IV

David no vio a Olivia durante muchas semanas, en parte por la extraña cobardía que se apoderaba de él cuando recordaba la última mirada que ella le había dirigido, y, en parte, porque no deseaba estar presente o cerca mientras su padre tomaba posesión de la casa.

MacArd había procedido con su acostumbrada resolución y rapidez, y una vez que sus abogados concertaron el precio de la venta, lo pagó en el acto. Entonces encargó a los arquitectos que proyectasen tres nuevos edificios y las reformas que fueran necesarias en la mansión comprada. En primer lugar, debía construirse en el primer piso de ésta un departamento para el director, Barton, según se suponía, ya que era obvio que deseaba el puesto. También era obvio que se mostraría obediente a todos los deseos del multimillonario. MacArd ordenó a los arquitectos que procurasen seguir su gusto, y pidió a Barton que buscara cierto número de hombres para que formaran el consejo directivo, del que él, MacArd, sería el presidente. Convinieron en que la escuela se abriría el otoño del año siguiente, con una instalación de servicios muy completa y una nómina imponente, y designó a empleados de sus oficinas para que llevaran adelante sus planes, pues desconfiaba de la habilidad práctica de Barton.

—Encárguese de buscar los hombres mejores para la facultad —le dijo—. Yo no sé nada de tales menesteres. Págueles lo que sea necesario por que dejen sus presentes empleos.

—Teología histórica —murmuró el doctor Barton—; hebreo y griego; teología sistemática; lenguas clásicas; historia de la Iglesia, exégesis.

—Sí, sí —repuso MacArd—. Todo eso es asunto de usted. Lo que yo quiero es cierta clase de hombres. Hombres con espíritu de pioneros.

—Tendremos que acércanos a los colegios y universidades para hacernos con sus graduados —dijo Barton solemnemente.

—Naturalmente, naturalmente —asintió MacArd con acento impaciente—. Yo me limito a decir lo que deseo. Si hay alguna dificultad en el dinero, podemos instaurar un sistema de becas, aunque no veo por qué no podemos lograr que otros contribuyan también al sostenimiento de las becas.

—O a las cátedras de teología —añadid el doctor Barton deseoso de mostrarse práctico.

MacArd hizo gestos de asentimiento y tabaleó sobre la mesa. La entrevista se ventilaba en su oficina, y aunque decidido a llevar adelante sus planes sin la menor dilación, estaba ansioso porque se marchara Barton.

Se sentía dominado por una ansiedad que no podía explicar a un hombre tan sencillo como Barton, que no entendía nada en absoluto de negocios. Aquel año, la producción de oro en los Estados Unidos sería evidentemente la más baja en muchos años. Las cifras que poseía sobre la cuestión le habían llegado de Washington aquella misma mañana y señalaban un increíble descenso en la producción del precioso metal, En aquel momento del soberbio crecimiento del país, cuando todo lo demás se desarrollaba a enorme velocidad, cuando comenzaban a poblarse las nuevas tierras del Oeste, cuando de los pozos de petróleo surgían fuentes de eterna riqueza, cuando las manufacturas iban en aumento y el número total de millas de sus ferrocarriles era tres veces mayor que un cuarto de siglo antes, cuando el número de habitantes aumentaba y aumentaba sin cesar, sólo la producción de oro se mostraba remisa, muy por debajo de la demanda. El oro no podía ser extraído de las minas con la suficiente rapidez para cubrir las necesidades de una moneda básica. MacArd venía meditando hacía tiempo en la posibilidad de extraer oro de minerales de poca calidad. Sólo un milagro podía salvar la prosperidad del país, y él vio el milagro como un espejismo en el desierto, la gloria de una nueva era, una era en la que el charlatán William Jennings Bryan sería derrotado y en la que todas las absurdas ideas socialistas de los populistas, Greenbacks[2] y del Silver Party[3] se desinflarían por obra y gracia de la abundancia de oro y en la que los iracundos campesinos, prestos a engrosar las filas del melenudo Bryan, serían aplacados. Un fuerte gobierno basado en el patrón oro seria la base de una expansión en los negocios como aún no había conocido el país.

—Ahora, Barton —dijo firmemente MacArd—, tengo que pedirle que vaya usted a sus asuntos, pues yo tengo los míos. Debo hacer el dinero para ustedes, ¿comprende?

—Esté seguro de que he acometido esta tarea como un sagrado deber —contestó el pastor.

Éste no había vuelto aún la espalda cuando MacArd estaba ya hablando por el teléfono de su oficina, a la vez que golpeaba nerviosamente sobre la mesa con su mano abierta.

—Llame a los abogados y dígales que vengan ahora mismo.

Pasaron días, MacArd permanecía sumido en una tarea que no explicaba a su hijo ni éste intentaba comprender, y de esta forma fue avanzando el año. No tuvieron fiestas ni bailes, pues MacArd; había decretado un año entero de luto. David permaneció todo el tiempo ocioso. Sin embargo, no se sentía descontento ni insatisfecho. Había terminado el período del colegio, que le impidió vivir en su casa durante ocho años, y aunque seguía echando de menos a su madre, experimentaba una agradable sensación de libertad en la vasta y tranquila casa de la Quinta Avenida. A finales de otoño recibió una carta de Darya, y David respondió al joven hindú pidiéndole que le hiciera una visita. Aquel mismo día expuso la idea a su padre, el cual, aunque absorto y abstraído, la autorizó.

—Ya supongo que te sientes solo —dijo de pronto a David.

La mañana era gris, pues noviembre se aproximaba ya, y la casa tenía una apariencia sombría. Aquel joven que vivía solo día tras día tenía por fuerza que encontrar la casa triste, a pesar de su lujo y su caldeado ambiente.

—No me siento solo —repuso David con su acostumbrado buen humor—. Pero me gustaría conocer mejor a Darya.

—Bien, pues que venga —contestó MacArd antes de volver a sumirse en su abstracción.

Sabía que era inútil intentar explicar el laberinto de sus pensamientos. Se encontraba en un período de creación durante el cual le era imposible explicar nada a nadie. Observaba las estadísticas de la producción de oro, confeccionadas semanalmente para que él las pudiera examinar, pero se progresaba muy lentamente. La maquinaria necesaria para aumentar la producción tenía aún que ser diseñada y, por lo tanto, construida. Ya se habían producido dilaciones y errores. Empezaba a temer que transcurrirían lo menos cinco años antes de que pudiera disponerse del suficiente oro para mantener la firmeza del país. Mientras tanto, el Tesoro Nacional era desvalijado por cualquiera que podía producir un dólar de plata y obtener su equivalencia en oro. El oro así obtenido no iba a parar a los Bancos, sino que era escondido debajo de un colchón, en un escondrijo de una chimenea o bien metido en viejos calcetines. El oro desaparecía rápidamente de la circulación, y si esto continuaba, sería inevitable un nuevo pánico. Nada podía evitarlo. Incluso podría llegar a afectar el prestigio de la nación en el exterior. MacArd se apartó de la mesa del desayuno, donde había estado elaborando todos aquellos pensamientos.

—Sí, sí —murmuró—. Invita a ese individuo. Dile que puede permanecer aquí todo el invierno si lo desea. Podéis hacer un viaje a cualquier parte. Yo no podré salir de aquí en mucho tiempo.

—Me gustaría poderte ayudar —dijo David, intranquilo por la palidez del rostro de su pare.

—Nadie puede ayudarme, David.

—No se trata de dinero, ¿verdad, papá? —preguntó David.

—Por lo menos no del mío —respondió MacArd—. Pero la nación camina hacia la bancarrota, a menos que la substracción de oro pueda ser contenida. El melenudo Bryan puede llegar a ser presidente cualquiera de estos días si no andamos con cuidado.

David se encontraba en el caso de todos los jóvenes recién graduados en segunda enseñanza. No comprendía ni los negocios ni la economía ni la política. Si tenía que continuar las tareas de su padre había de hacer por comprender aquellas materias, aunque no estaba muy seguro de que le gustase trabajar al lado de su padre. Anhelaba otra vida, un mundo distinto donde el pensamiento y el espíritu fueran más importantes que el afán de hacer dinero y de dirigir la política. ¿Por qué era su padre tan opuesto a William Bryan? Quizás éste pudiera ser un buen presidente. Pero el joven no deseaba aún enfrentarse con la vida que tenía ante sí, una vida confusa, llena de incógnitas, de cambiantes facetas.

