Capítulo: 25

«Un máximo de estrépito aleccionador con un mínimo de pérdidas de vidas. Ninguna, si es posible». Así resumía el profesor la doctrina para la Operación Roca Dura, y así la desarrollamos Mike y yo. La idea era golpear a los terráqueos tan duramente que quedaran convencidos… golpeando al mismo tiempo con tanta suavidad que nadie resultara lastimado. Suena a imposible, ¿verdad?

Habría una necesaria demora mientras las rocas caían de Luna a Tierra; desde un mínimo de diez horas a un máximo que nos propusiéramos. La velocidad de partida de una catapulta es sumamente crítica y una variación del orden del uno por ciento puede duplicar o reducir a la mitad el tiempo de la trayectoria Luna-Tierra. Mike podía hacer esto con gran exactitud: se encontraba igualmente a sus anchas con una bola lenta, con numerosas curvas, o disparándola directamente sobre el objetivo. (Con Mike de pitcher, los Yankees serían invencibles). Pero, al margen de cómo las arrojara, la velocidad final en Tierra sería aproximada a la velocidad de escape de Tierra, es decir, unos once kilómetros por segundo. Esa terrible velocidad deriva de la gravedad de la masa de Tierra, ochenta veces superior a la de Luna, por lo que daba lo mismo que Mike empujara suavemente un proyectil sobre una amplia curva o lo disparara con fuerza. Lo que contaba no era el músculo, sino la gran profundidad de aquel pozo.

De modo que Mike podía programar el lanzamiento de rocas adaptándolo al tiempo necesario para la propaganda. El profesor y él habían fijado un plazo de tres días a partir de una rotación de Tierra —24 horas, 50 minutos, 28.32 segundos— para que nuestro primer blanco alcanzara el punto inicial programado. Aunque Mike era capaz de enviar un proyectil alrededor de Tierra y dar en un blanco situado en su cara oculta, podía ser mucho más exacto si podía ver su blanco, seguirlo por radar durante los últimos minutos y situar el disparo con exactitud milimétrica.

Necesitábamos esa exactitud para alcanzar un máximo de efectos coactivos con un mínimo —cero— de muertes. Anunciar nuestros disparos, decirles exactamente dónde caerían y en qué segundo… y darles tres días de tiempo para alejarse de aquel lugar.

De modo que nuestro primer mensaje a Tierra, a las 2 horas del 13 de octubre del 76, siete horas después de que nos invadieran, no sólo anunciaba la destrucción de sus unidades especiales y denunciaba la brutalidad de la invasión, sino que prometía también bombardeos de represalia, citaba horas y lugares, y daba a cada nación un plazo para denunciar la acción de las Naciones Federadas y reconocernos, evitando así el ser bombardeadas. El plazo era de veinticuatro horas antes del «golpe» local.

Era más tiempo del que Mike necesitaba. En un período considerablemente menor podía desviar la trayectoria de una roca y hacer que cayera alrededor de Tierra en una órbita permanente. Incluso con una hora de tiempo podía hacerla caer en el océano.

El primer blanco sería el Directorio de América del Norte.

Todas las grandes potencias con derecho a veto, siete en total, serían atacadas: Directorio de América del Norte, Gran China, India, Sovunion, Panáfrica (excepto Chad), Centroeuropa y Unión Brasileña. También las naciones más pequeñas tenían asignados blancos y horas, aunque no se atacarían más del 20 por ciento de estos últimos objetivos, en parte por falta de acero, pero también por efecto del terror: si Bélgica, por ejemplo, recibía un impacto, Holanda podía decidir proteger sus pólders negociando con Luna…

Pero todos los blancos se habían elegido para evitar en lo posible pérdidas humanas. Para Centroeuropa, resultó difícil; nuestros blancos tenían que ser agua o altas montañas: Adriático, Mar del Norte, Báltico, etc. Pero en la mayor parte de Tierra hay espacios abiertos, a pesar de sus once mil millones de habitantes.

