En la oficina de recepción del «Grand Hotel» se amontonaban los huéspedes recién llegados. Un barco había anclado en el puerto aquella misma mañana, y en el gran vestíbulo del hotel se alzaba el rumor de infinitas lenguas, entre las que predominaba la inglesa. No hacía falta gran perspicacia para observar que los ingleses eran atendidos en primer lugar. Incluso un maharajá esperaba sentado en uno de los rojos sillones, rodeado por su séquito y mostrando evidentes signos de impaciencia. Su deslumbrador turbante, sus centelleantes ropas, los multicolores trajes de los que le rodeaban, hacían que el grupo pareciera extraño en aquel ambiente, a pesar de encontrarse en la India. Los ingleses, tranquilos y pacientes, no parecían darse cuenta de la envidia que despertaban en los demás, y miraban fijamente hacia delante mientras guardaban turno en la cola.
Entre ellos se encontraba un norteamericano, un hombre alto y corpulento de mediana edad, vestido con un traje gris oscuro y un sombrero de fieltro negro. El norteamericano miraba alrededor con interés y curiosidad, tan sereno como los ingleses, aunque no tenía el menor reparo en demostrar lo mucho que le regocijaba la escena. Sólo Norteamérica produce hombres tan seguros de sí mismos, tan ingenuos y tan rebosantes de buen humor. Observaba con mirada divertida y tolerante incluso a los mismos ingleses, pero el hombre no dudó en mantenerse firme en su puesto, a despecho de la presión que ejercían sobre él los ingleses, una presión disimulada, pero inequívoca, con la que trataban de apartarle. Mientras avanzaban lentamente hacia la oficina, sus anchos y fornidos hombros impedían que nadie le pasara delante. Una de las veces se volvió para hablar al alto y esbelto muchacho que se encontraba detrás de él y que evidentemente era su hijo. Ambos mostraban el mismo atrevido perfil, aunque los ojos del hijo eran negros en vez de grises, y su suave cabello era negro en lugar de rojizo y gris. El joven tenía un rostro de suaves líneas y piel olivácea, pero el padre lucía una bien cuidada barba y bigote, ambos de tono rojizo canoso, y sus ojos aparecían muy hundidos bajo las fieras cejas, del mismo tono que la barba y el cabello.
—Mantente firme, hijo —dijo el padre.
—Descuida, papá —repuso el hijo.
El empleado les dirigió una aguda mirada cuando el padre escribió su nombre en el registro de viajeros: David Hardworth MacArd e hijo.
—¿Es usted norteamericano, señor?
—Sí —contestó MacArd—. De Nueva York.
El viajero contempló con expresión pensativa su nombre y luego, con firme trazo, tachó las palabras «e hijo» y volviéndose de nuevo hacia su acompañante, dijo con cierta ironía:
—Creo que ya es tiempo de que dejes de ser «e hijo».
—A mí no me importa, papá —contestó con suave acento el hijo.
—No, no —replicó MacArd con insistencia—. Recuerdo muy bien que a tu madre no le gustaba ser «y esposa».
El hijo sonrió y, sin decir nada, escribió su nombre bajo el de su padre: David MacArd. Su letra era aún de trazo juvenil e inseguro, y ofrecía un marcado contraste con los angulosos y fuertes rasgos de la de su padre.
—Tenemos reservadas sus habitaciones, señor —dijo el empleado—. Según tengo entendido, desean ustedes ocuparlas una semana. Y también les hemos reservado los billetes de ferrocarril para Poona. Es un viaje muy corto. Me alegra que hayan venido ustedes en la mejor estación del año. No hay correo para ustedes. ¿Son ésas sus maletas? Las llevarán inmediatamente a sus habitaciones.
—No esperaba correo y, en efecto, esas maletas son las nuestras.
El montón no era demasiado grande. Las maletas inglesas de cuero, las del padre, estaban bastante usadas. Pero el señor MacArd había comprado a su hijo maletas de piel de cerdo. Las de Leila, que eran de piel de cocodrilo con cantoneras de plata, no resultaban apropiadas para el equipaje de un joven. Además, las había hecho guardar, junto con todos los objetos que le pertenecieron, cuando ella murió, hacía tres meses.
¡Sólo tres meses! MacArd se volvió hacia su hijo con una ligera tensión en los músculos de su rostro, lo cual quería decir que no conducía a nada pensar en ella.
—¿Vamos arriba o comemos antes? Una merienda. Supongo que tendremos que pedirla en nuestras habitaciones.
—Me gustaría cambiarme de ropa —repuso David—. Hace más calor del que me figuraba.
El empleado, que estaba atendiendo a otro nuevo huésped, le oyó.
—Tenga un abrigo a mano, señor —advirtió—, Bombay es muy caluroso a mediodía, pero en la actual estación refresca mucho al llegar la noche. Resulta delicioso, si se acostumbra uno a tener el abrigo a mano.
—Gracias —repuso David.
Padre e hijo echaron a andar hacia la amplia escalera de mármol, empezándola a subir uno al lado del otro. Sus habitaciones estaban en el primer piso, al final de un corredor de mármol todavía más ancho que la escalera. Delante de ellos, los dos botones indios que llevaban sus maletas se detuvieron ante una puerta abierta que revelaba otra segunda puerta interior cerrada. Sentado en el suelo y recostado contra la pared, se encontraba un musulmán medio dormido, con la cabeza apoyada sobre sus brazos, cruzados sobre las rodillas, y el fez torcido. Uno de los botones le dio un suave puntapié.
—¡Despierta! ¡Tu amo está aquí ya!
El musulmán se puso en pie, despierto del todo, mientras su delgado cuerpo empezaba a temblar de ansiedad.
—¡Sahib, señor! —gritó—. Le conozco, señor. Le he estado esperando todo este tiempo. Tengo mis tarjetas, señor, y mis cartas, y estoy esperando servir al sahib y al hijo. Haga el favor de mirar. El «Grand Hotel» me recomienda.
Los muchachos de las maletas habían entrado ya en las habitaciones, pero el musulmán se interpuso hábilmente ante la puerta, de forma que los dos norteamericanos no pudieron pasar. Las manos del musulmán estaban llenas de tarjetas y de sucios sobres que había sacado de entre sus blancas prendas de algodón.
—Déjeme pasar —dijo un tanto bruscamente MacArd. Y empujó a un lado al hombre, o más bien el hombre pareció fundirse al contacto de la mano del norteamericano, y éste pudo entrar al fin en sus habitaciones. David dirigió al musulmán una breve sonrisa de disculpa y siguió a su padre, y casi inmediatamente, con renovado celo, el musulmán solicitó de nuevo la atención de los dos norteamericanos. Permanecía en el umbral, manteniendo abierta, con la mano izquierda, la puerta, provista de celosía, a la vez que extendía la derecha, llena de sobres y tarjetas.
—Por favor, señor e hijo —gritó con aguda y apremiante voz—. Sin un guía no podrán dar un paso. Serán engañados en todas partes por los hindúes. Pero yo los conozco muy bien. Estando yo al lado de los señores, nadie se atreverá a acercarse. Me llamo Wahdi.
—La guía dice que tenemos que llevar un acompañante, papá —dijo David.
—No me obligues a pensar en dos cosas a la vez —replicó su padre—. Primero he de pagar a estos muchachos.
—Ha de ser al jefe. La guía lo dice así.
—Soy yo, sahib —exclamó uno de los botones—. Yo daré lo que sea necesario a mi compañero.
MacArd sacó de su cartera un billete.
—Hazlo así.
El muchacho hizo el ademán hindú que significa gracias.
—Los norteamericanos siempre se muestran generosos —murmuró—. Y yo, sahib, le voy a decir a usted algo. Este hombre, Wahdi, es bueno a pesar de ser musulmán. Puede el señor confiar en él. Nunca le traicionará si es también generoso con él.
El hindú unió de nuevo sus manos, con el billete temblando entre el tercero y cuarto dedos de la derecha, y de esta manera salió seguido por el otro muchacho.
—Bien —exclamó MacArd manoseándose la barba—. Supongo que hemos de servirnos de alguien y ese alguien puede muy bien ser este individuo. Siempre estaremos a tiempo de despedirle si no nos sirve a nuestro gusto.
—A mí me agrada su aspecto —murmuró David.
Wahdi, todavía temblando de ansiedad, se dirigió directamente a David.
—Yo soy muy bueno, pequeño sahib. Es verdad que algunos criados roban, pero yo no.