—Concédeme un año, papá —dijo acompañando sus palabras con su juvenil sonrisa—. Un año, y luego intentaré comprender todas esas cosas y serte de alguna utilidad.

—Tómate todo el tiempo que quieras —gruñó MacArd. En un año no se habría resuelto nada. MacArd se limpió su gris bigote con la servilleta y se marchó a su despacho.

Darya pensó, mientras doblaba la cordial carta de David, que era una verdadera lástima dejar Poona cuando el tiempo era mejor y más fresco. Pocos meses después, en febrero o marzo, el seco calor sería sofocante, y entonces sí que resultaría agradable tomar el barco en Bombay, cruzar el mar Rojo y el Mediterráneo y atravesar toda Europa e Inglaterra para llegar a Norteamérica en junio. Conocía bien Inglaterra, pero jamás había estado en los Estados Unidos. Su padre era uno de los hindúes que admiraban a Inglaterra y había educado a sus hijos para que parecieran medio ingleses. Darya hablaba inglés tan correctamente como su lengua materna, el márata, y se había graduado en Cambridge con todos los honores. Para que sus hijos pudieran sentirse a gusto en Inglaterra el padre había edificado una casa inglesa dentro de sus posesiones de Poona y contratado un preceptor inglés, un hombre procedente de Cambridge, para que viviera en compañía de sus hijos. Durante toda su niñez Darya se había visto obligado a comer chuletas de cordero, rosbif y budín del Yorkshire, col hervida con patatas y dulces como postre. Su padre creía que todo esto le prepararía adecuadamente para vivir entre los ingleses cuando estuviera en Cambridge. Sólo los domingos Darya y sus hermanos más jóvenes se reunían con la familia en la gran mansión hindú para comer los deliciosos platos hindúes condimentados con especias.

Los años de Inglaterra habían transcurrido para el muchacho tranquila y rápidamente. Le gustaba la vida inglesa, aunque a menudo se sentía confuso al comprobar la enorme diferencia existente entre la gente inglesa que vivía en Inglaterra y la que habitaba en la India. En Inglaterra eran amables y no mostraban el menor aire de superioridad. Pero cuando se trasladaban a la India como gobernantes, cambiaban de un modo radical, tornándose arrogantes y orgullosos. Incluso los euroasiáticos, que eran sólo medio blancos, adquirían ese aire de superioridad. Su padre solía decir que un día terminaría todo, pero nadie sabía aún cómo acabarlo.

Darya se había sentido atraído hacia David MacArd en Londres, y era natural que se tratasen de igual a igual. Pero el hindú dudó mucho antes de entrevistarse con él en la India. Sin embargo, David se había mostrado con él amable, desprovisto de afectación y diferente por completo de todos los blancos que había conocido hasta entonces. El hindú sentía una gran curiosidad por encontrarse con el norteamericano en el propio país de éste. La singular atracción que sentía hacia él le empujaba hacia el oeste, pese a que no tenía el menor motivo para ir allí. Amaba a su pequeña esposa hindú, pero el matrimonio había sido acordado por sus padres, y no esperaba encontrar en ella el menor compañerismo moral o espiritual. Era difícil hallar tales cualidades en nadie. Además, Darya se sentía repelido por los jóvenes hindúes que se habían tornado anglófilos, y también por la debilidad de los que jamás habían cruzado las «aguas negras» camino de Inglaterra. Encontrándose en aquella singular soledad dio con el joven norteamericano y desde el primer momento le consideró como un amigo y como un hermano.

Al llegar el mes de mayo, pues era contrario a sus instintos mostrar la menor prisa no obstante sentirse acuciado por un gran deseo de partir, Darya salió de la India y muchas semanas más tarde su barco atracaba en el puerto de Nueva York. Era su primera visita, pero había oído hablar mucho de la fabulosa y nueva ciudad que elevaba sus edificios hasta el cielo teniendo como base una isla. El joven hindú permaneció en cubierta entre los demás pasajeros, sin importarle las curiosas miradas que le dirigían éstos, y contempló los edificios que se recortaban contra el cielo, sintiéndose maravillado ante las manos que los habían levantado y anclado allí, a prueba de tempestades y terremotos. El presentimiento del futuro poder de aquella tierra de hombres blancos estremeció su corazón. No existía nada que pudiera contener a aquellos hombres, y Darya se preguntó de nuevo, como tan a menudo lo había hecho, qué inquieto espíritu animaba a los hombres blancos del oeste y los impulsaba hacia las grandes distancias, hacia las enormes riquezas, hacia el grandioso poder que un día los llevaría a conquistar el mundo. Cuando el barco se aproximaba al muelle, el hindú casi se arrepintió de haber ido, pues se le ocurrió pensar que tal vez David no fuera en su patria el modesto y amable joven que él recordaba.

Pero sus temores fueron pronto desechados y olvidados. Cuando descendió por la pasarela vestido con su mejor traje y abrigo, ambos de procedencia londinense, y llevando un bastón con puño de oro en la mano, oyó la voz de David.

—¡Darya! ¡Qué contento estoy de que hayas venido!

Era el mismo David de siempre. Se lo dijo su rápido instinto de hindú mientras se estrechaban las manos. Los dos jóvenes se contemplaron con verdadera alegría, sin reparar en las miradas que les dirigía la gente.

—Vamos, el automóvil está esperando —dijo David con acento apresurado, arrastrando a su amigo hacia el coche.

—Espera —exclamó Darya—. ¿Y mi equipaje?

—Ya cuidarán de él —repuso David.

Hablaba a gritos, impulsado por la excitación que le dominaba. Soplaba un suave viento y lucía un brillante sol, y esto hacía que David se sintiera, orgulloso de la ciudad que centelleaba bajo el luminoso cielo.

—Vamos —dijo—. Nos está esperando el almuerzo en casa y estaremos solos. ¡Ah! ¡Qué contento estoy de que hayas venido, Darya!

Darya no había sido recibido jamás de aquella forma por un hombre blanco, y su corazón se estremeció de afecto y cordialidad. Era un país maravilloso aquel en que los hombres blancos podían ser de aquel modo, y donde le daban prisa para ir a una casa perteneciente a un hombre blanco.

—No puedo decirte lo feliz que me siento —balbuceó el hindú.

David rió, y al volverse para mirar a su amigo sorprendió un brillo de lágrimas en los oscuros ojos de Darya.

—¿Cómo, querido amigo? —exclamó—. ¿Qué te ocurre?

—Nada —contestó Darya—. Temí que tú hubieras cambiado.

—¿Yo cambiar? —preguntó asombrado David—. ¿Por qué iba a cambiar?

—No lo sé —contestó Darya.

Pero sí lo sabía. Había visto a demasiados blancos cambiar cuando se encontraban con un hindú.

—Amigo mío —dijo Darya—, debes casarte.

Llevaba viviendo en la lujosa casa norteamericana tres semanas, había recorrido la ciudad, había visitado las tiendas y comprado regalos para su madre, su joven esposa y sus dos hijos, sus tres hermanas, sus tías y primos, su padre, sus tíos y sus sobrinos. Había acudido en compañía de David a los teatros, había oído la nueva música y los domingos había asistido con David y su padre a la iglesia, escuchando perplejo al doctor Barton, a quien no entendió.

David sonrió, ruborizándose débilmente.

—¿Qué te hace decir tal cosa?

Los dos jóvenes habían llegado a un punto de intimidad en que todo podía ser dicho.

—Esta enorme casa —contestó Darya moviendo su morena mano con elegante ademán, para indicar las vacías habitaciones— y tu padre, que sólo te tiene a ti. Es mucho mejor tener varios hijos. Yo me alegro de tener ya dos.

—Yo sigo viendo a mi madre dentro de esta casa —repuso David—. Me resultaría muy duro que otra ocupara su lugar.

Darya pareció horrorizado.

—Seguramente tú no quieres que nadie ocupe el puesto de tu madre. Lo que tú necesitas es una esposa.

—Sí, y me gustaría encontrar una esposa que fuera en todo parecida a mi madre —repuso David.

