Capítulo: 27

El profesor estaba allí cuando me reuní con Finn en la oficina del Alcaide poco antes de las nueve de la noche del viernes. Había dormido nueve horas, me había bañado, había almorzado lo que Wyoh había traído de alguna parte y había hablado con Mike: todo se desarrollaba de acuerdo con el plan revisado, las naves no habían cambiado de trayectoria y el ataque a la Gran China estaba a punto de producirse.

Llegué a la oficina a tiempo para presenciar el ataque por video; todo se desarrolló normalmente. El profesor no dijo absolutamente nada acerca de Wright, ni acerca de dimitir. No volví a ver a Wright, ni pregunté por él. El profesor no había mencionado la disputa, de modo que ¿por qué iba a hacerlo yo?

Nos ocupamos de las últimas noticias y de la situación táctica. Wright había dicho la verdad al afirmar que se habían perdido «millares de vidas»; las noticias llegadas de Tierra no hablaban de otra cosa. Nunca sabremos cuántos millares: si una persona queda cubierta por toneladas de roca difícilmente podrá ser «contada» como baja. Sólo pudieron contarse las víctimas que se encontraban a cierta distancia del punto cero y que fueron alcanzadas por la onda expansiva. Digamos unas cincuenta mil en América del Norte.

¡Nunca comprenderé a la gente! Nos pasamos tres días advirtiéndoles, y no puede decirse que no oyeran las advertencias: estaban allí porque las habían oído, precisamente. Para presenciar el espectáculo. Para reírse de nuestra estupidez. En busca de «souvenirs». Familias enteras acudieron a los objetivos, algunas con cestas de comida, como si fueran a una gira campestre. ¡A una gira campestre! ¡Bojemoi!

Y, ahora, los vivos pedían a gritos nuestra sangre por aquella «criminal matanza». Da. Nadie se había indignado por la invasión y el bombardeo (¡nuclear!) de que habíamos sido objeto cuatro días antes; pero ahora clamaban al cielo por nuestro «asesinato premeditado». El Great New York Times exigía que todo el gobierno «rebelde» de Luna fuese trasladado a Tierra y ejecutado públicamente: «En este caso en particular no cabe duda de que las consideraciones humanitarias contra la pena de muerte deben ser dejadas a un lado en interés de todo el género humano».

Traté de no pensar en ello, del mismo modo que me había visto obligado a no pensar demasiado en Ludmilla. La pequeña Milla no había salido de excursión con una cesta de comida, ni había ido en busca de emociones fuertes.

El problema apremiante era Tycho Inferior. Si aquellas naves bombardeaban las conejeras —como exigían desde Tierra—, Tycho Inferior probablemente no lo resistiría: su techo era delgado. La bomba H descompresionaría todos los pisos; las cámaras reguladoras de presión no están construidas para las explosiones de bombas H.

(Sigo sin comprender a la gente. Se suponía que en Tierra estaba absolutamente prohibido utilizar bombas H contra las personas; y los países de Tierra habían creado las Naciones Federadas precisamente para evitar que algún pueblo pudiera saltarse a la torera aquella prohibición. Sin embargo, ahora pedían a gritos a las Naciones Federadas que nos bombardearan con bombas H. No tardaron en reconocer que nuestras bombas no eran nucleares, pero toda América del Norte parecía demencialmente ansiosa porque cayera sobre nosotros una lluvia nuclear).

Y tampoco comprendo a los lunáticos, dicho sea de paso. Finn había transmitido a través de su milicia la consigna de que Tycho Inferior debía ser evacuado; el profesor la había repetido por video. No habría problemas: Tycho Inferior era una conejera relativamente pequeña, y Novylen y Luna City podían albergar y alimentar perfectamente a los refugiados. Disponíamos de cápsulas suficientes para trasladarlos a todos en veinticuatro horas, dejándolos en Novylen y estimulando a la mitad de ellos a trasladarse a Luna City. La operación exigiría un gran esfuerzo —empezar a comprimir el aire de la ciudad mientras se evacuaba a la gente, para economizarlo; descomprimir totalmente al final para minimizar los daños; sacar la mayor cantidad posible de alimentos; bloquear los accesos a los túneles de cultivo inferiores, etc.—, pero los stilyagis y la milicia estaban suficientemente organizados para llevarlo a cabo.

¿Habían empezado la evacuación? ¡Ni hablar!

Las cápsulas se acumularon en Tycho Inferior hasta que no quedó espacio para enviar más. Pero nadie subía a ellas.

