III

A media tarde descendió David de la colina, hacia el río, el Hudson, que a aquella distancia de la ciudad era una ancha y plácida cinta de agua. Sentía mucho calor, pues había ido andando en lugar de alquilar un coche, y el fresco de la mañana se había transformado en una quieta y blanca neblina que se extendía bajo el ardiente sol. La idea de tomar un baño en el río se transformó en una imperiosa necesidad. El lugar sugerido por el doctor Barton le pareció muy bello. Se trataba de una colina rodeada por colinas más altas, frente al distante panorama del río. Sin embargo, resultaba extrañamente remoto y silencioso, como apartado de toda vida humana. David se comió sus emparedados sentado sobre la hierba, con la espalda apoyada en una ropa gris y las piernas extendidas sobre el suelo, mientras intentaba imaginarse edificios y jóvenes alumnos viviendo allí con sus maestros. Será algo muy semejante a un monasterio, decidió en su interior, algo muy distinto de las abarrotadas calles de Bombay y de las casas pobres de Nueva York. Y empezó a preocuparse por la idea de la escuela que iba a erigirse en memoria de su madre.

¿Cómo aprendían los hombres las cosas de Dios? ¿Cómo nacer de nuevo? Sería fácil absorber el mensaje de la tierra y del cielo, la creación parecería divina sobre aquel montículo. El joven buscó en él con todo afán sus experiencias religiosas, unas experiencias sin importancia, según le pareció, las usuales cuestiones de la Escuela Dominical y de la iglesia, y más tarde, cuando ya estuvo en el colegio, los servicios en la capilla. No podía asegurar que tuviera experiencia alguna de las cosas divinas, aunque había asistido a la iglesia de sus padres, pero esto lo hizo porque era lo que debía hacerse. David sabía que no era rebelde por naturaleza, si bien era verdad que hasta la fecha no había encontrado nada contra lo que rebelarse. La vida había sido buena y agradable para él hasta la muerte de su madre. El joven se echó sobre la hierba cuando terminó de comer y con los brazos bajo la cabeza y los ojos cerrados pensó en su madre. Costaba creer que no estuviera ya. Era una criatura con demasiada vitalidad, demasiado real y demasiado alegre para que hubiera muerto. Era fácil imaginarse que vivía y que desde algún lugar y en aquel mismo momento le estaba mirando y sabía lo que él pensaba. Ella había tenido siempre un gran instinto para averiguar lo que su hijo pensaba y a menudo había adivinado sus pensamientos. La gente hablaba mucho en aquellos días de telepatía mental, pero había algo más. Nadie sabía, y quizá la fe fuera el único camino. Incluso la ciencia estaba limitada. Ésta sólo podía hablar de fuerzas físicas y químicas, y uno tenía que elegir.

El sol caía de lleno sobre David ahora que el viento se había calmado, y el joven se echó para dormir, despertándose una hora más tarde sudoroso y sediento. Pero como tenía el tiempo justo, bajó rápidamente la colina antes de decidir que el lugar era bastante bueno e incluso hermoso, y que podía muy bien darle la razón al doctor Barton. La ancha franja plateada del río, que brillaba en el fondo de un valle tendido entre las colinas, le tentaba. El río no debía encontrarse a más de una milla o dos en línea recta desde la colina, y el ferrocarril pasaba lo suficientemente cerca para que le bastara con seguir el río hacia el Sur para llegar a la estación. El joven encontró una pequeña senda, y siguiéndola por entre los árboles llegó a una pequeña altura, un suave acantilado en el que no había reparado hasta entonces.

El camino estaba cubierto de césped sin cortar y llevaba a un espacioso prado en el centro del cual se alzaba una magnífica y enorme casona. Estaba habitada, pues había sillones en el pórtico sostenido por macizas columnas de estilo griego del sur de los Estados Unidos. Pese a su esplendor, la mansión parecía un tanto abandonada. Las terrazas conducían a jardines situados más bajos que el nivel de la casa, y en ellos había rosales que trepaban a gran altura. Un solitario pavo real se paseaba lentamente por el extremo de la terraza más alta con la cola plegada y arrastrando.

David se acercó, observando entonces que la amplia puerta principal estaba abierta, aunque no vio a nadie por los alrededores. «Un lugar magnífico, sólo a unos cuantos centenares de pies sobre el río», pensó. El Hudson trazaba una curva hacia el Oeste, como si quisiese añadir aún más magnificencia al paisaje. El pavo real se dio cuenta de pronto de la presencia de David, y empezó a lanzar chillidos y a agitarse nerviosamente. El animal estiró su pequeña y estúpida cabeza y elevó la cola, y casi inmediatamente David oyó una voz de muchacha procedente del jardín.

—¡Pílate, estate quieto!