Darya sacudió la cabeza.

—No, no. La esposa de un hombre y su madre tienen que ser personas totalmente diferentes. Lo contrario es como un incesto en el terreno ideal.

David era lo bastante inocente aún y pareció confundido.

—Pues yo diría que elegir la esposa parecida a la madre de uno es un tributo a su memoria.

—Nada de eso —insistió Darya—. Todas las madres de la India elegirían para su hijo una esposa muy diferente de ellas. De igual casta, eso sí, pero el parecido no pasaría de ahí.

David no contestó. Acababa de acudir a su imaginación el recuerdo de Olivia, a la que no había vuelto a ver. Debido a una curiosa y quizás innecesaria delicadeza, no había querido continuar la reciente amistad mientras su padre compraba la casa. Sin embargo, no había olvidado a la joven, como tuvo ocasión de comprobar.

—Las relaciones entre madre e hijo no se parecen en nada a las de marido y mujer —afirmó Darya con autoridad.

Se encontraban en el salón de David, a última hora de la tarde de un día muy atareado. Habían pasado la mañana, de acuerdo con el deseo de Darya, en los museos de arte. Más tarde almorzaron en Delmonico’s y después asistieron a una función de tarde. Ahora estaban fumando cigarrillos, un nuevo placer para Darya, y permanecían ociosos antes de vestirse para la cena. Darya era muy minucioso al vestirse para la noche, puesto que tenían que presentarse ante el padre de David, a quien admiraba y temía al mismo tiempo.

—Un hombre se torna un ser completamente nuevo cuando contrae matrimonio —continuó el hindú—. Además, una verdadera mujer no desea nunca ocupar el puesto de la madre de su marido. Si es empujada hacia esta posición tan poco natural, se resentirá de ello y despreciará al hombre. Conserva a tu madre en la memoria, amigo mío, y abre tus ojos. Ya es tiempo. No está bien que un hombre viva célibe cuando es joven. Después sí, cuando cree que ha llegado a ser un sanáhu, un santo, si es que consigue llegar a serlo.

El melodioso río de palabras se iba desgranando en el sensible oído de David. Si Darya tenía un defecto, era aquel dorado río de su charla, el flujo de sus palabras provocadas por su inquieto y activo espíritu, un espíritu penetrante. David debía reconocerlo así: un inquisitivo y chispeante espíritu que analizaba cada persona, cada objeto y cada escena que aparecían ante él. Pero aquel día había refunfuñado en un tono humorista a la par que serio.

—Darya, me parece que eres tú el que me estás enseñando Nueva York en lugar de yo a ti —dijo David.

Como complemento de cada experiencia, se había producido el incesante cortejo de los comentarios de Darya, de su presentación de los problemas, de sus críticas, de su humor, de su instantánea comprensión de las cosas. El hindú poseía una inteligencia demasiado aguda para sentirse tranquilo y, no obstante, siempre parecía encontrarse en paz consigo mismo. En aquellas tres semanas de convivencia con Darya, David no había logrado comprender al joven hindú, pero, en cambio, pudo darse perfecta cuenta de que se trataba del hombre más complejo que había conocido, una persona a la que quizá nunca pudiera comprender del todo.

David se decidió a dar un atrevido paso.

—Me aconsejas el casamiento, y, sin embargo, no me has presentado a tu esposa.

Darya abrió sus inmensos y oscuros ojos, unos ojos bellos, protegidos por espesas y rizadas pestañas.

—¡No veo la relación! —exclamó.

—Para el espíritu occidental hay mucha relación entre ambas cosas.

—Pues para el oriental no existe ninguna —declaró Darya con dignidad—. Mi esposa es tímida como lo son aún muchas mujeres hindúes y se hubiera sentido consternada si la hubiera sacado de sus habitaciones para presentártela a ti, y aún se hubiese mostrado más confusa si yo te hubiese llevado ante ella. Por el momento, no hemos aceptado esa costumbre.

David entrevió por primera vez la barrera que se alzaba entre ellos.

—Siento haberte ofendido, Darya.

—Nada de eso —contestó el hindú—. Es difícil para los extraños comprender las relaciones entre hombres y mujeres en nuestro país. Sin embargo, son muy profundas. Nuestra sociedad está basada en las puras relaciones connubiales entre Rama y Sita. El matrimonio es elevado a un plano ideal gracias a ellos y, por lo tanto, es un deber religioso.

—Y tú eres muy hindú, ¿no es cierto, mi querido Darya?

Darya dudó entre la dignidad y la capitulación, y eligió lo último. El joven sonrió, con suave y deliciosa sonrisa.

—Dime —dijo con voz apremiante—. De acuerdo con tus abominables costumbres occidentales, ¿no hay una mujer en tus sueños?

Era imposible mentir a Darya. Éste percibiría siempre la más ligera desviación que se produjera entre el pensamiento y la palabra.

—En mis sueños, no, Darya —contestó David—. Pero le falta poco.

Y entonces habló a Darya de Olivia y le explicó las razones de por qué no había ido a visitarla.

—Pero desde el principio —concluyó— he sabido que volvería a ella.

—Entonces, ¿por qué no lo haces ahora? —preguntó Darya—. Llévame contigo. Apoyado en las ventajas de vuestras costumbres occidentales, podré juzgar por mí mismo y ver si es digna de ti.

El hindú no habló de la fundación en memoria de la madre de David, ni éste percibió la indiferencia con que la idea fue acogida por su amigo. Le hubiera gustado poderse reír de la sugestión de Darya. Pero al joven hindú no era fácil darle de lado, como sabía muy bien. Darya actuaba siempre con amable insistencia, con afectuosa terquedad. Además, la visita podía resultar agradable. Vería a Olivia a través de otros ojos y sabría a través de los suyos propios si la presencia de la joven en la orilla de sus sueños era algo más que fantasía.

—Queda decidido —dijo David.

Había dado a su voz una inflexión alegre, pero Darya no respondió a ella. En lugar de hacerlo, su rostro se tornó grave y sus ojos centellearon peligrosamente.

—¿Cuál es la idea que guía a tu padre en relación con mi país? —preguntó de súbito.

Sus ojos se encontraron, y David necesitó de toda su fuerza de voluntad para no desviar los suyos. No salía de su asombro al ver que Darya se mostraba enfadado.

—Pediré a mi padre que te lo explique —repuso mirando con expresión tranquila a Darya—. Temo ser muy torpe y no poderlo hacer con exactitud.

Darya se puso en pie.

—Es hora de vestirse. Por lo tanto, esperaré.

Los dos amigos se separaron, y David esperó a que terminaran la cena y el café fuera servido, como de costumbre, en la biblioteca, para, armándose de valor, dirigirse a su padre.

—Darya me ha pedido que le presente a la señorita Dessard, papá, y yo se lo he prometido. Pero primero desea saber algo sobre la fundación. Creo que mi padre te dirá algo, Darya, y así tú podrás formarte una idea de cómo la ha concebido.

MacArd dejó su taza.

—La fundación en memoria de mi querida esposa será una escuela de cristianismo aplicado. Esto es, preparará jóvenes para que sean cristianos en el más amplio y práctico sentido de la palabra. Irán por todo el mundo. Tomemos, por ejemplo, el país de usted. Existe allí una falta de dinamismo, de energía, de propósito. Su pueblo es perezoso, poco diligente, y dejan que las circunstancias les dominen y aplasten. Una verdadera religión, una fe vital en el verdadero Dios, les inspirará para mejorarse á sí mismos.

Darya escuchó al señor MacArd con sus ojos brillantes de nuevo.

—¿Hay más verdad en su Dios que en los nuestros? —preguntó con peligrosa tranquilidad.

MacArd dirigió al joven una intensa mirada.

—Sus templos están abarrotados de basura supersticiosa —dijo a boca de jarro— y su pueblo tiene el espíritu alterado por las leyendas de la historia antigua. La atmósfera limpia, un barrido de todo esto, proporcionará a ustedes una nueva fuerza. Yo creo que nuestra propia prosperidad demuestra la validez de nuestra religión. Dios ha estado con nosotros.

—Le concedo a usted el derecho de creer en su religión —repuso Darya con la misma intensa tranquilidad de antes—. Yo he pensado a veces que también me gustaría ser cristiano, si pudiera serlo sin abandonar mi propia religión.

