Capítulo: 23

El lunes 12 de octubre de 2076, alrededor de las siete de la tarde, regresaba a casa después de una atareada jornada en nuestras oficinas del Raffles. Una delegación de cultivadores de cereales quería hablar con el profesor, y habían reclamado mi presencia debido a que el profesor se encontraba en Hong Kong Luna. La situación era difícil para ellos. Llevábamos dos meses de embargo y las Naciones Federadas no habían querido hacernos el favor de mostrarse suficientemente agresivas. Más bien nos habían ignorado, sin contestar a nuestras reclamaciones: supongo que el haberlo hecho hubiera significado un reconocimiento implícito. Stu, Sheenie y el profesor habían tenido que trabajar duramente desfigurando las noticias procedentes de Tierra para mantener un espíritu bélico en Luna.

Al principio, todo el mundo tenía su traje-p a mano, y la mayoría de la gente lo llevaba puesto, con el casco debajo del brazo, a la ida y al regreso del trabajo. Pero la tensión se relajó a medida que transcurrían los días y no parecía presentarse ningún peligro… el traje-p, tan abultado, es un engorro cuando no se necesita. No tardaron en aparecer letreros en los pasillos, invitando a no utilizar los trajes-p en el interior. Si un lunático no podía pararse a tomar una cerveza al regresar a casa debido al traje-p, lo dejaba en su hogar, o en la estación, o dondequiera que lo necesitara más.

Yo mismo lo había dejado en casa aquel día: me encontraba ya a medio camino de la oficina cuando me acordé.

Estaba a punto de llegar a la cámara reguladora de presión número trece cuando oí y capté un sonido que asusta a un lunático más que cualquier otra cosa: un ¡chuff! a lo lejos seguido por una corriente de aire. Me introduje en la cámara rápidamente, equilibré las presiones, salí corriendo hacia la cámara reguladora de nuestro túnel, pasé a través de ella y grité:

—¡Todo el mundo con traje-p! ¡Sacad a los chiquillos de los pasillos y cerrad todas las puertas herméticas!

Mum y Milla quedaron desconcertadas por mis palabras, pero obedecieron silenciosamente. Me precipité hacia el taller y cogí el traje-p.

—¡Mike! ¡Contesta!

—Aquí estoy, Man —dijo tranquilamente.

—He oído caer una carga explosiva. ¿Cuál es la situación?

—Ha sido en el nivel tres de Luna City. Ha provocado una ruptura en la Estación Oeste del Tubo, ahora parcialmente controlada. Han alunizado seis naves: Luna City está siendo atacada…

—¿Qué?

—Déjame terminar, Man. Han alunizado seis transportes de tropas que ahora están atacando Luna City. Deduzco que en Hong Kong ocurre lo mismo, las líneas telefónicas están cortadas en la central de enlace de Bee Ell. Johnson City está siendo atacada; he cerrado las puertas blindadas entre Johnson City y el Complejo Inferior. No puedo ver Novylen, pero supongo que también está siendo atacada, lo mismo que Churchill y Tycho Inferior. Hay una nave encima de mí, elevándose elipsoidalmente; deduzco que es el buque insignia.

—Seis naves… ¿Dónde diablos estabas TÚ?

Respondió con tanta calma que me apacigué.

—Salieron de detrás de los Garrison, rozando los picos: mi vista no alcanza hasta allí; apenas vi la que atacó a Luna City. La única que puedo ver es la de Johnson City; los otros alunizajes los he deducido por los datos de balística. He oído la explosión en el Tubo Oeste de Luna City, y ahora oigo el ruido de la lucha en Novylen. El resto son deducciones con una probabilidad de coma nueve nueve. Os llamé al profesor y a ti inmediatamente.

Contuve la respiración.

—Operación Roca Dura, Preparada para Ejecución.

—El programa está en marcha. Al no poder establecer contacto contigo, utilicé tu voz. ¿Quieres oírlo?

¡Nyet!… ¡Sí! ¡Da!

Me oí «a mí mismo» diciéndole al oficial de guardia de la catapulta principal que pusiera la alerta roja para «Roca Dura»: la primera carga a punto de ser lanzada, todas las otras en las cintas de transporte… aunque no debía efectuarse ningún lanzamiento sin una orden personal mía. Hice que el oficial repitiera mis instrucciones.

—De acuerdo —le dije a Mike—. ¿Y los taladros?

—Utilicé de nuevo tu voz. Ordené que todos los equipos estuviesen preparados. Ese buque insignia no alcanzará el aposelene hasta dentro de cuatro coma cero siete horas. Durante más de cinco horas no habrá ningún blanco para él.

—Puede maniobrar. O lanzar misiles.

—Tranquilízate, Man. Puedo localizar un misil con unos minutos de anticipación, de modo que es preferible que los hombres descansen y no agoten sus energías innecesariamente.