América del Norte me había parecido terriblemente poblada, pero sus mil millones de habitantes estaban arracimados: hay mucho terreno baldío, montaña y desierto. Habíamos preparado una carga para América del Norte a fin de demostrar que podíamos alcanzar exactamente el objetivo propuesto; según Mike, cincuenta metros sería un margen de error excesivo. Habíamos examinado los mapas y Mike había revisado por radar todas las intersecciones desde los 105º Oeste hasta los 50º Norte: si no había ningún pueblo allí podíamos enviar un proyectil… especialmente si había un pueblo lo bastante cerca para proporcionar espectadores que quedaran impresionados y asustados.

Advertimos que nuestras bombas serían tan demoledoras como las bombas H, pero subrayamos que no habría ningún efecto radioactivo, ninguna radiación mortal: sólo una terrible explosión, con sus correspondientes ondas expansivas en tierra y en el aire. Advertimos que esas ondas podían derribar edificios en puntos muy alejados del lugar de la explosión, y dejábamos a su criterio la distancia a la que debían retirarse. Si se lanzaban a las carreteras, huyendo del pánico más que de un verdadero peligro… bueno, eso sería estupendo para nosotros.

Pero subrayamos que si nuestras advertencias eran escuchadas nadie resultaría lastimado, que la primera vez todos los blancos serían lugares deshabitados; ofrecimos incluso omitir cualquier blanco si una nación nos informaba de que nuestros datos eran anticuados. (Un ofrecimiento inútil: la visión radar de Mike era 20/20 cósmica).

Pero sin decir lo que ocurriría la segunda vez, dábamos a entender que nuestra paciencia podía agotarse.

En América del Norte, los blancos eran doce, en los paralelos 35, 40, 45 y 50 grados norte, cruzados por los meridianos 110, 115, y 120 oeste. Para cada uno de ellos redactamos un mensaje destinado a los nativos, por el siguiente tenor:

«Blanco 115 oeste por 35 norte: el impacto se desplazará cuarenta y cinco kilómetros al noroeste, hasta la misma cumbre del pico Nueva York. Se ruega a los ciudadanos de Goffs, Cima, Kelso y Nipton que tomen nota».

«Blanco 100 oeste por 40 norte; corresponde a 30º oeste de Norton, Kansas, a veinte kilómetros o trece millas inglesas. Se advierte a los ciudadanos de Norton, Kansas y de Beaver City y Wilsonville, Nebraska. Manténganse apartados de las ventanas. Se recomienda no salir al exterior hasta media hora después del impacto, debido a la posibilidad de la caída retardada de grandes trozos de piedra. Se recomienda también a los que deseen presenciar la explosión que se protejan convenientemente los ojos. El impacto se producirá exactamente a las tres de la madrugada, hora local, del viernes 16 de octubre, o a las nueve horas de Greenwich. ¡Buena suerte!».

«Blanco 110 oeste por 50 norte: el impacto se extenderá diez kilómetros al norte. Se ruega a las poblaciones de Walsh y Saskatchewan que tomen nota».

Además de esta serie, se escogió un blanco en Alaska (150 oeste por 60 norte) y dos en Méjico (110 oeste por 30 norte, 105 oeste por 25 norte), a fin de que no se sintieran dejados al margen, y varios blancos en el superpoblado Este, principalmente acuáticos, tales como el Lago Michigan a medio camino entre Chicago y los Grandes Rápidos, y el Lago Okeechobee en Florida. Cuando el blanco era acuático, Mike calculaba el lugar que alcanzarían las inundaciones a consecuencia del impacto.

Durante tres días, a partir de las primeras horas de la mañana del martes 13 de octubre, y hasta el momento previsto para los impactos el viernes 16, inundamos a Tierra de advertencias. Inglaterra fue advertida de que el impacto al norte de los acantilados de Dover, frente al Estuario de Londres, provocaría perturbaciones y remolinos a lo largo del Támesis; la Sovunion fue informada de la serie de impactos que recibiría, especialmente en el Mar de Azov; los impactos en la Gran China afectarían a Siberia, el Desierto de Gobi y su región más oriental… aunque se habían calculado los disparos para que no afectaran a la Gran Muralla, considerada como monumento histórico. Panáfrica recibiría impactos en el Lago Victoria, en la parte todavía desierta del Sahara, uno en Drakensberg, al sur, unos veinte kilómetros al este de la Gran Pirámide… a menos de que siguiera el ejemplo de Chad antes de la medianoche del jueves, hora de Greenwich. La India fue advertida para que observara las cumbres de determinadas montañas y las proximidades del puerto de Bombay, a la misma hora que la fijada para la Gran China. Y así.