—Esto sería imposible —replicó MacArd vivamente—. Cuando un hombre se convierte en cristiano debe abandonar a todos los dioses y creer sólo en el único.

—¿Excluye usted la mayor parte del mundo? —preguntó Darya.

—Nada de eso —respondió MacArd—. Cualquier hombre puede convertirse y aceptar la fe cristiana.

—Me recuerda usted a cierto millonario norteamericano, señor MacArd, cuyo nombre no digo porque usted le conoce bien. Este millonario dice que no cree en la competición, sino en la cooperación, y, sin embargo, absorbe en su negocio los medios de vida de otros hombres especialmente los de empresas más pequeñas que las suyas. Estos hombres cooperan pasando a ser de su propiedad, y creo que a esto se le llama de un modo extraño: «trust».

MacArd se sintió aludido.

—Le aseguro a usted que no me guía otro propósito que favorecer a su pueblo. Veo a mi propio país rico y próspero, con la gente bien alimentada y feliz. Veo a su país pobre y con la gente hambrienta, y he buscado razones que explicaran esa diferencia.

—¿No puede ser la razón que su país es libre y el mío no? —sugirió Darya mientras sus ojos parecían despedir chispas.

—A pesar de los beneficios del Imperio —dijo MacArd sin comprender—, su pueblo continúa viviendo en un estado de miseria. Por lo tanto, se le debe enseñar a que se ayude a sí mismo. Necesita una nueva fe, una inspirada e inspiradora religión, que yo no encontré en ninguna parte, joven, aunque visité muchos templos.

Las últimas palabras fueron dichas con gran firmeza y David se alarmó.

Darya se puso en pie.

Era un invitado demasiado cortés para discutir con su anfitrión.

—Tendré mucho gusto en ver la mansión —dijo—. Y ahora, ¿me excusará usted, señor, si digo que tengo que escribir algunas cartas? David ha hecho que pasara unos días tan agradables que no he tenido todavía tiempo de escribir a mis hermanos.

El joven hizo una inclinación a MacArd, sonrió a David y salió de la estancia con suave elegancia, cerrando la puerta tras él.

David guardó silencio, y MacArd se sirvió otra taza de café.

—Un joven bien educado, sin embargo, es un pagano —dijo con acento seco MacArd.

David no respondió a su padre. En lugar de ello, murmuró:

—Nunca te había oído decir las cosas que has dicho hoy, papá. No sabía que pudieras hacerlo.

—Ni yo —replicó el padre.

Se bebió el café, dejó la taza y miró a su hijo con expresión irónica, en la que había también un asomo de disculpa.

—No sé lo que ha pasado por mí. No soy teólogo. Pero sospecho que ese joven hindú, tan afectado y lleno de riquezas, cuando yo conozco las condiciones en que vive su pueblo, ha despertado al norteamericano que hay en mí y los recuerdos de la religión de mi padre. Sé que la religión me evitó una serie de males cuando fui adulto.

Se inclinó hacia delante apoyando los codos en sus rodillas, y su voz se apaciguó.

—Hijo, ¿sabes tú si tu madre creía realmente? Hay muchas cosas que yo nunca le pregunté. Siempre pensé que ya tendríamos tiempo de sobra para hablar cuando fuéramos viejos.

Una expresión de humildad apareció en su fuerte rostro. Se sentía turbado e intentó sonreír, pero sintió sus labios demasiado tirantes. Durante un momento esperó con sus gruesos y rojizos párpados medio caídos sobre sus tristes ojos grises.

—Yo tampoco se lo pregunté nunca, papá —repuso David.

No resultaba agradable ver temblar a su padre, que parecía poseído por una inexplicable ansiedad. Luego, fijándose en sus sombreados ojos, sintió lástima de él. Estaba haciéndose viejo en la mayor soledad, y la piedad iluminó su comprensión. El joven tuvo una momentánea visión de lo que era para un hombre perder una mujer como su madre cuando el amor continuaba todavía vivo entre ellos. Procuró dominar aquel sentimiento de piedad y dijo:

—Yo sé que ella creía en todo. En la inmortalidad del alma, por ejemplo.

—¿Lo crees así? —exclamó su padre—. Bien, eso alivia mis preocupaciones. He estado preocupándome por muchas cosas, pensando en que invertí mucho dinero en la fundación cuando quizás ella…

David no respondió y ambos permanecieron silenciosos, sin saber qué decir, pues MacArd no quería enfrentarse con la posibilidad de que su hijo estuviera de acuerdo con el hindú. Cuando habló dijo suavemente:

—Me gustaría que vayas allí para ver cómo marchan las cosas. Yo estoy ocupado.

—Desearía poder serte de más utilidad, papá —repuso David.

—Nadie puede ayudarme —replicó MacArd—. Se trata de un asunto que atañe a todo el país. A menos que alguien con sentido común ponga remedio, vamos de cabeza a la ruina total. Uno de estos días, nuestros acreedores de Europa, e incluso de Asia, empezarán a gritar e insistirán en ser pagados en oro, pero no tenemos bastante oro en el Tesoro Nacional para hacer frente a nuestros débitos. Tal es la escueta y llana realidad. Si los silverites ganan la batalla y adoptamos el bimetalismo, estamos perdidos. Si por lo menos pudiéramos encontrar un químico capaz de sacar oro de los minerales de poca calidad.

David escuchaba sin comprender. Le daba vergüenza confesar a su padre que con todos sus años de estudio desconocía el significado de la palabra bimetalismo. Había sido un alumno aventajado en la clase de griego y obtenida premios en literatura inglesa y filosofía, pero no tenía la menor noción de cuál era la amenaza anunciada por las palabras de su padre, aun cuando parecía que iba a significar mucho en su propia vida. Y sentía deseos de saber. La vida era bella y agradable tal como se presentaba, aunque estuviera teñida de tristeza por la muerte de su madre. La belleza debía contener también su parte de tristeza, así lo habían demostrado Shelley, Keats y Browning.

—Si puedo servirte de algo, papá, deberías ponerme en antecedentes. —El joven titubeó un momento—. Supongo que debo irme escalera arriba.

—Buenas noches —se limitó a responder MacArd, levantando la cabeza para observar cómo su hijo abandonaba la habitación. Luego permaneció un largo tiempo sumido en sus pensamientos.

Era el primer día realmente caluroso del verano, y los dos jóvenes dejaron de buena gana el polvoriento tren, pese a que el viaje había sido corto. Darya miró alrededor con un vivido sentido crítico.

—¡Esas colinas cubiertas de bosques! ¡Esos valles desiertos! —exclamó—. Parece estar uno en plena selva y sólo nos encontramos a una hora de tren de una ciudad enorme. Algún día, David, el resto del mundo pensará que los norteamericanos no tenéis derecho a mantener vacío todo esto. Piensa en lo hacinada que vive la gente en el sitio de donde yo vengo.

—Nosotros no tenemos unas familias tan numerosas como las vuestras —repuso David.

El joven se sentía un tanto disgustado, pues había podido observar que sus relaciones con Darya habían cambiado sutilmente aquella mañana. Darya criticaba todo cuanto veía. Cierto que lo hacía alegremente. Pero bordaba sus críticas con rápida charla, con símiles y metáforas que enriquecían cada una de sus devastadoras frases. Pero en su interior David sentía que Darya se estaba erigiendo en juez de él. El occidental estaba turbado e irritado a la vez, sobre todo porque Darya no abandonaba ni un solo instante su cortesía de invitado. Sin embargo, él se vanagloriaba de sus afectuosas relaciones.

—¡Ah! —exclamó Darya—. El viejo argumento anglosajón. La razón dada por cada virrey por no proporcionar un beneficio a mi pueblo con el Imperio… ¿De qué sirve dar de comer a un pueblo que no hace otra cosa que aumentar la población? El hambre es inevitable, y ciertamente deseable, según afirman los gobernantes. Eso mantiene al pueblo en la obediencia.

—No puedes negar que la India está superpoblada.