—Mannie —dijo Finn—, no creo que vayan a evacuar.

Tienen que hacerlo —dije—. Cuando localicemos un misil en dirección a Tycho Inferior será demasiado tarde. La gente se atropellará tratando de subir a unas cápsulas en las que no habrá espacio para todos. Finn, tus muchachos tienen que obligarles a evacuar.

El profesor sacudió la cabeza.

—No, Manuel.

—¡Profesor —dije furiosamente—, está llevando usted demasiado lejos la idea de «no coerción»! Sabe muy bien que se amotinarán.

—A pesar de todo, seguiremos con la política de persuasión, sin utilizar la fuerza. Ahora, vamos a revisar los planes.

Los planes no eran nada del otro jueves, pero no podíamos hacer otra cosa. Advertir a todo el mundo acerca de los previstos bombardeos y/o invasión. Establecer una guardia con milicianos de Finn encima de cada una de las conejeras desde el momento (y si) en que los cruceros pasaran alrededor de Luna por su lado más lejano… para que no volvieran a cogernos desprevenidos. Máxima presión y trajes-p a mano en todas las conejeras. Todos los militares y semimilitares en alerta azul a partir de las cuatro de la tarde del sábado, y en alerta roja si las naves maniobraban o lanzaban misiles. Los artilleros de Brody estimulados a ir a la ciudad a divertirse y emborracharse, hasta las 3 de la tarde del sábado. Esto último había sido idea del profesor. Finn quería dejar a la mitad de ellos de servicio, pero el profesor alegó que estarían más en forma para una prolongada vigilia si antes se habían relajado y divertido a su gusto. Yo estuve de acuerdo con el profesor.

En cuanto a bombardear Tierra, no introducimos ningún cambio en la primera rotación. Obtuvimos respuestas angustiadas de la India, ninguna noticia de la Gran China. Pero la India tenía pocos motivos para quejarse. Teniendo en cuenta la densidad de su población, habíamos escogido cuidadosamente los objetivos: aparte de algunos parajes del Desierto de Thar y las cumbres de algunas montañas, los blancos eran aguas del litoral alejadas de los puertos.

Pero teníamos que haber escogido montañas más altas o haber escatimado nuestras advertencias. Al parecer, algunos sacerdotes seguidos por incontables peregrinos habían decidido trepar a las cumbres escogidas como objetivos para desafiar a nuestra represalia con su «fuerza espiritual».

De modo que volvíamos a ser asesinos. Además, nuestros disparos al agua mataron a millones de peces y a muchos pescadores, ya que los pescadores y otros trabajadores del mar no estaban enterados de nuestras advertencias. El gobierno de la India parecía lamentar tanto la muerte de los peces como la de los pescadores. Pero el principio de que toda vida es sagrada no tenía vigencia para nosotros: deseaban nuestras cabezas.

En África y en Europa la reacción fue distinta. La vida nunca ha sido sagrada en África, y los que quisieron presenciar el espectáculo en primera fila no fueron llorados en demasía. Europa dispuso de un día para enterarse de que podíamos alcanzar el objetivo que nos propusiéramos y de que nuestras bombas eran mortales. Murieron algunas personas, sí, especialmente obstinados lobos de mar. Pero no murieron enjambres de curiosos, como en América del Norte, o de fanáticos religiosos, como en la India. Las bajas fueron incluso menores en Brasil y otras partes de América del Sur.

Luego volvió a tocarle la vez a América del Norte… a las 9h 50' 28" del sábado 17 de octubre de 2076.

Mike lo cronometró para las 10 en punto de nuestra hora lunar, calculando que el progreso en órbita de Luna y la rotación de la Tierra determinarían que América del Norte se encontrara frente a nosotros a las 5 de la madrugada de su hora de la Costa Oriental, y a las 2 de la madrugada de su hora de la Costa Occidental.

Pero la discusión acerca de aquel nuevo bombardeo se había iniciado a primeras horas de la mañana del sábado. El profesor no había convocado al Gabinete de Guerra, pero comparecieron todos, menos «Clayton» Watenabe que había regresado a Kongsville para hacerse cargo de las defensas. El profesor, Finn, Wyoh, el Juez Brody, Wolfgang, Stu, Terence Sheehan y yo: ocho opiniones distintas. El profesor tiene razón: más de tres personas no pueden decidir nada.

