V

El sol se alzaba más allá de los grises ghats, sobre las murallas y cúpulas de Poona, por encima de los alminares y a través de las columnatas y de las altas palmeras de ramas verdes. Las calles estaban ya llenas de movimiento, los carros tirados por bueyes chirriaban y crujían, y los aguadores manchaban el polvo con pequeños discos que parecían gotas de azogue.

En su desnudo y tranquilo despacho, David se encontraba a solas con su maestro. El joven disfrutaba con aquella parte de su trabajo, con las horas mañaneras de concienzudo estudio de un texto márata manuscrito que parecía de encaje. Al principio le había parecido imposible que llegara con el tiempo a diferenciar un símbolo del otro, pero poco a poco aprendió a leer, y el gracioso dibujo empezaba a convertirse ante sus ojos en un idioma.

Bajo la sugestión de Darya, inició el estudio del sánscrito. Las raíces del pensamiento hindú tenían que buscarse en los antiguos textos sánscritos, según afirmaba su amigó. Pero David había descubierto en ellos sorprendentes paralelismos. Pegada en la enjalbegada pared, frente a la mesa ante la cual se sentaba, tenía un texto que él mismo había copiado con él mayor cuidado en un grueso papel cremoso, una plegaria de las más antiguas.

De lo no real llévame a lo real.

De la oscuridad llévame a la luz.

De la muerte llévame a la inmortalidad.

Su maestro era un alto y ascético márata. El hombre se mantenía inmóvil sobre una silla baja de bambú, vestía ropas de algodón y, sobre la cabeza, llevaba un turbante que parecía un sombrero. Tenía las piernas separadas, con las puntas de sus pies hacia fuera, y sus morenas manos descansaban sobre las rodillas, cubiertas de blanco. La expresión de su rostro era grave y sus pequeños ojos negros permanecían medio cerrados mientras escuchaba.

David alzó la cabeza de un largo pasaje, sacado de la Epístola de San Pablo a los romanos y traducido al márata, que había estado leyendo en voz alta. El joven sonrió débilmente al ver el moreno y atento rostro.

—Perdóneme que lea tanto las Escrituras.

El márata movió la cabeza.

—¿Por qué te disculpas, sahib? —replicó—. Todo eso es religión y es bueno, y tú no pides que yo coma tu pan y beba tu vino. Además, mientras escucho, puedo reflexionar.

Hizo un ademán señalando la plegaria en sánscrito colocada en un marco en la pared.

El silencio implicaba una tácita aceptación, y él no podía ni debía aceptar la pasiva actitud de los hindúes hacia todas las religiones. Cualquier religión era siempre mejor que ninguna. En esto estaba perfectamente de acuerdo con el maestro márata. Pero él deseaba explicar a aquel amable y altivo individuo que los frutos del cristianismo eran superiores a todo fruto. Había adquirido este convencimiento en el año pasado en la India.

Padre e hijo seguían sin reconciliarse, aunque David, cumpliendo con su deber y recordando la muerte de su madre, escribía a su padre dos veces al mes, y él recibía, en cambio, una carta mensual. Porque su padre había persistido en su monstruosa cólera al extremo de transformar en una fábrica los edificios destinados a Facultad. En vez de jóvenes dedicados a aprender cosas referentes a Dios, hombres y mujeres, ignorantes y groseros, llenaban las grandes habitaciones atestadas de máquinas y construían instrumentos de precisión para las industrias MacArd. Al pie de la montaña y cerca del ferrocarril habían sido edificadas centenares de casitas y también un apeadero para la carga y descarga de mercancías. Barton, amargamente defraudado, había hecho como si no se diera cuenta del cambio de idea. Pero al final de dos horas de discusión, agotada su paciencia, según escribió a David, y convencido de que era el mismo Dios el que se la había hecho perder, acabó por decir toda la verdad al testarudo viejo.

—Usted pensó en servir a Dios edificando un monumento, señor MacArd. Sin embargo, cuando Dios le pidió no un monumento, sino a su propio hijo, se irritó usted. ¿Es que cree que puede uno enfadarse con Dios, señor MacArd?

A esto había replicado MacArd, con sus rojas cejas y su barba medio erizadas:

—Yo acostumbro a imponer siempre mis propias condiciones, Barton.

David estaba seguro de que él impulso que había empujado a su padre, había muerto en él. Un suelo pedregoso tal vez, donde era imposible que pudiera crecer la semilla. David se negó a considerarse culpable, y también a creer que si él hubiese hecho caso de su padre, la semilla hubiese fructificado. Más pronto o más tarde, la Fundación MacArd habría acabado por transformarse en otra cosa, sino en una fábrica, por lo menos en un instrumento cualquiera de los intereses de MacArd.

En cambio, cuando él se separó de su padre, la semilla depositada en su interior creció rápidamente. También sabía esto David. La poderosa sombra de su padre se encontraba ahora a mil millas de distancia, y David era lo suficientemente sincero consigo mismo para preguntarse algunas veces si la llamada de la India, que parecía haber surgido tan sencilla y llanamente de Dios aquel día, junto al Hudson, se habría producido en parte porque él deseaba separarse de su padre. Pero si era así, la llamada no tenía por ello menos valor, pues Dios utiliza misteriosos caminos. Su fe se había hecho más profunda, a la vez que más razonada, pues la misma atmósfera hacía que la fe fuera razonada. La religión estaba en el aire que respiraba, y a veces, según pensaba David, constituía la única vitalidad. Su deseo y tarea era hacer que su religión fuera la más vital de todas.