—Hum… Lo siento. Será mejor que hable con Greg.

—Ya lo has hecho, Man.

Oí «mi» voz hablando con mi comarido en Mare Undarum; sonaba tensa, pero tranquila. Mike le había informado de la situación y le había dicho que preparase la Operación Honda del Pequeño David. «Yo» le había asegurado que la computadora principal mantendría programada a la computadora auxiliar, y que el lanzamiento se realizaría automáticamente si la comunicación quedaba interrumpida. También le dije que debía asumir el mando y utilizar su propio criterio si las comunicaciones se interrumpían y no quedaban restablecidas al cabo de cuatro horas: que escuchara la radio de Tierra y se formara su propia opinión.

Greg había escuchado en silencio, repetido sus órdenes y luego dicho:

—Mannie, dile a la familia que les quiero a todos.

Mike había puesto en mi voz un acento emocionado al contestar:

—Lo haré, Greg… Y, mira, Greg, yo también te quiero a ti. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé, Mannie… y voy a rezar de un modo especial por ti.

—Gracias, Greg.

—Adiós, Mannie. Cumple con tu deber.

De modo que hice lo que tenía que hacer; Mike había representado mi papel tan bien o mejor de lo que podía haberlo hecho yo. Finn, cuando pudiera ser localizado, sería manejado por «Adam». De modo que me marché rápidamente, después de transmitir a Mum el mensaje de amor de Greg. Mum llevaba puesto el traje-p y había levantado al abuelo para ponerle también el traje-p… por primera vez en muchos años. Salí con el casco cerrado y el fusil láser en la mano.

Y llegué a la cámara reguladora número trece y la encontré cerrada por el otro lado sin nadie a la vista a través del ojo de buey. Todo correcto… salvo que el stilyagi a cargo de aquella cámara tendría que haber estado a la vista.

Sería inútil llamar, de modo que volví sobre mis pasos, crucé nuestros túneles de cultivos y llegué a nuestra cámara reguladora principal que daba acceso a la superficie donde se encontraba nuestra batería solar.

Y encontré una sombra en su ojo de buey, cuando tendría que haber estado bañada por la radiante luz del sol. ¡La maldita nave terráquea había alunizado sobre la superficie Davis! Sus patas formaban un trípode gigantesco sobre mi.

Salí de allí, cerrando herméticamente las dos compuertas, y luego cerré herméticamente todas las puertas de presión en mi camino de regreso. Le conté a Mum lo que ocurría y le dije que situara a uno de los muchachos en la puerta trasera con un fusil láser… y le dejé el mío.

No había muchachos, ni hombres, ni mujeres físicamente aptas: los únicos que se encontraban allí eran Mum, el abuelo y los niños de menos edad; todos los demás se habían marchado en busca de complicaciones. Mimi no quiso aceptar el fusil láser.

—No sé manejarlo, Manuel, y es demasiado tarde para aprender; quédatelo tú. Pero no pasarán a través de los Túneles Davis. Conozco algunos trucos de los que nunca has oído hablar.

No me paré a discutir; discutir con Mum es perder el tiempo… y era posible que conociera trucos ignorados por mí; ella había permanecido viva en Luna muchísimo tiempo, bajo unas condiciones mucho peores que las que yo había conocido siempre.

Esta vez la cámara reguladora número trece estaba atendida por dos muchachos que me dejaron pasar. Pedí noticias.

—La presión es completamente normal —me dijo el mayor—. Al menos en este nivel. Se está luchando más abajo, hacia la Calzada. Diga, General Davis, ¿puedo ir con usted? Con uno de guardia en esta cámara es suficiente.

Nyet.

—¡Quiero liquidar a un terráqueo!

—Este es tu puesto, quédate en él. Si se acerca un terráqueo por aquí, es para ti. Procura no ser para él. —Y me marché al trote.

De modo que, como resultado de mi propio descuido, al no disponer de ningún traje-p, lo único que vi de la Batalla de los Pasillos fue el final. ¡Vaya un «ministro de defensa»!

Me dirigí hacia el norte, con el casco abierto; llegué a la cámara reguladora que daba acceso a la larga rampa que conducía a la Calzada. La cámara estaba abierta; maldiciendo al responsable de aquel descuido, me detuve a cerrarla… y al llegar al otro lado vi por qué estaba abierta: el muchacho encargado de vigilarla estaba muerto. De modo que avancé más cautelosamente rampa abajo, hacia la Calzada.

En aquel extremo estaba vacío, pero pude ver algunas figuras y oír un gran alboroto en el otro extremo. Dos figuras embutidas en trajes-p y empuñando fusiles se destacaron y avanzaron hacia mí. Disparé contra las dos.