—Hablas el inglés bastante bien —observó David.
—Estudié en la escuela cristiana durante muchos años.
MacArd, que estaba abriendo una de sus maletas, se volvió al oír las anteriores palabras.
—¿Eres cristiano? —preguntó con súbito interés.
Wahdi pareció perplejo. Miró un rostro después del otro y de pronto rompió a reír.
—¡Es tan difícil para mí, sahib! —exclamó—. El cristianismo es bueno, pero yo no tengo tiempo. Tengo que mantener a mis padres, a mi esposa y a once hijos. Cuando sea viejo y ya no pueda trabajar, me haré cristiano.
David prorrumpió en una carcajada.
—Es un hombre honrado, papá —afirmó.
MacArd dejó escapar un gruñido y volvió a su equipaje.
—Entonces… ¿me toman como criado, sahib? —preguntó Wahdi.
—Sospecho que sí —masculló MacArd sin levantar la cabeza de su tarea.
—Gracias, gracias, sahib e hijo —masculló Wahdi, poseído por un éxtasis de gratitud—. Yo lo haré todo, ya lo verá, sahib. Yo desharé las maletas. Yo lo haré todo. Tomen ahora la merienda. Yo acabaré esto.
Sin saber cómo ocurrió, padre e hijo se encontraron fuera de la habitación, de nuevo en el pasillo de mármol, camino del comedor. Wahdi quedaba en las habitaciones, abriendo los amplios armarios de madera de teca uno tras otro y resolviendo dónde colgaría las prendas de sus amos.
—Así, así y así —murmuraba cual una atareada abeja.
—Veo que tenemos un apoderado —dijo David—. Ni siquiera me he cambiado de traje.
—Sí —exclamó MacArd. MacArd se había olvidado ya de Wahdi y, con la guía de bolsillo en la mano, empezó a estudiar un plano mientras andaba. Pero entre él y el plano se interpuso el súbito recuerdo del rostro de su difunta esposa, tal como era durante el último viaje que realizaron juntos. Se encontraban en Londres y él llevaba un plano lo mismo que ahora. Iba proyectando la distribución de las horas que tenían ante sí, aunque lo hacía en voz alta y en compañía de ella.
«¡Oh, querido! —había suspirado la esposa haciendo un gracioso mohín con su linda boca—. Ha de quedarnos algún tiempo para no hacer nada, monstruo». MacArd sonrió divertido.
«¿Cómo puede uno no hacer nada? —preguntó—. Siempre tiene uno que hacer algo. No existe la nada».
«Claro que existe», insistió Leila mientras él contemplaba su bello y preocupado rostro, en el que los ojos, intensamente oscuros, brillaban bajo el oscuro y suave cabello.
Sí, Leila tenía razón. Existía la nada, y ésta era la muerte, su propia muerte. MacArd se veía torturado día y noche por la necesidad de creer que en algún lugar y de algún modo ella continuaba viviendo. Mientras su esposa vivió, él no había necesitado la fe tal y como una vez la había encontrado en la rectoría de su padre. Su padre era un predicador de pueblo, un firme y sencillo hombre que se tornó evangelizador después que regresó de la guerra. En la niñez de MacArd la fe era tan sencilla como la pobreza, tan simple como el pan, tan inevitable como el nacimiento y la muerte. En su adolescencia, se volvió impaciente porque su padre era un hombre severo, marchándose de casa tras de una pelea que tuvo con él, hasta que muy pronto, en la lucha por lo que a su juicio constituía el triunfo, perdió lo que su padre llamaba religión. Era ya un joven hombre de negocios a quien acompañaba el éxito cuando contrajo matrimonio con Leila Gilchrist, la hija de su socio, y entonces empezó a ir a la iglesia los domingos, una iglesia muy distinta de la iglesia de pueblo donde su padre predicaba sobre el cielo, el infierno y la inmortalidad del alma.
La noche siguiente al entierro de Leila, no pudiendo dormir e impelido por la necesidad de saber que ella seguía viviendo, no obstante haber visto cómo era enterrado su querido cuerpo, había llamado a Paul Barton, el rector.
—Barton —masculló por teléfono con voz ronca —aquí MacArd.
—Sí, señor MacArd. ¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Barton.
—¿Puede usted asegurarme que mi esposa sigue viviendo en algún lugar?
—Así lo creo, señor.
—¿Tiene usted pruebas?
—Tengo fe.
—¿Y por qué no la tengo yo? Soy miembro de su iglesia.
—Un miembro muy generoso —repuso Barton con su bella voz, acostumbrada al púlpito.
—Entonces, ¿por qué no puedo creer yo que ella sigue viviendo aún?
—Afirme simplemente que cree —repuso el pastor—. Afírmelo, y la fe seguirá a sus palabras.
MacArd lo afirmó una y otra vez. Tal vez Leila no estuviera muerta. Sin embargo, él era un hombre práctico y quedaba la cuestión del cuerpo. Nadie podía negar la descomposición de la materia. Por lo tanto, ¿adoptaría su espíritu la forma del cuerpo que le había albergado? Deseaba que su esposa siguiera teniendo el mismo aspecto. Pero si ella existía o no existía, lo mismo que su deseo de que ella continuase viviendo, no tenía nada que ver con los hechos. MacArd no había pensado en su padre y en su madre durante años enteros, pues éstos murieron antes que él se casara con Leila, pero ahora hubiera casi deseado que su severo y viejo padre viviera aún. Su padre parecía saber siempre lo que creía y por qué lo creía.
MacArd guardó el mapa y bajó la escalera. Tanto él como su hijo permanecieron silenciosos. El muchacho mantenía un profundo silencio aquellos días. Sin duda echaba de menos a su madre, aunque nunca la mencionaba.
—Saldremos después que hayamos comido —dijo el padre de pronto.
—Bien, papá —repuso David.
El vestíbulo del hotel se encontraba ahora casi desierto. Sólo quedaban allí el maharajá y su brillante séquito, mientras el administrador, un euroasiático, discutía con el empleado del hotel. Padre e hijo entraron en el espacioso comedor y se sentaron ante una mesa colocada junto a la ventana, y un camarero hindú, vestido con un blanco uniforme y un cinturón rojo, apareció en el acto. Sobre sus cabezas un inmenso punkah[1] se movía de un lado a otro refrescando el ambiente.
Cuando salieron del hotel, el sol ardía en un inmenso cielo azul pálido. MacArd había comprado en Londres cascos para el sol y David subió la escalera de nuevo, cuando terminaron de comer, para ir a buscarlos. Pero nada protegía sus rostros contra el brillo de las calles, rebosantes de gentes de todos los colores, ataviadas con los más diversos trajes. No se veían blancos, excepto los ocupantes de algún que otro coche. Las damas inglesas salían a hacer sus visitas de las doce, una extraña costumbre que tenía clara explicación, como la guía indicaba, pues más tarde todo el mundo se iba a los parques y a los clubs para gozar del fresco antes que la noche cayera sobre la ciudad.
—¿Puedes distinguir a un indígena de otro? —preguntó MacArd a su hijo por decir algo. Una de las obligaciones más difíciles de cumplir en aquellos instantes para MacArd era la de tener que conversar. Mientras Leila vivió, ni él ni David se habían dado cuenta de que era ella la que mantenía una comunicación constante entre los tres. Ahora, sin ella, cuando MacArd se veía obligado a traducir sus pensamientos en palabras, tenía la sensación de que su hijo era poco menos que un extraño para él, aunque David, intentando mostrarse cordial, se apresurase a responder a todas sus palabras.
—Supongo que sabes a qué raza pertenece cada uno de ellos —contestó David.
El concienzudo estudio que de la India había hecho su padre gracias a la pequeña biblioteca formada con los libros comprados durante el viaje, hacía que el muchacho sintiera a veces una secreta vergüenza y también un ligero fastidio. Pero el joven no podía fijar su atención en la lectura. La muerte de su madre le había sumido en una especie de apatía.
—Me parece que ése es un pathan —dijo MacArd señalando con la cabeza un hermoso ejemplar masculino de piel oscura, la cual formaba un acusado contraste con sus ropas de blanco algodón, y que llevaba la cabeza envuelta en un pequeño turbante—. Y ese otro —continuó— es un márata.
El márata vestía unos pantalones blancos muy anchos y una túnica parecida a un abrigo, y su turbante, sujeto con un cordón de oro, era enorme y parecía arrollado en una especie de escondido molde.