La muchacha alzó la cabeza en aquel instante y David la vio. Era una bella muchacha de tez morena, demasiado delgada para su estatura. La joven vio a David a su vez y se dirigió a él. En su mano cubierta de barro, llevaba una paleta de albañil. También tenía barro en su frente, que quedó al descubierto cuando se echó el cabello hacia atrás.

—¡Hola! —dijo la joven—. ¿Qué desea usted?

—Estoy buscando la manera de bajar al río. Quiero tomar un baño.

—El camino pasa por ahí. —La joven lo señaló con la paleta—. Encontrará usted algunos escalones de madera medio carcomida. Al final de ellos está el río. Si no le ofrecen confianza los escalones, tendrá que deslizarse por el acantilado. No es muy alto.

—Gracias —repuso David sin moverse, pues la joven empezaba a despertar su imaginación.

—¡Qué casa más bella! —añadió.

La muchacha dio unos cuantos pasos hacia delante y se detuvo a poca distancia de David.

—Es bella, ¿verdad? —murmuró—. Es mi hogar. No la habitamos en invierno desde que mi padre murió, pero tan pronto como llega la primavera venimos aquí mi madre y yo, así que podemos dar forma a los macizos. Sin embargo, hasta julio no conseguiremos tener algo parecido a lo que deseamos.

El joven refrenó su curiosidad. ¿Por qué no tenía ayuda la joven?

—Es un trabajo duro —dijo—. No me gustaría tenerlo que hacer yo. ¿No tiene, usted ningún vecino?

—No —contestó la joven con cierta viveza.

Era evidente que no pensaba en él. Se mordía su rojo labio inferior, y parecía algo nerviosa. La boca de la joven era muy bonita, casi perfecta. Su suave piel, de tono oliváceo, no tenía defecto y sus oscuros ojos castaños eran muy brillantes. El cabello liso, lo llevaba peinado hacia atrás cogido en un moño en la parte alta de la cabeza. La mano que sostenía la paleta de albañil era pequeña y estaba llena de arañazos y muy sucia.

—La casa está en venta —dijo la joven de pronto.

Por lo visto, era esto lo que había estado intentando decir desde el principio. Quería saber si podía resistir el decirlo. Se veía claramente que la joven amaba la casa.

—Lamento oírselo decir, puesto que es su casa —dijo David gravemente.

—¡Oh! No sirve de nada que usted lo lamente. —La joven pronunció las palabras con un súbito grito y luego arrojó la paleta—. Ya sé que no tenemos otro remedio. Mi madre intenta hacer todo el trabajo de la casa, y yo procuro realizar las tareas del jardín. Pero ninguna de las dos podemos. Teníamos seis criados y todos estaban siempre ocupados.

—Me lo imagino —repuso David intentando ayudarla en sus esfuerzos por no llorar—. Nosotros tenemos una finca en Maine muy parecida a ésta. Pero mi madre ha muerto y creo que no volveré más por allí.

En aquel momento David tuvo una especie de inspiración. Si la casa estaba en venta, ¿por qué no podía comprarla su padre y convertirla en el centro de la escuela? Su emplazamiento era inmejorable. Los árboles que le rodeaban eran viejos y hermosos. Los jardines estaban en condiciones de poder ser cultivados de nuevo, y la casa ofrecía un aspecto de vida a pesar de su presente estado. No parecía abandonada. No tenía nada de selvática. Era un lugar donde la gente había vivido y podía continuar viviendo.

—Escuche —dijo a la muchacha—. Quizá sea demasiado repentino, pero sucede que mi padre está buscando un lugar para construir una escuela teológica en memoria de mi madre, y se me ocurre que éste podría ser el sitio que buscamos, usted lo vende realmente.

La muchacha le dirigió una penetrante mirada.

—¿No quiere vendérmela? —repuso David medio sonriendo.

—Estoy asustada —repuso la joven—. Estaba casi desafiando a Dios para que me ayudara, pues estoy desesperada. Sé que éste es el último verano que pasamos aquí. Mi madre no puede más y a mí no me es posible desenvolverme sola. Pero ¿qué vamos a hacer? No nos han enseñado a ganarnos la vida, y yo estaba diciendo: «Dios mío, si no me ayudas ahora…».

Su natural prudencia le obligó a contenerse. El asunto del precio no era de su incumbencia y no debía discutirlo ni mostrar el menor deseo de hablar de él.

—Entre —dijo la joven—. Querrá usted ver seguramente las habitaciones. Hay veinte y son muy grandes.

—Antes debo presentarme. Me llamo David MacArd.

—Y yo Olivia Dessard. —La joven alzó su mano derecha, manchada de barro, y David se la estrechó durante un segundo—. A mamá le alegrará verle. Ahora nunca tenemos invitados.