—El argumento demuestra la mayor ignorancia —replicó Darya—. ¿Has observado alguna vez a un árbol moribundo? Cuando el árbol sabe que se le acaba la vida, produce con todo frenesí flores y semillas, una cantidad de ellas más elevada que lo normal. Pues, amigo mío, la ley de la naturaleza, como vosotros la llamáis, o de Karma, como la llamamos nosotros, dándole el mismo significado de destino, es que aunque el individuo muera, la especie no debe morir. Sólo mueren las especies cuando ya no pueden reproducirse. Y nuestra fuerza estriba en que todavía podemos reproducirnos, y por eso no hemos desaparecido de la faz de la tierra. Aún nos enseñan a respetar a nuestros padres, a someter nuestros deseos particulares al bien de la familia, y de no ser por esto ya hubiéramos desaparecido como han desaparecido otros muchos. «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean largos sobre la tierra». Esto es también cristiano, ¿no es verdad?

—Ya sabes que no puedo discutir contigo —repuso David complaciente—. Eres demasiado rápido para mí.

—Pero tú no estás de acuerdo conmigo —afirmó Darya.

—No siempre —admitió David.

—Por lo tanto, nunca quedarás convencido —insistió Darya.

—No, si es contra mi voluntad —replicó David.

—¡Pero tu razón, tu razón! —gritó Darya con pasión—. ¿No hay un modo de llegar a tu razón, hombre blanco?

Se encontraban en el andén de la pequeña estación de ferrocarril, y ambos jóvenes se habían olvidado del lugar donde se hallaban.

El jefe de estación los miró sorprendido. Eran un blanco y un negro que se peleaban. Lo mejor sería intervenir. Escupió el tabaco que tenía en la boca y masculló:

—¿Se les ofrece algo, caballeros?

David dio un respingo.

—¡Oh, no gracias! Vamos, Darya. Estamos dando un espectáculo.

Volvieron rápidamente la espalda al hombre, que escupió de nuevo y siguió masticando su cigarro mientras murmuraba algo y sacudía la cabeza.

—Iremos a pie —dijo David—. Está sólo a dos millas.

Los dos jóvenes empezaron a remontar el río dispuestos a olvidar la discusión y a gozar del día. David se sorprendió del deseo que sentía de vera Olivia, Había pensado en ella mucho durante la última noche, viendo su moreno rostro, con toda claridad, recortado contra las cortinas de su memoria.

—Este río me hace pensar en nuestro Ganges —dijo Darya con su acostumbrado tono amable—. Mi padre va cada año y nos trae frascos llenos de agua sagrada.

—Eso es lo que no entiendo —contestó David—. Tu padre bien, pero tú no, Darya. Cambridge y el sagrado Ganges, no pueden ir juntos.

Darya se detuvo.

—Mírame —exclamó—. ¿No ves mi frente? Tengo aquí una línea invisible —y el joven se pasó el índice desde el nacimiento de su cabello hasta el arranque de su alta y bella nariz—. Esté lado, el lado izquierdo, el lado del corazón y en el otro, Cambridge, el mundo moderno, la ciencia.

—¿Mantienes los dos lados separados?

—Separados e inviolados.

—No puedo comprenderlo —comenzó David.

—No intentes comprenderlo —murmuró Darya—. Acéptalo simplemente. Algún día, aún lejano, la línea desaparecerá. Pero la ciencia marcha siempre detrás de las intuiciones religiosas, y hasta que llega a explicar los misterios de la fe, la línea permanece inamovible.

—¿Y tú estás contento con eso? —preguntó David.

—Debo estarlo —declaró Darya—, pues no puedo hacer nada para evitarlo. Si yo fuese un hombre de ciencia, me dedicaría a explicar esa línea divisoria. Pero no siento vocación por la ciencia. Soy solamente un hombre que espera.

David no replicó. No había réplica posible, pues, como de costumbre, Darya se lo había dicho todo. El joven se daba cuenta de que hasta aquel momento su espíritu no había hecho nada en el sentido de la creación, limitándose a asimilar lo que le enseñaban y a recibir lo que le daban. No tenía una opinión válida por sí misma y había pensado mucho menos que Darya, aunque eran aproximadamente de la misma edad, y comenzaba a sentirse incómodo en su presencia. Era tiempo de que terminara la visita. A pesar de su agradable compañía, la presencia de Darya empezaba a representar para David un reproche y un peso. Él no estaba aún en condiciones de poder hablar de las grandes cuestiones de la vida y del universo, ni siquiera del amor. Deseaba vivir cada día tal como se presentaba. Le gustaba seguir siendo como era, un muchacho sencillo y sin sutilezas de ninguna clase. Como norteamericano, desconfiaba de las sutilezas y creía estar empezando a sentir antipatía hacia las mismas, aunque era Darya el que hacía gala de ellas. Quizás hubiera pasado el momento de comprenderse el uno al otro.

Los dos jóvenes anduvieron en silencio mientras el sol se hacía cada vez más ardiente y llegaba a su cénit. Habíanse desayunado tarde y abundantemente, y Darya declaró que no pensaba comer hasta que llegaran, a su casa por la tarde. Afirmaba que la comida norteamericana era muy pesada y que permanecía demasiado tiempo en los intestinos, y algunas veces ayunaba durante un día entero. Ahora andaba más de prisa que David, balanceándose ligera y firmemente y parecía no sentir ni los efectos del calor ni del polvo. De pronto surgió la curva del río y la casa apareció ante ellos en lo alto de la colina.

—Aquí es —dijo David.

Se detuvieron para observar el panorama.

—Un sitio magnífico —exclamó Darya—. ¿Así que esto será la cuna de los maestros que enviaréis a mi país? ¡Muy norteamericano!

David experimentó una súbita reacción.

—Supongo que lo mejor que un pueblo puede dar a otro pueblo son sus hombres escogidos.

—¿Y no habrá reciprocidad? —preguntó Darya—. ¿Aceptaría tu pueblo a nuestros hombres? Si es así, me ofrezco yo mismo. Me quedaré aquí y predicaré, David, la fe de nuestro pueblo. ¿Crees que tu padre me aceptará?

David se volvió hacia su amigo.

—¿Estás bromeando?

—Nada de eso —replicó Darya—. Hablo completamente en serio. ¿No sería una prueba de sentido común que un hindú enseñara a vuestros maestros a comprender a sus futuros discípulos? ¿No sería un bien para ellos que empezaran por comprender al país adonde han de ser enviados? Lo digo en serio, completamente en serio. ¿No sería yo bien recibido?

La flecha había dado en el blanco. Darya conocía a David. El hindú había disparado su pregunta como una jabalina y permanecía inmóvil, con los puños cerrados y el mentón salido. David dio un paso atrás, pero antes de que ninguno de los dos pudiera hablar oyeron una voz de mujer.

—¡David MacArd! ¡Qué sorpresa!

Era Olivia, venía del río, donde había estado bañándose. Su traje de baño estaba mojado, y su largo cabello, chorreando aún agua, pendía sobre su espalda. Como estaba sola, no se había puesto medías de baño y llevaba sólo sandalias. El sol brillaba en sus húmedos brazos y en su garganta, en sus ojos y en sus pestañas, centelleantes y bellos.

Los dos jóvenes olvidaron su discusión, siendo David el primero en hablar.

—Olivia, le presento a Darya, mi amigo de la India. Darya, te presento a la señorita Dessard.

—Olivia, me permitirá usted que la llame por su nombre propio, ya que David es mi hermano.

Olivia le tendió la mano.

—Me alegro de verle. Mi abuelo me hablaba de la India con frecuencia, pues estuvo en ella una vez. Entren ustedes en casa, por favor.

Echaron a andar juntos, Olivia entre los dos jóvenes, y cuando el sendero se estrechó, entonces ella marchó delante, Darya en medio y David detrás. Era fácil darse cuenta de que Darya se había sentido impresionado por aquella muchacha serena y dueña de, sí misma y que Olivia experimentaba una súbita simpatía por Darya. En la cima de la colina, David se adelantó y la joven quedó de nuevo entre ellos. Darya y Olivia hablaban rápida e ininterrumpidamente, y David pensó que jamás había visto hablar a la joven con tanta vivacidad ni tanto entusiasmo. El joven sintió de pronto unos profundos celos. Darya había conseguido ponerla contenta, mientras que con él se había mostrado siempre tímida y silenciosa. Su corazón se encogió, y el choque hizo que el amor cristalizara en él De haber previsto que Darya iba a producir aquel efecto en la joven, que reía y hablaba con él como si le conociera de siempre, no le hubiera llevado allí, David seguía andando sin poder despegar los labios, y cuando al fin entraron en la casa, Olivia, con su clara e imperiosa voz, intensamente alegre, dijo:

—Entren en el salón, hagan el favor. Mamá bajará en seguida, pues yo voy a cambiarme. No podemos ofrecerles un té como antes lo hacíamos, pero hay vino y bizcochos sobre la mesa. Hagan el favor de servirse.