Seis opiniones, debería decir, ya que Wyoh mantuvo su linda boca cerrada, lo mismo que el profesor, que actuó de moderador. Pero los otros hacían tanto ruido como dieciocho. A Stu le tenía sin cuidado el blanco que escogiéramos… con tal de que la Bolsa de Nueva York abriera el lunes por la mañana.

—Nosotros vendimos a la baja en diecinueve direcciones distintas el jueves. Si no queremos quedar arruinados, mis órdenes de compra cubriendo aquellas bajas tienen que ser cumplidas. Díselo, Wolf; haz que lo comprendan.

Brody quería utilizar la catapulta para destruir cualquier otra nave que intentara abandonar la órbita de Tierra. El juez no sabía nada de balística: para él, lo único que importaba era que sus artilleros se encontraban en posiciones comprometidas. No quise discutir, ya que la mayoría de las cargas estaban ya en órbitas lentas, y las restantes no tardarían en estarlo… y no creía que la catapulta principal estuviera en nuestras manos mucho más tiempo.

Sheenie opinaba que lo mejor que podíamos hacer era dejar caer una carga sobre el edificio principal del Directorio de América del Norte.

—Conozco a los norteamericanos, por algo fui uno de ellos antes de que me transportaran. Nunca han digerido el golpe que para ellos representó el tener que ceder toda la autoridad a las Naciones Federadas. Si acabamos con esos burócratas, los norteamericanos se pondrán de nuestra parte.

Wolfgang Korsakov, con gran disgusto de Stu, opinó que sus especulaciones obtendrían resultados más favorables si todas las Bolsas permanecían cerradas hasta que hubiese pasado la tormenta.

Finn era partidario de la violencia: advertirles que retiraran aquellas naves de nuestro cielo, y machacarles de veras si no lo hacían.

—Sheenie está equivocado en lo que respecta a los norteamericanos; yo también les conozco. América del Norte es el sector más «halcón» de las Naciones Federadas. Nos califican ya de asesinos, de modo que ahora debemos darles una lección, golpeándolos duramente. Si machacamos las ciudades norteamericanas, el resto del mundo se avendrá a razones.

Me deslicé fuera de la estancia, hablé con Mike, tomé unas notas. Cuando regresé, seguían discutiendo. El profesor alzó la mirada mientras yo me sentaba.

—Mariscal de Campo, no ha expresado usted su opinión.

—Profesor, ¿no podríamos prescindir de esa tontería de «mariscal de campo»? Los niños están en la cama, de modo que podemos hablar sin tapujos.

—Como quieras, Manuel.

—Estaba esperando para ver si se llegaba a un acuerdo.

No había acuerdo.

—No veo el motivo por el que debería tener una opinión —continué—. Soy un don nadie, y estoy aquí únicamente porque sé programar una computadora balística.

Dije esto mirando directamente a Wolfgang: un camarada número uno, pero al mismo tiempo un insoportable intelectual. Yo no soy más que mecánico, cuyo léxico deja mucho que desear, en tanto que Wolf se graduó en una Universidad de postín, Oxford, antes de que le transportaran. Sólo se mostraba deferente con el profesor. Stu, sí… aunque también Stu tenía credenciales de postín.

Wolf se removió en su asiento, carraspeó y dijo:

—¡Oh! Vamos, Mannie, desde luego que deseamos conocer tu opinión.

—No tengo ninguna. El plan de bombardeo fue elaborado cuidadosamente; todo el mundo tuvo la posibilidad de criticarlo. No he visto nada que justifique el modificarlo.

El profesor dijo:

—Manuel, ¿quieres explicar el segundo bombardeo de América del Norte para que todos nosotros nos enteremos?

—De acuerdo. El objetivo del segundo bombardeo es obligarles a utilizar cohetes interceptores. Todos los disparos apuntan a grandes ciudades… es decir, a espacios deshabitados cerca de grandes ciudades. De lo cual les informaremos poco antes de dejar caer las cargas. ¿Cuándo, Sheenie?

—Se lo estamos diciendo ahora. Pero podemos cambiarlo. Y deberíamos hacerlo.

—Es posible. La propaganda no es mi especialidad. En la mayoría de los casos, para apuntar lo bastante cerca como para obligarles a interceptar, tenemos que utilizar objetivos acuáticos. Los efectos no son de desdeñar: además de matar peces y a cualquiera que no permanezca fuera del agua, se producirán terribles tormentas locales y grandes destrozos en las orillas.

Consulté el reloj y vi que tendría que alargar mi explicación.