Mientras tanto, la vida le resultaba en extremo agradable. La casa de la misión era espaciosa y fresca, y los criados vestidos de blanco iban y venían entre las sombras proyectadas por las cortinas de bambú, trayéndole el té caliente y pequeños dulces ingleses cuando empezaba a sentirse fatigado. Existía incluso una sociedad inglesa, y el gobernador daba fiestas a las que David era siempre invitado. En la catedral había servicio divino inglés los domingos. El más antiguo de la misión, Robert Fordham, no le animaba para que se reuniera demasiado a menudo con los ingleses que acudían a las fiestas religiosas de Poona, pero era necesario que se mantuvieran en buenas relaciones con el gobernador, pues a veces tenían que pedirse favores. Los misioneros debían ser completamente adictos al gobierno, según decía con la mayor solemnidad el señor Fordham, pues sólo la protección del Imperio hacia posible el qué pudieran ir y venir por toda la India. Robert Fordham se disgustaba a menudo con los jóvenes y rebeldes hindúes que sostenían que la India debía ser libre, y a veces los contradecía con verdadera acritud, afirmando que la India vivía infinitamente mejor bajo la férula británica que cuando estaba sometida a los príncipes regionales, en los viejos días que oprimían al pueblo a la vez que se destruían unos a otros con oriental salvajismo.

David suponía que el señor Fordham estaba en lo cierto. Pero, sin embargo, algo que descubría en los oscuros y apasionados ojos de los jóvenes hindúes le hacía dudar de la sabiduría del viejo misionero bajo cuya dirección se encontraba.

Las horas de la mañana pasaron. El sol se elevó y los alrededores, que parecían tan frescos y verdes a primera hora, destellaban bajo los ardientes rayos del sol.

David se dio cuenta de pronto de que sentía hambre y cerró el libro.

—No puedo retenerle aquí más tiempo del convenido, maestro —dijo—. Me olvidé de que el tiempo pasa.

—Para mí el tiempo no tiene valor —replicó el márata—. He estado observándole. Usted no me dice francamente lo que piensa.

David le ofreció una sonrisa de circunstancias.

—Apenas son pensamientos y no me parecen dignos de ser expuestos. He dejado de pensar en serio. Tal vez porque no sé aún lo que debo pensar. Cuanto más tiempo transcurre, más me doy cuenta de que cada vez conozco peor la India, en lugar de conocerla mejor.

El márata sonrió.

—Cuando usted pueda pensar en nuestra lengua nos comprenderá. Concédase otro año.

El hindú se puso en pie y David le imitó. Ambos se separaron como siempre, y el márata se marchó con sus amplios y blancos pantalones ondeando a su alrededor.

David ordenó sus libros y pasó a su habitación, próxima al estudio, a fin de prepararse para la feliz comida, del mediodía. La misión era un ancho y cuadrado bungalow circundado por una veranda de techo muy inclinado, para evitar que el calor penetrase en las habitaciones. Un ancho zaguán dividía la casa, y, en un extremo, David tenía su estudio, e inmediato a él, su dormitorio. Ambas habitaciones eran espaciosas, y los desnudos suelos, los muebles de bambú y los altos techos creaban una atmósfera agradable y fresca.

Cuando terminó su arreglo, David atravesó el zaguán y penetró en el comedor, donde la señora Fordham estaba ya sentada en un extremo de la mesa, de forma oval, sirviendo la sopa en los llanos platos soperos ingleses.

—Siéntese, señor MacArd —dijo la señora Fordham con su buen humor de siempre—. Hoy no esperaremos a mi marido.

La señora Fordham, que como de costumbre tenía despeinado su cabello gris de ratón, inclinó la cabeza y musitó una rápida bendición de la mesa.

—Haznos dignos de lo que vamos a recibir, Señor. Amén. ¿Asistirá usted esta tarde a la clase de Biblia, señor MacArd?

—Creo que no —contestó David.

—Es un mal ejemplo, ¿comprende usted? —afirmó la dama con su alegre mordacidad.

—Lo siento —murmuró David.

David estaba acostumbrado a las bromas de la señora Fordham y las soportaba con buen talante. En cuanto llegara el señor Fordham ella se interrumpiría en seco y la comida transcurriría, a partir de entonces, apaciblemente. El señor Fordham era un hombre grueso, sagaz y tolerante debido a su larga permanencia en aquel ardiente clima. El jefe de la misión apareció en aquel instante, su pesado cuerpo cubierto con un arrugado traje de hilo blanco, y tomó asiento en el otro extremó de la mesa, frente a su esposa.

—Siento haber llegado tarde —dijo—. El portero encontró una serpiente en el almacén. Es una de las viejas cobras.

—¿La has matado? —preguntó la señora Fordham.