La joven le guió por el camino enlosado hasta el pie de la majestuosa escalinata que conducía al ancho pórtico, y a continuación hasta un inmenso vestíbulo que atravesaba toda la casa y se abría a una amplia terraza con vistas a la curva del río.

—Haga el favor de esperar en esa habitación —dijo Olivia a David—. Voy a buscar a mamá.

David entró en una estancia de una magnificencia marchita, un museo formado con muebles franceses de caoba y tapices. Estaba limpio, los muebles sin polvo, y encima de la mesa central había un jarrón con pequeños lirios blancos. David tomó asiento en un sillón de alto respaldo y esperó. Grandes ventanales se abrían desde el techo hasta el suelo, y en un extremo de la habitación una chimenea de mármol sostenía un grupo de figuritas a lo Watteau. La habitación resultaba muy agradable, y cuanto más la miraba, más entusiasmado se sentía David con su idea. De pronto oyó unos pasos, pero no voces, y a poco apareció Olivia llevando de la mano a su madre, una dama de cabello gris e imperioso rostro de expresión cansada.

—Ésta es mi mamá, señor MacArd —dijo la muchacha.

—Señora Dessard —murmuró David cogiendo con la suya una ardiente e hinchada manita, todavía llena de jabón, pues debía estar fregando los platos o los suelos.

—Olivia es tan impetuosa… —repuso la señora Dessard con voz aguda—. No he tenido tiempo de secarme las manos. Debe usted perdonarme.

David prefirió ir directamente al asunto que le importaba.

—Su hija me ha hablado del valor de usted, señora Dessard, y sepa que la admiro profundamente.

La señora Dessard se dejó caer en una silla tapizada de raso.

—Olivia me ha dicho que está usted interesado en comprar la casa para un fin religioso. Eso me haría muy feliz. Yo he sido siempre muy religiosa aun cuando nuestra fe ha sido sometida a muy duras pruebas en estos últimos años. Pero Dios utiliza misteriosos caminos y quizá todo esto estuviera ya planeado con anterioridad. —Se interrumpió con los ojos súbitamente llenos de lágrimas y sacudió la cabeza—. Perdóneme usted. La pérdida de mi querido esposo…

Su voz se quebró al llegar aquí.

—Su hija me ha hablado de ello —dijo David cordialmente.

Olivia le interrumpió.

—¿Su padre es David Hardworth MacArd? Mamá me lo ha preguntado.

David se volvió hacia la joven.

—Sí, lo es —repuso contra su voluntad.

—Leímos la muerte de su madre —afirmó la señora Dessard, que había cesado de llorar—. Creo que nos encontramos una o dos veces en las fiestas de la señora Astor. Pero nosotros vivíamos la mayor parte del tiempo en el extranjero. Mi esposo era francés, de familia protestante. Pero en su emigración no llegaron más que hasta Holanda y luego regresaron a su patria. Mi marido tenía negocios en Nueva York y en París. Olivia es nuestro único descendiente, pues perdimos al único varón que tuvimos.

—Mamá, el señor MacArd no está interesado en nuestra historia familiar —murmuró Olivia.

La señora Dessard se irguió en su asiento.

—Estoy segura de que sí lo está, Olivia. Es importante saber con quién se trata, y a él le gustará explicarlo todo a su padre. Mi esposo perdió toda su fortuna durante el pánico. De otro modo nunca nos hubiera dejado como estamos ahora. Nosotros podíamos vivir en París, naturalmente, y tenemos allí una casita que Olivia heredó de su abuelo. Pero ella prefiere Norteamérica y no quiere vivir en Francia.

—Me gusta esta casa —replicó Olivia con calor.

La señora Dessard se dirigió a su hija con toda la impaciencia fruto de una discusión ya antigua entre ellas.

—Ya lo sé, querida. Y a mí también. Pero ¿qué remedio nos queda?

Olivia se volvió hacia David con inusitado ímpetu.

—¿Nos dejarán ustedes venir a visitarlos algunas veces?

El joven se echó a reír.

—Naturalmente. Pero la casa es todavía de ustedes. Mi padre es el que tiene que decidir.

Era hora de marcharse. Ninguna de las dos mujeres, cada una embargada por sus propios sentimientos, debía dar por seguro que la casa estuviese vendida. David se puso en pie y se despidió de ambas.

—Hasta la vista, señora Dessard. Hasta la vista, señorita Dessard.

—¡Oh! Pero tiene usted que ver las habitaciones —exclamó Olivia.

David se había olvidado de ello.

—¡Ah, sí! Aunque quizá debiéramos esperar hasta que mi padre…

—No, ahora —afirmó Olivia—. Así luego no podremos cambiar de idea.

La joven echó a andar mientras hablaba, y David se vio obligado a seguirla. La señora Dessard miró a ambos alejarse.