Desde Tierra se realizaron tentativas para torpedear nuestros mensajes, pero emitíamos directamente en varias longitudes de onda y el bloqueo resultaba prácticamente imposible.

Las advertencias estaban mezcladas con propaganda: noticias acerca de la fracasada invasión, impresionantes descripciones de las batallas libradas, nombres y números de las Chapas de Identificación de los invasores, dirigidos a la Cruz Roja Internacional… pero en realidad destinados a demostrar que todos los soldados habían muerto y que todos los oficiales y tripulantes de las naves habían resultado muertos o prisioneros. «Lamentábamos» no poder identificar a los muertos del buque insignia, debido a que había quedado completamente desintegrado.

Pero nuestra actitud era conciliatoria:

«Habitantes de Tierra, no queremos mataros. En esta necesaria represalia, estamos haciendo los mayores esfuerzos para evitar mataros. Pero si no podéis o no queréis obligar a vuestros gobiernos a que nos dejen en paz, nos veremos obligados a mataros. Nosotros estamos aquí arriba, y vosotros estáis ahí abajo: no podréis detenernos. ¡Sed sensatos, por favor!».

Explicamos una y otra vez lo fácil que era para nosotros atacarles, lo difícil que era para ellos alcanzarnos. En esto no incurríamos en ninguna exageración. Resulta prácticamente imposible lanzar misiles desde Tierra a Luna; el lanzamiento desde la órbita exterior de Tierra es más factible… pero terriblemente caro. El único medio práctico de que disponían para bombardearnos eran las naves espaciales.

¿Cuántas naves, valoradas en miles de millones de dólares, estaban dispuestos a arriesgar para intentarlo? ¿Valía la pena aquel derroche para tratar de castigarnos por algo que no habíamos hecho? De momento, les había costado ya la pérdida de siete de sus mejores naves… ¿Estaban dispuestos a llegar a las catorce? En tal caso, el arma secreta que habíamos utilizado contra el Pax de las Naciones Federadas estaba esperándoles.

Esto último era una baladronada calculada: Mike había establecido en menos de una contra mil las probabilidades de que el Pax hubiese podido enviar un mensaje contando lo que le había ocurrido, y era menos probable aún que las orgullosas Naciones Federadas supusieran que unos mineros convictos podían transformar sus herramientas en armas espaciales. Y las Naciones Federadas no tenían muchas naves para arriesgar en una empresa de tal magnitud. Había unos doscientos vehículos espaciales en servicio, sin contar los satélites. Pero el noventa por ciento de ellas eran naves Tierra-a-órbita como la que nosotros habíamos utilizado para escapar de Tierra… que había podido dar el salto a Luna sólo después de haber sido vaciada por completo, y había llegado sin más peso que el nuestro y sin combustible. No se construyen naves espaciales por capricho: son demasiado caras. Las Naciones Federadas disponían de seis cruceros que probablemente podrían bombardearnos sin posarse en Luna para repostar, sustituyendo la carga normal por tanques de combustible. Había varias naves más que podrían ser modificadas para dar el salto o para orbitar en torno a Luna, pero que no podrían regresar a Tierra sin volver a llenar los tanques.

No cabían dudas de que las Naciones Federadas podían derrotarnos; el problema era el precio que tendrían que pagar. De modo que debíamos convencerlas de que el precio era demasiado elevado antes de que tuvieran tiempo de reunir las fuerzas suficientes. Una partida de póker… Lo nuestro era un farol. Y confiábamos en que no nos veríamos obligados a enseñar nuestras cartas.

La comunicación con Hong Kong Luna quedó restablecida al final del primer día de la fase radio-video, durante el cual Mike había estado «arrojando piedras». El profesor llamó… y me alegré muchísimo al oír su voz. Mike le informó ampliamente mientras yo esperaba, convencido de que iba a dirigirme una de sus suaves reprimendas… y dándome ánimos para contestar bruscamente: «¿Y qué se suponía que debía hacer yo? ¿Con usted fuera de contacto y posiblemente muerto? ¿Habiendo quedado solo como jefe del gobierno en funciones y en plena crisis? ¿Tirarlo todo por la borda, porque no podía establecer contacto con usted?».