—Envié al portero a buscar un plato de leche con el fin de alejarla de allí —repuso él señor Fordham empezando a tomarse la sopa, abriendo su enorme boca para poderse meter en ella toda la cuchara.

—¡Oh, Robert! —gritó su esposa—. ¿Por qué alientas las supersticiones dé la gente?

—Es una serpiente muy vieja —repuso el señor Fordham suavemente—. Ha estado aquí durante años y sólo desea un plato de leche cada día.

—¡Animal inmundo! —exclamó la señora Fordham.

Pulsó un pequeño timbre de mesa con la palma de la mano y a poco apareció un criado vestido de blanco, el cual retiró los platos de la sopa. Otro criado trajo un plato de cabrito con curry y arroz hervido. La señora hizo las partes y los criados colocaron los platos ante los dos hombres.

—Y bien, David —exclamó el señor Fordham—, ¿cómo va su estudio del márata? ¿Podrá usted predicar pronto?

David dejó el tenedor. Los largos y tranquilos meses pasados a solas con sus libros, así como sus solitarios paseos a través de la ciudad, habían resultado decisivos y fructíferos. Intentaba ser un propagandista de otra índole. Él no se contentaría con hablar o con ir enseñando a través de centenares de millas, recorriendo pueblo tras pueblo, pidiendo a gente medio muerta de hambre que rindieran culto a Dios. En lugar de ello, proyectaba movilizar la misma India utilizando a los propios hindúes, y estos hindúes tenían que ser jóvenes, cuidadosamente elegidos y perfectamente preparados para su misión, la de ser jefes de su pueblo. Sobre éstos ejercía su mejor influencia.

—No pienso perorar, señor Fordham —repuso con voz agradable.

—¿Que no…? —gritó sorprendida la señora Fordham—. Entonces, ¿quién les explicará?

—Tranquilízate, Becky —pidió el señor Fordham a su esposa—. Y ahora, David, díganos lo que tiene usted en el pensamiento.

David se lo dijo en pocas palabras, con toda sencillez y llaneza.

—Quiero que mi vida cuente para algo. Y la única manera de lograrlo, es vivir en un país grande como éste y buscar unas cuantas personas, unos cuantos centenares. Si yo vivo lo suficiente, serán unos cuantos miles, y estarán preparados para enseñar a otros. Yo me propongo…

Dejó que el cabrito condimentado con curry se enfriara mientras describía con sencillas palabras el cuadro que había imaginado para su propia vida. Una escuela de la más alta categoría, con reglas firmes, que trabajara en estrecha colaboración con las escuelas del Gobierno inglés, un colegio de segunda enseñanza y más tarde una universidad, y andando el tiempo, una facultad de medicina y un hospital. Cada una de estas instituciones sería abierta lo más rápidamente posible, siendo excluidas de ellas los que no poseyeran una probada capacidad. Más tarde podría admitir incluso muchachas, elegidas no por su casta ni por su riqueza, sino por su habilidad e inteligencia, y los más pobres disfrutarían incluso de enseñanza gratuita.

—Pero ¿dónde está Dios en todo eso? —preguntó la señora Fordham.

David le sonrió con su dulce y obstinada sonrisa.

—Cállate, Becky —exclamó el señor Fordham—. ¿De dónde sacará usted todo el dinero necesario para realizar esos proyectos? Costará millones.

—Mi madre me dejó algún dinero —repuso tranquilamente David.

Los Fordham no respondieron. Ellos habían sido siempre pobres y vivido en pequeños pueblos del Oeste central de los Estados Unidos, teniendo que luchar en pequeños colegios del Oeste central. Ellos vivían de un salario demasiado reducido para poder permitirse lujos, y si hubiesen vivido en su país en lugar de en la India, la señora Fordham hubiera sido una simple criada y el señor Fordham un ganapán. Los dos se sentían asombrados ante aquel joven de agradable rostro que disponía de una fortuna para hacer de ella lo que quisiese.

—Bien. Todo eso suena muy bien —exclamó el señor Fordham al fin.

La señora Fordham no podía hablar. Estaba pensando en sus tres hijos. ¡Pobrecillos! Ellos no tenían nada. Vivían en su país, en Ohio, donde trabajaban en la granja del padre de ella, y cuando fueran al colegio de segunda enseñanza se verían obligados a trabajar horas sueltas y durante las vacaciones para ganar el dinero con que pagar sus títulos, en tanto que allí, en una misión de la India, muchachos y muchachas tendrían becas y dispondrían de toda clase de lujos. No era justo, no se procedía con equidad.