—Sólo encontramos hombres —dijo David sorprendido—. Supongo que las mujeres están en purdah o algo por el estilo.
Sin embargo, en aquel momento vieron un grupo de mujeres márata que salían de un zaguán envueltas en saris de colores vivos. Todas llevaban colgantes en el lado izquierdo de su nariz. El espectáculo resultaba a la vez extraño y bello. El márata las escudó y las acompañó hasta un carruaje que inmediatamente empezó a rodar hacia la populosa ciudad indígena.
Hacia esa parte de la ciudad echó a andar también MacArd, apartándose del mar y de los bellos parques ingleses. Hacía calor y MacArd alquiló un pequeño gherry tirado por un brioso buey blanco.
—Podemos dejar para más tarde Malabar Point —dijo a su hijo—. Me gustaría ver los lugares donde vive la gente.
Padre e hijo se sentaron en silencio en el balanceante y poco cómodo vehículo. Iban uno enfrente del otro sobre los duros e incómodos asientos de madera, y los parques y las anchas calles se trocaron pronto en estrechas callejuelas, y los hermosos edificios ingleses en pequeñas casas de dos pisos construidas de ladrillo o piedra, y cuyas esculpidas y pintadas fachadas los hacían parecer de juguete. El ardiente aire, impregnado de distintos perfumes y de humo, de pimienta y ácidos, se mezclaba con la suave fragancia de las flores y de los frutos de los árboles. La multitud llenaba las calles, andando, quietos, incluso tumbados en el suelo durmiendo. Todos eran de piel oscura, sin embargo, diferían unos de otros. Un niño tenía las mejillas cremosas, mientras que las de un muchacho eran casi blancas. Los rostros se volvían para mirar a los dos norteamericanos con ojos enormes, acuosos y suaves, excepto los hundidos en alguna cabeza parecida a la de un halcón y que pertenecía a un pathan o a un silk. No descubrieron a ningún hombre blanco entre aquella apretada masa humana compuesta por hindúes, musulmanes, malayos, parsis tocados con altos sombreros de pelo de caballo, afganos, chinos, japoneses, tibetanos e incluso negros procedentes de las costas del Sur. Los colores de los trajes eran vivos y formaban un profundo contraste entre sí. Un turbante rosa y una faja verde; un traje de púrpura y una túnica granate y oro; naranja y escarlata mezclado con azul, amarillo y rosa. En la ciudad vieja, las mujeres pobres iban envueltas en brillantes y graciosos saris. Sus morenos rostros aparecían adornados con collares, pendientes y pequeñas joyas colocadas en las narices, y en sus desnudos brazos, y piernas tintineaban brazaletes y ajorcas. A los norteamericanos todo aquello les parecía fantástico, sorprendente, inesperado.
Las calles eran estrechas incluso para el gherry. Pero el cochero, tras de murmurar algunas palabras por encima de su hombro, guió al buey hacia una hilera de tiendas: joyerías y traficantes en piedras preciosas, y una vez allí, como si aquél fuera el lugar a donde se dirigían, detuvo el coche e hizo signos a MacArd y a su hijo para que se apearan.
—Bien —exclamó MacArd con una ligera sonrisa que se perdió entre su barba—. Al parecer, sabe muy bien lo que quiere que hagamos.
—Podemos obedecerle —replicó David.
Padre e hijo saltaron del coche y el conductor escondió la cabeza en su oscura ropa de algodón, preparándose a dormir.
Las tiendas o bazares, según como quiera uno llamarlos, estaban atestadas de personas que examinaban joyas y adornos, discutían, lanzaban exclamaciones y comparaban unos objetos con otros. Algunas mujeres se volvieron de espalda al ver a los dos hombres blancos pero los mendigos empezaron a agitarse alrededor. Había una soberbia exposición de joyas: rubíes y perlas hindúes de color rosa, amatistas y brillantes, turquesas y jade chino montado sobre labrado oro, adornos para los cuellos, las muñecas y los tobillos de las mujeres, o bien para ser prendidos en el turbante de un hombre.
Al ver a los norteamericanos, los tenderos empezaron a llamarlos. MacArd titubeó un instante, sintiendo una repentina punzada en su corazón. Ya no tenía a quien comprar joyas. Si Leila hubiese estado en el mundo, le hubiera acompañado, pues ella sentía siempre una gran curiosidad por todo lo oriental, especialmente por la India, interés fomentado sin duda por los misioneros que visitaban su iglesia. En este caso, MacArd se hubiera sentido encantado de comprar a su esposa un collar de perlas y el juego de esmeraldas montado en un pesado brazalete de oro. Las esmeraldas hindúes son las más bellas del mundo y los ojos y el cabello negro de su esposa hubieran hecho resaltar el vivo verde de las piedras preciosas. ¡Cómo le hubiera gustado que se las pusiera cuando tenía que sentarse a la cabecera de la larga mesa del comedor! Entonces, al hablar de las esmeraldas, hubiese dicho a sus invitados: «Sí, compré a Leila esas esmeraldas en la India, en la calle de las joyas. Hay centenares de tiendas. Seiscientas, según nos dijeron. Creíamos que éstas eran las piedras más bellas de todas las que vimos».
Pero Leila había muerto. Esto era lo que él debía repetirse a sí mismo una y otra vez. MacArd miró a David, que permanecía junto a él contemplando no las joyas, sino a la gente.
—¿Nos vamos? —preguntó.
—Como quieras, papá —contestó David.
Los dos volvieron a subir al vehículo, contrariando tanto a los comerciantes como a los mendigos, y después de despertar con su bastón al cochero, MacArd le ordenó que los condujera de nuevo a la ciudad inglesa, a las calles anchas, a las grandes casas de piedra verde y gris. Una vez en ellas, MacArd despidió al gherry y tomaron el tranvía de caballos que llevaba a Malabar Point.
—Un norteamericano llamado Kittredge fue el que estableció en Bombay este sistema de tranvías —informó a su hijo, hilvanando de nuevo la conversación.
—¿De veras? —murmuró David.
A poco pasaron ante la Catedral. Cerca de ella se alzaba la estatua de Lord Cornwallis, el gobernador general de la India después que Inglaterra perdió las colonias americanas. La estatua había sido levantada, según decía la guía, con fondos donados por los comerciantes de Bombay.
—Cornwallis —dijo escuetamente MacArd señalando con la cabeza la alta figura de piedra.
David posó en ella la mirada, pero no despegó sus labios.
Al norte de la bahía se alzaban las Torres del Silencio. En el hotel les habían indicado que, sobre todo, no dejaran de visitar las Torres.
—Una visita muy interesante —les había dicho el empleado con expresión de condescendencia.
—¿Estás cansado? —preguntó MacArd a su hijo con súbita ansiedad, al observar la palidez de sus mejillas.
—Siento algo extraño —repuso David con cierto esfuerzo en la voz—. Como si me asfixiara. Pero creo que se debe únicamente al calor.
—Bajaremos del tranvía y regresaremos al hotel —dijo MacArd.
Se apearon y, llamando un coche, regresaron de Malabar Point; media hora más tarde se encontraban en sus habitaciones. Wahdi, dormido ante la puerta, se puso en pie de un salto. Pero MacArd fingió no verle.
—¿No estás enfermo? —insistió el padre mirando con atención a su hijo.
—¡Oh, no! —contestó David—. Quizá sea efecto del barco. Aún me parece sentir el balanceo del mar. Me echaré en la cama.
—Te traeré té, sahib —dijo Wahdi, que se afanaba a su alrededor, aumentando el efecto opresivo de la atmósfera.
—Tráeselo —le ordenó MacArd, y luego, dirigiéndose a David, añadió—: Y tú toma una ducha fría. Eso te refrescará.
—Gracias, papá —contestó David—. Pero no te preocupes. Cuando tome el té me sentiré mejor.
El joven sentía deseos de cerrar la puerta que separaba las dos habitaciones, pero no quería molestar a su padre. Jamás hasta entonces había estado a solas con su padre. Siempre había estado entre ellos su madre. Pero ella ya no lo estaría más, y él debía aprender a vivir sin sentirse oprimido por la poderosa personalidad de su padre. David sonrió al autor de sus días, y luego, procurando hacer acopio de valor, cerró la puerta que mediaba entre ellos.