No tuve ocasión de decirlo. El profesor dijo:

—Has hecho exactamente lo que tenías que hacer, Manuel. Actuabas como jefe del gobierno y en plena crisis. Me alegro de que no lo tiraras todo por la borda simplemente porque no podías establecer contacto conmigo.

¿Qué se puede hacer con un individuo así? Tragué saliva y dije:

—Gracias, profesor.

El profesor confirmó la muerte de «Adam Selene».

—Podíamos haber utilizado la ficción un poco más, pero esta es la oportunidad perfecta. Mike, Manuel y tú seguiréis al frente de todo; yo me pararé en Churchill, en mi camino de regreso, para identificar su cadáver.

Así lo hizo. Nunca le pregunté si había escogido el cadáver de un lunático o el de un soldado, ni cómo silenció a todas las otras personas involucradas. Tal vez no hubiera problemas, ya que en Churchill Superior quedaron muchos cadáveres sin identificar. El que eligió el profesor tenía la estatura y el color de la piel adecuados; había sufrido los explosivos efectos de la descompresión y su rostro estaba quemado: ¡tenía un aspecto horroroso!

La capilla ardiente se instaló en la Antigua Cúpula; el cadáver fue expuesto allí con el rostro tapado, y en su honor se pronunció una lírica oración fúnebre que yo no escuché. Mike, en cambio, no se perdió una palabra: su cualidad más humana era su vanidad. Alguien habló de embalsamar aquella carne muerta, citando a Lenin como precedente. Pero el Pravda subrayó que Adam había sido siempre un hombre muy amante de las tradiciones y nunca hubiese admitido que se hiciera con él aquella bárbara excepción. De modo que aquel desconocido soldado, o ciudadano, o ciudadano-soldado, fue arrojado a la cloaca de nuestra ciudad.

Lo cual me obliga a contar algo que he pasado por alto. Wyoh no había sufrido ningún daño, simple agotamiento. Pero Ludmilla cayó para siempre. Fue una de las numerosas víctimas que cayeron al pie de la rampa en frente del Bon Marché. Una bala explosiva la hirió en el pecho, destrozando su busto juvenil, casi de niña. El cuchillo de cocina que empuñaba estaba manchado de sangre: creo que tuvo tiempo de vengar por anticipado su muerte.

Stu salió del Complejo para darme la noticia personalmente, en vez de comunicármela por teléfono, y luego regresó conmigo. Stu no había perdido el tiempo; en cuanto terminó la lucha se marchó al Raffles a trabajar con su cuaderno de claves. Mum le localizó allí, y él se ofreció a salir en mi busca.

De modo que tuve que ir a casa para nuestro llanto-en-común. Afortunadamente, nadie me localizó hasta después de que Mike y yo pusiéramos en marcha la Operación Roca Dura. Cuando llegamos a casa, Stu no quería entrar, no sabiendo cómo sería acogida la presencia de un extraño en un acto tan íntimo. Anna salió y casi le arrastró al interior. Todos le recibieron con sincera alegría. Muchos vecinos vinieron a llorar con nosotros. No tantos como en la mayoría de las muertes… pero la nuestra no era más que una de las muchas familias que aquel día se habían reunido para llorar.

No me quedé mucho tiempo… no podía; tenía mucho trabajo. Vi a Milla lo suficiente como para darle el beso de despedida. Estaba tendida en su habitación y parecía dormir plácidamente. Luego permanecí unos instantes con mis seres queridos antes de volver a mi puesto. Nunca me había dado cuenta, hasta aquel día, de lo vieja que es Mimi. Desde luego, ha presenciado muchas muertes, entre ellas las de algunos de sus descendientes. Pero la muerte de la pequeña Milla parecía haberla afectado de un modo especial… lo cual no tenía nada de extraño, ya que Milla había sido siempre la favorita de las coesposas de Mimi.