—Seattle recibirá un impacto en el Estuario del Puget, en su mismo regazo. San Francisco perderá dos puentes con los que está muy encariñado. Los Angeles recibirá uno entre Long Beach y Catalina, y otro en la costa unos cuantos kilómetros más arriba. México Ciudad se encuentra tierra adentro, de modo que dejaremos caer una carga sobre el Popocatepetl, donde puedan verlo. Salt Lake City recibirá una en su lago. A Denver lo pasaremos por alto: desde allí pueden ver lo que ocurre en Colorado Springs… ya que continuaremos machacando el Monte Cheyenne. Saint Louis y Kansas City recibirán los impactos en sus ríos, lo mismo que Nueva Orleans… que probablemente quedará inundada. Todas las ciudades de los Grandes Lagos recibirán su impacto, una larga lista… ¿Tengo que leerla?

—Más tarde, quizá —dijo el profesor—. Continúa.

—Boston recibirá uno en su puerto, Nueva York uno en el Estuario de Long Island y otro a medio camino entre sus dos mayores puentes. Bajando por su costa oriental, someteremos a tratamiento a dos ciudades de la Bahía de Delaware, luego a dos de la Bahía de Chesapeake, una de ellas de máxima importancia histórica y sentimental. Más al sur pillaremos a otras tres grandes ciudades con disparos al mar. Tierra adentro alcanzaremos a Cincinatti, Birmingham, Chattanooga, Oklahoma City, todas con disparos en ríos o montes cercanos. ¡Oh, sí! Dallas… Destruiremos el espaciopuerto de Dallas, en el que sorprenderemos algunas naves: la última vez que lo revisé había seis. No mataremos a ninguna persona, a menos que insistan en permanecer en el objetivo. Dallas es un lugar perfecto para un bombardeo; el espaciopuerto es grande, llano y vacío, pero tal vez diez millones de personas nos verán alcanzarlo.

—Si lo alcanzamos —dijo Sheenie.

—Cuando lo alcancemos, no «si». Cada disparo está respaldado por otro una hora más tarde. Si ninguno de los dos llega al objetivo, tenemos otros más atrás que pueden ser desviados; por ejemplo, resulta fácil desviar disparos entre el grupo Bahía de Delaware-Bahía de Chesapeake. O entre el grupo de los Grandes Lagos. Pero Dallas tiene su propia serie de cargas de reserva, ya que esperamos que será defendida obstinadamente. Tenemos cargas de reserva para seis horas, es decir, por todo el tiempo que tendremos América del Norte a la vista. Y las últimas cargas de reserva pueden ser situadas en cualquier parte del continente… dado que cuanto más lejos se encuentra una carga cuando la desviamos, más lejos podemos situarla.

—No lo entiendo —dijo Brody.

—Cuestión de vectores, Juez. Un cohete direccional puede dar a una carga determinados metros por segundo de vector lateral. Cuanto más tiempo funcione ese vector, más lejos del objetivo inicial aterrizará la carga. Si damos la señal a un cohete de orientación tres horas antes del impacto, desplazamos el objetivo tres veces más que si esperamos hasta una hora antes del impacto. No es tan sencillo, desde luego, pero nuestra computadora puede calcularlo… si se le da tiempo suficiente.

—¿Qué debemos entender por «tiempo suficiente»? —preguntó Wolfgang.

Pasé deliberadamente por alto la pregunta.

—La computadora puede resolver ese tipo de problema casi instantáneamente una vez se le ha programado para ello. Pero tales decisiones están programadas previamente. Por ejemplo: si en el grupo de objetivos A, B, C y D descubrimos que no hemos alcanzado tres blancos en la primera y segunda tandas de disparos, distribuimos las cargas de repuesto de modo que podamos desviarlas hacia aquellos blancos, y al mismo tiempo distribuimos otras segundas cargas de repuesto de modo…

—¡Un momento! —dijo Wolfgang—. Yo no soy una computadora. Lo único que quiero saber es de cuanto tiempo disponemos para cambiar de opinión.

—¡Oh! —Consulté mi reloj—. Disponemos ahora de… tres minutos y cincuenta y ocho segundos para hacer abortar la carga destinada a Kansas City. El programa de abortamiento está trazado, y tengo a mi mejor ayudante —un tipo llamado Mike— a su cuidado. ¿Debo telefonearle?

—¡Por el amor de Bog, Man —dijo Sheenie—… abórtelo!