En el cuarto de baño, MacArd se echó él agua en la forma que la guía aconsejaba. De pie sobré el inclinado y enlosado suelo, con un cazo de metal fue sacando agua de una ancha palangana de porcelana y echándosela sobre la cabeza y los hombros. Era refrescante, tenía que reconocerlo así, sentir las gotas de agua resbalar por su blanco cuerpo, el muerto color blanco de los pelirrojos, mucho menos agradable que el bello color cremoso de Leila. Pero el encanto que emanaba de su esposa ya no le pertenecía a él. Tendría que ser duro consigo mismo. Tendría que dominar la vitalidad de su poderoso temperamento. Debía orientar todas sus energías en otro sentido, entregarse a nuevos quehaceres, procurar vivir siempre atareado. Pero ¿a qué tarea podía dedicarse? Mientras ella vivió, su vida había estado llena de ella cada hora del día y de la noche. Mas, súbitamente, todo había terminado, y de una manera tan repentina que le costaba creer que fuera cierto. El corazón de su mujer cesó de latir una noche, cuando nadie lo sospechaba, una noche semejante a cualquiera otra noche. Simplemente cesó de latir, sin razón alguna, por obra y gracia de un misterio, si bien era cierto que ella se había negado siempre con graciosa tozudez a que la reconociera ningún médico. Dejó de acudir a los médicos después del nacimiento de David y de la penosa operación que le siguió, la cual hizo evidente que no podría tener más hijos. Nunca más, después de aquellas semanas pasadas en un hospital, había querido que la viera un médico. Se medicaba en secreto, y el marido se enteraba de ello cuando encontraba frascos de medicina sobre la mesilla de noche. Entonces, horrorizado, él se empeñaba en saber si sentía dolores o se notaba enferma, pero ella siempre se negaba a contestar a tales preguntas. Se echaba a reír y enseñaba a MacArd sus redondos y hermosos brazos, o hacía que se fijara en el color de sus mejillas.
—¿Tengo yo aspecto de estar enferma? —preguntaba sonriente.
¿Qué podía él contestar sino la verdad, es decir, que parecía la estampa de la salud? Después, el médico dijo que los brillantes ojos y las mejillas encendidas no eran más que los signos anunciadores de la muerte.
MacArd dejó escapar un quejumbroso suspiro ante tales recuerdos y se envolvió en su bata de baño, sentándose luego en un profundo sillón que había en su dormitorio. Inmediatamente, el peso de su soledad y la lejanía de la patria, el pensamiento de que, aunque regresara a su hogar, lo encontraría vacío, le abrumó como una losa, y echando la cabeza hacia atrás cerró los ojos. Desde hacía años no rogaba a Dios realmente, aunque durante años había constituido un hábito diario de su vida arrodillarse ante el lecho todas las noches durante breves minutos, pues también lo hacía Leila. A veces rezaba en tales instantes, pero, por lo general, la cosa no había pasado de constituir un simple simulacro realizado con el fin de no ofender a su esposa, que tenía el hábito de la devoción. Después de la muerte de Leila dejó de fingir. Pero de súbito, en aquella lejana habitación de la India, la plegaria ascendió, perfectamente articulada, desde el fondo de su atribulado corazón.
—¡Oh, Dios! Muéstrame lo que he de hacer con mi vida y con mi dinero, para que al fin pueda reunirme con mi bien amada esposa en el cielo…
No dudaba ni por un momento que Leila se encontraba en el cielo, pues había sido una mujer tierna, de tal bondad y pureza, que casi fue un ángel en la tierra. Que a veces se hubiera mostrado trivial o que a veces le hubiese hecho impacientarse, le parecía ahora imposible, y pensaba que la culpa era por entero de él, aunque no lo había reconocido siempre así cuando ella vivía. Leila se había lamentado algunas veces de que a él sólo le interesaba hacer dinero. Nada más cierto. Su vida había estado dedicada por completo a establecer la vasta red de sus intereses. Su fortuna estaba cimentada sobre el negocio de ferrocarriles, y continuaba siendo el presidente de la compañía, su más vieja empresa. Pero los ferrocarriles, como media docena de personas de su país sabían muy bien, eran meras arterias comerciales, y, con el siglo XIX en su última década, aquel joven y ávido país en que él había nacido y crecido, pedía más ferrocarriles y más negocios. Proseguir aquel camino de oro había constituido su tarea, pero también fue una fuente de excitantes proezas. Había gozado de alegrías y padecido dolores, y no le importaba cuánto de aquel dinero pudiera gastar Leila. Le llenaba de orgullo ver el nombre de su esposa encabezando las suscripciones benéficas. «Señora de David Hardworth MacArd, cinco mil dólares».
¿Qué querría Leila que él hiciera ahora?
Mantuvo los ojos fuertemente cerrados, sorprendido por el llanto de su interior e incluso un poco asustado. ¿Existirían secretos que él ignoraba? Era un hombre práctico y no tenía tiempo para leer libros, aunque acostumbraba a divertirse escuchando lo que Leila le contaba sobre los libros que leía, y después de ella muerta había abierto alguno, esperando recordar así la voz de su esposa y su tierno rostro. Pero, sin la presencia de Leila, las páginas parecían como muertas. ¿Dónde podría encontrarla ahora?
«¡Oh, querida Leila! —murmuró con los dientes apretados—. ¿No podrías venir hasta mí alguna vez?».
Permaneció rígido, escuchando, y oyó sonidos irreconocibles procedentes de las calles, voces agudas y titubeantes que hablaban lenguas desconocidas, voces lastimeras, como un canto fúnebre, mezcladas al penetrante grito de los mendigos. Su soledad llegó a ser para él una verdadera agonía y algo tan próximo al terror que sentía que prestaba energías a su alma para buscar el perdido amor. Ciertas palabras que le habían impresionado siendo niño, en la iglesia del pueblo, se alzaron ahora vivas y vibrantes en su memoria, y oyó la fuerte voz de su padre, que declamaba en el púlpito: «Más fácil es que un camello pase a través del ojo de una aguja que el entrar un hombre rico en el reino de los cielos».
Era monstruoso recordárselo ahora, pues él era un hombre inmensamente rico, y no era propio de Leila despertar aquel recuerdo, pero quizás ocurriera así porque ésta era la única manera que ella tenía de hacerlo: a través de sus recuerdos. Solía escuchar aquellas palabras cuando era un niño amargamente pobre como toda su familia. Ninguno de los que le rodeaban habían visto jamás a un hombre rico, y él acostumbraba a preguntarse lo que hacía un hombre rico, y lo que tenía para comer y cómo se vestía. Al llegar a la adolescencia se convirtió en un rebelde y deseó ser rico, porque ésta era precisamente la clase de hombres que su padre más odiaba: un hombre que jamás entraría en el cielo. Tal vez fuera aquélla la manera de decirle Leila que las viejas palabras eran verdaderas y que, si él deseaba entrar en el cielo y reunirse con ella, tenía que hacer una buena obra con su dinero.
Le distrajo el rumor de una puerta que se abría lentamente, pulgada tras pulgada, y vio que Wahdi le sonreía. El criado entró en la habitación andando de puntillas, sosteniendo una bandeja de té en una mano y en la otra una inmensa cesta de flores blancas.
—De Govmint, sahib —dijo el musulmán dejando adivinar un acento de orgullo—. Están recién cortadas, sahib.
El musulmán colocó la bandeja sobre la mesa, dejó la cesta y sacó de su pecho un largo sobre cuadrado, el cual entregó a MacArd. Luego dio un paso atrás y esperó con la mayor inmovilidad.
MacArd rasgó el grueso sobre y sacó de su interior la única hoja que contenía. En ella estaba grabado el escudo de la corona inglesa. La carta, escrita a mano, no tenía, sin embargo, nada de oficial, y estaba firmada por el mismo gobernador general.
Apreciado señor MacArd:
Nos sentiremos encantados si quiere usted merendar con nosotros, sin otros invitados, él martes o el jueves. Pero comprenderé perfectamente sus excusas si no desea hacerlo. He dado instrucciones para que pueda ver usted todo lo de la ciudad, para que se le reserven los billetes si quiere hacer algunos viajes. Comprendemos las dramáticas circunstancias de su visita y esperamos sus órdenes.
Suyo atento, etc.
MacArd se sintió satisfecho. No era fatuo, pero tenía su orgullo. Le invitaban al palacio del gobernador porque era rico y la riqueza era su pedestal.
El incidente hizo que MacArd volviera en sí. Había sido sacudido, pero debía esperar. Debía confiar en que las cosas pasaran, se dijo a sí mismo. Mientras tanto, allí tenía la invitación del gobernador.