Al igual que todos los lunáticos, nosotros conservamos nuestros muertos… y me alegro de veras que desde el primer momento renunciáramos a la bárbara costumbre terráquea de enterrarlos en un cementerio: nuestro sistema es mucho mejor. Pero la familia Davis no los ha destinado nunca a los túneles de cultivo. No. Van a parar a nuestro pequeño túnel-invernadero, para convertirse en rosas, en narcisos y en peonías, entre suaves zumbidos de abejas. La tradición dice que allí se encuentra Black Jack Davis, o los átomos que queden de él después de muchos, muchos, muchos años de florecimiento.

Es un lugar hermoso, un lugar feliz.

El viernes no había llegado ninguna respuesta de las Naciones Federadas. Las noticias de Tierra revelaban a partes iguales la predisposición a no creer que habíamos destruido siete naves y dos regimientos (las Naciones Federadas no habían confirmado siquiera que se había librado una batalla) y la negativa absoluta a creer que podíamos bombardear Tierra, o que pudiera tener importancia si lo hacíamos: seguían aludiendo humorísticamente a una «lluvia de arroz». Concedían más tiempo a la Serie Mundial.

Stu estaba preocupado porque no había recibido ninguna respuesta a sus mensajes cifrados. Habían salido mezclados con el tráfico comercial de la LuNoHoCo hasta su agente de Zurich, de allí al agente de bolsa de Stu en París, el cual debía transmitirlos por canales menos corrientes al doctor Chan, con quien yo había hablado en cierta ocasión, y con quien Stu había hablado más tarde, fijando un canal de comunicación. Stu había informado al doctor Chan que, dado que la Gran China no sería bombardeada hasta doce horas después de que lo fuese América del Norte, el bombardeo de la Gran China podía ser evitado después de que el bombardeo de América del Norte fuera un hecho demostrado… si la Gran China actuaba rápidamente. Alternativamente, Stu había invitado al doctor Chan a sugerir variaciones en los blancos que habíamos elegido, si se trataba de lugares que no estaban tan desiertos como creíamos.

Stu se impacientaba: había puesto grandes esperanzas en la quasi colaboración que había establecido con el doctor Chan. Por mi parte, nunca había estado seguro. De lo único que estaba seguro era de que el doctor Chan no se situaría cerca de ningún blanco. Aunque es posible que no pudiera advertir a su anciana madre.

Mis preocupaciones estaban relacionadas con Mike. Desde luego, Mike estaba acostumbrado a tener muchos cargamentos en trayectoria al mismo tiempo… pero nunca había tenido que situar a más de uno a la vez en el punto de destino. Ahora tenía centenares, y había prometido situar a veintinueve de ellos simultáneamente y en el segundo exacto en veintinueve blancos milimétricos.

Más aún: para muchos blancos tenía misiles en reserva a fin de descargarlos contra aquel blanco por segunda, por tercera e incluso por sexta vez, desde unos cuantos minutos hasta tres horas después del primer impacto.

Cuatro grandes Potencias de la Paz, y algunas más pequeñas, disponían de defensas antimisiles; las de América del Norte estaban consideradas como las mejores. Pero en este aspecto incluso las Naciones Federadas andaban a ciegas. Todas las armas de ataque se hallaban bajo el control de las Fuerzas de la Paz, pero las armas defensivas eran una cuestión interna de cada nación y podían ser secretas. Las suposiciones se extendían desde la India, que al parecer no poseía interceptores de misiles, hasta América del Norte, que al parecer disponía de ellos en cantidad y calidad. Ya en el pasado siglo, durante la Ultima Guerra Mundial, se había distinguido interceptando misiles H intercontinentales.

Probablemente la mayoría de nuestros proyectiles destinados a América del Norte alcanzarían sus blancos simplemente porque en ellos no había nada que proteger. Pero no podían permitirse ignorar el misil para el Estuario de Long Island, o la roca para 87º oeste por 42º 30' norte: el lago Michigan, centro del triángulo formado por Chicago, los Grandes Rápidos y Milwaukee. Aunque aquella pesada gravedad convierte a la interceptación en una tarea muy difícil y muy costosa; sólo tratarían de detenernos donde valiera la pena.