—Éste es el salón —dijo Olivia abriendo una puerta cerrada—. Y ahí está el comedor. El otro lado de la casa está ocupado por la biblioteca y detrás de ésta se encuentra el salón de baile. Las cocinas están comunicadas con estas habitaciones, pero se hallan en edificios separados, donde se encuentran también las dependencias de los criados.

David fue pasando de una enorme habitación a otra no menos grande.

—El hombre que construyó esta casa poseía un perfecto sentido arquitectónico de las proporciones —observó.

—¿Lo ha notado usted? —preguntó vivamente Olivia—. Mi padre edificó esta casa para mi madre cuando se casaron. Pensó que debían vivir juntos en los Estados Unidos y no en sus posesiones de Francia, y amuebló la casa con muebles heredados de su familia. Mamá era huérfana y vivía con su abuela. ¿Ha oído usted hablar de los…? —y nombró un viejo apellido de Nueva York.

—Sí —contestó respetuosamente David.

—Pues mi madre es la última de la familia. Yo, naturalmente, soy una Dessard. Ahora, subamos a las habitaciones de arriba.

La escalera, maciza, ascendía en espiral y al parecer, sin ningún soporte que la sostuviera. Ambos jóvenes llegaron a un vestíbulo de forma circular del primer piso, al que daban las pesadas puertas de los dormitorios.

—En este piso hay ocho dormitorios —dijo la joven— y seis en el de arriba. Mi padre deseaba tener mucha familia y, además, le gustaba recibir invitados. No se puede usted imaginar lo que era esta casa en mi niñez. Vivíamos aquí todo el año. Vivíamos aquí, y mi padre hizo construir una carretera para ir a la estación del ferrocarril. Tendrá que ser reparada, pues la carretera existe todavía.

La muchacha era inteligente además de hermosa, según podía ver David, y poseía un porte orgulloso a pesar de sus maneras sencillas. Pero no se parecía lo más mínimo a las muchachas que él conocía de Nueva York, las hijas de las familias de la Quinta Avenida y las de las amigas de su madre. Quizás hubiera sido educada en el extranjero. Pero no lo creía. Tal vez hubiera crecido en aquel lugar junto a sus padres. No recordaba que su nombre hubiese figurado entre las muchachas puestas de largo en años recientes, pero él había pasado bastante tiempo fuera de los Estados Unidos y podía no haberse enterado.

—Ésta es mi habitación —dijo la joven abriendo una puerta—. Me gusta más que nada en el mundo.

David la inspeccionó con cierta timidez. Jamás había visto la habitación de una muchacha y aquélla tenía un aspecto extrañamente femenino, que contrastaba con el aire enérgico de la joven. El color predominante era el rosa. Las cortinas que colgaban del dosel del lecho eran de tono rosado y los visillos de las ventanas de tul rosa. La alfombra formaba un macizo de flores.

—Es muy bonita —dijo al fin.

—Me gusta… me gusta… me gusta —murmuró la joven con entonación apasionada.

—Querría que usted pudiera quedarse aquí —dijo David.

—Pero no puedo —replicó Olivia apretando los labios.

Y cerró la puerta con un brusco tirón.

—No le enseño a usted la de mamá. A ella no le gustaría, pues no se ha hecho todavía la cama. No quiere que yo se la haga. Yo hago la mía antes de salir. ¿Ve usted lo limpia que está mi habitación? Pues yo soy así.

—Hermosamente limpia —repuso David sonriendo.

A Olivia le escamó, aquella risa y frunció el ceño.

—No es necesario que le enseñe a usted las cocinas. Todo está bien construido y no hay necesidad de hacer reparaciones, a menos que meta usted mucha gente aquí.

—Esos cambios se harán más tarde —repuso David.

Cuando bajaron la escalera, la señora Dessard continuaba todavía sentada en su sillón. Se había dormido, con la cabeza apoyada en el respaldo tapizado.

—¡Pobre petite maman! —murmuró Olivia—. Siempre está cansada. Sí, debemos vender esta casa. Ahora lo veo con toda claridad y doy gracias a Dios porque usted se ha presentado hoy. A propósito, venga aquí.

Salieron de puntillas y se detuvieron en la terraza que daba al río.

—¿Es usted religioso? —preguntó de pronto Olivia—. Antes de que mi padre muriera, yo no pensaba en nada de eso. Pero después de su muerte… Querría creer, Dios, creer de veras.

—Comprendo —murmuró David.

Se volvió hacia la joven y descubrió en sus ojos un honrado anhelo. Jamás se había encontrado con una muchacha como aquélla, tan ingenua y al mismo tiempo tan reflexiva y seria.

—Me gustaría que fuéramos amigos.

David pronunció estas palabras con un entusiasmo no habitual en él.