Reflexionó sobre ella mientras Wahdi esperaba majestuosamente, compartiendo el honor de su amo, que recibía flores procedentes de Malabar Point. La sangre escocesa de MacArd, llevada a los Estados Unidos por sus antepasados que no quisieron ser vasallos de los ingleses, le tentó con la idea de no aceptar la invitación. Ésta podía ser todo lo cortés que se quisiera, pero en el fondo se trataba de una orden. Sin embargo, su sentido de la prudencia venció al fin. Alguna vez podría convenirle algún negocio en la India. Era poco probable, pero tenía la idea de que los ferrocarriles podían constituir algún día una red que se extendiera alrededor del mundo, en conexión con grandes compañías navieras. Vivían en la edad de la expansión. Fue hasta el escritorio de madera de teca y escribió una breve nota aceptando la invitación, Wahdi la recibió como si fuera un gran honor y se la entregó al mensajero que esperaba en la puerta del pasillo con el aire de una persona que otorga una merced.
—Hemos dado al pueblo de la India una extraordinaria libertad —afirmó el gobernador—. Antiguamente nunca hubieran pensado en criticar al Gobierno. Ahora, sin embargo, la tradición británica ha tomado por asalto a los jóvenes intelectuales hindúes. Les hemos enseñado inglés, han leído nuestros periódicos y se han asimilado nuestras costumbres. Leen nuestros vigorosos e independientes editoriales, sin comprender que en Inglaterra la crítica no significa nunca deslealtad. Esto empezó en los tiempos de mi predecesor, pero cristalizó en el Primer Congreso Nacional indio, celebrado hace algunos años. Confío que no conduzca a una rebelión final. Lord Lytton creyó que la crítica era muy poco conveniente y dictó una ley para fiscalizar la prensa indígena. Pero la ley fue abolida cuatro años más tarde. Los ingleses somos incurablemente escrupulosos y los hindúes no están acostumbrados a ello.
Un criado tocado con turbante y una brillante túnica roja, pantalones blancos y cinturón de oro, esperaba junto al codo del gobernador, y éste se sirvió arroz con curry, un curry de faisán delicadamente sazonado para los paladares ingleses.
—¿Quiénes son los jefes? —preguntó MacArd.
Se hallaban sentados alrededor de la larga mesa y, aunque tenía enfrente de él a David, sus anfitriones estaban tan distantes que MacArd reprimió el súbito deseo que sintió de alzar la voz.
—Los intelectuales jóvenes, los izquierdistas, que viven tan apartados de los campesinos y de la gente de las pequeñas poblaciones como lo estamos usted y yo —declaró el gobernador general.
—¿Y serán capaces de persuadir a los campesinos de que sigan a su jefe? —preguntó MacArd.
No le gustaba el curry y sólo se sirvió una pequeña ración del plato que el indio tan fastuosamente ataviado mantenía a su izquierda.
—Si continuamos educando a los hindúes en las escuelas inglesas es posible prever lo que será del Imperio —dijo francamente el gobernador general.
Éste siguió hablando; su suave sonrisa formaba un marcado contraste con sus palabras y el alto cuello que sobresalía de su traje de hilo.
—Los ingleses nos destruimos a nosotros mismos. No sabemos ejercer debidamente la tiranía. Nos empeñamos en tener conciencia, y esto hace imposible la tiranía.
David escuchaba atentamente con sus oscuros ojos muy tranquilos. MacArd se sintió orgulloso de su hijo. El muchacho permanecía sentado ante la vasta mesa con absoluta naturalidad, aunque demostrando una señalada deferencia ante sus mayores en saber y gobierno. La marquesa también le miraba de vez en cuando, y el padre observó que la fría mirada de la dama se suavizaba.
—Mis dos hijos se hallan en Inglaterra —dijo de súbito la dama dirigiéndose a David—. El mayor tiene sólo dieciséis años. Dejaron la India cuando tenían cinco y ocho años respectivamente. Conservamos en casa a Ronald más tiempo de lo usual para que Bertie pudiera acompañarle. Hace tres años que no les veo.
—Irás a Inglaterra de nuevo en mayo, querida —recordó su marido.
—Sólo me mantiene la esperanza de que todavía me recuerden. Tal como soy, no como una especie de figura maternal —afirmó la dama.
—Éste es uno de los muchos precios que se han de pagar por el Imperio —murmuró el gobernador general.
—¡Ah! Pero son las mujeres las que los pagan —se apresuró a responder su esposa.
MacArd se volvió hacia el gobernador.
—Sospecho que también usted habrá echado de menos a sus hijos.
—Desde luego —contestó el gobernador—. Sin embargo, estoy de acuerdo con mi mujer. Es cierto que ella los echa más de menos que yo y también que yo tengo compensaciones que ella no tiene. Temo que a las mujeres inglesas les resulte la India muy difícil de soportar.
La larga y complicada comida tocó a su fin, y todos se pusieron en pie, pues el gobernador general dijo que, puesto que su esposa era la única dama presente, no debían permanecer más tiempo en la mesa y dejarla a ella sola en el salón, así que los cuatro salieron del comedor juntos.
El palacio de Malabar Point estaba formado por una serie de bungalows, y sus muchas habitaciones eran grandes y frescas. Las puertas se abrían a anchas verandas sombreadas por grandes árboles y floridas enredaderas, MacArd había visitado la Casa Blanca llamado por el presidente, antes de salir para la India. Pero el palacio en el que ahora se encontraba era mucho más suntuoso y nada igualaba en suntuosidad al cuerpo de guardia del gobernador general. Los altos sikhs, con sus oscuros rostros bajo enormes y complicados turbantes, resultaban de una gran belleza vestidos con sus uniformes escarlata. MacArd les había visto ante la verja, apoyados en sus largas lanzas, alertas e impasibles. No tenían nada de la servil humildad de las multitudes que poblaban las calles. Eran soldados del Imperio y se sentían muy orgullosos de serlo.
Cuando entraron en el salón, decorado en azul y oro, MacArd tuvo que reconocer que el inglés y su esposa sabían mostrarse dignos de su elevada posición. Poseídos de su derecho, ambos altos e igualmente rubios, tenían un talante sencillo, rebosante de dignidad que no podía por menos de admirar, reconociendo al propio tiempo que no acostumbraba a encontrar tales cualidades en su propio país. Sólo hombres y mujeres que han vivido durante varias generaciones por encima de toda competición podían conservar aquella serena confianza en lo que eran. En la patria de MacArd todo era materia de competición y lucha. Él mismo había luchado y luchado para alcanzar su presente situación y le era imposible aparentar aquella serenidad y dignidad. La sola dignidad que poseía era el resultado de sus seis pies y pico de estatura, ahora más imponente que antes debido a que ya no era el delgado muchacho de su juventud, aunque conservaba bastante bien la figura. Llevaba su traje londinense de esponja tropical con bastante soltura, en tanto que David resultaba realmente guapo vestido con un traje de hilo blanco. MacArd vio que la marquesa miraba: a su hijo una y otra vez, hasta que al cabo la dama se olvidó de su alta jerarquía e hizo un signo con su larga y enjoyada mano, para que el joven se sentara en el sofá junto a ella, cosa que David se apresuró a hacer sin dar muestras de la menor timidez. El sentido del humor de su madre y la brillante sonrisa que a MacArd le gustaba tanto ver en los ojos de su esposa, había evitado que su hijo se sintiera pagado de sí mismo o engreído.
—No olvides nunca que tu abuelo fue un predicador de pueblo —acostumbraba a decir Leila al muchacho—. Pero se trataba de un hombre muy bueno, pues era el padre de tu padre —concluía sonriendo, lo que hacía que aparecieran los hoyuelos de sus mejillas.
—Dígame la carrera que ha elegido usted —dijo la marquesa a David con acento ligeramente suplicante.
—Aún no sé cuál elegiré, señora —repuso David—. Acabo de salir del colegio.
—¿Colegio? —repitió la dama.
—Harvard.
—¿Equivale eso a Oxford y Cambridge?
—Creo que sí.
La marquesa sonrió al muchacho y le sonrió con suave ternura.
—Así, que de momento, no siente usted ninguna inclinación determinada.
—Todavía no, señora —contestó David—. Quizás este viaje que estoy haciendo con mi padre me revele algo de mi futuro.
—De todas formas, siempre puede ingresar en mis oficinas —se apresuró a decir MacArd.