Olivia subió la escalera con agilidad. Darya fue el primero en entrar en el salón y sirvió él vino como si se encontrara en su casa, y alargando un vaso a David le puso delante la bandeja de bizcochos.

—Amigo mío —dijo él hindú en voz baja a la par que intensa—, si no te casas con esta muchacha, es que estás loco. No sólo es bella, sino inteligente y de espíritu alegre ¡Te envidio!

David tomó la copa de vino y rompió con la mano libre un bizcocho. Luego alzó sus defensas contra Darya y su magnético encanto.

—Tengo intención de casarme con ella —repuso sorprendido por la frialdad que demostraba al exteriorizar su espectacular decisión.

Aquella noche, cuando llegaron a casa, David seguía dominado por un vago y confuso estado de ánimo. Apenas despegó los labios cuando Olivia volvió a bajar, y no prestó la menor atención a la ardiente y entusiasta charla de Darya, que se dedicó por completo a la bella muchacha. David habló desmayadamente con la señora Dessard, escuchando las lamentaciones de la dama a propósito de la mudanza y del cuidado de los muebles que se llevaban. Tampoco oyó nada de lo que Darya dijo durante el camino de regreso. El dorado río de entusiásticas palabras siguió fluyendo de los labios de Darya, que continuó dedicado al elogio de la maravillosa muchacha, de su gracia, del orgullo que dejaba transparentar su noble cabeza, de sus largas y delgadas manos, de la fuerza que había en ella, de su incomparable y latente poder.

—Se necesita valor para ser su marido, ¿comprendes? —dijo con voz ardiente—. Pero es una tarea tan incitante… Y tú serás también fuerte, David. Encontrarás en ella un manantial de fuerza que se transmitirá a ti.

—Y bien —exclamó MacArd en la mesa del comedor—, ¿cómo están los edificios?

Los dos jóvenes se miraron sorprendidos; Darya se echó a reír y David se tornó como la grana.

—Nos olvidamos de echarles un vistazo, papá.

—¡Olvidarse de echarles un vistazo! —exclamó MacArd asombrado.

—Sí, estuvimos hablando con…

—Con Olivia —se apresuró a añadir Darya.

—Con la señorita Dessard —murmuró David entre dientes.

MacArd miró a su hijo y frunció sus espesas cejas.

—Bien, bien, bien —masculló.

Como David no daba explicaciones, Darya se apresuró a proteger a su amigo.

—El panorama, señor MacArd, es soberbio, maravilloso, un lugar que inevitablemente llena de infinito el pensamiento de los hombres, un lugar adecuado para pensar en el alma.

—Ésa es mi idea —asintió MacArd—. Me alegro que haya usted comprendido mi idea.

El instinto le dijo a Darya que había llegado el momento de proseguir su viaje por occidente. Tenía curiosidad por ver algunos lugares de los Estados Unidos. Deseaba conocer a los negros del Sur y tenía planeado emprender el viaje de regreso desde California. Los dos amigos no hablaron más sobre Olivia, pues el hindú adivinó que David no quería hablar de ella, pero esta reserva era como una tiniebla tendida entre su amistad.

—Amigo mío, debo regresar a la India —dijo Darya una mañana—. Hace ya semanas que estoy aquí. He olvidado cuántas. Él año está pasando y quiero aún hacer muchas cosas. Mi padre me pidió que estuviera de regreso a mediados de otoño, así que no puedo estar más, aunque he sido muy feliz aquí.

—Puedes volver de nuevo —repuso David.

—Y tú debes venir a la India —contestó Darya. Hubiera deseado añadir: «Quizás en tu viaje de novios», pero no lo hizo. Forzar una confidencia era tan poco remunerador como abrir a la fuerza una flor de loto. El resultado era siempre que no había perfume ni belleza.

David sonrió en silencio y permaneció al lado de Darya mientras su amigo hacía el equipaje. El hindú, que a veces se mostraba tan perezoso como una mujer hermosa, se convertía en un hombre activo tan pronto como tomaba una resolución. El joven puso todas sus cosas en perfecto orden; los nuevos regalos que había elegido para su familia, una pulsera de oro con brillantes para su esposa, un brillante solitario montado en un broche para su madre, y para su padre unos grabados de Audubon que representaban pájaros americanos, tan diferentes de los que volaban en los campos de Poona; y para sus hijos pequeños juguetes mecánicos. Además, compró relojes para sus hermanos y hermanas, primos, tíos y tías.

La noche del día siguiente estaba todo listo, las maletas hechas, y David le acompañó a la estación. Darya no quería que hubiera ningún ambiente de despedida.

—Esto no es el principio ni el final de nuestra amistad —afirmó—. Existía ya antes, de que hubiéramos nacido, y nunca acabará, a menos que lo decidamos, lo que yo nunca haré.

—Ni yo tampoco —contestó David.

Tan alegremente como si hubieran de encontrarse de nuevo a la mañana siguiente, Darya subió al tren, buscó un asiento y agitó su mano por la ventanilla. Los dos jóvenes permanecieron hablando hasta el último segundo, una charla tonta, amistosa y superficial, como si ambos estuviesen de acuerdo en que no debía haber nuevas revelaciones entre ellos. El tren arrancó al fin y David salió de la estación. Su padre había anunciado por teléfono que no cenaría en casa aquella noche, pues iría tarde, y David subió la escalera hacia sus propias habitaciones. La casa estaba ahora vacía y el silencio resultaba opresivo. Hacía tantas semanas que no pensaba en su madre, que en aquel momento no podía invocar su presencia, aunque tampoco sentía deseos de hacerlo. Las habitaciones estaban llenas de los ecos de las vibrantes palabras de Darya, de su bien modulada voz, de su rápida charla. Sin embargo, no sentía deseo alguno de que Darya volviera.

El joven entró en sus habitaciones y cerró la puerta. Iría a ver a Olivia; iría con el pretexto de ver los edificios, y entonces buscaría la oportunidad de preguntar a la joven si quería casarse con él. Experimentaba un inmenso anhelo, sentía un enorme vacío en el corazón, y sólo un nombre despertaba ecos en él: Olivia.

La joven no era fácil de encontrar. David vagabundeó por los edificios aún sin techo, buscando a Olivia con los ojos. Pero no la encontró. Las paredes ascendían rápidamente. Seis nuevos edificios se estaban construyendo en el bosque alrededor de la casa de las columnas, seis edificios tan hábilmente emplazados que parecían solitarios, aunque formaban parte del conjunto.

El famoso arquitecto neoyorquino contratado por su padre, estaba transformando el paisaje en un lugar de ensueño, y las casas parecían juguetes que iba colocando a su placer. El arquitecto saludó alegremente a David y le hizo señas con la cabeza para que fuera hasta un lugar desde donde los edificios presentaban una magnífica perspectiva en torno a la mansión central.

—Ésta es la entrada —dijo el arquitecto con orgullo—. He cortado únicamente los árboles indispensables. El efecto es magnífico; ¿no le parece a usted así? Espiritual y, al mismo tiempo, sólido. He tenido en cuenta el propósito de su padre. La casa es el centro de la fundación, el manantial, podríamos decir, algo así como el altar. Alrededor, los jóvenes se agrupan en torno a sus maestros. La inspiración viene del centro.

El arquitecto era un hombrecillo afectado, preciso en sus frases, que llevaba colgando de un cordón negro sus lentes. Pero era de temperamento entusiasta y David se vio obligado a reconocer que los nuevos edificios no tenían nada que envidiar a la nobleza de la mansión antigua.

—Son hermosos —dijo sabiendo que esto era lo que se esperaba oír de él.

El hombrecillo se sintió muy complacido.