—A mí también me gustaría —repuso Olivia con franqueza—. Nunca he tenido amigos. Cuando papá vivía siempre estábamos yendo de una parte a otra y no había tiempo.

Los dos jóvenes se dieron un súbito apretón de manos.

—Volveré —prometió David.

Y la dejó en la terraza mirando cómo se alejaba él.

Llegó a su casa tarde y rendido de cansancio.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó a Enderby cuando éste abrió la puerta.

—En la biblioteca, señor —contestó Enderby. En su voz había un ligero matiz de reproche—. Está muy preocupado.

—Voy a verle lo primero de todo —dijo David.

El joven se encaminó hacia la biblioteca, donde encontró a su padre poseído por una angustiosa ansiedad. David sabía que aquella ansiedad rozaba los límites del terror. Había visto a su padre esperar de aquella misma manera cuando su madre se estaba muriendo. MacArd alzó la cabeza. En su rostro había una expresión sombría.

—¿Y bien? —exclamó sacando el pañuelo del bolsillo y limpiándose la frente—. Has llegado tarde.

—Terriblemente tarde —repuso David—. Debí telefonear, pero un tren esperaba en la estación cuando llegué, y según me dijeron no había otro hasta las diez. Entonces cogí el tren y pensé que ya me explicaría cuando llegara a casa.

—Ve a lavarte y luego ven al comedor. La cena debe de haberse secado.

—No debías de haberme esperado, papá.

MacArd no replicó a su hijo y echó a andar lentamente hacia el comedor. Se sentía débil y exhausto por efecto del miedo que había pasado. Su rápida imaginación, tan poderosa cuando estaba trazando un proyecto cualquiera, era como una maldición cuando sentía ansiedad por alguien de su familia, por el único ser de su familia desde que Leila había muerto. Jamás se le había ocurrido imaginar que ella pudiera morir, y, desde entonces, la existencia de su hijo le parecía también frágil. Sin embargo, no debía preocuparse demasiado por David, pues esto podría acabar con él. Le hubiera convenido tener una docena de hijos. Ahora era imposible sustituir a un ser querido con otro de su sangre y su carne. Pero pensó que lo mejor era llevar a cabo su proyecto lo más pronto posible. Esto distraería su espíritu de otras cosas.

En el comedor, Enderby apartó el pesado sillón de roble colocado a la cabecera de la mesa y fue en busca de la sopa. Cuando regresó permaneció inmóvil esperando, diciéndose que su amo no debía de haber retrasado la hora de la cena. Ya no era muy joven, y la muerte de su esposa le había envejecido notablemente. Un camarero trajo la bandeja con la sopera y Enderby cogió un cucharón de plata y llenó un plato, que colocó ante su amo. En el mismo momento David entró en la habitación con el rostro enrojecido y el cabello húmedo.

—No he tenido tiempo de cambiarme —dijo disculpándose.

—No importa por una vez —contestó MacArd con una especie de gruñido.

Había empezado a tomarse la sopa, un excelente caldo condimentado con jerez seco, algo realmente delicioso y confortante. El plato quedó vacío antes de que MacArd hablara de nuevo.

—¿Y bien? —preguntó.

David sonrió a su padre.

—Supongo que quieres saber lo que he estado haciendo durante todo el día, ¿no? Creo que encontrado el sitio adecuado. Claro que tú tienes qué verlo.

—Barton me ha dicho ya algo —masculló con el gesto ceñudo de antes.

David tosió.

—Sí… Vi el sitio que él decía. Es magnífico, pero encontré otro inmediato al río que me parece todavía mejor. Hay una carretera que lleva a la estación, situada sólo a dos millas. Anduve por ella y no es mala. Y en el sitio que te digo hay ya una casa, una casa que está en venta, una mansión debería decir. Tiene veinte habitaciones, un pórtico con columnas. Ya sabes lo que quiero decir.

—¡Vamos, vamos, respira! —pidió MacArd a su hijo.

Enderby retiró los platos de la sopa y el camarero trajo unos filetes de pescado con patatas. El mayordomo cogió nuevos platos y sirvió a sus amos.

—Ahora vuelve a empezar, David —dijo MacArd—, y cuéntame con todo detalle cómo es esa casa que has encontrado.

David, entre bocado y bocado, contó todo a su padre, describiendo la soberbia casa que se alzaba sobre una colina en la curva del Hudson. Describió las habitaciones y los terrenos que se extendían alrededor del edificio, suficientes para construir en ellos una docena de dormitorios colectivos y salas. También mencionó los grandes robles y los arces, y el panorama cortado por el río que se extendía a centenares de millas.

—¿Y a quién dices que pertenece la casa? —preguntó MacArd.

El camarero sirvió rosbif y verdura en una fuente cubierta con su tapadera.