Habían terminado de almorzar y, como de costumbre, David se preparó para dar su paseo hasta el temprano anochecer, y respirar el aire fresco. Aquella tarde David disfrutó de su paseo de una manera profunda, estimulante y turbadora. Las calles de Poona se hallaban abarrotadas de gente cuando él atravesó la verja. Siempre estaban llenas de seres humanos, formando una sólida masa de hombres, de rostros de piel oscura, de piernas desnudas, de turbantes blancos, todo en movimiento, llenándolo todo, anhelantes, empujándose unos a otros, levantando una enorme polvareda con sus pies, o bien, inmóviles en las tiendas abiertas y en los mercados. El sol se había puesto ya pero la violenta e inquieta vida continuaba palpitando en las tortuosas y repletas calles. Los conductores de las carretas gritaban que iban atropellar a la gente. Sin embargo, nunca atropellaban a nadie, aunque los sudorosos costados de los bueyes pasaban rozando, a unos y otros. Los mendigos, los faquires y los vendedores de baratijas gritaban dominando el tumulto. Era viernes, el día en que los leprosos llegaban de los pueblos para pedir. Y ahora regresaban de nuevo a sus pueblos con su carne podrida al descubierto, con las llagas de sus piernas y de sus brazos al aire para que todos pudieran verlas. Los que ya no podían andar iban en pequeños carros de mano, y cuando vieron a David, un hombre blanco, le pidieron limosnas a grandes voces, pero el joven siguió el camino.

Ya no se sentía tan impresionado por todo aquello como al principio. Ahora que tenía hechos sus planes y establecida la rutina de su vida, le parecía una idea excelente entregarse con aquel brío a la vida al ponerse el sol, o bien por la mañana antes de su salida, cuando el aire era más fresco. La noche de la India era bella de veras. Las estrellas parecían enormes, colgadas del sofocante cielo. David llegó hasta el teatro de Poona, un salón grande, polvoriento y endeble, iluminado con velas colocadas en grandes candelabros de cristal situados en lo alto. Dos galerías sostenidas por pilares tallados estaban repletas de hombres cubiertos con turbantes blancos, y el patio aparecía también casi lleno. Grandes agujeros abiertos en el techo dejaban pasar el aire de la noche y la luz de las estrellas. Pero el aire era todavía caliente y olía a sudor. David titubeó un instante, luego adquirió un asiento y fue a ocuparlo. Se estaba celebrando una especie de mitin. Unos estudiantes, según supuso David, realizaban la acostumbrada protesta contra el Gobierno. El joven se dedicó a observar los rostros de los que escuchaban, tan expresivos, tan deseosos de no perder una sola palabra de lo que el orador decía, y se dijo que algún día aquellos jóvenes constituirían su materia prima.

Una semana más tarde, David se encontraba solo en la casa que la misión tenía para pasar el verano. En Poona hacía mucho menos calor que en Bombay, aunque se halla más al sur. Pero incluso en Poona habían desaparecido por completo las corrientes de aire que normalmente soplaban entre las dos ciudades. El calor del verano se había hecho sentir y la gente esperaba la llegada de los monzones, es decir, los vientos que impiden que la India sea un desierto inhabitable para el hombre. Los vientos se inician en el norte de la India, nacidos del intenso calor de Delhi y Agrá, en donde, a más de dos mil pies sobre el nivel del mar, el seco aire y las ardientes arenas atraen unos rayos de sol fatales e intensos. Este calor atrae a su vez los húmedos vientos del mar, y durante dos meses los vientos soplan hacia el noroeste y viajan hacia el sur, formando un circulo, hasta que vientos opuestos empiezan a soplar hacia el norte, formándose así dos monzones durante los cuales hay que sembrar y recoger las cosechas. Si los monzones no se presentan, la gente se muere de hambre.

Hasta entonces ni una sola gota de agua había caído aquel año sobre el abrasado paisaje. Las calles estaban llenas de polvo, excepto cuando pasaban los aguadores que habían llenado sus cántaros en los ríos, y en los ríos la gente se inclinaba sobre la escasa corriente para satisfacer su sed y para lavarse sus enjutos cuerpos. Las mujeres se escondían en la sombra de sus hogares, y sólo las mujeres desesperadas de los pobres se envolvían en sus saris de Poona, que tienen nueve yardas de largo, y se iban a la orilla del río.

Durante aquella estación, la iglesia permanecía cerrada, pues los Fordham se encontraban en las montañas. Pero David no quiso acompañarlos.

—Tengo que verlo todo —les dijo—. Los hindúes se quedan aquí, y yo supongo que resistiré también.

La señora Fordham se mostró inexplicablemente irritada.

—Los indígenas están acostumbrados a este clima, pero los blancos no. Debería usted seguir el ejemplo de los ingleses. Ellos llevan aquí mucho tiempo y saben que sólo se puede vivir si se procede con juicio. No resistirá usted y caerá enfermo. Ya lo verá.

La señora Fordham no dijo que si esto ocurría, ellos se verían obligados a abandonar la agradable montaña para volver a buscarle. Pero David lo dedujo de su tono.

—No tiene usted idea de lo que abundan las serpientes y los insectos venenosos en cuanto empiezan las lluvias —continuó la señora Fordham.

—No tengo la menor idea —repuso David—. Pero he aquí por qué quiero quedarme, para tenerla.

El matrimonio partió al fin a regañadientes con criados, equipaje y ropas de cama. David los vio marchar y luego regresó a la desierta casa, donde sólo quedaba el hijo del cocinero para que cuidara de él. El joven esperaba sentirse muy solo, pero en lugar de ello, encontró la casa llena de una agradable paz. Allí prosiguió David su solitaria vida, estudiando por la mañana y por la tarde con su profesor márata, y en las horas más calurosas solo con la única compañía de sus libros. Uno de aquellos días, Darya fue a visitarle.

