamente cuando menos lo espera uno.
David se echó a reír.
—Creo que nada podrá conseguir que yo me enfade en este momento.
—Entonces, escucha. Te lo diré rápidamente. Otro, día puedes no encontrarte en tan buena disposición de ánimo como hoy. Escribí a Olivia.
—¿Que le escribiste?
—Antes que tú quizá.
—Pero ¿por qué?
—Le dije que tú la necesitabas y que ella debía casarse contigo.
Y ante la consternación que se reflejaba en el rostro de su amigo, el hindú se dio prisa en describir la escena nocturna en que Leilamani le había obligado a abogar en favor de su hermano, su amigo, escribiendo una carta que se apresuró a echar al correo.
Pero el hindú se sintió un poco turbado ante el aspecto grave que había adoptado David.
—Leilamani lo hizo por amistad, David, y me parece que obró bien. Si tú fueras hindú, David, comprenderías que se trata de algo completamente natural, una delicadeza, una prueba de afecto entre nosotros. ¿Tu felicidad no es como si fuera la mía propia?
Darya alzó los brazos y abrazó a David por los hombros tratando de convencerle con los ojos y con la voz. Aquél era el verdadero ser de Darya, su ser hindú, siempre en lo más profundo de él, y, al mismo tiempo, tan inmediato a la superficie que lo inglés desaparecía al absoluto. El hindú hablaba incluso en márata, su lengua nativa.
—¡Ah, hermano mío! ¿Estás enfadado conmigo? ¿Qué es lo que dice nuestro Tukaram? «¿Puede mi corazón permanecer inconmovible cuando delante de mis ojos veo hombres que están ahogándose?». Así que yo, al ver que estabas ahogándote en tu soledad, alcé la mano en favor tuyo. ¿Me vas a odiar por ello?
Era imposible enfadarse con él, y Darya, que tenía los ojos fijos en el rostro de David, vio que la expresión de su amigo se suavizaba. Instantáneamente tornó a hablar con viveza. Se alzó del sofá y se situó delante de su amigo, haciendo crujir los dedos mientras reía.
—¡Piensa en Olivia! —gritó en inglés—. ¿Crees que nada de lo que dijera podía modificar su alma lo más mínimo? No, no, David. Ella no es como mi gentil Leilamani. Ella no viene cuando tú dices que venga y se marcha cuando tú dices que se vaya. Es una mujer noble y bella, una esposa de la que debes sentirte orgulloso. Pero te advierto que siempre hará su voluntad.
David se rindió.
—Tu incesante charla es capaz de convencer a cualquiera. Mi cerebro da vueltas como un calidoscopio. Hagamos las paces. Tú eres siempre muy amable, y aunque en occidente existe la costumbre de que los asuntos de amor sean resueltos por el interesado mismo, comprendo que has querido ayudarme.
—Y quizá te haya ayudado —declaró Darya con acento triunfal.
—Lo veremos —repuso David, volviendo a reír de nuevo, pues la discusión era a todas luces pueril.
Darya seguía discutiendo por puro placer, sin reconocer jamás la derrota, y él deseaba encontrarse de nuevo en sus habitaciones para leer la carta de Olivia una vez más. Quería asegurarse de que la carta continuaba en el lugar donde la había dejado, encerrada en su mesa de escritorio.
Y, sobre todo, quería contestarla inmediatamente, quería decir a Olivia que acudiera enseguida, tan rápidamente como le fuera posible. Las frases iban formándose en su cerebro a medida que avanzaba chapoteando. «Ven, Olivia. Toma el barco próximo, querida. No me daba cuenta de ello, pero te he estado esperando desde la última vez que te vi. No puedo esperar más, querida mía».