—A la señora Dessard y a su hija —repuso David—. La señora dijo que alguna vez se había encontrado con mamá en casa de la señora Astor.

—Dessard… Dessard… —murmuró MacArd con expresión pensativa—. ¿Dónde he oído yo ese nombre?

Pero no consiguió recordarlo.

—La familia es de origen francés, aunque ahora son norteamericanos. El señor Dessard quebró durante el pánico y más tarde murió, y ellas están luchando desde entonces. Tienen una casita en París, pero Olivia…

MacArd frunció el ceño.

—¿Olivia?

—Quiero decir la señorita Dessard —se apresuró a explicar David.

MacArd comió durante un rato en silencio y David se dedicó también a su plato. El joven comía con gran lentitud mientras su padre, por el contrario, lo hacía muy de prisa.

MacArd se impacientaba, pues tenía que esperar a su hijo.

—Supongo —dijo MacArd al fin— que tendré que enviar a Barton a que vea esa casa.

—Quizás hubiera yo debido decírselo a él antes que a ti.

—¡Tonterías! —replicó MacArd—. Él puede venir esta noche.

Enderby se llevó los platos de la cena, puso los de postre y envió al criado en busca de éste. Se trataba de una tarta de fresas con crema y la sirvió con una especie de ternura.

—¿Quiere el señor el café ahora o más tarde? —preguntó a MacArd.

—Más tarde —contestó MacArd—, y sírvalo en la biblioteca. Pediré al doctor Barton que se reúna con nosotros.

—Sí, señor —murmuró Enderby.

David guardó silencio mientras se comía el postre. De pronto, MacArd se puso en pie y su hijo le imitó. No habían tomado café en el salón desde la muerte de su madre. Sus puertas estaban cerradas cuando pasaron ante ellas camino de la biblioteca. El camarero había colocado ya la bandeja sobre la mesa y Enderby sirvió el café. MacArd entonces tomó el teléfono y pocos instantes después hablaba con el doctor Barton.

—Venga si puede —sugirió en un tono que casi era una orden.

David supuso que el doctor Barton había asentido a la petición formulada por su padre, pues un segundo más tarde, éste decía:

—Bien, le esperamos. Aquí tiene usted una taza de café caliente.

Y el señor MacArd colgó el teléfono.

—¿Has preguntado algo sobre el precio de esa finca? —preguntó a continuación a su hijo.

—No —contestó David—. No me pareció oportuno. Podía no gustarte la idea o podía no gustarle al doctor Barton.

—Dessard… —murmuró de nuevo MacArd—. He oído ese nombre alguna vez.

Tomaron el café en silencio. MacArd no dijo a su hijo lo que pensaba en aquel momento y David permaneció sentado cómodamente, recordando todos los lances de aquel día. Se sentía cansado y descansado al mismo tiempo, cansado de cuerpo y descansado de espíritu, debido al día de sol y de aire libre gozado. No había estado en el campo desde que volvieron de la India, y el de su patria era sin duda un campo muy distinto del otro. El joven experimentaba una consoladora sensación de plenitud y riqueza espiritual, de confianza y de seguridad. Era algo magnífico ser norteamericano, sentíase satisfecho de haber nacido donde había nacido, y pensó en Olivia y en su bello y turbado rostro. La joven tenía una boca muy bonita, aunque demasiado pequeña, y un cabello precioso. Seguramente debía llegarle más abajo del talle cuando se lo soltaba. Su madre tenía el cabello muy largo y también oscuro, pero no era negro carbón como el de Olivia. Ambas no se parecían en nada, salvo que las dos poseían un aire intrépido, una expresión osada. Olivia no reía, y, en cambio, la risa constituía el dorado regalo que hacía su madre a todo el mundo. Olivia no se había reído ni una sola vez mientras él permaneció a su lado, aunque quizá no hubiera habido ocasión para ello, pues todo el tiempo habían estado hablando de una cuestión tan triste como era la venta de la casa que ella amaba tanto.

—El doctor Barton, señor —anunció Enderby entrando en la biblioteca.

El distinguido sacerdote apareció sonriente y cordial. David se puso en pie, pero MacArd no se alzó de su asiento cuando cambió un apretón de manos con el recién llegado.

—Le agradezco mucho que haya venido usted tan pronto —dijo MacArd.

—Yo siempre vengo del mismo modo cuando usted me llama, señor MacArd.

Enderby sirvió de nuevo café y MacArd movió la cabeza.

—Déjenos, Enderby. Que no se quede nadie. David acompañará al doctor Barton hasta la puerta.

—Sí, señor. Buenas noches, señor.

—Buenas noches —contestó David al ver que su padre no lo hacía.

La puerta se cerró tras el mayordomo.

—Bien, querido muchacho —dijo el doctor Barton dirigiéndose a David—, está usted muy tostado por el sol.