—David —le dijo impetuosamente en cuanto entró—, nunca te he recibido en el interior de mi casa. Ven conmigo hoy, amigo mío, y permíteme que te presente a mi mujer y a mis hijos. Eres un individuo tan elegante, que no la asustarás. Ella no ha visto jamás un hombre ni una mujer blancos, aunque yo no la tenga en purdah, como sus padres la tenían. Sin embargo, es tímida.

—Si tú lo deseas, me sentiré muy complacido —repuso David.

¡Era evidente que en todo aquello intervenía la mano de Dios! Sabía que, si no se marchaba, si se quedaba allí esperando, se le mostraría la razón de su obediencia.

—Ven conmigo ahora —le apremió Darya—. Es temprano todavía. Creo que mi casa es más fresca que la tuya.

David obedeció, sus pies guiados por alguien, o al menos así lo creía él, y pronto los dos jóvenes caminaron juntos por la calle inundada de luz.

—Te envidio tu traje, Darya —exclamó David.

—Entonces ¿por qué no lo llevas tú también? —repuso Darya con su viva manera de hablar.

—Supongo que hago bien manteniendo cubierta mi pálida piel —repuso David—. Al menos, eso es lo que me han dicho. ¿Estoy equivocado?

—No lo sé —replicó Darya—. ¿Cómo puedo yo saberlo? Yo soy de piel morena.

Hablaban de una cosa sin importancia, un intercambio de ideas casi infantil. Sin embargo, David, muy sensible, percibió que entre ellos se alzaba una barrera. La verdad, que se había guardado para sí, era que no podía sentirse a gusto con los brazos, piernas y pies desnudos, llevando un trozo de tela blanca sujeta a la cintura y otro trozo también de tela blanca sobre su hombro y calzando unas sandalias, como hacía Darya. ¿No se detendría la gente en la calle al ver vestido a un blanco con semejante indumentaria? La oscura piel de su amigo no parecía desnuda; en cambio, la suya, tan blanca, sí lo parecía.

Habían llegado ante la gran puerta de piedra tallada, y, tras de hacer un ligero saludo al portero, Darya entró. David siguió a su amigo. En el interior, los jardines aparecían en todo su esplendor.

—¿Cómo os habéis arreglado para lograr esto? —exclamó David.

—Mi padre tiene muchos aguadores —repuso Darya con indiferencia—. Y, más todavía, disponemos de un arroyo que fluye por la casa, una fuente natural.

Darya siguió a David a través de varias puertas y luego a lo largo de serpenteantes senderos hasta la parte de la casa que le pertenecía a él, a su esposa y a sus hijos. Una vez allí, el hindú abrió la puerta y ambos jóvenes entraron en una amplia estancia con columnas por la que fluía una tranquila corriente de agua bordeada por baldosas de color verde. Junto a las paredes había palmeras y árboles plantados en grandes macetas, y, de cuando en cuando, algunos divanes bajos muy cómodos.

Al entrar vieron que dos niños desnudos salían del agua corriendo y que una joven se apresuraba a echarse el sari por encima de su cabeza.

—¡Leilamani! —exclamó Darya en márata—. Haz el favor de no marcharte.

La joven se detuvo con la sedosa prenda cubriéndole el rostro.

David permaneció inmóvil mientras Darya se llegaba hasta su esposa y le decía de la manera más suave y cariñosa:

—Leilamani, aquí está mi querido amigo, en cuya casa residí cuando estuve en Norteamérica. Se encontraba solo en su morada y le he pedido que viniera a la mía. ¿No es esto lo que debía hacer?

Los niños se habían refugiado en las flotantes faldas de la madre, secándose en ellas sus húmedos dedos a la vez que miraban con ojos de asombro al extraño que su padre había llevado a casa.

La joven no contestó, hasta que al fin, muy suavemente como si también ella fuera una niña, Darya tiró de la seda que cubría su rostro y dejó éste al descubierto. Luego cogió la mano de su esposa como para hacerle una caricia, pasó un brazo alrededor de sus hombros y la hizo andar a la par de él, aunque Leilamani parecía hacerlo contra su voluntad, hasta que llegaron a unos diez pies de donde se encontraba David, que esperaba sonriendo. Una vez allí, Darya se detuvo y su joven esposa bajó la cabeza y dejó que sus negras y largas pestañas rozasen sus mejillas.

—David, ésta es Leilamani, la madre de mis hijos, y éste, Leilamani, es David. Es mi hermano, y tú no debes pensar que es parecido a los demás hombres blancos, sino que es mi hermano.

—No le hagas permanecer aquí si no quiere —repuso David en márata.

Le resultó muy agradable poder hablar la lengua que ella comprendía.

—¡Óyele! —exclamó Darya entusiasmado—. ¡Habla como nosotros, Leilamani! ¿Habías oído alguna vez hablar a un blanco como nosotros?

La hindú levantó la cabeza y dirigió a David una tímida y encantadora mirada, dejando caer el trozo de seda con que aún se cubría parte del rostro. Luego apoyó ambas manos en los hombros de sus hijos, pero continuó guardando silencio.