—Haga el favor de decírselo a su distinguido padre —pidió a David—. El señor MacArd es un hombre muy difícil de complacer, pero digno de ser complacido. Yo estoy haciendo todos los esfuerzos posibles para lograrlo.

—Le diré que todo me gusta mucho —respondió David.

—Gracias, gracias —contestó el arquitecto.

David hizo una inclinación de cabeza y siguió andando. Eran casi las doce del mediodía y seguía sin encontrar a Olivia. El joven entró en la casa. La puerta estaba abierta como de costumbre y ante él aparecieron las vacías habitaciones, pero no Olivia. Vio que había flores frescas en los jarrones. David alzó entonces el pesado llamador y lo dejó caer tres veces, hasta que de la cocina le llegó la voz de la señora Dessard.

—¿Quién es?

David entró en la casa y avanzó en dirección a la voz.

—Soy yo, señora Dessard. Vine a ver los edificios por encargo de mi padre y antes de marcharme pensé que… —El joven abrió la puerta de la cocina—. ¡Qué olor más agradable!

—Uvas —dijo la señora Dessard. Estaba junto al hornillo. Era una pequeña y digna figura que en aquel momento removía con un largo cucharón el contenido de un largo cacharro—. Olivia las coge y yo hago mermelada. Es un trabajo muy pesado.

David sintió que se le quitaba un peso de encima.

—Me gustaría poder ayudarle —dijo con súbita alegría—. Pero como no sé hacer mermelada, quizá sea mejor que me dedique a coger racimos de uva.

La señora Dessard guardó silencio durante algunos segundos y luego, sin mirarle, dijo:

—Olivia se alegrará mucho de que la ayude usted, al menos así lo supongo. Una nunca sabe a qué atenerse con ella.

—Lo intentaré al menos —murmuró David.

Se apresuró a volver al vestíbulo, salió por la puerta trasera, que daba al pequeño y bien cuidado jardín. Olivia había realizado allí verdaderas maravillas. Los macizos de boj estaban perfectamente podados; los arriates de flores lucían en todo su esplendor, y crisantemos tempranos, rojos, blancos y amarillos habían empezado a florecer. David siguió varios senderos y volvió hacia la izquierda hasta llegar a un portillo que comunicaba con la huerta. Una vez allí, vio a Olivia entre las parras, protegida contra el sol por un ancho sombrero de paja. El pavo real, Pílate, se movía alrededor de la joven con su cola completamente desplegada. La joven no vio a David ni le oyó llegar, y él permaneció inmóvil, gozando del espectáculo que ofrecía la joven junto a la fantástica ave. Olivia vestía un traje de algodón amarillo, y su amplia falda ondeaba al viento cuando se movía. David veía su perfil, atento a la tarea que estaba realizando. Su oscuro cabello se le escapaba por debajo del sombrero, y sus ágiles dedos se movían presurosos entre los racimos de uva. Olivia cogió de pronto un gran racimo de color de púrpura y se lo llevó a la boca.

—¿Es rico? —preguntó David.

Pílate dejó escapar un chillido, al mismo tiempo que la joven daba un respingo y volvía la cabeza.

—¿Cuánto tiempo hace que está usted observándome? —preguntó.

—Un momento tan sólo. Lo juro —contestó David avanzando hacia ella sin dejar de mirarla—. Pero no hubiera querido perderme la escena por nada del mundo. —Olivia le miraba con los ojos muy abiertos; en ellos había una expresión de reproche—. ¿Tiene usted algo que objetar?

—Sí, lo tengo —contestó la joven—. Creía que estaba sola.

—No es pecado comerse un racimo de uva —repuso David en tono de broma.

—Creía que estaba sola —repitió Olivia.

David comprendió que la joven se sentía ligeramente irritada y quiso disipar su enfado, pues no quería nubes en un día tan sin nubes como aquél.

—¿Puedo ayudarla? Hay muchos más racimos de los que usted puede coger.

—Usted lleva un traje nuevo —contestó Olivia mirándole de arriba a abajo.

—Nada me importa la ropa.

David se colocó junto a la joven y metió sus dedos entre las hojas de los pámpanos.

—Los mejores crecen en el interior —dijo Olivia.

—¿Puedo comerme las uvas más gordas? —preguntó David.

—Sólo una cada cinco minutos —contestó Olivia.

David miró a la joven a los ojos y se alegró de no encontrar en ellos más que un brillo travieso.

—¿Se ha ido su amigo hindú? —preguntó de pronto Olivia.

—Sí —se limitó a responder David, que no quería hablar de Darya.

—¿Volverá? —preguntó Olivia.

—No por ahora —repuso David, el cual, impelido por algún secreto motivo, añadió—: Es más probable que yo le visite a él en la India.

—¿Cuándo? —preguntó Olivia.

—No por ahora —dijo David por segunda vez.

Durante unos minutos siguieron cogiendo en silencio racimos de uva.

—Recoge usted diez veces más que yo —murmuró David.

—Supongo que ésta es la primera vez que usted lo hace, ¿no? —replicó Olivia.

—Así es —confesó el joven—. Apenas sabía cómo crecían.

—Eso me pareció.

—¿Y es eso motivo para que le desprecien a uno? —preguntó David.

—Depende de lo demás que sepa usted hacer —dijo Olivia.

—Temo que no mucho —contestó David, el cual pensó que tenía que aprovechar la oportunidad—. Soy uno de esos hombres que necesitan inspiración para poder hacer algo.

Se detuvo para mirar a Olivia, pero ésta había reanudado su tarea.

—¡Olivia!

La joven le miró con suma gravedad.

—Olivia, he venido aquí para verla a usted, sólo a usted.

La joven no contestó ni se movió, y David contempló con mirada fija los oscuros ojos abiertos bajo las negras y bien dibujadas cejas.

—No hace mucho que nos conocemos —balbuceó David—. Pero ha bastado ese tiempo para que me diera cuenta de que la amo a usted.

El aliento le había fallado y sus últimas palabras fueron tan sólo un ronco bisbiseo.

La respuesta fue instantánea y serena.

—¡Oh, David, cuánto lo siento!

David oyó las palabras como si vinieran de muy lejos, y la voz de Olivia sonó en sus oídos semejante al tañido de una campana.

—¿Que lo siente? —replicó medio atontado.

—¡Oh! Sí, lo siento mucho —repitió Olivia con acento pesaroso—. Yo no lo sabía, David. No lo he sabido hasta ahora, hasta hace pocos minutos. No le hubiese permitido que llegara tan lejos de haberlo sabido. Lo habría evitado desde el principio.

A David le fue imposible pronunciar una palabra, emitir el menor sonido. Permaneció inmóvil, mirando absorto el entristecido rostro de la joven.

—No hace mucho tiempo que usted me ama. Estoy segura de ello, así que su amor no puede ser muy profundo. Me olvidará usted rápidamente.

—¡Que no es profundo! —gritó David—. No sabe usted lo que está diciendo. Nunca he amado a ninguna otra mujer ni tampoco la amaré en lo futuro.

—¡Oh! No diga usted eso, David.

—¿Por qué no puede usted amarme? —preguntó el joven.

Olivia bajó los ojos, viendo los puños cerrados de David.

—Debería amarle —repuso la joven con un murmullo de voz—. Cualquier muchacha le amaría. Pero yo no puedo.

—Y yo le pregunto por qué —insistió David.

La joven alzó sus manos para dejarlas caer luego con un amplio y gracioso además.

—¿Cómo puedo yo decírselo? Quizá porque no es usted lo suficientemente fuerte. Yo no quiero ser la más fuerte de los dos, deseo mirar a un hombre.

—Y usted no puede mirarme a mí, eso es —exclamó David con acento lastimero.

Olivia, sin embargo, le estaba mirando con sus oscuros y suplicantes ojos.

—No puedo —dijo la joven con expresión triste—. Usted no es más que el hijo de MacArd, ¿no es así?, del gran MacArd.

David observó el rostro de Olivia mientras hasta su garganta ascendía la ácida amargura que brotaba de su corazón. Entonces notó, lleno de horror, que estaba a punto de llorar y, volviéndose rápidamente, echó a correr. Luego de haber oído las últimas palabras de Olivia, no podía llorar. Salió de la casa y, bajando por un pequeño sendero que conducía hasta el río, se dejó caer sobre una cama de helecho seco, en un lugar escondido. Entonces enterró su rostro entre la tupida y verde vegetación y lloró, pareciéndole que lo hacía durante horas, hasta que el llanto se transformó en plegaria, la primera verdadera plegaria de su vida.