David sonrió amablemente y miró a su padre, y éste empezó a hablar.

—David ha descubierto un sitio muy interesante.

David observaba el rostro del doctor Barton, cuidadosamente afeitado. Era imposible decir si el sacerdote se sintió disgustado. Sus ojos, de color azul pálido, no pestañearon y su calma no se alteró lo más mínimo.

—Espléndido, espléndido —murmuraba el doctor Barton de cuando en cuando.

Quizá se sintiera complacido porque la escuela podría abrirse más pronto, mucho más pronto que si aún tenían que empezarse las obras. El joven se despreciaba por su apresuramiento en sospechar de un hombre que quizá fuera inocente, y cuando su padre terminó de hablar, dijo con cierta impaciencia:

—Papá, ¿escribo a la señorita Dessard que iremos a visitarla la semana que viene?

—Si lo deseas así —repuso sorprendido MacArd—. Yo iba a sugerir que Barton escribiera a la madre.

—Eso está mejor —murmuró el pastor con acento suave—. Si permitimos a los jóvenes que intervengan, el asunto parecerá menos serio.

David cambió de conversación inmediatamente.

—Por el camino vi las casas de vecindad más terribles del mundo. Uno espera encontrarse con esas cosas en la India, pero no aquí.

—Nada de eso —repuso MacArd—. Ahí es donde hombres como Parkhurst cometen sus equivocaciones.

El doctor Barton guardaba silencio. Parkhurst, de una iglesia de la parte alta de la ciudad, había elegido arruinarse intentando limpiar Nueva York. Otros que observaban sus prédicas se habían negado prudentemente a apoyar sus acusaciones.

MacArd continuó.

—Es un idealismo impracticable creer que podemos acabar con la debilidad de la naturaleza humana, que es la causante de la miseria. Nada más lejos de mis propósitos. Procuraré que vayan a la Escuela MacArd los jóvenes mejores y más fuertes que pueda encontrar, y les prepararemos para que puedan ir por el mundo practicando un Evangelio que atraerá a hombres como ellos. Me propongo ofrecer una oportunidad a todos. Pero sé perfectamente que tanto si esto se lleva a cabo en nuestro país como en la India, o en cualquier otra parte del mundo, sólo unos cuantos responderán.

—«Muchos son los llamados y pocos los elegidos» —murmuró el doctor Barton.

—Exactamente —exclamó MacArd—. Pero esos pocos son los que cuentan. Ellos son los hombres que cambian el mundo.

David levantó violentamente la cabeza, pero su padre no le miraba en aquel momento.

Una semana más tarde, MacArd se encontraba en la terraza dé la casa de la señora Dessard que daba sobre el río. Sentíase muy satisfecho de la imaginación de su hijo. El lugar era hermoso de veras y la casa parecía sólida. Le gustaba que hubiera una gran mansión en el centro de la fundación que iba a erigir en memoria de Leila. Alrededor podían levantarse algunos nuevos edificios, pero el centro sería aquella casa y sus espaciosas habitaciones.

Se volvió hacia Olivia Dessard.

—Le compro la casa —dijo bruscamente— a condición de que su madre me venda también algunos de los muebles más grandes. En la venta han de ir incluidos los muebles. Mis abogados visitarán a su madre aquí o en la ciudad, como ella quiera. Y a propósito del apellido Dessard…, me parece conocido, y, sin embargo, no recuerdo nada de él. ¿A qué negocios se dedicaba su padre?

Olivia miró fijamente los profundos ojos grises que brillaban bajo las cejas, entre grises y rojas.

—Era propietario de tierras en el Oeste, señor MacArd. De muchas tierras, y se dedicaba a la cría de ganado vacuno. Pero se arruinó cuando el ferrocarril de que dependía para el envío del ganado aumentó sus tarifas de tal modo que ya no pudo embarcar más.

MacArd recordó de pronto. Un pequeño ferrocarril, que terminaba en Chicago, servía a una amplia zona de Wyoming, en el oeste de las Rocosas. Se trataba de uno de los pequeños ferrocarriles que él había absorbido en su gran sistema central. La absorción fue lograda bajando las tarifas ferroviarias hasta que la competencia no pudo resistir más. De este modo pudo comprar por un precio irrisorio el pequeño ferrocarril. Dessard no había tenido relación directa con él, pero su nombre fue mencionado entonces. Dessard era uno de los propietarios que había luchado contra su fuerte compañía hasta que perdió. MacArd se preguntó si aquella joven tan esbelta, vestida con una blusa blanca y una falda negra, conocería la historia. Si la sabía, no dio la menor prueba de ello, y él, por su parte, no quería decirle nada que pudiera refrescarle la memoria. El destino le había conducido a la casa de Dessard, o bien la mano de Dios, si uno quería llamarlo así. Pero aquello era algo más que una mera coincidencia. MacArd resolvió mostrarse generoso con la viuda de Dessard y con la hija, y lo haría, no porque tuviera la menor obligación, pues había ganado la partida con toda honradez, sino simplemente porque le gustaba mostrarse generoso cuando podía.