Los monzones dejaron de soplar, y el sol brilló entre la lluvia. En la tierra se produjo un instantáneo florecimiento y las semillas que habían permanecido enterradas en la reseca tierra esperando, cubrieron de fresco verde los campos y los jardines. El tiempo pasó rápidamente y las estaciones se sucedieron con gran rapidez: la primavera, el verano y las cosechas aparecieron simultáneamente, y la belleza de los campos que se extendían alrededor de la ciudad, y la de las montañas que se alzaban aún más allá dieron a David una exaltación que hasta entonces no había conocido. Los Fordham regresaron, y cuando supieron que David se iba a casar, quisieron demostrar su generosidad, y abandonaron la casa grande de la misión y se fueron a otra más pequeña que hacía tiempo se hallaba vacía.
—Usted tendrá pronto una familia que irá en aumento. Nosotros, en cambio, nos hemos quedado los dos solos —dijo la señora Fordham con tristeza.
La señora Fordham ayudó a David a amueblar la casa para que pudiera recibir a Olivia dignamente. Pero el joven no quiso más cosas que las estrictamente necesarias.
—Olivia tiene mucha personalidad —dijo a la señora Fordham—. Cuando vaya a buscarla a Bombay, estoy seguro de que querrá comprar algunas cosas.
Los Fordham se llevaron sus modestos muebles de bambú y junco y David amuebló sólo unas cuantas habitaciones con objetos adquiridos, en las tiendas de Poona. En la India existían muebles realmente bellos, pero él no se dio cuenta de ello hasta entonces, pues Darya le acompañaba a las tiendas y pedía que les enseñaran lo mejor. David compró algunas magníficas alfombras, varios objetos de plata con incrustaciones, un diván y brocados tan gruesos, debido al oro que tenían, que los insectos no podían destruirlos. También compró una enorme cama inglesa de madera de teca con colchón de pelo, y que en vez de mosquitero tenía un dosel de fina muselina hindú. La cama iba acompañada de algunas sillas de madera de teca con asiento de rejilla. La madera de teca es demasiado dura para que puedan corroerla los termes. Darya discutía en las tiendas con los tenderos e insistía siempre en que se tratase de auténticos productos hindúes.
—Compra estos muebles, David —había orientado a su amigo—. Si a Olivia no le gustan puedes devolverlos; pero creo que le gustarán.
La casa de la misión estaba cambiada. Darya había realizado maravillas, sin contar pon los muebles que sin duda Olivia compraría por sí misma. La compra de muebles no pasó del dormitorio, pues Darya afirmó que las tiendas inglesas de Bombay eran mejores que las de Poona, casi tan buenas como las de Londres y mucho mejores que las de Calcuta.
Por la noche, David se arrodilló ante el nuevo lecho, que era muy alto, y rezó sus oraciones. Se arrodilló sobre un taburete, pues las lluvias habían hecho que en la casa entrasen una gran cantidad de insectos y no quería ser distraído por arañas que corrieran por sus piernas o por un curioso lagarto que le mordisquéala los dedos de los pies. También estaba el peligro de los escorpiones y los ciempiés dispuestos a distraer su alma de las cosas de Dios. Se sentía anhelante y lleno de ansiedad, e intentó prepararse para la vida que tenía ante sí, pero entonces le asaltaron dos inquietudes: Olivia debía ser feliz y él tenía que hacer todo lo posible por conseguirlo. Sin embargo, y esto era su preocupación más grave, ella no debía dividir su alma ni siquiera su corazón. Ella debía unirse a él bajo la divina dirección en que él vivía. Debía comprender su vocación. Unidos como marido y mujer, tenían que trabajar juntos en pro de Dios. Él debía proseguir con toda firmeza sus hábitos de plegaria. Debía seguir siendo lo que ya era, y tenía que serlo desde el mismo instante en que ambos se encontrasen, para que ella no viera en él sólo al novio, sino también al misionero.
Entonces el joven rogó:
—Enséñame lo que debo enseñar, ¡oh Dios!, y si este gran amor que yo siento por ella me ha de separar de ti, tómalo Tú y guárdalo.
Su plegaria ascendió hacia lo alto, y David se echó a dormir y soñó con Olivia y en cuál sería su aspecto cuando él estuviera esperándola en el muelle de Bombay y el barco se fuera acercando poco a poco.