—Otro día —dijo Darya hablando en nombre de su mujer—, otro día, David, ella te hablará. Ya es bastante por hoy que no haya echado a correr en compañía de los niños. Ve ahora, mi paloma, y di a los criados que nos traigan limas y limones, agua hervida fría y miel. Los niños pueden quedarse y jugar en el arroyo. Hace demasiado calor en todas partes.

La joven se inclinó y habló a los niños en voz baja, encargándoles, según David pudo entender, que obedecieran a su padre. Acto seguido levantó ambas manos para saludar y despedirse de David y se echó de nuevo la seda sobre su cabeza. Cuando se alejó, sus pies, calzados con sandalias, no produjeron el menor ruido sobre las brillantes losas del suelo.

—Siéntate en ese canapé —dijo Darya a David.

David se hundió en el bajo y cómodo asiento. Los niños, silenciosos y alegres, se pusieron a jugar con un montón de chinas. Pronto se presentaron algunos criados trayendo bandejas llenas de frutas colocadas sobre frescas hojas verdes. El ambiente fresco, el suave rumor del agua deslizándose entre las piedras formaban una atmósfera tan nueva, apacible y apaciguadora tras del intenso calor y de la ansiedad producida por la continuada sequía, que David sintió sueño al reclinarse contra el respaldo del diván. Hacía muchas noches que no dormía bien, aunque encima de su colchón habían colocado, para combatir el calor, un fino trenzado de paja que remplazaba a la sábana.

—Descansa —dijo Darya con su acariciadora voz—. Comprendo que estás cansado. Pareces mucho más delgado, David. Come, amigo mío, y bebe este jugo de frutas. Ha sido endulzado con miel y esto también te restaurará. —Mientras comían y bebían, Darya fijó sus agudos ojos en David y exclamó—: David, haces mal en tratar de ser un santo. ¿Por qué no te casas? ¿Dónde está Olivia? ¿La has olvidado? Un cristiano no necesita ser un sadhu. En nuestra religión, sí; el sacerdote debe ser santo y no casarse. Pero es mejor que tú te cases. No tienes buen aspecto. Algunos hombres pueden mantenerse célibes, ¿comprendes, David?, pues llevan la vida en su interior. Pero tú, amigo, debes buscar un manantial de vida fuera de ti mismo. Tú eres un transmisor, y extraerías fuerza de Olivia.

—No la he olvidado —repuso David.

El agradable bocado de dulce que tenía en su boca, la pasta azucarada, se tomó súbitamente seca. Ni siquiera Darya tenía derecho a desflorar el secreto de su corazón.

—¿Le has pedido que se casara contigo? —preguntó ahora Darya con tierno y apremiante interés.

—Sí —se apresuró a responder David.

—¿Y ella te ha rechazado?

—Sí.

—¡Oh, qué loca ha sido! —murmuró Darya con acento de la más profunda cordialidad—. Hubiera debido darse cuenta no sólo de que tú la necesitabas, sino de que también ella te necesitaba a ti. Su única esperanza de paz como mujer está en casarse con un hombre tan agradable como tú, David. Tú la enseñarías a ser suave, y ella te enseñaría a ti a ser fuerte, todo a través del amor. En mi casamiento ha sucedido al revés. Me doy perfecta cuenta de ello. A mí me es necesario tener una esposa débil, que se muestre sumisa y callada cuando yo me enfado. Bien, quedamos en que Olivia ha sido una loca. Pero inténtalo de nuevo, David. Tú no puedes continuar solo. Ésta es la equivocación que cometen los ingleses cuando dejan que sus esposas se vayan a vivir solas a Inglaterra. El clima aquí es más que ardiente, es fecundo. Es nuestra debilidad y nuestra fuerza. Suplícale de nuevo que sea tu esposa, David.

—No es tan fácil como crees, Darya.

No podía explicar a Darya cómo era el amor occidental entre un hombre y una mujer. En algunos sentidos, Darya era un completo extranjero y, además, hindú.

—No puedo hablar de ella —dijo David de pronto.

Darya le apretó la mano, sonrió y movió la cabeza.

—Entonces no hablaremos de ella. Cómete esta raja de melón frío, pues es bueno para los riñones en verano.

David comió y bebió todo lo que Darya quiso. No había sentido apetito durante semanas y el agua hervida de la misión era tibia y mala.

Y ahora, satisfecho porque Darya no se había dejado llevar de su natural insistencia, inició otra conversación.

—¿Hay muchas casas como ésta en la India?

—No muchas —confesó Darya—. Pero sí algunas. Te estás preguntado por qué no renunciamos a nuestras riquezas cuando hay tantos pobres. Yo también me lo he preguntado a veces, y creo que semejante pensamiento me turba bastante. Sin embargo, no acepto la renunciación. Mis padres son viejos y yo soy su hijo mayor. Tengo esposa e hijos, y la familia depende de mí. Pienso en todo esto, aunque sé bien que la renunciación es la fórmula más alta del goce espiritual. Mi padre dice que los que somos ricos realizamos una función útil. Es agradable que la gente sepa que existen casas como las nuestras. Así mantienen la esperanza de mejorar de fortuna. Si esto los consuela, lo ignoro. Pero también tú eres hijo de un hombre rico, David, y tus Escrituras dicen que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos. Nuestros libros sagrados dicen lo mismo, aunque con distintas palabras.