Un hombre vistiendo un traje-p y con un fusil en la mano no se distingue de otro hombre que vista un traje-p y empuña un fusil. Supongo que ellos me tomaron por uno de sus flanqueadores. Y a mí no me parecían distintos de los hombres de Finn a aquella distancia… aunque en aquel momento no se me ocurrió la idea. Un recién llegado a Luna no se mueve como un veterano; levanta demasiado los pies y avanza a saltitos. Y no es que me detuviera a analizarlo, simplemente no pensé: «¡Terráqueos! ¡Mátalos!». Los dos cayeron suavemente a lo largo del suelo antes de que me diera cuenta de lo que había hecho.

Me paré, tratando de apoderarme de sus fusiles. Pero estaban encadenados a ellos y no logré soltarlos; probablemente se necesitaba una llave. Además, no eran lásers sino algo que yo no había visto nunca: verdaderos fusiles. Disparaban pequeños proyectiles explosivos, según me enteré más tarde, pero en aquel momento no tenía la menor idea de cómo se utilizaban. De sus cañones sobresalían unos largos cuchillos —creo que los llaman «bayonetas»—, por cuyo motivo intentaba soltar las armas. Mi propio fusil sólo podía efectuar diez disparos, y aquellos cuchillos parecían útiles. Uno de ellos estaba manchado de sangre, sangre lunática, supongo.

Pero renuncié a mi tentativa al cabo de unos segundos, utilicé mi puñal para asegurarme de que no dejaba con vida a los dos hombres y corrí hacia el escenario de la lucha, con el dedo en el gatillo.

Era un tumulto, no una batalla. O tal vez una batalla es siempre así, confusión y ruido, sin que nadie sepa realmente lo que está pasando. En la parte más ancha de la Calzada, frente al Bon Marché, donde la Gran Rampa desciende hacia el norte desde el nivel tres, había varios centenares de lunáticos, hombres y mujeres, y niños que tendrían que haber estado en casa. Menos de la mitad llevaban trajes-p, y sólo unos cuantos parecían tener armas. Y por la rampa bajaban soldados, todos armados.

Pero lo primero que noté fue el ruido, un clamor que llenó mi casco abierto y percutió en mis oídos. No podría describirlo; estaba compuesto de toda la rabia que una garganta humana puede expresar, desde chillidos de niños hasta rugidos de adultos. Sonaba como la mayor pelea de perros de la historia… y de pronto me di cuenta de que yo añadía mi parte, gritando y aullando sin palabras.

Una muchacha no mayor que Hazel saltó por encima de la barandilla de la rampa y danzó hacia los soldados que bajaban. Iba armada con lo que parecía ser un trinchante de cocina; vi cómo lo balanceaba y lo descargaba sobre un soldado. No podía lastimarle demasiado a través de su traje-p, pero cayó al suelo y la muchacha descargó otro golpe. Entonces, otro de los soldados la atacó, hundiendo una bayoneta en su muslo, y la muchacha cayó de espaldas y la perdí de vista.

No podía ver realmente lo que estaba pasando, ni puedo recordarlo: sólo escenas dispersas, como la muchacha cayendo de espaldas. No sé quién era, no sé si sobrevivió. No podía apuntar desde donde estaba, se interponían demasiadas cabezas. Pero había un mostrador de un escaparate abierto, delante de una tienda de juguetes a mi izquierda, y me encaramé a él. Me situó un metro por encima del pavimento de la Calzada, permitiéndome ver con toda claridad a los terráqueos descendiendo por la rampa. Me apoyé contra la pared y apunté cuidadosamente. Al cabo de un larguísimo espacio de tiempo descubrí que mi láser ya no funcionaba. Creo que ocho soldados no regresaron a Tierra por culpa mía, aunque no los había contado… y el tiempo parecía realmente interminable. A pesar de que todo el mundo se movía con la mayor rapidez posible, tenía la impresión de estar contemplando la proyección de una película a cámara lenta.

Una vez al menos, mientras usaba mi fusil, algún terráqueo me localizó y disparó contra mí; se produjo una explosión inmediatamente encima de mi cabeza, y unos fragmentos de la pared de la tienda golpearon mi casco. Quizás ocurrió dos veces.

Agotadas las cargas de mi fusil, salté del mostrador, agarré el láser por el cañón y me uní a la multitud que surgía por un extremo de la rampa. Durante todo aquel interminable espacio de tiempo (¿cinco minutos?) los terráqueos no habían dejado de disparar; podía oírse el ¡splat! y alguna vez el ¡plop! de aquellos pequeños proyectiles cuando estallaban dentro de la carne, o el ¡punk! más sonoro cuando chocaban contra la pared o contra algo sólido. No había llegado aún al pie de la rampa cuando me di cuenta de que ya no disparaban.

Estaban caídos en el suelo, estaban muertos, todos ellos… no descendían ya por la rampa.