—¡Oh, Dios! ¿Qué haré ahora? ¿Para qué sirvo?

Las palabras brotaban de su lacerado corazón, y David las oyó como si fueran pronunciadas por alguien más, por una voz que no fuera la suya, un grito subterráneo y terrible. ¿No había respuesta? Él no oía ninguna. No oía otra cosa que el crujir de las ramas, el rumor que producían las hojas movidas por la brisa y la distante llamada de una codorniz. En la quietud del día, el sol caía sobre él de lleno, y mientras se mantenía con los ojos fuertemente cerrados, percibía el olor de la tibia tierra al que se mezclaba el perfume del aplastado helecho. A poco, lentamente, David sintió que una extraña serenidad brotaba de su interior, y empezó a pensar.

Darya se había interpuesto entre él y Olivia. Si no le hubiera visto, si no hubiese contemplado su extraña belleza hindú, su moreno y luminoso rostro, la joven habría hablado de manera distinta. Pero no había sido sólo él encanto de Darya. No podía acusar a su amigo de haber tendido ninguna red para cazar a Olivia. No. Darya se había limitado sencillamente a mostrarse tal como era, aunque quizás inspirado por la viveza de los ojos de ella y por la fuerza de su espíritu. También Olivia había desplegado todo su encanto ante él, acostumbrado al tímido silencio de las mujeres hindúes cuando se encuentran en presencia de un hombre.

David se incorporó de súbito, cruzó sus brazos encima de las rodillas y clavó la mirada en él centelleante río. Olivia había dicho que deseaba poder mirar al hombre elegido por ella, y lo había dicho porque conocía a Darya. ¡Qué inocente había sido al declararse aquella mañana tan de súbito, sin esperar a conocer los verdaderos sentimientos de ella! Se sintió humildemente joven e inexperto y, al mismo tiempo, profundamente impetuoso. Se había dirigido a ella pidiéndole su amor, como si éste fuera un juguete o un dulce en lugar de toda su vida.

En medio de la brillante mañana, David se sentía abrumado por la melancolía y la confusión. Vagos dolores se apoderaban incluso de su cuerpo; sentía ligeros estremecimientos. El joven pensó con angustia en su madre muerta; de estar viva, hubiera apelado a ella en busca de alegría y consuelo.

—¡Tonto! —le parecía oír decir a la tierna voz de su madre, siempre alegre—. Si ella desea levantar mucho la cabeza para mirar a un hombre, ¿por qué no empiezas tú a trepar?

David apoyó la cabeza entre sus manos y cerró los ojos para oír mejor aquella clara voz que tan bien recordaba. Era exactamente como si ella le hubiese hablado. Quizá le hubiera hablado. Quizás aquélla fuera la única manera en que la madre podía llegar hasta el hijo, a través del recuerdo de su voz y de imaginarse lo que ella hubiera dicho de haber estado allí.

Todo su ser se fundió en un deseo puro que destilaba la plegaria.

—¡Oh, Dios! Dime cómo he de empezar.

David sintió que su corazón empezaba a temblar dentro de su pecho. Se atrevía a invocar a Dios porque se sentía con ánimos de seguirle. El joven permaneció inmóvil sobre el acantilado. El ardiente aire se había aquietado y el sol centelleaba en lo alto. David oyó a lo lejos los chillidos de un halcón que volaba por el espacio y esperó con el pensamiento vacío y la conciencia en suspenso hasta que de súbito vio la poblada calle de un lugar de la India. Rostros de tez oscura se volvían hacia él, sobresaltados y sorprendidos, como si hubiesen sido reunidos allí contra su voluntad.

David se asustó ante la claridad de lo que veía, y entonces levantó la cabeza, viendo sólo el río, las azules orillas que se extendían más allá y el halcón que volaba por el espacio. ¿Qué podía significar aquella visión de la India sino que le daban una respuesta a su petición? Acababa de dar un paso hacia la línea que separa el mundo visible del otro, y el camino había resultado fácil y llano. La perspectiva era demasiado vasta para comprenderla y el joven intentó definirla con el vocabulario de su era. David pensó en la vocación, en el destino, en la misión. Las apasionadas palabras resultaban como un vino para su alma. Nadie le necesitaba allí, pero en la India las necesidades humanas eran infinitas. No sabía lo que haría. Pero Dios —y pronunció el nombre con una nueva reverencia—, Dios se lo indicaría. Esto, tal lo suponía él, era lo que significaba nacer de nuevo. Tan natural e inesperadamente como su primer nacimiento al salir del cuerpo de su madre, se había presentado lo de nacer de nuevo. Lo que había sido su mundo hasta entonces, murió de pronto. Había sido arrojado de aquel mundo primero por la muerte de su madre y luego por la negativa de Olivia. Una nueva vida le acababa de ser revelada. Y entonces el joven dejo escapar un profundo suspiro y se puso en pie.

—¿Cuándo se te ocurrió esa idea? —preguntó MacArd a su hijo con inusitada aspereza.

MacArd venía observando hacía varios días que su hijo permanecía silencioso y con expresión ausente. Además, aquella noche el muchacho apenas había tocado la cena. Más tarde, en la biblioteca, después de la cena, David anunció a su padre que deseaba ir a la India como misionero.

—No es una idea, es una convicción —repuso David.

MacArd levantó la cabeza y vio que los ojos de Leila le miraban desde el retrato colocado encima de la chimenea.

—Pues tienes que procurar apartarla de tu imaginación. Estoy levantando la fundación MacArd, es cierto, pero no la destino a mi único hijo. ¿Quién cuidará de mí si tú te marchas, hijo?

—Papá, intento vivir mi propia vida.

Un hombre no puede mostrarse rudo con su único hijo. MacArd lo había aprendido hacía mucho tiempo, una vez que pegó a David por desobediente y el niño se echó a llorar. Leila, llorando también, se había encarado con su marido, declarando que abandonaría aquella casa si volvía a pegar al niño. Jamás volvió a pegarle, ni tampoco podía hacerlo ahora. MacArd alzó los brazos y exclamó:

—¡Qué gracia! ¡Qué magnífica y graciosa ocurrencia! Tiendo la red y pesco a mi propio hijo. He jugado, y mi hijo era la apuesta, y he perdido. ¡Ja, ja!

MacArd dejó escapar una irónica carcajada y suspiró, pues sentía lástima de sí mismo.

—Escucha, hijo. Me estoy haciendo viejo. ¿No podrías permanecer a mi lado unos cuantos años más?

—Lo tengo ya decidido, papá —repuso David.

MacArd se puso en pie y dio una ligera patada en el suelo, caminando alrededor de la vasta mesa y por entre las sillas de roble inglés.

—Sospecho que he tirado un montón de dinero al levantar esos edificios. Hubiera abandonado ese asunto de haber pensado que te iba a inspirar la idea de abandonarme. ¡Ese miserable país! ¿Qué diría tu madre de mí si yo te dejara marchar? Serpientes, paganos, suciedad… Hay muchos otros hombres que pueden ir. ¡Pero mi hijo no! Incendiaré la fundación y dejaré que la India se vaya al infierno, aunque, a decir verdad, no puede estar peor de lo que ya está.

David no replicó, y MacArd, después de un momento, miró a su hijo con el rabillo del ojo. El joven permanecía inmóvil, esperando tranquilamente y observándole, lo mismo que hacía Leila cuando él se enfadaba ante ella. El parecido le llegó al corazón y se dejó caer en una silla, hundiendo la cabeza en su pecho.

—Muy bien, muy bien —gruñó—. Yo no cuento para nada. Ya lo sé. Me rindo. Pero has echado a perder todo el placer que yo podría encontrar en la fundación. La acabaré, pero no me deparará ninguna alegría. Y tú serás el responsable de ello.

—Tengo que hacer lo que creo mi deber.

—Entonces, transformaré la fundación en una fábrica —gritó MacArd.

Padre e hijo se miraron un segundo con los ojos brillantes, pero ninguno de los dos se movió.