Había llegado el momento de contar a Darya sus proyectos, y diseñó a su amigo el porvenir que él mismo se labraría y la forma en que atraería hacia su escuela a los jóvenes mejor dotados de la India. Les inspiraría fuerza y sabiduría, y reuniría a los mejores maestros y los más fuertes en la fe de todas partes. Llevaría a cabo lo que su padre no había hecho.

Darya escuchaba con los ojos brillantes y una expresión humorística y tierna a la vez en su rostro. Pero David siguió hablando impasible.

—¿Y harás que se hagan cristianos todos esos jóvenes hindúes? —preguntó al fin Darya.

—No haré nada contra su voluntad —replicó David con naturalidad.

—¡Ah! Ya conozco esos procedimientos occidentales. Los rodearás de comodidades y vuestra agua corriente, vuestras habitaciones limpias, vuestras blandas camas, vuestras grandes bibliotecas y vuestra saludable comida, y si se hacen cristianos dispondrán de todo eso. Pero más tarde los jóvenes doctores desearán grandes hospitales y máquinas eléctricas, y no querrán vivir en los pueblos, y los maestros se negarán a enseñar en las escuelas de los pueblos, y las muchachas querrán casarse todas con hombres que puedan ofrecerles casas como las vuestras.

—¿Hay alguna razón para que un hombre no pueda ser cristiano y vivir en una casa limpia y alumbrada con electricidad en lugar de con aceite humoso? —preguntó David.

—Se ha de andar todo un camino —repuso Darya—. Ese hombre no puede salir de su pueblo para ir directamente a la cristiana América. Ha de regresar a su pueblo y mejorar éste con sus propias manos, amigo mío.

—Como tú haces sin duda —replicó David con ironía.

—¡Ah! Pero yo no soy un pueblerino —replicó Darya—. Sería una manifiesta falsedad en mí pretender hacer aquello para lo que no he nacido.

—Por lo tanto, yo debo hacer aquello para lo que creo haber nacido —insistió David.

—Naturalmente. Construye tu escuela y yo enviaré allí a mis hijos. Pero no esperes que ellos quieran luego ir a los pueblos. Y cuando regresen a casa y me pidan que instale la electricidad, yo me negaré, pues no me gusta la electricidad.

—¿Quién te dice que debes instalar la electricidad? —preguntó David.

—Es el inevitable resultado.

El humor de Darya cambió súbitamente y de nuevo se tornó persuasivo.

—Sé feliz. Es todo lo que yo te pido.

Los dos jóvenes permanecieron un tiempo silenciosos y después de un rato David cerró los ojos y se durmió. Cuando se despertó, los niños habían desaparecido. Pero Darya permanecía reclinado sobre unos cojines leyendo un libro a la luz de una pequeña lámpara de bronce colgada de la pared detrás de su cabeza.

—No te vayas a tu casa —dijo Darya con acento afectuoso—. Quédate aquí conmigo, David. Mi casa es tu casa. Vives demasiado solo.

—He disfrutado de un sueño maravilloso. Un sueño —añadió— restaurador y fresco. Pero ahora debo regresar, Darya.

Darya bromeó.

—¿Estás, pues, decidido, David?

Era ya de noche y cuando salieron, un criado estaba esperándolos con una linterna en previsión de que hubiera serpientes en el camino hasta la verja, y cuando llegaron a ella Darya ordenó al criado que iluminara el camino a David hasta la misión.

—Las serpientes aparecen en la oscuridad del verano y debes guardarte de ellas.

Los dos amigos se despidieron y David echó a andar detrás del criado de Darya. El polvo que el hombre levantaba al andar se le metía a David en las narices. La noche era oscura y sofocante, y la luz del farol brillaba envuelta en un halo de oro. Cuando el joven llegó a la puerta de la misión dio algún dinero al hombre que le había acompañado y él portero encendió una antorcha y echó a andar delante de él hasta la casa, también para protegerle de las serpientes que reptaban por la noche. La casa estaba silenciosa y su atmósfera era caliente, David subió la escalera a la luz de una lámpara que había encendido y que llevaba en la mano. Sus pasos producían un eco en el desnudo suelo. El joven entró en su habitación y paseó, la mirada en torno suyo como tenía por costumbre para comprobar si había algún escorpión o algún ciempiés. Los lagartos eran inofensivos y, pegados a las paredes o al techo, se comían los mosquitos. Por lo tanto, se les tenía por amigos. Algunas veces, durante la noche, David les oía caer suavemente sobre el techo de algodón de su mosquitero. David se desnudó, se echó agua por todo el cuerpo en el cuarto de baño y tal como estaba se metió en la cama. Por alguna misteriosa razón y muy contra su voluntad, aquella noche soñó con Olivia. Fue un sueño ardoroso y turbador. Soñó que ella había llegado, que estaba allí y que la tenía entre sus brazos. Soñó que ya no se iba más, que se quedaba en la India y que eran felices juntos. Era la primera vez que soñaba con ella desde su llegada a la India, y cuando antes del amanecer se despertó en la oscuridad, se dijo que la que le había hecho soñar era la esposa de Darya. Darya amaba a su mujer. ¡Qué extraño que se llamase Leila!, Leilamani. Había recibido una fuerte impresión al oír su nombre, aunque no quiso decir a Darya que el nombre de su madre era Leila. Ahora, al pensar en su madre, dio a recordar a su país y su niñez; luego volvió de nuevo a Olivia; ésta se acercó a él y sus ojos eran tan oscuros como los de Leilamani.