—¡Oh! Pero usted no influirá en él, ¿verdad? —dijo la dama con expresión poco menos que suplicante, dirigiéndose a MacArd.
—Ciertamente que no —replicó MacArd—. Él no necesita hacer nada por lo que a mí respecta. Aunque creo que deseará labrarse un porvenir por sí mismo.
—¿No siente usted afición por nada? —preguntó la marquesa mirando de nuevo a David.
—Demasiadas —repuso el joven con toda sinceridad.
La dama se abstuvo de hacer más preguntas, y su delicada reserva pareció envolverla de nuevo. Pero se puso en pie y se acercó al piano de palo de rosa, regresando con dos grandes fotografías con marco de oro.
—Son mis hijos —murmuró.
David tomó los retratos y vio dos serios y delgados rostros. Las fotografías estaban finamente coloreadas. Ambos muchachos eran rubios, con los ojos azules y las mejillas sonrosadas.
—Observe sus mejillas —murmuró la madre—. No las hubieran tenido así si vivieran en la India.
—¡Oh! Es casi imposible mantener a los niños ingleses aquí —exclamó el gobernador.
Su acento, más bien duro, sonó como una especie de advertencia dirigida a su esposa, y ésta no volvió a decir nada más. La marquesa colocó las fotografías de sus hijos sobre el sofá, junto a ella, e hizo un gesto a un resplandeciente criado para que llenara otra vez de café su pequeña taza dorada.
El gobernador continuó hablando, explicándole a MacArd las dificultades de su posición y también la de todos los ingleses que vivían en la India.
—Los hindúes educados en las escuelas inglesas no conocen la historia de su propio país —declaró—. Se imaginan que aquí era todo paz y alegría antes de que vinieran los británicos. Pero, en realidad, todo el país era presa de la tiranía, estaba desunido, y la gente del pueblo vivía a merced de los caciques locales. Mas si algún inteligente y viejo hindú menciona tales hechos es acusado inmediatamente de adicto al Imperio. Están decididos a odiamos por encima de todo.
Al llegar aquí, David interrumpió inesperadamente.
—Mi madre hubiera dicho que tenían que ser cristianizados.
El gobernador se mostró francamente sorprendido.
—Por el contrario —repuso fríamente—. Un indio es infinitamente peor cuando se le cristianiza. Si abandona sus propios dioses, acaba, por lo general, siendo un sinvergüenza. No pongan ustedes jamás confianza en un hindú que afirma que es cristiano. Esto ha llegado a ser una especie de axioma entre nosotros. Además, sólo las castas más bajas cambian de religión.
MacArd interrumpió al gobernador general. Le parecía que, en cierto modo, Leila había sido desairada por las palabras del gobernador general.
—Mi esposa era una mujer verdaderamente religiosa. Sospecho que si en el mundo hubiera muchas como ella, todos seríamos mejores.
Nada se podía objetar a esto, y nada se dijo. El gobernador podía mantenerse silencioso con la mayor naturalidad, mientras que la marquesa parecía pensativa. Después de un momento dijo:
—¡Es tan distinto el cristianismo entre gente diferente!
MacArd se puso en pie. Sentía el cabello tenso y que su piel ardía. Pero dominó sus deseos de defender la religión de su esposa. No quería hablar de ella y le había sorprendido oír que David la mencionaba. Dirigiéndose a su anfitrión, masculló:
—Creo que debemos seguir nuestro camino. Mi hijo y yo deseamos visitar las Torres del Silencio. He oído decir que son una de las cosas más típicas de Bombay.
El gobernador se puso en pie en el acto.
—Sea lo que sea, deben ustedes verlas. ¿Tienen ya el permiso?
—¿Es necesario? —preguntó MacArd.
—Debe usted obtener autorización del secretario parsi, del Panchayat. Espere, enviaré un hombre para que se lo extiendan. El permiso esperará a ustedes en las Torres.
—Gracias —repuso MacArd.
Se despidieron. MacArd tocó ligeramente la mano de la marquesa, retirando la suya inmediatamente. Desde la muerte de Leila encontraba desagradable el contacto de una mano de mujer, aunque fuera una presión fría. Pero, con un súbito movimiento de ternura, la marquesa tomó la mano de David entre las suyas.
—Gracias. Gracias por haberme recordado a mis hijos.
Las Torres del Silencio se alzaban en la cumbre de una alta colina. Al aproximarse a ellas no se veía ni un tejado, pues el muro que las circundaba era alto. Pero cuando se acercaron más, la puerta del templo exterior se abrió y un sacerdote vestido con traje de ceremonia salió a recibirlos.
MacArd y David bajaron del coche que los había conducido hasta allí y el sacerdote se dirigió a ellos en inglés.
—Hemos recibido el mensaje de la Casa del Gobierno, señor MacArd, y nos sentimos muy contentos de recibir a usted y a su hijo en nuestros sagrados templos de los muertos. ¿Quieren ustedes descansar un poco antes de seguir?
—No, gracias —repuso MacArd—. Continuaremos, si le parece bien.
David contempló las altas palmeras que se erguían en el interior del recinto. Unas sombras oscuras y sombrías reposaban entre las frondosas copas de los árboles.
—¿Qué son? —preguntó el joven.
—Son los cuervos —repuso tranquilamente el parsi—. Están muy bien enseñados. No bajan hasta el momento preciso. Incluso cuando el cadáver está ya a punto, no descienden hasta que los portadores se han ido y ellos se han quedado solos: con el muerto. Algunos de los cuervos son muy viejos y enseñan a los jóvenes.
David conocía perfectamente todo el proceso. Lo había leído en un libro. Pero MacArd vio que su hijo palidecía.
—¿Quieres seguir adelante? —preguntó.
—Naturalmente —se apresuró a responder David.
El sacerdote fue describiendo los ritos mientras caminaba delante de ellos con singular gracia y sosiego.
—Los ritos del entierro son celebrados en el hogar del difunto. El cuerpo es colocado en un túmulo y no en un ataúd como hacen ustedes los occidentales. Se le coloca como si estuviera en una cama y se le cubre con bellos trajes y chales. Nuestros sacerdotes abren camino avanzando con gran solemnidad; detrás de ellos marchan los miembros masculinos de la familia y los amigos. El muerto es traído hasta el muro exterior, donde los sacerdotes se hacen cargo de él. Luego colocan al muerto en ese templo. En ese que ven ustedes ahí, señores, pero donde no les puedo permitir entrar, pues sólo está abierto para los miembros de nuestra fe. Únicamente puedo decirles que es muy sencillo, y el fuego sagrado arde en él eternamente.
—¿Y por qué no queman el cuerpo? —preguntó David en voz baja.
El sacerdote pareció extrañado de la pregunta.
—El fuego es puro —afirmó—, y no debe ser contaminado por los cuerpos de los muertos. El agua también es pura, y tampoco la tierra debe ser mancillada, pues es el manantial del sustento del hombre y de la fuerza.
Como si esto no pudiera ser contradicho, el sacerdote guardó silencio y siguió guiándolos a través de bellos parajes profundamente silenciosos, dónde ni un pájaro cantaba ni tampoco llegaba ningún sonido procedente de la ciudad que se extendía abajo.
Había cinco torres y el sacerdote los condujo en silencio a una de ellas, y una vez ante ella habló de nuevo.
—No es corriente que entre nadie en el interior de las torres, pero ustedes son invitados del gobernador y yo quiero hacer algo fuera de lo corriente.
La torre carecía de techumbre y sus paredes, de unos cuarenta pies de altura, estaban enjabelgadas y sin mácula. La puerta de la torre era alta, por lo que tuvieron que subir varios escalones para llegar a ella. Los norteamericanos se quedaron en el umbral, pues el sacerdote les prohibió que entrasen.
—Pueden ustedes ver de lo que se trata —dijo—. Pero les suplico que no entren.
Vieron una serie de caminos que, como los radios de una rueda, se deslizaban hacia una hondonada que había al fondo. Entre los caminos, había hileras con pequeños compartimientos para los muertos.
—Para los hombres, para las mujeres y para los niños —murmuró el sacerdote.
—Hay más para los niños y las mujeres que para los hombres —dijo David.
—Mucho niños deben morir —repuso tranquilamente el sacerdote—. Y más mujeres que hombres; es su destino.
Padre e hijo examinaron atentamente el lugar como si su presencia allí fuera un portento, los cuervos se alzaron en los árboles y, moviendo sus pesadas alas, volaron lentamente sobre la torre.