—¡Y un cuerno! —exclamó Finn—. ¿Qué te pasa, Terence? ¿Te faltan tripas?

—¡Camaradas! —dijo el profesor—. ¡Por favor!

—Bueno —dije—, yo recibo órdenes del jefe del estado… es decir, del profesor. Si él desea conocer la opinión de alguien, se la pedirá. No sirve para nada que nos gritemos unos a otros. —Consulté de nuevo el reloj—. Quedan dos minutos y medio. Y un margen más amplio, desde luego, para otros blancos; Kansas City se encuentra mucho más lejos de aguas profundas. Para Salt Lake City, por ejemplo disponemos de un minuto más.

Esperé.

—Vamos a votar —dijo el profesor—. ¿Seguimos con el programa? ¿General Nielsen?

¡Da!

—¿Gospazha Davis?

Wyoh contuvo la respiración.

¡Da!

—¿Juez Brody?

—Sí, desde luego. Es necesario.

—¿Wolfgang?

—Sí.

—¿Conde LaJoie?

¡Da!

—¿Gospodin Sheehan?

—No quiero ser la nota discordante. Sí.

—¿Manuel?

—La decisión final le corresponde a usted, profesor; como siempre. Es absurdo que votemos.

—De acuerdo. Seguiremos adelante con el plan de bombardeos.

Conseguimos alcanzar la mayoría de los objetivos en la segunda pasada, aunque todos estaban defendidos a excepción de México Ciudad. Parecía probable (98,3 por ciento según los últimos cálculos de Mike) que los interceptores estuvieran funcionando basándose en datos incorrectos acerca de la vulnerabilidad de los cilindros de roca. Sólo tres rocas fueron destruidas; las otras fueron desviadas, y en consecuencia produjeron más daños que si hubieran caído sobre el objetivo previsto.

Nueva York fue un hueso duro de roer; Dallas resultó ser un hueso mucho más duro. Tal vez la diferencia residía en el control local de interceptación, ya que parecía improbable que el puesto de mando de Monte Cheyenne siguiera funcionando. Quizá no habíamos alcanzado su refugio subterráneo (ignoro a qué profundidad se encontraba), pero estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que ni hombres ni computadoras rastreaban el espacio.

Dallas destruyó o desvió las cinco primeras rocas, de modo que le dije a Mike que tomara todas las que pudiera de Monte Cheyenne y las dirigiera hacia Dallas… lo cual pudo hacer dos pasadas más tarde: los dos objetivos se encuentran a menos de mil kilómetros de distancia uno del otro.

Las defensas de Dallas cedieron a la siguiente pasada: Mike descargó tres más sobre su espaciopuerto (previstas ya), y luego volvió a concentrar el ataque sobre el Monte Cheyenne. Continuaba propinando cariñosas palmadas cósmicas a aquella traqueteada montaña cuando América se hundió bajo el borde oriental de Tierra.

Permanecí con Mike durante todo el bombardeo, sabiendo que sería el más duro de todos. Mientras desconectaba hasta el momento de atacar a la Gran China, Mike dijo pensativamente:

—Man, no creo que tengamos que volver a atacar esa montaña.

—¿Por qué, Mike?

—Ya no se encuentra allí.

—Puedes desviar sus cargas de reserva. ¿Cuándo tienes que decidirlo?

—Las situaré sobre Alburquerque y Omaha, pero será mejor que empiece ahora; mañana será un día muy atareado. Man, mi mejor amigo, tendrás que marcharte.

—¿Te aburre mi compañía, camarada?

—En las próximas horas, esa primera nave puede lanzar misiles. Cuando eso ocurra, quiero desviar todo el control balístico a la Honda del Pequeño David… y cuando lo haga, deberías estar en Mare Undarum.

—¿Qué es lo que te preocupa, Mike?

—Ese muchacho es exacto, Man. Pero es estúpido. Quiero que le supervises. Es posible que haya que tomar decisiones apresuradamente, y allí no hay nadie que pueda programarlo como es debido. Deberías estar allí.

—De acuerdo si lo crees necesario, Mike. Pero si se precisa una programación rápida tendré que consultarte por teléfono.

El mayor defecto de las computadoras no es un defecto de la propia máquina, sino el hecho de que un humano tarda mucho tiempo, tal vez horas, en establecer un programa que una computadora resuelve luego en milésimas de segundo. Una de las mejores cualidades de Mike era que podía programarse a sí mismo. Rápidamente. Bastaba con explicarle el problema para que él se programara. Y podía también programar a su «hijo idiota» considerablemente más aprisa que cualquier humano.