—Creo que su madre habló de un té —dijo de pronto.

—Sí, haga el favor. En el salón —repuso Olivia.

La joven señaló el camino, y al entrar encontraron a la señora Dessard y al doctor Barton ya sentados y esperándolos. MacArd observó que la muchacha se apresuraba a dejarlos, y pocos segundos después la vio paseando por la terraza en compañía de David. Por lo visto, se entendían muy bien. Durante un instante pensó en el posible significado de aquello, pero decidió apartarlo de su pensamiento. Había ido allí a establecer un convenio y nada más.

—Con su permiso, señora —dijo a la señora Dessard—. Querría fijar una entrevista entre usted y mis abogados.

—Muy bien, señor MacArd.

Las mejillas ligeramente hundidas de la señora Dessard estaban muy encendidas, pero su mano temblaba cuando alargó una taza de té al señor MacArd.

MacArd había aceptado la invitación de la señora Dessard para tomar el té en el salón. Sin embargo, no podía apartar de su imaginación que mientras él, Barton y la señora Dessard permanecían sentados ante el frágil servicio de porcelana, David estaba paseándose en compañía de la muchacha. Escuchó distraídamente la conversación de la señora Dessard y las ceremoniosas respuestas de Barton, y esperó.

—¿Me quiere usted enseñar el camino que conduce al río? —preguntó David.

El joven se sentía confundido ante el placer que experimentaba al encontrarse de nuevo sólo con Olivia.

—Es fácil de encontrar —repuso la joven distraídamente, empezando a guiarle.

Se echaba de ver que Olivia estaba acostumbrada a andar por aquel camino, y guió a David con seguridad, aceptando su mano cuando él la ayudaba a subir a una roca. Era mucho más hermosa de lo que él recordaba. Pero no bella, según decidió, al menos en el sentido corriente de esta palabra. La severidad de su blanca blusa camisera y de su falda negra, así como de la corta chaqueta que solo le llegaba al talle, hacía juego con su negro cabello y su blanca piel. El joven sintió unos inexplicables deseos de conocerla mejor, y se dijo que le era muy fácil hablar con ella, pues se mostraba franca y no era nada tímida. David había conocido a muchas jóvenes, muchachas con las que se encontraba en fiestas de cumpleaños cuando era niño y más tarde en bailes y cotillones de Navidad y en fiestas escolares, alegres muchachas vestidas con trajes vaporosos y con las que él se mostraba cauteloso, pues era hijo de su padre. Su madre se reía a menudo de aquella cautela, fingiendo enfadarse con su hijo por no haberle presentado aún a la deliciosa nuera que deseaba. La señora MacArd imaginaba a la futura esposa de David como un ser a la vez fantástico y real, y esto era así desde que su hijo había dejado de llevar pantalones, cortos. Quizá si su madre se hubiese mostrado menos burlona, David hubiera descubierto antes a una muchacha a quien entregar su corazón.

David no estaba muy seguro de que Olivia le atrajera tanto como le interesaba. Olivia era una muchacha de un carácter grave y firme, o, por lo menos, así se lo imaginaba él. Creía que si ella daba su palabra, la mantendría por encima de todo, aunque luego no fuera feliz. Aquel día le había sonreído unas cuantas veces y cuando él dijo algo gracioso Olivia dejó escapar una rápida carcajada, interrumpida inmediatamente como si le hubiera sorprendido a ella misma. Los dos jóvenes se sentaron en un tronco de árbol y David habló de la India y de Darya, escuchándole Olivia con una mirada tan abstraída que David acabó por no saber si la joven sentía algún interés por lo que le estaba contando.

—¡Qué cosa más curiosa! Fue la India la que inspiró a mi padre todos estos proyectos.

—Realmente es extraño. Mi abuelo paterno estuvo una vez en la India.

En aquel instante David oyó la voz de su padre, y al alzar la cabeza vio la alta y gris figura que le llamaba desde lo alto del acantilado.

—¡David! Estoy listo para marchar.

—Voy —contestó el joven, y volviéndose a Olivia, añadió—: Tengo que marcharme, cómo ve usted. Pero… ¿puedo volver solo? Entonces podré quedarme aquí todo el tiempo que usted me lo permita.

—Vuelva usted —repuso Olivia.

Los ojos de la joven estaban fijos en el rostro de David, unos ojos negros, de mirada intensa, velados por la duda, interrogantes.

David sonrió, pero la mirada de Olivia no se alteró en absoluto.