—Dentro de esos compartimientos están colocados los muertos —añadió el sacerdote—. Primero son llevados a la antecámara, donde se les quitan los vestidos y las coberturas, que así son purificados y devueltos a la familia. Luego el cadáver, desnudo tal como nació, es conducido al interior de la celda sin techo, y los portadores se marchan. Entonces es cuando los cuervos realizan su sagrada misión. Descienden y se comen la carne, hasta dejar los huesos limpios. Ningún ser humano se acerca. Más tarde, los elementos completan el trabajo. El sol brilla y blanquea los huesos; la lluvia cae y los lava hasta que quedan puros y blancos. Cuando la celda se necesita para otro muerto, los sacerdotes que están de guardia, los nasr salars, se cubren sus manos con guantes y, cogiendo unas tenazas, llevan los huesos al hoyo central, donde vuelven al polvo. Toda el agua que cae dentro de esta torre y la que cae dentro de las otras torres es recogida mediante unos desagües y conducida al hoyo. Se hace así para que el agua se lleve el polvo de los muertos. Debajo hay filtros de carbón vegetal a través de los cuales pasa el agua, y entonces fluye hasta un gran conducto que la lleva hasta el eterno mar.
—¿Y no se llena nunca el hoyo? —preguntó David con expresión de horror.
—Nunca —contestó el sacerdote—. Durante centenares de años no se ha llenado jamás. Los elementos realizan su cometido a la perfección.
MacArd permanecía silencioso, sobrecogido y emocionado al mismo tiempo, sintiendo deseos de rebelarse contra aquello e impresionado a la vez. El sacerdote continuó hablando con la misma voz reverente y pausada de antes.
—Nuestra fe afirma que todos los hombres son iguales ante Dios y que no existe ninguna diferencia entre el rico y el pobre. Todas las celdas son lo mismo y todos los muertos son entregados de la misma manera al sol, a la lluvia y al mar. Todos encuentran el descanso de la misma forma.
—¡Pero no tener tumba de donde levantarse! —exclamó David.
—Sin embargo, creemos en la resurrección de la carne —declaró el sacerdote—. Nuestra fe afirma que nuestros cuerpos se levantarán de nuevo, purificados por una nueva vida que todavía no podemos comprender.
La escena cambió de pronto para MacArd, la sensación de horror desapareció de su alma y se asió a aquella fe en la inmortalidad.
—¿También ustedes creen en eso? —preguntó.
—Todos los que profesan una religión, creen en la inmortalidad del alma —contestó el sacerdote.
—Eso es muy importante —exclamó MacArd profundamente conmovido.
David se sorprendió ante la súbita excitación de la voz de su padre, y todavía se sorprendió más cuando ya en la puerta su padre depositó en la mano del sacerdote un montón de rupias.
—Ha sido muy interesante —dijo MacArd—. Ha sido muy interesante. Jamás lo olvidaré.
El departamento del tren que les conducía a Poona era muy ancho. Wahdi les había procurado todas las comodidades posibles, alquilando en el hotel colchones y ropa de cama y llenando una gran cesta de mimbre con diversas latas de conservas, bastantes para un camino mucho más largo que el que llevaba a Poona. Las ventanillas permanecían cerradas para evitar el polvo, pero los ventiladores estaban abiertos en el techo, y él polvo, tan fino y seco como la pólvora, se filtraba por ellos. David dormía sobre una colchoneta extendida en uno de los anchos bancos. Sólo tenía puestos los calzoncillos. Sin embargo, su juvenil piel aparecía cubierta de sudor.
MacArd le miraba de vez en cuando, pues descubría en su hijo, con profunda ternura, la gracia de Leila. Su propia complexión no tenía nada de la esbeltez de David, de la delicadeza de sus tobillos y muñecas. Pese a ello, David distaba mucho de parecer femenil. Sus hombros eran anchos y sus caderas estrechas, e igualaba en estatura a su padre. El rostro del muchacho no se parecía en todo al de él; el color moreno de su piel chocaba bastante cuando eran vistos juntos, en incluso hacía que los extraños reparasen en ello. El padre se alegró de que su hijo pudiera dormir, pues había muy poco que ver a través de las polvorientas ventanillas. Planicies tan sombrías como el invierno, aunque apretaba tanto el calor que apenas se podía soportar el ardiente airé que soplaba. Sobre aquellas planicies, los pueblos, construidos de barro, aparecían lastimosamente desnudos bajo el ardiente sol. Apenas eran más visibles que madrigueras de topos, y por ellos discurrían las más extrañas criaturas que pudieran imaginarse. Sin embargo, eran criaturas humanas, aunque parecían diferenciarse muy poco de los lastimosos y esqueléticos animales que se movían inquietos sobre la pelada tierra buscando una comida que no existía. Hombres, mujeres y ganado esperaban las lluvias desde hacía meses. Bastarían unos cuantos días de lluvia, pocos, según afirmó Wahdi, y aquellos resecos terrenos se cubrirían instantáneamente de una alfombra de verdor. La semilla estaba en el interior de la tierra, esperando el agua portadora de vida.
—Siempre resurge la vida —declaró Wahdi.
MacArd recordó estas palabras mientras miraba por la ventanilla. Wahdi era musulmán y, por lo visto, también los musulmanes creían en ello. No dejaba de ser extraño que él, un cristiano, al menos así lo suponía, pudiera encontrar en un país idólatra la fe necesaria para creer que Leila vivía aún. Sin embargo, aquél era un pueblo muy antiguo, dado a la religión durante un largo tiempo y quizá supiera más sobre aquellas cosas que los individuos como Barton. Reflexionó durante un tiempo y sentimientos de cordial piedad se derramaron por su corazón. Pero era terrible que un pueblo religioso y bueno tuviera que vivir medio hambriento, con la tierra tan desnuda como el desierto bajo un sol de verano, y todo por la necesidad de agua, de ferrocarriles y de comercio, que eran las cosas que permitían a los norteamericanos disfrutar de una vida cómoda y abundante.
De repente se dio un cachete en la mejilla para aplastar un mosquito. A despecho de todas las precauciones que Wahdi había tomado antes de salir de Bombay, en el cerrado coche revoloteaban muchas moscas. MacArd estaba dispuesto a jurar que las moscas se filtraban a través de la gruesa madera. Estaban hambrientas y rabiosas, y no dejaban en paz cualquier objeto en reposo, si es que en aquel viaje podía haber algo de reposo. Los ferrocarriles eran una verdadera calamidad. Algo había que hacer en beneficio de la India. El pueblo no tenía suerte ni oportunidad de nada. Los ingleses constituían un grupo muy curioso. Se mostraban orgullosos, cuando en realidad no tenían de qué sentirse orgullosos. Unos cuantos norteamericanos jóvenes y acostumbrados a hacer progresar al pueblo podían realizar mucho en pocos años, Pero ¿cómo llevarlos hasta allí? Los pocos norteamericanos que se encontraban en la India, eran todos misioneros. Bien, quizá los misioneros…
MacArd olvidó las moscas y el polvo, sumiéndose en uno de aquellos intensos sueños que Leila solía llamar su oscuridad antes del amanecer, su estado precreador. Luchaba para dar con la gran idea. Mas la idea no vendría así como así. Surgió como el torbellino surge de un tornado, moldeando las cosas con furioso frenesí hasta que llega el momento de la explosión. Y de súbito vio con toda claridad la gran idea.
¿Por qué no podía él formar sus propios misioneros y enviarlos a la India?
En Poona, Wahdi los instaló en un buen hotel. Pero MacArd se sentía inquieto y salió inmediatamente para visitar la ciudad, aunque era la hora crepuscular. David no le acompañó. El joven había encontrado en el «Claridge» de Londres a un joven hindú llamado Darya Sapru, y éste le había invitado a visitarle cuando fuera a Poona. Ahora David se proponía corresponder a la invitación. Mientras tanto, MacArd vagabundeaba por las calles con su acostumbrado y rápido paso, observando a la gente, que se echaba a un lado temerosa e impresionada por su gran estatura y sus magníficos trajes. La gran idea le perseguía día y noche, y todo cuanto veían sus ojos servía para alimentaria y redondearla. Allí, en Poona, encontró dos ríos que se agitaban entre las casas como dos verdaderas serpientes. Detrás de la ciudad, las montañas se alzaban formando un ancho semicírculo, y en lo alto de una de ellas, de acuerdo con lo que afirmaba la guía, existía un antiguo acueducto construido hacía muchos años por una familia márata. El manantial que alimentaba el acueducto era un pozo. En Poona el agua estaba escondida bajo tierra. Hubiera sido muy fácil distribuirla por toda la región y entonces la tierra no hubiera tenido que permanecer improductiva hasta que los monzones trajeran la lluvia.