—Man, quiero que estés allí precisamente porque es posible que no puedas telefonearme: las líneas pueden quedar cortadas. De modo que he preparado un grupo de programas eventuales para Junior; pueden resultar útiles.

—De acuerdo, imprímelos. Y llama al profesor.

Me aseguré de que el profesor estaba solo, y le expliqué lo que Mike opinaba que yo debía hacer. Creí que el profesor haría alguna objeción. Esperaba que insistiría en que me quedara hasta que se produjera el bombardeo/invasión/o lo que fuera de aquellas naves. Pero se limitó a decir:

—Manuel, es esencial que vayas allí. He vacilado en decírtelo. ¿Has hablado de las probabilidades con Mike?

Nyet.

—Yo no he dejado de hacerlo. Para expresarlo sin rodeos, si Luna City es destruida, y muero yo, y muere el resto del gobierno… incluso si todos los radares de Mike son destruidos y queda desconectado de la nueva catapulta… todo lo cual puede ocurrir bajo un severo bombardeo… incluso si ocurre todo eso al mismo tiempo, Mike le concede probabilidades a Luna si la Honda del Pequeño David puede funcionar… y tú estás allí para que funcione.

—Comprendo, jefe —dije—. Mike y usted lo habían previsto todo. De acuerdo, lo haré.

—Muy bien, Manuel.

Me quedé con Mike otra hora mientras él imprimía metro tras metro programas hechos a medida para la otra computadora: un trabajo que a mí me hubiera ocupado seis meses, incluso en el supuesto de que hubiese sido capaz de pensar en todas las posibilidades. Mike las había previsto todas, con gran riqueza de detalles. Si, por ejemplo, determinadas circunstancias hacían necesario destruir París (pongamos por caso), decía qué misiles había que utilizar, en qué órbitas se encontraban, y cómo había que decirle a Junior que los localizara y condujera al objetivo.

Estaba leyendo aquel interminable documento —no los programas, sino las descripciones del objetivo-del-programa que encabezaban cada uno de ellos— cuando Wyoh telefoneó.

—Mannie, querido, ¿te ha hablado el profesor acerca de Mare Undarum?

—Sí. Ahora mismo iba a llamarte.

—Muy bien. Voy a hacer el equipaje de los dos y nos encontraremos en la Estación Este. ¿Cuándo puedes estar allí?

—¿El equipaje «de los dos»? ¿Es que vas a ir a Mare Undarum?

—¿No te lo ha dicho el profesor?

—No —mi corazón se alegró; súbitamente.

—Me siento culpable por ello, querido. Quería ir contigo… pero no tenía ningún pretexto. Después de todo, no puedo ser útil en tareas relacionadas con una computadora y tengo responsabilidades aquí. Mejor dicho, las tenía. Ahora he sido relevada de todas mis tareas, lo mismo que tú.

—¿Eh?

—Ya no eres Ministro de Defensa; el cargo lo ocupa Finn. En vez de eso, eres Primer Ministro Adjunto…

—¡Caramba!

—… y Ministro de Defensa Adjunto, también. Yo soy ya Presidente de la Cámara Adjunto, y Stu ha sido nombrado Secretario de Estado para Asuntos Exteriores Adjunto. De modo que también vendrá con nosotros.

—Estoy confundido…

—La cosa no es tan repentina como parece; el profesor y Mike lo habían decidido hace unos meses. Descentralización, querido, lo mismo que MacIntyre ha estado preparando para las conejeras. Si se produce un desastre en Luna City el Estado Libre de Luna seguirá teniendo un gobierno. El profesor me lo explicó así: «Wyoh, mientras vosotros tres y unos cuantos diputados permanezcáis con vida, no estará todo perdido. Podréis seguir negociando en igualdad de condiciones y no admitir nunca vuestras heridas».

De modo que volvía a ser un mecánico de computadoras. Stu y Wyoh se reunieron conmigo, con el equipaje (incluyendo el resto de mis brazos), y viajamos a través de interminables túneles descomprimidos en traje-p, a bordo de un pequeño tractor utilizado para transportar acero al emplazamiento de la nueva catapulta. Greg había enviado un gran tractor al lugar en el que teníamos que salir a la superficie y se reunió con nosotros cuando bajamos de nuevo al subsuelo.

De modo que me perdí el ataque a los radares balísticos del sábado por la noche.