Pero nosotros no podíamos permitir que nos detuvieran. De modo que algunas de las rocas estaban respaldadas por más rocas. Los efectos de los interceptores sobre ellas era algo que incluso Mike desconocía: no disponía de suficientes datos. Mike suponía que los interceptores serían disparados por radar, pero ¿desde qué distancia? Desde luego, alcanzado desde muy cerca un proyectil de roca forrada de acero sería gas incandescente un microsegundo después. Pero hay un mundo de diferencia entre una roca de varias toneladas y los delicados circuitos de un misil H: lo que «mataría» a este último, desviaría simplemente a uno de nuestros proyectiles, haciéndole errar el tiro.

Necesitábamos demostrarles que podíamos continuar arrojándoles rocas baratas mucho después de que ellos se quedaran sin sus caros (¿un millón de dólares?, ¿cien millones de dólares?) interceptores de misiles. Si no lo demostrábamos la primera vez, en cuanto Tierra volviera a encarar América del Norte hacia nosotros atacaríamos de nuevo los blancos que no habíamos alcanzado antes: otras rocas para un segundo ataque, y para un tercero, estaban ya en el espacio, para ser empujadas en el momento necesario.

Si tres bombardeos en tres rotaciones de Tierra no eran suficientes, podríamos seguir arrojando rocas en el 77, hasta que se quedaran sin interceptores… o hasta que nos destruyeran (mucho más probable).

Durante un siglo, el Mando de la Defensa del Espacio Norteamericano había estado enterrado en una montaña al sur de Colorado Springs, Colorado, una ciudad que no se distinguía por nada más. En el curso de la Última Guerra Mundial, el Monte Cheyenne fue alcanzado directamente por un misil; el puesto de mando de la defensa sobrevivió, pero no los venados, los árboles, la mayor parte de la ciudad y varios metros de la cumbre de la montaña. Lo que nosotros estábamos a punto de hacer no mataría a nadie, a menos de que permanecieran en el exterior de aquella montaña a pesar de los tres días de continuas advertencias. Pero el Mando de la Defensa del Espacio Norteamericano recibiría un tratamiento lunar completo: doce misiles de roca en la primera pasada, y luego todos los que pudiéramos disparar en la segunda rotación, y en la tercera… y así sucesivamente, hasta que nos faltase el acero, o nos dejasen fuera de combate… o el Directorio de América del Norte lanzara la toalla.

Este era el único blanco contra el que no nos limitaríamos a enviar un solo proyectil: queríamos machacar aquella montaña y seguir machacándola. Para cuartear su moral.

Para demostrarles que continuábamos en la brecha. Para destruir el puesto de mando y su sistema de comunicaciones. O, al menos, para proporcionarles abundantes quebraderos de cabeza y no permitirles descansar. Si podíamos demostrar a toda Tierra que éramos capaces de desarrollar un ataque ininterrumpido contra el Gibraltar más poderoso de su defensa espacial, nos ahorraríamos el tener que demostrarlo aplastando Manhattan o San Francisco.

Lo cual no haríamos ni siquiera al vernos perdidos. ¿Por qué? Sentido común, simplemente. Si utilizábamos nuestras últimas fuerzas para destruir una ciudad importante, no nos castigarían: nos destruirían. Y, tal como decía el profesor: «Si es posible, deja espacio para que tu enemigo se convierta en amigo tuyo».

Pero ningún blanco militar es un juego fácil.

No creo que nadie durmiera mucho el jueves por la noche. Todos los lunáticos sabían que el viernes sería nuestro gran día. Y todo el mundo en Tierra sabía, y al final sus noticiarios lo habían admitido, que las unidades de Rastreo Espacial habían localizado objetos dirigidos hacia Tierra, presumiblemente los «botes de arroz» de que habían alardeado aquellos convictos rebeldes. Insistían en que la colonia de Luna no podía haber construido bombas H… aunque advertían que lo más prudente sería evitar las zonas a las cuales aquellos asesinos pretendían estar apuntando. (La excepción fue un popular locutor, famoso por sus comentarios humorísticos, que dijo que los lugares más seguros serían los blancos que nosotros habíamos señalado. Lo dijo por video, de pie sobre una gran X que, según él, correspondía a 110 oeste por 40 norte. No he vuelto a saber nada de él desde entonces).