Volvió al hotel a la caída de la tarde, bajo la sensación de que su idea estaba empezando a crecer como un árbol. Sus raíces se hundían a la vez que echaba ramas. Prepararía a sus jóvenes y los enviaría allí, a la India, para que realizaran su tarea.
Tenía que disponer de un lugar para prepararlos, una gran escuela, una institución perfectamente dotada, y ¿por qué no crearla bajo el nombre de su bien amada esposa? En sí mismo, esto sería una especie de inmortalidad, algo realizado en memoria de Leila MacArd.
Abrió la puerta de sus habitaciones y encontró a su hijo muy excitado por la tarde que había pasado.
—¡Es una casa maravillosa, papá! —exclamó el joven—. Los jardines más extraordinarios que he visto en mi vida. Se extienden a lo largo del río. Nunca había visto un lugar así. Suelos de mármol en todas la habitaciones principales, y un enorme comedor separado de la casa y unido a ella por un largo pasillo, también de una gran belleza. Luego había otra enorme habitación, abierta asimismo, cuyas paredes eran de madera tallada, y donde la familia de Darya vive realmente. El salón posee el techo más bello que he visto jamás, todo hecho por artistas de Poona.
—Yo diría que todo eso que acabas de describir contrasta enormemente con el resto de la India —repuso MacArd distraídamente.
Su hijo lo miró con una peculiar ironía en sus oscuros ojos, pero MacArd no reparó en ello. La conversación murió y no fue reanudada al día siguiente mientras iban y venían.
Poona podía recorrerse con mucha mayor facilidad que Bombay, pues era una ancha ciudad dividida en partes como si fueran patios, salpicadas por los usuales monumentos y puentes erigidos por ricos hindúes. El quinto día de su estancia en Poona, MacArd sintió deseos de recorrer el campo que rodeaba la ciudad. Pensaba profundamente en el asunto del agua y en la forma en que ésta podría hacer cambiar la faz de la India. Se imaginaba un país surcado por infinitos canales de plata, una red de canales de irrigación, independientes de las lluvias e incluso dé los ríos. Que se utilizaran los ríos Mutha y Muía allí en Poona, y el mismo Ganges en el norte para producir fuerza eléctrica. Pero los canales de riego debían ser alimentados por las entrañas de la tierra para que llevaran la vida a las llanuras.
¿Y quién podía realizar esto sino los mismos hindúes? La resignación del pobre y el egoísmo del rico debían ser dominados por una nueva fuerza. Los comerciantes, los príncipes poderosos, se mostraban siempre dispuestos a erigir grandes edificios y monumentos públicos. En cambio, no hacían nada para remediar la miseria de los desesperanzados campesinos. Lo que ellos necesitaban era una auténtica religión, y al mismo tiempo que templos, un sistema de irrigación y ferrocarriles. A la India debían ser enviados cristianos, unos cristianos que laborasen al mismo tiempo que predicaban.
En aquel día de su estancia en Poona, MacArd tomó la decisión definitiva. Ésta le fue sugerida por un campesino, un hindú completamente desnudo a excepción del blanco turbante enrollado en torno a su cabeza y de la tira de algodón blanco colocada alrededor de su cintura; un hombre delgado y seco, que representaba unos cincuenta años, aunque en la India era imposible precisar nunca la edad de los hombres y mujeres, y probablemente sólo tendría veinte o veinticinco. El hombre era alfarero, ese alfarero que todos los pueblos hindúes tienen. Aquel día, MacArd paseaba en compañía de Wahdi, pues David se encontraba de nuevo con su amigo Darya. MacArd se acercó al hindú, que con él pie hacía girar la rueda de alfarero mientras sus estrechas y suaves manos, de dedos flexibles y hábiles, daban forma a una masa de arcilla. El hombre alzó la vista y sonrió con cierto temor al ver a MacArd, forastero y blanco, y entonces, dirigiéndose a Wahdi, se excusó de no poderse levantar en aquel momento para presentarles un saludo adecuado, pues esto haría que el cacharro que estaba haciendo se le estropeara.
—Dile que deseo ver lo que está haciendo dijo MacArd.
Wahdi hizo la traducción de las palabras con el desprecio que siempre mostraba cuando se dirigía a un hindú.
El cacharro, un vulgar tazón de arcilla, quedó terminado pocos instantes después, y el alfarero lo puso al ardiente sol para que se secara.
—Dile que se tome tiempo para enseñarme el pueblo y los campos —dijo MacArd dirigiéndose a Wahdi—. Añade que le pagaré lo que sea.
Esto fue también traducido, y el hombre hizo un signo de asentimiento con el rostro encendido por un brillante buen humor. A continuación, echando a andar delante de MacArd, le guió a través de la pequeña agrupación de chozas de barro de las que los hombres salían para verles y en las que se escondían las mujeres, mientras los chiquillos corrían por todas partes, desnudos y cubiertos de polvo gris.
Fue en el campo donde MacArd presenció la extraña escena que le llevó, como una visión, a tomar la decisión que desde entonces iba a moldear su vida. El alfarero se encontraba a unos veinte pasos delante de él, en el estrecho camino que se extendía entre los campos, cuando de súbito vieron una serpiente atravesada sobre el camino, una cobra, según le pareció a MacArd. No había visto ninguna hasta entonces, excepto en las ilustraciones de la guía, pero no podía engañarse en cuanto a la naturaleza del animal. La forma chata de su fea cabeza y el modo de erguirse, entre temerosa y colérica, eran inconfundibles. Wahdi dio un salto atrás, pero MacArd gritó:
—Déjemela a mí.
Y alzó su bastón de Malaca, un grueso bastón con puño de metal. Pero el alfarero movió la cabeza y no le dejó pasar. Se había detenido a escasos pasos de la cobra y permanecía inmóvil. Luego levantó sus manos y unió las palmas, tocándose la frente con la punta de los dedos. La cobra se balanceó entonces hacia atrás y hacia delante con pequeños movimientos, volviendo a bajar la cabeza, hasta que de pronto, mientras el alfarero esperaba en actitud de plegaría, el animal se desenroscó del todo y se alejó de allí.
El alfarero esperó hasta que la serpiente hubo desaparecido en una resquebrajadura del terreno. Entonces se volvió hacia MacArd. Wahdi avanzaba sintiéndose ya seguro, y el alfarero le habló.
—Dice, Sahib —afirmó el musulmán con cierto desprecio—, que la serpiente es un dios y que es pecado matar a un dios.
MacArd sintió una profunda repugnancia. He ahí la razón de que abundaran tanto allí las serpientes venenosas y por qué no podían ser destruidas.
El norteamericano se apartó súbitamente del alfarero.
—Regresemos a Poona. Dale a este hombre algún dinero —dijo MacArd.
Durante todo el camino de regreso a Poona, le pareció estar viendo la chata cabeza de la serpiente, y entre él y el animal la esbelta y graciosa figura del alfarero, un hombre sin duda, pero que no se atrevía a matar la serpiente, la maldición, la amenaza incluso para su propia vida, debido a su religión.
MacArd entró en su habitación del hotel y prohibió a Wahdi que le siguiera.
—Deseo descansar —dijo al criado—. Vete, diviértete, come. Haz todo lo que te plazca.
—Sí, sahib —repuso Wahdi.
El musulmán se había acostumbrado ya a aquel duro norteamericano qué se mostraba tan liberal con su dinero, y se alejó contento y feliz de su propio y superior sentido común. MacArd tomó asiento en una mecedora. David no había regresado aún y se encontraba solo en la habitación.
¡Religión! ¿Qué significaba aquella religión que hacía que los hindúes esperasen tranquilamente el ataque de una serpiente, sin la menor protesta ni menor gesto para defenderse? No era de extrañar que la gente se sentara sobre la estéril tierra en espera de las lluvias.
MacArd dio un puñetazo en el brazo del sofá. Él pondría un fin a todo aquello.
La visión se alzó ante sus ojos. La reseca tierra se tornaría verde, el hambriento sería alimentado, el pobre sería rico, él podría ir al cielo.