«Intenta de nuevo —le había dicho Darya—. Intenta de nuevo, David». Éste permanecía tendido sobre una esterilla seca, escuchando el casi imperceptible rumor que producían las patas de los lagartos al moverse. Fuera, en aquellas horas anteriores al amanecer, muy quietas y tranquilas en la India, oyó el balbuceo de una voz humana y más tarde el redoble de un tambor. Una mujer tímida sentiría mucho miedo en la India por la noche. Pero Olivia no era tímida. Sí, debía intentar convencerla. Darya estaba en lo cierto. No era bueno para un hombre permanecer solo en la India. Se alzó de su cama y encendió una vela que tenía sobre la mesilla de noche. Luego se sentó en una silla de bambú y se dispuso a escribir la primera carta de amor de su vida.

En el otro extremo de la ciudad, Darya estaba también escribiendo a Olivia, y Leilamani, inclinada sobre su hombro, con el cabello flotándole en la espalda, observaba las curvas de la letra inglesa y admiraba la habilidad de su esposo, sintiendo una profunda adoración hacia su fuerte y morena mano. Un poco antes, aquella misma mano había acariciado su rendido cuerpo y cuando sus corazones se apaciguaron, Darya pensó en David. Entonces Leilamani empezó a enfurruñarse y quiso saber lo que su marido estaba pensando, y Darya contó a su esposa que David, su hermano, no tenía esposa, hablándole de la alta y orgullosa muchacha que no quería casarse con él. Le explicó también que en el extraño país que existía al otro lado de las aguas negras, las mujeres eran muy voluntariosas y sólo se casaban con el que ellas elegían. Leilamani escuchó atentamente, todavía apoyada en el desnudo brazo de Darya, y de súbito se mostró grave.

—Es una perversidad —exclamó, y luego, llena de piedad por el joven norteamericano a quien Darya amaba, añadió con gentil decisión—: Y tú, bien querido, ¿por qué no ayudas a tu hermano del alma?

—¿Yo? —preguntó Darya con acento soñoliento.

—Tendrás que hacerlo —insistió Leilamani—. Debes escribir una carta a esa Olivia, y decirle que no se porta bien negándose a casarse con David. Dile lo delgado que está y lo solitario que vive en su casa. Haz todo lo que puedas por enternecerla. Tú sabes hacerlo muy bien, Darya.

Darya miró a su esposa y sonrió tiernamente, demasiado feliz para moverse, pero Leilamani no pensaba en dejarle descansar. La joven le empujó con sus suaves manos, y como él no se movía del lecho, ella saltó de la cama y empezó a andar por la habitación con su suave y negro cabello flotándole sobre la espalda. Entonces se puso a cantar para que él no pudiera dormir. Era una canción improvisada en aquel momento y en la que decía a Darya que no se acostaría más aunque la llamara muchas veces, a menos que cumpliera inmediatamente su deber de hermano, pues al día siguiente él estaría en un sitio u otro y ella no podría pedirle nada. Pero en aquel momento era de ella. Entre risas y cantos, Darya se enfadó un poco, pero al fin la joven logró convencerle, recordándole que a menudo aseguraba que tenía que hacer algo, aunque luego lo olvidaba o lo aplazaba, hasta que ya no era ocasión. Al cabo Darya se levantó y empezó a escribir la carta, y cuando la tuvo escrita la leyó en voz alta, traduciéndola a su propio idioma mientras lo hacía.

Señorita Olivia Dessard:

Querida hermana:

Le parecerá a usted extraño recibir una carta mía. Pero le escribo para hablarle de mi hermano David MacArd, pues creo que usted no le habrá olvidado. Está aquí, en Poema. Se lo digo por si no lo sabe. Vive sólo en la misión. Los demás misioneros se han marchado a las colinas, huyendo del calor que estamos padeciendo. Es un muchacho fuerte y santo, y desea resistir todo lo que resiste nuestro pueblo. Sin embargo, está muy delgado y le faltan los cuidados de una esposa. Como amigo y hermano de David, te suplico que vuelva a pensar en el asunto y se reúna con él. En caso de que él no la requiera más (yo le he aconsejado que le pida a usted de nuevo relaciones amorosas) hágamelo saber, pues yo entonces te pediré qué tenga valor. Estoy seguro de que no encontrará usted un marido mejor en ninguna parte. Quedo esperando con la mayor ansiedad su respuesta.

Su amigo y hermano,

Darya.

Leilamani aprobó la carta, y cuando estuvo cerrada y franqueada, llamó a un criado para que fuera inmediatamente a la oficina de Correos y la depositase en el buzón nocturno.

Luego la joven volvió al lecho junto a Darya, que ya se había acostado, y ambos durmieron aquella noche con sueño profundo y tranquilo.