El «espectáculo» sería retransmitido por video gracias a un reflector instalado en el Observatorio Richardson, y creo que todos los lunáticos estaban pendientes de las pantallas en sus hogares, en las tabernas y en la Antigua Cúpula… a excepción de unos cuantos que prefirieron ponerse los trajes-p y subir a la superficie para contemplarlo directamente, a pesar de que en la mayoría de las conejeras estaban en pleno semilunar brillante. A instancias del Brigadier Juez Brody, instalamos apresuradamente una antena auxiliar en la catapulta principal a fin de que sus perforadores pudieran contemplar el video en los cuerpos de guardia, ya que de otro modo podíamos habernos quedado sin un solo artillero de servicio. (Las fuerzas armadas —artilleros de Brody, milicia de Finn y Brigadas de Stilyagis— permanecieron en estado de alerta durante todo el período).

El Congreso estaba reunido en sesión oficiosa en el Teatro Novy Bolshoi, donde se había instalado una gran pantalla. Algunos personajes, el profesor, Stu, Wolfgang, y otros disponían de una pantalla más pequeña en la antigua oficina del Alcaide en el Complejo Superior. Yo pasaba con ellos parte del tiempo, entraba y salía, nervioso como una gata que acaba de tener gatitos, cogiendo un emparedado y olvidándome de comerlo… o encerrado con Mike en el Complejo Inferior. No podía mantenerme callado.

Alrededor de las 8 horas, Mike dijo:

—Man, mi primer y mejor amigo, ¿puedo decir algo sin que te ofendas?

—¿Eh? Desde luego. ¿Acaso has pensado alguna vez si podías ofenderme?

—Siempre, Man, desde que comprendí que podías sentirte ofendido. Se acerca el momento del impacto… y este es el problema más complicado con el que he tenido que enfrentarme nunca. Cuando me hablas, utilizo siempre un gran porcentaje de mi capacidad —tal vez mayor de lo que supones— durante varias millonésimas de microsegundos para analizar exactamente lo que has dicho y contestar correctamente.

—Tratas de decirme que estás ocupado y que te deje en paz, ¿no es cierto?

—Deseo darte una solución perfecta, Man.

—Comprendo. Bueno… iré a ver al profesor.

—Como quieras. Pero, por favor, procura estar a mi alcance: podría necesitar tu ayuda.

Esto último era una tontería, y los dos lo sabíamos; el problema estaba más allá de la capacidad humana, y era demasiado tarde incluso para dar una contraorden. Lo que Mike quería dar a entender era que también él estaba nervioso y deseaba mi compañía… pero en silencio.

—De acuerdo, Mike, permaneceré en contacto contigo. Buscaré un teléfono en alguna parte. Marcaré MICROFTXXX pero no hablaré, de modo que no contestes.

—Gracias, Mannie, mi mejor amigo. Bolshoyeh spasebau.

—Hasta luego.

Salí, decidí que no deseaba compañía después de todo, me puse el traje-p, encontré un largo cable telefónico, lo enrollé a mi brazo y subí a la superficie. Había un teléfono en el cobertizo de las herramientas junto a la salida de la cámara reguladora de presión; conecté el cable y marqué el numero de Mike. Me senté a la sombra del cobertizo y fijé mi mirada en Tierra.

Estaba colgada como de costumbre en el cielo occidental, en cuarto creciente. El Sol se había hundido en el horizonte, pero su resplandor me impedía ver Tierra claramente. Busqué una posición más favorable, y la encontré detrás del cobertizo, que me protegía del resplandor del Sol sin quitarme la visión de Tierra. El otro daba de lleno sobre la masa de África, de modo que el punto de deslumbramiento estaba en tierra, no demasiado malo… aunque el polo sur era de un blanco tan deslumbrante que no permitía ver demasiado bien América del Norte, iluminada únicamente por la luz de la luna.

Por fortuna, disponía de unos binoculares excelentes: unos Zeiss 7×50 que habían pertenecido al Alcaide.

América del Norte se extendió como un mapa fantasmagórico delante de mí. Estaba anormalmente libre de nubes; podía ver las ciudades, identificables por sus luces. Eran las 8:37

A las 8:50, Mike inició el conteo… podía haberse ahorrado aquel trabajo, programándolo automáticamente.

8:51… 8:52… 8:53… un minuto… 59, 58, 57… medio minuto… 29, 28, 27… diez segundos… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno…

¡Y, súbitamente, estallaron doce surtidores de fuego!